EN los tres años que duró la ausencia de Strange, Drawlight y Lascelles habían recuperado parte de su antigua influencia sobre el señor Norrell. Todo el que deseara hablar con el mago o solicitar su ayuda, tenía que dirigirse a ellos previamente. Ambos aconsejaban a Norrell sobre la mejor manera de tratar a los ministros, y a los ministros sobre la mejor manera de tratar a Norrell. Las personas más ricas y distinguidas del reino buscaban la amistad de estos amigos y consejeros del más eminente mago de Inglaterra.
Después del regreso de Strange, uno y otro siguieron visitando a Norrell tan asiduamente como siempre, pero ahora era la opinión de Strange la que más deseaba oír Norrell, y su consejo el que buscaba en primer lugar. Como es natural, a Lascelles y Drawlight no les complacía esta situación, especialmente al segundo, que hacía todo lo que estaba en su mano para exacerbar las pequeñas fricciones que a veces se suscitaban entre uno y otro mago.
—No puedo creer que yo no sepa algo que pueda perjudicar a Strange —le dijo a Lascelles—. Circulan extrañas historias acerca de cosas que hizo en España. Varias personas me han contado que resucitó a todo un ejército de soldados para que lucharan contra los franceses. Cadáveres destrozados, con los ojos colgando de un hilo y todos los horrores que pueda usted imaginar. ¿Qué cree que diría Norrell si se enterase?
Lascelles suspiró.
—Me gustaría poder convencerlo de la futilidad de todo intento por generar una pelea entre ellos. Antes o después ellos mismos lo harán.
Varios días después de la visita de Strange al rey, un grupo de amigos y admiradores del señor Norrell se reunió en la biblioteca de Hanover Square con el objeto de admirar un retrato de los dos magos pintado por el señor Lawrence[1]. Estaban presentes Lascelles y Drawlight, así como el señor y la señora Strange y varios ministros del rey.
En el retrato, Norrell aparecía con su sobria chaqueta gris y su anticuada peluca. Daba la impresión de que tanto la chaqueta como la peluca le sentaban un poco grandes. Parecía estar encogido dentro de ellas, y sus ojillos azules miraban al mundo con una curiosa mezcla de temor y arrogancia que a sir Walter Pole le recordó al gato de su ayuda de cámara. Se notaba que la mayoría de las personas tenía que hacer un pequeño esfuerzo para encontrar algo amable que decir de la mitad del cuadro correspondiente al señor Norrell, mientras que los elogios hacia la mitad del señor Strange brotaban de forma espontánea. Este aparecía detrás de su mentor, medio sentado medio apoyado en una mesita, perfectamente natural, con su aire risueño y burlón y unos ojos llenos de sonrisas, secretos y hechizos… como deben aparecer los ojos de un mago.
—¡Excelente! —se entusiasmó una dama—. Miren cómo ese espejo oscuro que está detrás de la figura realza la cabeza del señor Strange.
—La gente siempre imagina que magos y espejos van juntos —se lamentó Norrell—. No hay ningún espejo en esa parte de la biblioteca.
—Los artistas tienen sus triquiñuelas y siempre están recomponiendo el mundo a su capricho —opinó Strange—. En eso se parecen a los magos. No obstante, es curioso el efecto conseguido: más que un espejo parece una puerta, de tan oscuro. Casi siento una corriente de aire. No me gusta verme sentado tan cerca de él. Me da miedo resfriarme.
Uno de los ministros, que nunca había estado en la biblioteca del señor Norrell, hizo una observación elogiosa sobre su armonía de proporciones y la elegancia de su estilo, lo que dio pie a que otras personas manifestaran su admiración.
—Es sin duda una biblioteca muy bella —asintió Drawlight—, pero no puede compararse con la de Hurtfew Abbey. Aquella sí es una maravilla. No he visto en mi vida algo tan exquisito y completo. Tiene pequeños arcos ojivales y una cúpula, con columnas de estilo gótico, y la ornamentación en forma de hojas, hojas marchitas y retorcidas, como si un viento glacial las hubiera secado, talladas en buen roble, fresno y olmo de Inglaterra; es de lo más perfecto que he podido contemplar. Al verla le dije al señor Norrell: «Hay en usted facetas insospechadas. Es un romántico, caballero».
A Norrell no parecía gustarle demasiado que se hablara tanto de la biblioteca de Hurtfew, pero Drawlight, insensible, prosiguió:
—Es como estar en un bosque al final del otoño, y la encuadernación de los libros, de color castaño oscurecido por la edad, contribuye a forjar esa impresión. Realmente, hay allí tantos libros como hojas en un bosque. —Hizo una pausa—. ¿Ha estado en Hurtfew, señor Strange?
El interpelado respondió que aún no había tenido el placer.
—Oh, pues debería ir —sonrió Drawlight con malicia—. No se lo pierda. Es una verdadera maravilla.
Norrell miró a su discípulo con ansiedad, pero este no respondió. Se había vuelto de espaldas y miraba fijamente su retrato.
Cuando los otros se apartaron y se pusieron a hablar de otras cosas, sir Walter murmuró:
—No le preocupe su malevolencia.
—¿Hum? —profirió Strange—. Oh, no es eso. Es el espejo. ¿No da la impresión de que uno ha de poder entrar en él? No creo que sea muy difícil. Se podría utilizar un hechizo de revelación. No; de desbrozado. O quizá ambos. Entonces el camino estaría libre. Un paso adelante y marchar. —Paseó la mirada por la habitación—. Y hay días en los que me gustaría marchar.
—¿Adónde? —Sir Walter se sorprendió. No había lugar que le gustara tanto como Londres, con sus farolas de gas y sus tiendas, sus cafés y sus clubs, sus mil mujeres bonitas y sus mil variedades de chismorreo, y estaba convencido de que a todo el mundo le ocurría lo mismo.
—Oh, a donde los hombres de mi condición solían ir hace tiempo. A recorrer sendas que otros hombres no han visto. Más allá del firmamento. Al otro lado de la lluvia. —Volvió a suspirar y su pie izquierdo repicó con impaciencia en la alfombra del señor Norrell, dando a entender que, si él no se decidía pronto a ir en busca de las sendas olvidadas, sus pies lo llevarían a ellas por iniciativa propia.
A las dos, los visitantes se habían ido y Norrell, deseando evitar toda conversación con Strange, subió a esconderse a su gabinete del segundo piso, en la parte posterior de la casa. Se sentó a la mesa y se puso a trabajar. Pronto se olvidó de Strange, de la biblioteca de Hurtfew y de todas las desagradables sensaciones que habían despertado en él las palabras de Drawlight. Por lo tanto, se alteró bastante cuando, minutos después, sonó un golpe en la puerta y entró Strange.
—Le ruego me perdone por molestarlo, pero deseo hacerle una pregunta.
—¡Oh! —exclamó Norrell nerviosamente—. Desde luego, siempre estoy encantado de responder a cualquier pregunta suya, pero en este momento tengo que atender un asunto que no admite dilación. He hablado con lord Liverpool de nuestro plan para proteger de las tormentas las costas de Gran Bretaña por medio de la magia, y se ha mostrado encantado con él. Dice que todos los años el mar destruye propiedades por valor de cientos de miles de libras. Considera que la primera tarea de la magia en tiempos de paz es la preservación de la propiedad. Como siempre, milord desea que se haga inmediatamente, y es mucho trabajo. Sólo el condado de Cornualles llevará más de una semana. Me temo que deberemos dejar nuestra conversación para otro día.
—Si es tan urgente, señor —sonrió Strange—, quizá sea mejor que lo ayude, y hablaremos mientras trabajamos. ¿Por dónde quiere empezar?
—Por Yarmouth.
—¿Y qué utiliza? ¿A Belasis?
—No; nada de Belasis. En El lenguaje de las aves de Lanchester hay una reconstrucción de la magia de Stokesey para calmar tempestades. No soy tan ingenuo para suponer que Lanchester se parezca mucho a Stokesey, pero es lo mejor que tenemos. He hecho varias rectificaciones y he agregado los hechizos de Pevensey de guardia y vigilancia[2].
Norrell le acercó unos papeles a Strange, que, después de leerlos, se puso a trabajar a su vez.
Al cabo de un rato, Strange dijo:
—Hace poco, en Revelaciones de otros treinta y seis mundos de Ormskirk, encontré una referencia al mundo que hay detrás de los espejos, un reino que parece lleno de prácticos caminos por los que el viajero puede ir de un lugar a otro.
Normalmente, ese no hubiera sido tema del agrado de Norrell, pero fue tal su alivio al comprobar que Strange no tenía intención de discutir con él acerca de la biblioteca de Hurtfew, que se mostró de lo más comunicativo.
—¡Oh, sí, desde luego! Hay una senda que une todos los espejos del mundo. Era bien conocida por los grandes magos medievales. Sin duda ellos la recorrían a menudo. Temo no poder darle información más concreta. Los autores que he leído la describen de distintas maneras. Ormskirk dice que es un camino que cruza un gran páramo sombrío, mientras que Hickman la define como una casa muy vasta, llena de oscuros pasadizos y grandes escaleras[3]. Y añade que dentro de la casa hay puentes de piedra tendidos sobre hondos precipicios y canales de negras aguas que fluyen entre muros de piedra, nadie sabe con qué destino ni finalidad. —De pronto se sentía de un humor estupendo. Estar sentado tranquilamente en su gabinete, practicando magia con el señor Strange, era para él el mayor de los placeres—. ¿Y cómo va el artículo para el próximo Gentleman’s Magazine?
Strange se quedó pensativo un momento.
—Aún no lo he terminado.
—¿De qué trata? No, no me lo diga. Estoy impaciente por leerlo. ¿Quizá mañana pueda traérmelo?
—Mañana, desde luego.
Aquella noche, al entrar en el salón de su casa de Soho Square, Arabella se sorprendió un tanto al encontrar la alfombra cubierta de papelitos en los que había escritos hechizos, notas y fragmentos de la conversación con Norrell. Strange estaba en el centro de la habitación, mirando fijamente los papeles y mesándose el pelo.
—¿Qué diantre puedo poner en el artículo para el Gentleman’s Magazine? —inquirió.
—No lo sé, amor mío. ¿El señor Norrell no te ha dado alguna idea?
Strange frunció el entrecejo.
—No sé por qué razón, él piensa que ya está hecho.
—¿Qué te parece los árboles y la magia? —sugirió Arabella—. El otro día comentabas lo interesante que es el tema y lo olvidado que está.
Él tomó una hoja en blanco y se puso a escribir rápidamente.
—Los robles son amistosos y te ayudarán contra tus enemigos, si creen que tu causa es justa. Los bosques de abedules son conocidos por procurar puertas a Tierra de Duendes. Los fresnos no cesarán en su lamento hasta que el Rey Cuervo vuelva a casa[4]. ¡No, no! No puedo decir eso. A Norrell le daría un ataque. —Arrugó la hoja y la lanzó al fuego.
—Oh, pues quizá te interese oír esto —dijo Arabella—. Hoy he estado en casa de lady Westby, donde he conocido a una joven bastante rara que, al parecer, tiene la impresión de que tú estás enseñándole magia.
Strange levantó la mirada.
—Yo no enseño magia a nadie.
—No, amor mío —dijo ella pacientemente—. Ya lo sé. Y eso es lo que hace el caso tan extraordinario.
—¿Y cómo se llama esa equivocada joven?
—Señorita Gray.
—No la conozco.
—Una muchacha elegante, con clase, pero no bonita. Por lo visto, es muy rica y la magia la vuelve loca. Todo el mundo lo dice. Tiene vuestros retratos, el tuyo y el de Norrell, pintados en un abanico, y ha leído hasta la última palabra de lo que tú y lord Portishead habéis publicado.
Su marido la miró sin pestañear durante varios segundos, de lo que Arabella, erróneamente, dedujo que estaba reflexionando sobre lo que acababa de contarle. Pero cuando él habló, fue para decir en tono de cariñoso reproche:
—Amor mío, estás pisando mis papeles. —Y, tomándola delicadamente del brazo, la llevó hacia un lado.
—Me ha dicho que te había pagado cuatrocientas guineas por el privilegio de ser discípula tuya. Dice que, a cambio, tú le has enviado cartas describiéndole hechizos y recomendándole libros.
—¡Cuatrocientas guineas! Eso sí que es raro. Yo podría olvidar a una señorita, pero no cuatrocientas guineas. —Su mirada tropezó con un papel; lo recogió y se puso a leerlo.
—Al principio pensé que se lo inventaba para darme celos y provocar una pelea, pero su manía no parece de esa clase. Ella no admira tu persona sino tu profesión. No entiendo nada. ¿Qué cartas pueden ser esas? ¿Quién puede haberlas escrito?
Strange tomó un pequeño dietario (que casualmente no era suyo, sino de Arabella, con las cuentas de la casa) y empezó a hacer anotaciones.
—¡Jonathan!
—¿Hum?
—¿Qué he de decirle a la señorita Gray cuando vuelva a verla?
—Pregúntale por las cuatrocientas guineas. Aún no las he recibido.
—¡Jonathan! Esto es un asunto serio.
—Estoy de acuerdo. Pocas cosas hay tan serias como cuatrocientas guineas.
Arabella repitió que aquello le parecía de lo más extraño, que estaba muy preocupada por la señorita Gray y que le gustaría que él hablara con aquella joven, a fin de disipar el misterio. Pero decía todas esas cosas para su propia satisfacción, porque sabía perfectamente que él había dejado de escucharla.
Varios días después, Strange y sir Walter Pole jugaban al billar en el Bedford de Covent Garden. La partida se hallaba en un impasse porque sir Walter, como de costumbre, había empezado a acusar a Strange de mover las bolas por arte de magia.
Strange declaró que él no había hecho tal cosa.
—He visto cómo se tocaba la nariz —protestó sir Walter.
—¡Dios del cielo! ¿Es que uno no puede estornudar? Estoy resfriado.
Otros dos amigos, el teniente coronel Grant y el coronel Manningham, que miraban la partida, dijeron que si lo único que querían Strange y sir Walter era discutir, ¿era necesario que ocuparan la mesa de billar? E insinuaron que había personas más interesadas por el juego que esperaban turno. Cuando la discusión se generalizó, dos hacendados tuvieron la desafortunada idea de asomarse a la puerta para preguntar cuándo quedaría libre la mesa, desconocedores de la circunstancia de que los jueves por la noche el salón de billar del Bedford estaba considerado, tácitamente, propiedad personal de sir Walter Pole, Jonathan Strange y sus amigos.
—A fe mía que no lo sé —respondió Colquhoun Grant—. Pero probablemente aún tardará bastante.
El primero de los dos hacendados era un hombre fornido que vestía una chaqueta de grueso paño marrón y calzaba unas botas más apropiadas para una feria provinciana que para el distinguido ambiente del Bedford. El segundo era un hombrecillo flácido con perpetua expresión de asombro.
—Pero, caballero —dijo el primer hombre, dirigiéndose a Strange en un tono de lo más razonable—, ustedes están hablando, no jugando. El señor Tantony y yo somos de Nottinghamshire. Hemos encargado la cena y nos han dicho que tenemos que esperar una hora. Permitan que juguemos mientras ustedes conversan, y cuando hayan terminado, estaremos encantados de cederles la mesa.
Su tono era perfectamente cortés, pero resultaba irritante para Strange y sus amigos. Aquel hombre tenía aspecto de granjero o de comerciante, y no les gustaba que se arrogara el derecho a darles órdenes.
—Si miran la mesa, verán que acabamos de empezar —dijo Strange—. Pedirle a un caballero que interrumpa el juego antes de terminar la partida… en fin, eso es algo que aquí, en el Bedford, no se hace.
—¿Ah, no? —repuso el hombre afablemente—. Pues le ruego me perdone. Pero ¿tendría la amabilidad de decirme si le parece que la partida va a ser larga o corta?
—Eso ya se lo hemos dicho —respondió Grant—. No lo sabemos. —Le lanzó a Strange una mirada que decía con claridad: «Este tipo es un estúpido».
En ese momento, el caballero de Nottinghamshire empezó a sospechar que Strange y sus amigos no sólo eran antipáticos, sino deliberadamente descorteses. Juntó las cejas y señaló al hombrecito flácido de expresión atónita que estaba a su lado.
—Es la primera visita a Londres del señor Tantony, que no piensa volver. Yo tenía especial interés en enseñarle el café Bedford, pero no esperaba encontrar aquí a personas tan poco comprensivas.
—Bien, pues si no les gusta esto —dijo Strange, irritado—, sólo se me ocurre sugerirles que regresen a dondequiera… ¿Ha dicho usted Nothingshire?
Colquhoun Grant le dedicó al caballero de Nottinghamshire una mirada glacial, y observó sin dirigirse a nadie en particular:
—No me sorprende que la agricultura esté en una situación tan alarmante. Hoy en día los granjeros siempre están de paseo. Te los encuentras matando el tiempo en todos los lugares de diversión del reino. No buscan más que el propio placer. ¿No hay en Nottinghamshire trigo que sembrar? ¿No hay cerdos a los que alimentar?
—¡Ni el señor Tantony ni yo somos granjeros, señor! —exclamó el hombre, indignado—. Somos cerveceros. ¡La negra de Gatcombe y Tantony es famosa en tres condados!
—Muchas gracias, pero en Londres ya tenemos cerveza y cerveceros suficientes —observó el coronel Manningham—. Por nosotros no se queden, por favor.
—¡No hemos venido a vender cerveza! Estamos aquí con una finalidad mucho más noble. El señor Tantony y yo somos entusiastas de la magia. Consideramos que todo patriota inglés tiene el deber de interesarse por el tema. Londres ya no es sólo la capital de Gran Bretaña. Desde hace muchos años, el señor Tantony ha acariciado el deseo de aprender, magia, pero la triste situación en que esta se encontraba lo hacía desesperar. Sus amigos tratábamos de darle ánimos. Le decíamos que cuando peor van las cosas es cuando han de empezar a arreglarse. Y estábamos en lo cierto, porque casi inmediatamente aparecieron dos de los magos más grandes que ha conocido Inglaterra. ¡Me refiero al señor Norrell y al señor Strange, por supuesto! Los prodigios que han realizado han dado motivo a los ingleses para bendecir su tierra natal y han animado al señor Tantony a esperar que un día pueda emularlos.
—¿En serio? Pues me parece que se verá decepcionado —observó Strange.
—¡Se equivoca, caballero! —exclamó el de Nottinghamshire con acento triunfal—. El señor Tantony está siendo instruido en las artes de la magia por el propio señor Strange.
Desgraciadamente, en ese momento Strange estaba inclinado sobre la mesa, en equilibrio sobre un pie, apuntando a una bola. Fue tal su sorpresa que erró la tirada, golpeó el costado de la mesa con el taco y cayó al suelo.
—Me parece que hay un error —dijo Colquhoun Grant.
—No, señor; no hay error alguno —repuso el caballero con una calma exasperante.
Mientras se levantaba, Strange preguntó:
—¿Qué aspecto tiene ese señor Strange?
—¡Ay! A eso no puedo responder. El señor Tantony no lo ha visto, ya que le da sus lecciones por carta. Pero confiamos en verlo por la calle. Mañana iremos a Soho Square para ver su casa.
—¡Cartas! —exclamó Strange.
—Yo diría que la enseñanza por correspondencia tiene que ser de muy inferior calidad —dijo sir Walter.
—¡En absoluto! —negó el caballero—. Las cartas del señor Strange están llenas de excelentes consejos y de una extraordinaria percepción de la situación de la magia inglesa. El otro día, sin ir más lejos, el señor Tantony le escribió para pedirle un hechizo que logre que deje de llover, y es que en nuestra zona de Nottinghamshire tenemos exceso de lluvia. Al día siguiente, el señor Strange contestó que, si bien hay hechizos que pueden mover de un lado al otro la lluvia y el sol como si fueran piezas de ajedrez, él nunca los utilizaría, salvo en casos de extrema necesidad, y recomendó al señor Tantony que siguiera su ejemplo. Dijo que la magia inglesa se ha desarrollado en suelo inglés y, en cierto modo, ha sido alimentada por la lluvia inglesa. Dijo también que meterse con el tiempo de Inglaterra sería como meterse con Inglaterra, y si nos metemos con Inglaterra, nos exponemos a destruir los cimientos de la magia inglesa. Eso nos pareció una muestra extraordinaria del genio del señor Strange, ¿no es verdad, señor Tantony? —Y le dio a su amigo unos golpecitos que lo hicieron parpadear varias veces.
—¿Usted ha dicho eso? —murmuró sir Walter.
—¡Vaya! Creo que sí —respondió Strange—. Me parece que dije algo parecido…, ¿cuándo sería? El viernes, supongo.
—¿A quien?
—A Norrell, por supuesto.
—¿Había en la habitación alguien más?
Strange reflexionó.
—Drawlight.
—¡Ah!
—Caballero —le dijo Strange al hombre de Nottinghamshire—, le ruego me perdone si antes lo he ofendido. Pero debe usted reconocer que su forma de dirigirse a mí no era… En fin, yo tengo el genio vivo y usted me ha incomodado. Soy Jonathan Strange y lamento decirle que hasta hoy no sabía nada de usted ni del señor Tantony. Sospecho que el señor Tantony y yo hemos sido víctimas de la superchería de un desaprensivo. Supongo que el señor Tantony me paga las lecciones, ¿no? ¿Puedo preguntar adónde envía el dinero? Si es a Little Ryder Street, tendré la prueba que necesito.
Por desgracia, el caballero de Nottinghamshire y el señor Tantony imaginaban al señor Strange un hombre alto y encorvado, con larga barba blanca, un modo de hablar pausado y un modo de vestir anticuado. Y el señor Strange que tenían enfrente era arrogante, iba bien rasurado, hablaba deprisa y vestía exactamente igual que cualquier otro caballero rico y elegante de Londres, por lo que no podían creer que fuera él.
—Eso tiene fácil solución —dijo Colquhoun Grant.
—Por supuesto —asintió sir Walter—. Llamaré a un camarero. Quizá la palabra de un criado haga lo que no ha podido la de un caballero. ¡John! ¡Venga! ¡Lo necesitamos!
—¡No, no! —exclamó Grant—. Yo no pensaba en eso. John, puede retirarse. No lo necesitamos. Hay muchas cosas que el señor Strange podría hacer para demostrar sus incomparables dotes de mago más eficazmente que cualquier simple declaración. No en vano es el mayor mago de nuestra época.
—Ese título corresponde sin duda al señor Norrell, ¿no? —terció el hombre de Nottinghamshire frunciendo el entrecejo.
Grant sonrió.
—El coronel Manningham y yo, señor, tuvimos el honor de combatir en España al lado de su excelencia el duque de Wellington. Le aseguro que allí nada sabíamos del señor Norrell. Nosotros depositamos nuestra confianza en el señor Strange, este caballero que tiene usted delante. Si ahora él realizara un acto de magia asombroso, no creo que pudieran ustedes seguir dudando; y estoy seguro de que su gran respeto por la magia y los magos ingleses no le permitiría callar ni un momento más, y usted desearía decirle todo cuanto sabe acerca de esas cartas falsas. —Grant miraba inquisitivamente al hombre de Nottinghamshire.
—Bien, son ustedes una curiosa clase de caballeros, y no sé qué pretenden tejiendo semejante historia. Porque les diré con franqueza que mucho me sorprendería que esas cartas fueran falsas, cuando todas las líneas y palabras respiran buena magia inglesa.
—Pero si, como suponemos, un granuja utilizó las propias palabras del señor Strange para fraguar sus embustes, esa sería una explicación, ¿no? —dijo Grant—. Ahora, para demostrar que es quien dice ser, el señor Strange le mostrará algo que ningún ser viviente ha visto nunca.
—¡Vaya! —exclamó el hombre de Nottinghamshire—. ¿Qué hará?
Pero fue sir Walter quien respondió. Señaló con la barbilla un gran espejo veneciano que ocupaba la mayor parte de una pared y que en ese momento sólo reflejaba oscuridad y dijo:
—Entrará en ese espejo y no volverá a salir.