SIETE años antes, la casa del señor Lascelles, en Bruton Street, estaba considerada una de las mejores de Londres. Tenía esa perfección que sólo puede conseguir el hombre muy rico y desocupado que dedica la mayor parte de su tiempo a coleccionar pinturas y esculturas, y la mayor parte de sus facultades mentales a elegir muebles y papel para la pared. Poseía buen gusto y talento para combinar los colores de manera original. Sentía predilección por los azules, los grises y un tono metálico, como de bronce oscuro. No obstante, nunca llegó a tener apego sentimental por sus posesiones. Vendía los cuadros con la misma frecuencia con que los compraba, y su casa nunca mostró ese hacinamiento de sala de exposiciones que se observa en los hogares de algunos coleccionistas. Cada una de las habitaciones de Lascelles contenía sólo unas cuantas pinturas y objets d’art, pero entre esos pocos objetos estaban los más bellos de todo Londres.
Durante los siete últimos años, empero, la exquisitez de la casa había decaído ligeramente. Los colores eran tan delicados como siempre, pero no se habían cambiado en siete años. El mobiliario era espléndido, pero reflejaba la moda de siete años atrás. Durante los siete últimos años no se había agregado cuadro alguno a la colección de Lascelles; y habían llegado a Londres notables esculturas antiguas procedentes de Italia, Egipto y Grecia, pero habían sido adquiridas por otros caballeros.
Lo que es más, había indicios de que el dueño de la casa se había dedicado a una ocupación útil, es decir, había… trabajado. Repartidos por mesas y sillas había informes, manuscritos, cartas y documentos del gobierno, y en todas las habitaciones podían encontrarse ejemplares de Amigos de la Magia Inglesa y libros de magia.
Lo cierto es que, si bien Lascelles aún fingía desprecio por el trabajo, durante los siete años transcurridos desde la llegada a Londres del señor Norrell había estado más ocupado que nunca en su vida. Aunque se había nombrado a lord Portishead director de Amigos de la Magia Inglesa a instancias suyas, la forma en que milord desempeñaba sus funciones editoriales lo irritaba de un modo casi insoportable. Lord Portishead lo sometía todo a la aprobación de Norrell y hacía al instante todas las superfluas correcciones que este decretaba, con lo que la revista había ido haciéndose más aburrida y verbosa a cada número. En el otoño de 1810, Lascelles consiguió que lo nombraran director adjunto. Amigos de la Magia Inglesa tenía una de las listas de suscriptores más largas del país, y el trabajo era considerable. Además, Lascelles escribía sobre magia moderna para otras revistas y diarios, asesoraba al gobierno sobre política relacionada con la magia, visitaba a Norrell casi a diario y, en su tiempo libre, estudiaba historia y teoría de la magia.
Tres días después de que Strange visitara a la señora Bullworth, Lascelles se hallaba en su biblioteca trabajando afanosamente en el nuevo número de Amigos de la Magia Inglesa. Aunque ya era más de mediodía, no había tenido tiempo de afeitarse y vestirse, y estaba en bata, en medio de un revoltijo de libros, papeles, platos del desayuno y tazas de café. No encontraba una carta que necesitaba y se levantó para ir a buscarla. Al entrar en el salón, se sorprendió de encontrar a alguien allí.
—¡Oh! —exclamó—. Es usted.
La atribulada criatura que estaba derrumbada en un sillón al lado de la chimenea levantó la cabeza.
—Su criado ha ido en su busca, para anunciarme —dijo.
—¡Ah! —soltó Lascelles, y calló, seguramente por no saber qué decir. Se sentó en el otro sillón, apoyó el mentón en el puño y miró a Drawlight, pensativo.
El visitante estaba pálido y tenía los ojos hundidos. Su chaqueta se veía sucia de polvo, deslustradas las botas y ajada la camisa.
—Considero muy poco amable de su parte aceptar dinero para que se me arruine, se me deje lisiado y se me vuelva loco —dijo Lascelles al fin—. ¡Y dinero de Maria Bullworth nada menos! ¡No comprendo por qué ha de estar tan enfadada! Lo ocurrido fue tanto culpa suya como mía. Yo no la obligué a casarse con Bullworth. Me limité a ofrecerle una escapatoria cuando ella ya no soportaba ni verlo. ¿Es cierto que quería que Strange me castigara con la lepra?
—Probablemente —suspiró Drawlight—. En realidad, no lo sé. Nunca hubo el menor peligro de que llegara a ocurrirle algo. Usted sigue siendo tan rico como siempre y disfruta de buena salud y paz de espíritu, mientras que yo soy el ser más desgraciado de Londres. Hace tres noches que no duermo. Esta mañana, las manos me temblaban de tal manera que apenas logré ponerme la corbata. Nadie tiene ni idea de cómo me mortifica tener que salir de casa hecho un espantapájaros. Aunque tampoco importa, ya que nadie me recibe. Se me han cerrado todas las puertas de Londres. Su casa es la única en que aún puedo entrar. —Hizo una pausa—. No tendría que haberle dicho esto.
Lascelles se encogió de hombros y dijo:
—Lo que no entiendo es cómo esperaba que pudiera dar resultado un plan tan absurdo.
—¡No era nada absurdo! Al contrario, fui muy escrupuloso en la elección de… de los clientes. Maria Bullworth vive completamente retirada de la sociedad. ¡Gatcombe y Tantony son cerveceros! ¡De Nottinghamshire! ¿Quién iba a suponer que se encontrarían con Strange?
—¿Y la señorita Gray? Arabella Strange la conoció en casa de lady Westby, de Bedford Square.
Drawlight suspiró.
—La señorita Gray tenía dieciocho años y vivía con sus tutores en Whitby. Según las Condiciones del testamento de su padre, estaba obligada a pedirles autorización para todo hasta que cumpliera treinta y seis años. Ellos detestaban Londres y estaban decididos a no salir de Whitby. Desgraciadamente, hace dos meses ambos murieron de pulmonía, y a la dichosa criatura le faltó tiempo para venir a la capital. —Se humedeció los labios, nervioso—. ¿Norrell está muy enfadado?
—Más de lo que yo había visto en mi vida —contestó Lascelles suavemente.
Drawlight se encogió un poco más en el sillón.
—¿Qué van a hacer?
—No lo sé. Desde que se ha descubierto su pequeña operación, me ha parecido lo más prudente mantenerme alejado de Hanover Square durante una temporada. Oí decir al almirante Summerhayes que Strange quería desafiarlo a usted…
Drawlight lanzó un gañido de espanto.
—… pero Arabella no aprueba los duelos, por lo que desistió.
—¡Norrell no tiene derecho a enfadarse conmigo! —gritó Drawlight de pronto—. ¡Él me lo debe todo! La magia tiene su mérito, pero si yo no lo hubiera llevado por ahí ni le hubiera presentado a la gente, nadie se habría enterado de su existencia. Si antes no pudo prescindir de mí, tampoco podrá ahora.
—¿Usted cree?
Drawlight abrió mucho los ojos y se llevó un dedo a la boca, como buscando el consuelo de morderse una uña, pero al descubrir que aún tenía puestos los guantes, lo retiró enseguida.
—Esta noche vendré otra vez —dijo—. ¿Estará en casa?
—Probablemente. Le había prometido a lady Blessington ir a su reunión, pero no creo que vaya. El número de Amigos está muy atrasado. Norrell no para de incordiar con instrucciones contradictorias.
—¡Cuánto trabajo! ¡Mi pobre Lascelles! ¡Eso no es para usted! ¡El viejo es un negrero!
Cuando Drawlight se fue, Lascelles llamó al criado.
—Voy a salir dentro de una hora, Emerson. Dígale a Wallis que me prepare la ropa… ¡Oh, Emerson! El señor Drawlight ha manifestado la intención de venir esta noche. Cuando llegue, no lo deje entrar bajo ningún concepto.
A la misma hora en que tenía lugar esta conversación, Norrell, Strange y Childermass estaban reunidos en la biblioteca de Hanover Square, hablando de la traición de Drawlight. Norrell miraba fijamente el fuego en silencio mientras Childermass le refería a Strange cómo había descubierto a otra de las víctimas, un anciano de Twickenham llamado Palgrave, que le había dado a Drawlight doscientas guineas para recuperar la juventud y vivir ochenta años más.
—No sé si algún día llegaremos a saber con certeza cuántas personas le dieron dinero pensando que estaban encargándoles a ustedes la ejecución de actos de magia negra. Tanto al señor Tantony como a la señorita Gray se les prometió un puesto en una jerarquía de magos que, según les dijo Drawlight, va a crearse muy pronto y que no puedo decir que sepa en qué consiste.
Strange suspiró.
—¿Cómo vamos a convencer a la gente de que no hemos tomado parte en esto? Algo habría que hacer, pero no sé qué.
Norrell dijo de pronto:
—He estado meditándolo durante los dos últimos días; es más, puede decirse que casi no he pensado en otra cosa… ¡y he decidido que debemos restaurar los Cinque Dragownes!
Se hizo un breve silencio, y Strange dijo:
—Disculpe, señor, ¿ha dicho los Cinque Dragownes?[1]
Norrell asintió.
—Para mí está claro que ese bellaco ha de ser juzgado por los Cinque Dragownes. Es culpable de magia falsa y de malas tendencias. Afortunadamente, no ha sido revocada la vieja ley medieval.
Childermass se echó a reír.
—La vieja ley medieval exigía que el tribunal de los Cinque Dragownes estuviera compuesto por doce magos. En Inglaterra no hay doce magos. Usted lo sabe bien. Sólo hay dos.
—Podríamos encontrar otros.
Strange y Childermass lo miraron con asombro.
Norrell tuvo la delicadeza de mostrar cierto sonrojo al desdecirse de algo que había mantenido durante siete años, pero prosiguió:
—Están lord Portishead y aquel hombrecito moreno de York que no firmó el convenio. Ya son dos, y supongo… —añadió mirando a Childermass— que tú podrás encontrar alguno más, si pones empeño en ello.
Childermass abrió la boca, probablemente para decir algo de todos los magos que ya le había encontrado, magos que habían dejado de serlo porque Norrell se había quedado con sus libros, o los había retirado de la profesión, o les había hecho firmar convenios nefastos, o, de una u otra manera, los había destruido.
—Perdón, señor Norrell —interrumpió Strange—, pero al decir que algo habría que hacer me refería a publicar un anuncio en el periódico o cosa por el estilo. Dudo que lord Liverpool y los ministros nos autorizaran a restaurar una rama de la ley inglesa que no se aplica desde hace doscientos años, sin otro objeto que el de castigar a un hombre. Y, aun en el caso de que fueran tan complacientes para permitirlo, creo que habría que entender que esos doce magos tendrían que ser magos prácticos. Tanto lord Portishead como John Segundus son magos teóricos. Además, es probable que, a no tardar, Drawlight sea procesado por fraude, falsificación, estafa y qué sé yo. No veo qué ventajas tienen los Cinque Dragownes respecto a los tribunales ordinarios.
—¡La justicia de los tribunales ordinarios es totalmente imprevisible! El juez no sabrá nada de magia. No sabrá apreciar la magnitud de los crímenes de ese hombre. Yo hablo de sus crímenes contra la magia inglesa, de sus crímenes contra mí. El tribunal de los Cinque Dragownes era famoso por su severidad. Creo que es la mejor garantía de que Drawlight sea ahorcado.
—¡Ahorcado!
—Oh, sí. ¡Quiero verlo ahorcado! Creía que de eso se trataba. —Abrió y cerró rápidamente sus ojillos varias veces.
—Señor Norrell —dijo Strange—, yo estoy tan enfadado con ese hombre como pueda estarlo usted. Es un bellaco y un farsante. Es lo que yo más desprecio. Pero no deseo causar la muerte de nadie. Yo estuve en la Península, señor, y ya he visto morir a demasiados hombres.
—¡Pero hace dos días quería desafiarlo a un duelo!
Strange lo miró con desagrado.
—¡Eso es distinto!
—En cualquier caso —prosiguió Norrell—, considero que la conducta de Drawlight no es mucho más reprobable que la de usted.
—¿La mía? —exclamó Strange, sorprendido—. ¿Por qué? ¿Qué he hecho yo?
—Oh, usted sabe bien a lo que me refiero. ¿Cómo se le ocurrió aventurarse en los Caminos del Rey? ¡Solo y sin la menor preparación! ¡No pensaría que yo iba a aprobar una aventura semejante! Su actuación de aquella noche perjudicará a la magia tanto como haya podido hacerlo ese hombre. ¡Y probablemente más! Nadie tenía buen concepto de Christopher Drawlight. Nadie se sorprenderá de que haya resultado un granuja. ¡Pero a usted en todas partes se lo considera discípulo mío! ¡Es el segundo mago del país! La gente pensará que yo apruebo lo que hizo. ¡La gente pensará que forma parte de mi plan para la restauración de la magia inglesa!
Strange miraba fijamente a su maestro.
—Lo que menos desearía yo, señor Norrell, es que pudiera usted sentirse comprometido por un acto mío. Nada más lejos de mi intención. Pero eso tiene fácil remedio. Si nos separamos, cada uno podrá actuar independientemente. El mundo juzgará a cada uno sin relacionarlo con el otro.
Norrell se asustó. Miró a Strange, desvió la vista y murmuró que no había querido decir eso. Que confiaba en que el señor Strange sabría que no había querido decir tal cosa. Carraspeó.
—Confío en que tomará en consideración la alteración de mi estado de ánimo. Confío en que, por el bien de la magia inglesa, sabrá comprender mi aprensión. Usted sabe lo importante que es, para este fin, que ambos hablemos y actuemos de común acuerdo. Aún es pronto para que la magia inglesa sea expuesta a los embates de vientos contrarios. Si empezamos a contradecirnos mutuamente sobre cuestiones importantes de política de la magia, no creo que la magia inglesa sobreviva.
Silencio.
Strange se puso en pie y le hizo una ceremoniosa reverencia. Siguieron momentos de tensión. Parecía que Norrell deseaba decir algo, pero no sabía qué.
El último libro de lord Portishead, Ensayo sobre el extraordinario resurgir de la magia inglesa, etc., que acababa de salir de la imprenta, estaba sobre una mesita, y Norrell se agarró a él.
—¡Qué excelente obrita! ¡Y qué adicto a nuestra causa es lord Portishead! Después de una decepción como la que hemos sufrido, no se siente uno muy inclinado a confiar en alguien. No obstante, creo que lord Portishead merece toda nuestra confianza.
Le dio el libro a Strange.
Este lo hojeó con aire pensativo.
—Desde luego, ha hecho todo lo que le pedimos. Dedica dos largos capítulos a atacar al Rey Cuervo y apenas menciona a los duendes. Creo recordar que el manuscrito original contenía una larga descripción de la magia del Rey Cuervo.
—Efectivamente. Hasta que usted hizo esas correcciones, no valía nada. Peor aún, era peligroso. Pero las largas horas que pasó usted con él, encauzando sus opiniones, han sido fructíferas. Estoy muy satisfecho.
Cuando Lucas entró con la bandeja del té, parecía que los dos magos habían recobrado su talante habitual (Strange estaba un poco más callado, quizá) y que la disensión había quedado superada.
Al despedirse, Strange preguntó si podía tomar prestado el libro de lord Portishead.
—¡Por supuesto! —exclamó Norrell—. ¡Quédeselo! Tengo varios ejemplares.
A pesar de los esfuerzos de Strange y Childermass por disuadirlo, Norrell no renunciaba a la idea de restaurar los Cinque Dragownes. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que no podría descansar hasta que en Inglaterra hubiera un tribunal de la magia y que la pena que cualquier otro tribunal impusiera a Drawlight no podría satisfacerlo. Aquel mismo día envió a Childermass a casa de lord Liverpool para rogarle que le concediera unos minutos. Lord Liverpool respondió que lo recibiría al día siguiente.
A la hora señalada, Norrell visitó al primer ministro y le expuso su plan. Cuando lo hubo escuchado, lord Liverpool frunció el entrecejo.
—Hace mucho tiempo que no existen en Inglaterra tribunales de la magia —dijo—. No hay abogados preparados para proceder ante ellos. ¿Quién se encargaría de los casos? ¿Quién los juzgaría?
—¡Ah! —exclamó Norrell sacando un grueso fajo de papeles—. Me complace que milord haga preguntas tan pertinentes. He redactado un documento en el que describo la actuación de los Cinque Dragownes. Lamentablemente, hay muchas lagunas en nuestra información, pero aquí sugiero medios para recuperar lo que se ha perdido. He tomado como modelo los tribunales eclesiásticos ordinarios. Como milord observará, tenemos ante nosotros una ardua tarea.
Lord Liverpool miró los papeles.
—Una tarea demasiado ardua, señor Norrell —declaró llanamente.
—Oh, pero necesaria, se lo aseguro. ¡Muy necesaria! ¿Cómo, si no, vamos a reglamentar la magia? ¿Cómo vamos a protegernos de los magos perversos y sus servidores?
—¿Qué magos perversos? No hay nadie más que usted y el señor Strange.
—Es cierto, pero…
—¿Se siente usted muy perverso en este momento, señor Norrell? ¿Hay alguna razón apremiante para que el gobierno británico instituya procedimientos jurídicos especiales a fin de controlar sus perniciosas inclinaciones?
—No, milord, yo…
—¿O acaso el señor Strange muestra una acusada tendencia a asesinar, mutilar y robar?
—No, pero…
—Entonces no nos queda más que ese señor Drawlight, que, por lo que sé, no tiene nada de mago.
—Pero sus delitos son contra la magia. Según las leyes inglesas, debe ser juzgado por el tribunal de Cinque Dragownes. Es el indicado para él. Aquí están los nombres de sus delitos. —Norrell puso otra lista ante el primer ministro—. Vea, milord: magia falsa, tendencias perversas y pedagogía malévola. Los tribunales ordinarios no son competentes.
—No me cabe duda. Pero, como le digo, no hay nadie que pueda juzgar ese caso.
—Si milord tiene a bien pasar la mirada por la página cuarenta y dos de mis notas, verá que propongo emplear a jueces, abogados y procuradores de los tribunales eclesiásticos ordinarios. Yo podría explicarles los principios de las leyes taumatúrgicas… No llevaría más de una semana. Y podría prestarles a mi criado, John Childermass, todo el tiempo que durase el juicio. Es hombre muy instruido y podría advertirles si incurrieran en error.
—¡Cómo! ¡Que al juez y los abogados los asesoren el demandante y su criado! ¡De ninguna manera! ¡Semejante idea repugna a la justicia!
Norrell parpadeó.
—Pero ¿qué garantía puedo tener entonces de que no aparezcan otros magos que desafíen mi autoridad y me contradigan?
—¡Señor Norrell, no es función de un tribunal, de ningún tribunal, la de hacer que prevalezcan las opiniones de una persona sobre las de otras! Ni en cuestión de magia ni en ninguna otra faceta de la vida. Si otros magos mantienen opiniones distintas, debe usted debatir con ellos. Tiene que demostrar la superioridad de sus ideas, como hago yo en la política. Debe usted argumentar, explicar y practicar su magia, y aprender a vivir como vivo yo, expuesto a la crítica, la oposición y la censura constantes. Ese, señor Norrell, es el estilo inglés.
—Pero…
—Lo siento, señor Norrell, no deseo oír más. Asunto concluido. El gobierno de Gran Bretaña le está agradecido. Ha prestado a su país inmensos servicios. Todo el mundo sabe la gran estima en que lo tenemos, pero lo que pide es imposible.
La estafa de Drawlight fue pronto de dominio público y, como había vaticinado Strange, parte de la culpa se atribuyó a los dos magos. Al fin y al cabo, Drawlight era íntimo de uno de ellos. El caso constituía un tema excelente para la sátira, y se publicaron varias caricaturas hilarantes. Una, obra de George Cruikshank, mostraba a Norrell pronunciando un discurso ante un grupo de admiradores acerca de la nobleza de la magia inglesa, mientras en un cuarto trasero Strange dictaba una especie de menú a un criado que escribía en una pizarra: «Por matar por arte de magia a un simple conocido, 20 guineas. Amigo íntimo, 40 guineas. Pariente, 100 guineas. Cónyuge, 400 guineas». En otra caricatura, Rowlandson había dibujado a una dama elegante que paseaba a un perrito de pelo rizado y se encontraba con una conocida, que exclamaba al ver al perro:
—Oh, señora Foulkes, ¡qué monada de perrito!
—Sí —respondía la dama—. Es el señor Foulkes. Pagué cincuenta guineas al señor Strange y al señor Norrell por lograr que mi marido me obedeciera en todo, y este es el resultado.
No cabe duda de que las caricaturas y los comentarios maliciosos que aparecieron en la prensa causaron un perjuicio considerable a la magia inglesa. Ahora era posible ver la magia a una luz diferente, ya no como la mayor defensa de la nación, sino como instrumento de la malevolencia y la envidia.
¿Y las personas que habían sido estafadas por Drawlight? ¿Cuál fue su actitud? No cabe duda de que el señor Palgrave —el anciano enfermo y atrabiliario que aspiraba a vivir para siempre— tenía intención de acusarlo de estafa, pero no pudo llevar a cabo su propósito porque murió al día siguiente. Sus hijos y herederos (que lo odiaban) se sintieron más complacidos que disgustados al descubrir que la frustración, la ira y el desengaño le habían amargado los últimos días. Tampoco de la señorita Gray ni de la señora Bullworth tenía Drawlight nada que temer. Los parientes y amigos de la primera la disuadieron de que se involucrara en un vulgar asunto judicial, y la perversidad de las intenciones de la segunda le impedía proceder contra Drawlight sin inculparse a sí misma. Quedaban Gatcombe y Tantony, los cerveceros de Nottinghamshire. El señor Gatcombe, práctico hombre de negocios, no deseaba sino recuperar su dinero, y con ese fin envió a Londres a unos alguaciles. Desgraciadamente, Drawlight no pudo complacer a Gatcombe en ese pequeño detalle, puesto que hacía tiempo que lo había gastado.
Y llegamos a lo que fue la auténtica caída de Drawlight, porque apenas hubo escapado al cadalso cuando en el ya sombrío firmamento de su existencia apareció su verdadera Némesis describiendo círculos en el aire con sus negras alas, decidida a aplastarlo. Rico nunca fue, sino todo lo contrario. Vivía de crédito y de exprimir a los amigos. A veces ganaba en el juego, pero lo más frecuente era que incitara a los jóvenes incautos a jugar, y cuando perdían invariablemente, los tomaba del brazo y, hablando sin parar, los llevaba a tal o cual prestamista conocido suyo.
—Honradamente, no podría recomendarle a ningún otro —les decía, solícito—, porque exigen unos intereses monstruosos, pero el señor Buzzard es diferente. Ese anciano caballero es muy amable. No soporta que alguien tenga que privarse de un placer si él tiene los medios de procurárselo. Estoy convencido de que, para él, prestar pequeñas sumas de dinero es más una obra de caridad que una operación financiera.
Por este pequeño pero importante papel de guiar a los jóvenes al vicio, las deudas y la ruina, Drawlight recibía una gratificación de los prestamistas, generalmente el cuatro por ciento de los intereses del primer año si se trataba del hijo de un plebeyo, el seis por ciento por el hijo de un vizconde o un barón, y el diez por ciento por el de un conde o un duque.
Empezó a circular la noticia de su descrédito. Los sastres, sombrereros y guanteros a los que debía dinero se pusieron nerviosos y exigieron el pago de sus cuentas. Deudas que él confiaba poder arrastrar durante cuatro o cinco años más adquirieron suma urgencia de la noche a la mañana. Hombres de cara adusta llamaban violentamente a su puerta, bastón en mano. Varias personas le aconsejaron que se marchara del país de inmediato, pero él no podía creer que sus amigos lo hubieran abandonado por completo. Pensaba que el señor Norrell se ablandaría; pensaba que Lascelles, su querido, querido Lascelles, lo ayudaría. Les envió sendas cartas muy respetuosas solicitando el urgente préstamo de cuatrocientas guineas. Pero Norrell no contestó y Lascelles sólo le escribió para decirle que tenía por norma no prestar dinero a nadie. El martes por la mañana Drawlight fue arrestado por deudas, y el viernes siguiente ya había ingresado en la prisión de King’s Bench.
Una tarde de finales de noviembre, aproximadamente una semana después de estos hechos, Strange y Arabella estaban en el salón de su casa de Soho Square. Ella escribía una carta y él se tiraba del pelo, distraído, mirando al vacío. De pronto, se puso en pie y salió de la habitación.
Volvió al cabo de una hora, llevando en la mano una docena de hojas cubiertas de escritura.
Su esposa levantó la cabeza.
—Creía que el artículo para Amigos de la Magia Inglesa ya estaba escrito.
—No es ese artículo —respondió él—. Es una reseña del libro de Portishead.
Arabella frunció el entrecejo.
—No puedes hacer la reseña de un libro en el que tú has participado.
—Creo que sí. En ciertas circunstancias.
—¿Sí? ¿En qué circunstancias?
—Para decir que es un libro abominable, un vil engaño perpetrado contra el público británico.
Ella miró a su marido sin pestañear.
—¡Jonathan! —dijo al fin.
—Sí; es un libro abominable.
Strange le entregó las hojas y ella empezó a leerlas. El reloj de la repisa dio las nueve y Jeremy entró con la bandeja del té. Cuando hubo terminado la lectura, Arabella suspiró.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé. Publicarla, supongo.
—Pero ¿y el pobre lord Portishead? Si ese libro contiene errores, alguien debe denunciarlos, desde luego. Pero tú sabes bien que él sólo escribió lo que vosotros dijisteis que escribiera. Se sentirá molesto.
—¡Oh, por supuesto! Es un asunto muy lamentable —repuso Strange despreocupadamente. Tomó un sorbo de té y una tostada—. Pero eso no es lo que importa. ¿He de permitir que mi aprecio por Portishead me impida decir lo que considero justo? Creo que no. ¿Y tú?
—Pero ¿has de ser tú? —repuso Arabella con gesto desolado—. El pobre hombre lo sentirá mucho más viniendo de ti.
Strange frunció el entrecejo.
—Claro que he de ser yo. ¿Quién si no? Pero tranquilízate, le presentaré cumplidas excusas en la primera ocasión.
Y con eso Arabella tuvo que conformarse.
Entretanto, Strange trataba de decidir adónde enviar su reseña. Finalmente, eligió al señor Jeffrey, director de la Edinburgh Review, de Escocia. Como se recordará, era una publicación radical que abogaba por la reforma política, la emancipación de católicos y judíos y otras muchas cosas que Norrell reprobaba. En consecuencia, durante los últimos años, Jeffrey había visto cómo periódicos rivales publicaban comentarios y artículos sobre el resurgimiento de la magia inglesa, en tanto que él, lamentablemente, se veía privado de ellos. Como era de esperar, recibió la reseña de Strange con alborozo. No le preocupó en absoluto su asombroso y revulsivo contenido, ya que esa clase de escritos era lo que más le gustaba. De inmediato, mandó una carta a Strange en la que le aseguraba que publicaría su reseña lo antes posible, y unos días después le envió un haggis (esa especie de fiambre escocés) como obsequio.