ERA de lo más misterioso. ¿Podría ser mago alguien del castillo? ¿Quizá un criado? ¿O una princesa? No parecía probable. ¿Podía ser obra del señor Norrell? Imaginó a su tutor sentado en su gabinete del segundo piso de Hanover Square, mirando en la fuente de plata, observando todo lo que ocurría y, finalmente, ahuyentando a los Willis con su magia. Era posible. Después de todo, dar vida a las estatuas era una especialidad de Norrell. Fue el acto de magia con que se dio a conocer al público en general. Y no obstante, no obstante… ¿por qué iba a decidir ayudarlo de pronto? ¿Por amabilidad? Difícilmente. Además, en aquella magia se advertía un humor negro que no era propio de Norrell. Aquel mago, quienquiera que fuese, no se había propuesto sólo asustar a los Willis, sino ponerlos en ridículo. No; no podía ser su maestro. Entonces ¿quién?
El rey no parecía fatigado. Al contrario, brincaba y bailoteaba para celebrar la derrota de los Willis. Así pues, pensando que un poco más de ejercicio no haría daño alguno a su majestad, Strange abrió la verja del parque y ambos la cruzaron.
La niebla blanca había borrado los detalles y colores del paisaje, dejándolo pálido y espectral. Tierra y cielo se confundían en un mismo elemento gris e insustancial.
El rey tomó del brazo a Strange con gesto afectuoso, como si hubiera olvidado que le desagradaban los magos. Se puso a hablar de las cosas que lo preocupaban en su demencia. Estaba convencido de que, desde que se había vuelto loco, multitud de desgracias habían afligido a Gran Bretaña. Parecía imaginar que si él había sufrido la pérdida de la razón, el reino tenía que haber sufrido una catástrofe similar. Su principal alucinación era la de que Londres había quedado anegado en una gran inundación.
—¡… y no encuentro palabras para los sentimientos que tuve cuando vinieron a decirme que las frías aguas grises cubrían la cúpula de la catedral de San Pablo y que Londres se había convertido en dominio de peces y monstruos marinos! Ahora todos los edificios están cubiertos de lapas, y en los mercados sólo se venden ostras y erizos de mar. El señor Fox me dijo que hace tres domingos fue a San Veda, en Foster Lane, donde escuchó un excelente sermón predicado por un rodaballo[1]. ¡Pero tengo un plan para la restauración de mi reino! He enviado una embajada al monarca de los peces para ofrecerme a contraer matrimonio con una sirena, con objeto de poner fin a la lucha entre nuestras grandes naciones…
La otra cuestión que preocupaba a su majestad era la persona de pelo plateado a la que sólo él podía ver.
—Dice que es rey —susurró con vehemencia—, pero yo creo que es un ángel. Con esa melena plateada, es lo más probable. Y a esos dos malos espíritus con los que tú hablabas, los ha llenado de improperios. Creo que ha venido para castigarlos y arrojarlos a un pozo de fuego. Y estoy seguro de que después se nos llevará a ti y a mí a la gloria de Hanover.
—Del cielo —dijo Strange—. Vuestra majestad quiere decir la gloria del cielo.
Siguieron andando. Empezó a nevar y los copos blancos descendían despacio sobre un mundo gris pálido. Había una profunda quietud.
De pronto comenzó a sonar una flauta. Era una música indescriptiblemente desolada y lúgubre, pero al mismo tiempo impregnada de gran nobleza.
Strange, pensando que era el rey quien tocaba, se volvió. Pero el anciano llevaba los brazos a los costados y la flauta en el bolsillo. El mago miró en derredor. La niebla no era lo bastante densa para ocultar a alguien que estuviera cerca de ellos. No había nadie. El parque estaba desierto.
—¡Ah, escucha! —exclamó el monarca—. Describe la tragedia del rey de Gran Bretaña. ¡Esa carrerilla de notas! ¡Simbolizados pasados poderes perdidos! ¡Esa frase melancólica! Habla de su razón destruida por los políticos traidores y por la mala conducta de sus hijos. Esa pequeña tonada que te parte el corazón es por la hermosa criatura a la que adoraba cuando era joven y a la que sus amigos lo obligaron a renunciar. ¡Ah, Dios, cómo lloró entonces!
Las lágrimas resbalaban por las mejillas del rey, que entonces empezó una danza lenta y ceremoniosa, agitando el cuerpo y los brazos de un lado al otro y girando muy despacio. La música se alejó, adentrándose en el parque, y el soberano se fue bailando tras ella.
Strange estaba perplejo. La música parecía llevar al rey en dirección a un grupo de árboles. Por lo menos, eso parecían. Estaba casi seguro de que un momento antes había visto una docena de árboles o quizá menos. Pero ahora era un bosquecillo… no, un bosque, un bosque oscuro y denso de árboles añejos y siniestros. Sus grandes ramas semejaban brazos retorcidos, y sus raíces, nidos de serpientes. Los envolvían gruesos mantos de hiedra y muérdago. Entre los árboles había un estrecho sendero, sembrado de profundos hoyos festoneados de hielo y bordeado de maleza cubierta de escarcha. Puntos de una luz pálida que brillaban en la espesura sugerían la presencia de una casa allí donde no podía haber casa alguna.
—¡Majestad! —gritó Strange. Corrió tras él y lo agarró de las manos—. Suplico a su majestad que me perdone, pero no me gusta el aspecto de esos árboles. Creo que deberíamos regresar al castillo.
El rey estaba extasiado por la música y no quería irse. Se desasió gruñendo. Strange volvió a sujetarlo y, tirando de él, lo llevó hacia la verja.
Pero el invisible flautista no parecía dispuesto a dejarlos marchar. De pronto, la música sonó con más fuerza, envolviéndolos. De forma casi imperceptible, brotó en el aire otra tonada que se mezcló suavemente con la primera.
—¡Ah, escucha! ¡Escucha eso! —gritó el rey volviéndose con rapidez—. ¡Ahora toca para ti! Esa agria melodía es para tu malvado tutor, que no quiere enseñarte todo lo que tienes perfecto derecho a saber. Esas notas discordantes describen tu irritación por verte privado de hacer nuevos descubrimientos. Esa marcha triste y lenta es por la gran biblioteca que él, en su egoísmo, no quiere mostrarte.
—¿Cómo es posible…? —empezó Strange, y se interrumpió. También él la oía, la música que describía toda su vida. Por primera vez, descubrió lo muy triste que era su existencia. Estaba rodeado de hombres y mujeres ruines que lo odiaban en secreto y envidiaban su talento. Ahora comprendía que todos los pensamientos maliciosos que había tenido estaban justificados y todos los generosos eran inmerecidos. Sus enemigos eran despreciables y sus amigos, traidores. Norrell (naturalmente) era el peor de todos, y la misma Arabella era débil e indigna de su amor.
—¡Ah! —suspiró su majestad—. También tú has sido traicionado.
—Sí —reconoció Strange tristemente.
Estaban otra vez de cara al bosque. Las luces que brillaban entre los árboles, aunque diminutas, daban a Strange una clara idea de la casa y sus comodidades. Casi podía ver la suave luz de las velas que iluminaba los cómodos sillones, los viejos hogares en que ardían alegres fuegos, las copas de vino caliente con especias que les servirían para reconfortarlos después de su paseo por el oscuro bosque. Las luces sugerían también otras cosas.
—Me parece que en esa casa hay una biblioteca —dijo.
—¡Claro que sí! —declaró el rey palmoteando con entusiasmo—. Tú leerás los libros, y cuando se te cansen los ojos, te los leeré yo. ¡Pero hay que darse prisa! ¡Escucha la música! Nos llama con impaciencia.
Su majestad extendió la mano y asió el brazo izquierdo de Strange, que, para darle acomodo, tuvo que mover lo que sostenía con aquella mano. Era Revelaciones de otros treinta y seis mundos, de Ormskirk.
«Ah, esto —pensó—. Bah, ya no lo necesito. ¡Seguro que en la casa del bosque hay libros mejores!» Abrió la mano y dejó caer las Revelaciones al suelo nevado.
Ahora nevaba copiosamente. El flautista tocaba. Ellos corrían hacia el bosque. Mientras corrían, el gorro escarlata le caía al rey sobre los ojos, pero Strange alargaba la mano y se lo enderezaba. Entonces recordó de pronto lo que sabía acerca del color rojo: era una poderosa protección contra el encantamiento.
—¡Date prisa! ¡Date prisa! —gritaba el monarca.
El flautista tocó una serie de notas rápidas que subían y bajaban imitando el sonido del viento. Un viento de verdad se levantó de pronto, llevándolos casi en volandas. Cuando los depositó en el suelo, estaban mucho más cerca.
—¡Excelente! —exclamó el rey.
La mirada de Strange volvió a tropezar con el gorro de dormir.
«Protección contra el encantamiento…»
El flautista conjuró otro viento. Este hizo volar el gorro.
—¡No importa! ¡No importa! —gritó el anciano alegremente—. Él me ha prometido darme muchos gorros de dormir cuando lleguemos a la casa.
Pero Strange soltó el brazo del rey y retrocedió tambaleándose entre la nieve y el viento para recogerlo. El gorro estaba en la nieve. Una mancha de vivo escarlata entre los brumosos blancos y grises.
«Protección contra el encantamiento…»
Strange recordó haber dicho a uno de los Willis que, para practicar la magia con éxito, el mago tiene que utilizar la fuerza de su carácter. ¿Por qué se le ocurría pensar en eso ahora?
«Ponme la luna en los ojos y su blancura devorará las falsas visiones que el engañador ha puesto en ellos».
El blanco rostro de la luna surcado de cicatrices apareció de pronto, no en el cielo, sino en otro sitio. Si le hubieran preguntado dónde, él habría respondido que dentro de su cabeza. No era una sensación agradable. Lo único en que podía pensar, lo único que podía ver, era la cara de la luna, como una oblea de hueso viejo. Olvidó al rey. Olvidó que era mago. Olvidó al señor Norrell. Olvidó su propio nombre.
Lo olvidó todo, excepto la luna.
La luna se desvaneció. Strange levantó la mirada y se encontró en un lugar nevado, a poca distancia de un bosque oscuro. Entre él y el bosque estaba el rey ciego, con su bata. El anciano debía de haber seguido andando cuando él se paró. Pero sin el apoyo de su guía se sentía perdido y asustado, y gritaba:
—¡Mago! ¡Mago! ¿Dónde estás?
El bosque ya no le pareció a Strange un lugar acogedor, sino, como al principio, siniestro, incognoscible y nada inglés. En cuanto a las luces, apenas podía distinguirlas; eran puntitos blancos en la oscuridad y no sugerían sino que a los moradores de la casa no les sobraba el dinero para velas.
—¡Mago! —insistió el rey.
—Aquí estoy, majestad.
«Ponme un enjambre de abejas en los oídos. Las abejas aman la verdad y destruirán las mentiras del engañador».
Un grave murmullo le llenó los oídos, ahogando la música del flautista. Era muy parecido a un lenguaje, y Strange pensó que dentro de muy poco lo entendería. Fue creciendo, colmándole la cabeza y el pecho y extendiéndosele hasta la punta de los dedos de manos y pies. Su mismo pelo parecía electrizado, y la piel le zumbaba y le vibraba con el ruido. Por un horrible momento, se le antojó que tenía la boca llena de abejas y que más abejas revoloteaban debajo de su piel, en sus entrañas y en sus oídos.
Cesó el zumbido. Strange volvió a oír la música, pero ya no sonaba tan dulce como antes y ya no parecía describir su vida.
«Ponme sal en la boca, por si el engañador intenta deleitarme con el sabor de la miel o mortificarme con el sabor de la ceniza».
Esta parte del hechizo no surtió efecto alguno[2].
«Clávame la mano con clavo de hierro, para que no la levante para obedecer al engañador».
—¡Aaaach! ¡Dios mío! —gritó, sintiendo un dolor lacerante en la palma de la mano izquierda.
Cuando el dolor cesó, tan súbitamente como había empezado, él ya no experimentaba el deseo de correr hacia el bosque.
«Ponme el corazón en lugar secreto, para que todos mis deseos sean sólo míos y el engañador no encuentre lugar en él».
Imaginó a Arabella como la había visto mil veces, con un bonito vestido, sentada en un salón, entre una multitud que charlaba y reía. Él le dio el corazón. Ella lo tomó y, discretamente, se lo guardó en el bolsillo. Nadie reparó en lo que hacía.
A continuación, Strange aplicó el hechizo al rey y, en la última fase, le dio el corazón del anciano a Arabella para que lo guardara en el bolsillo. Era interesante observar el efecto de la magia desde fuera. Había habido tantas peripecias insólitas en la pobre cabeza del soberano que la súbita aparición de la luna en su interior no pareció causarle sorpresa. Pero las abejas lo molestaban, y estuvo un rato dando manotazos para ahuyentarlas.
Terminado el conjuro, el flautista dejó de tocar bruscamente.
—Ahora, majestad —dijo Strange—, creo que ya es hora de que volvamos al castillo. Su majestad es un rey británico y yo soy un mago británico. Aunque Gran Bretaña nos abandone, nosotros no tenemos derecho a abandonar a Gran Bretaña. Todavía puede necesitarnos.
—¡Cierto, muy cierto! ¡El día de mi coronación juré que la serviría siempre! ¡Oh, mi pobre país! —Se giró y agitó una mano en la dirección en que suponía estaba el misterioso flautista—. ¡Adiós, adiós, caballero! ¡Que Dios lo bendiga por su bondad para con Jorge III!
Revelaciones de otros treinta y seis mundos estaba semienterrado. Strange lo recogió y le quitó la nieve.
Al llegar a la verja se volvió. El bosque oscuro había desaparecido. En su lugar había un inocente grupito de cinco hayas sin hojas.
Camino de Londres, Strange iba pensativo. Comprendía que tendría que sentirse inquieto por lo ocurrido en Windsor, incluso asustado. Pero eran más fuertes la curiosidad y la emoción que la alarma. Además, él había impuesto su voluntad a aquel o aquello que estuviese obrando la magia. Era fuerte, pero él lo había sido más. Aquella aventura confirmaba lo que él sospechaba desde hacía tiempo: que en Inglaterra había más magia de la que el señor Norrell admitía.
Por más vueltas que daba a la cuestión, siempre volvía al hombre del pelo plateado, a quien sólo el rey podía ver. Trataba de recordar qué había dicho exactamente el monarca de aquella persona, pero no había retenido sino la simple mención del pelo de plata.
Llegó a Londres a eso de las cuatro y media. Ya oscurecía en la ciudad. Había luces encendidas en todas las tiendas y los faroleros andaban por las calles. Al llegar a la esquina de Oxford con New Bond, torció hacia Hanover Square. Encontró a Norrell en la biblioteca, bebiendo té.
Norrell, como siempre, se mostró encantado de verlo y deseoso de oír el relato de su visita al rey.
Strange le describió cómo tenían al soberano prisionero y solitario en su propio palacio y le expuso los hechizos que había utilizado. Pero no dijo ni una palabra de la rociada que habían sufrido los Willis, del bosque encantado ni del flautista invisible.
—No me sorprende que no haya podido ayudar a su majestad —dijo Norrell—. No creo que ni los aureates pudieran curar la locura. Aunque no estoy seguro de que lo intentaran. Al parecer, ellos la veían con otra perspectiva. Reverenciaban a los locos y pensaban que ellos sabían cosas que los cuerdos ignoraban… cosas que podían ser útiles a un mago. Hay relatos en los que se cuenta que tanto Ralph Stokesey como Catherine de Winchester consultaban a los dementes.
—Y no sólo los magos, ¿verdad? —dijo Strange—. También los duendes se interesaban mucho por los perturbados. Creo haberlo leído.
—¡En efecto! Algunos de nuestros autores más importantes han observado la similitud entre los locos y los duendes y otras criaturas sobrenaturales. Unos y otros suelen hablar sin sentido ni coherencia; supongo que lo habrá observado en el rey. Pero hay otras coincidencias. Chaston, según me parece recordar, tiene varias cosas que decir sobre el tema. Pone el ejemplo de un demente de Bristol que todas las mañanas anunciaba a su familia su intención de salir a pasear con una silla del comedor. El hombre estaba encariñado con el mueble, lo consideraba un buen amigo y mantenía con él largas conversaciones sobre el paseo que iban a dar y la posibilidad de encontrarse con otras mesas y sillas. El hombre se horrorizaba cuando alguien manifestaba la intención de sentarse en la silla. Estaba loco, evidentemente, pero Chaston dice que un duende no consideraría su conducta tan absurda como la consideramos nosotros. Los duendes no hacen claras distinciones entre lo animado y lo inanimado. Ellos creen que las piedras, las puertas, los árboles, el fuego, las nubes, etcétera, tienen alma y deseos y que son masculinos o femeninos. Quizá eso explique la extraordinaria simpatía que muestran por la locura. Por ejemplo, era bien sabido que cuando los duendes se escondían de la vista de la gente, a veces los enajenados podían verlos. El ejemplo más célebre que recuerdo es el de un muchacho loco llamado Duffy, que vivía en Chesterfield, Derbyshire, en el siglo catorce. Con él se había encariñado un duende perverso que llevaba años atormentando a la ciudad. El duende hacía al muchacho regalos extravagantes, la mayoría de los cuales de poco le hubieran servido estando cuerdo y no le servían absolutamente de nada estando chiflado: un barco con incrustaciones de brillantes, un par de botas de plata, un cerdo cantor…
—¿Por qué tenía tantas atenciones con Duffy?
—Oh, le decía que eran hermanos en la adversidad. No sé por qué. Chaston escribe que muchos duendes tienen la sensación de haber sido maltratados por los ingleses. Desde luego, para Chaston era un misterio, como lo es para mí, por qué habían de pensar tal cosa. En las casas de los grandes magos ingleses, los duendes tenían preferencia sobre los criados y ocupaban los mejores sitios, después del mago y su esposa. Chaston dice cosas muy interesantes sobre la cuestión. Su mejor obra es Liber Novus. —Miró a su discípulo juntando las cejas—. Estoy seguro de habérsela recomendado media docena de veces. ¿Aún no la ha leído?
Desgraciadamente, Norrell no siempre recordaba con exactitud qué libros deseaba que Strange leyera y qué libros había enviado a Yorkshire con el propósito de ponerlos fuera de su alcance. Liber Novus estaba a buen recaudo en un anaquel de la biblioteca de Hurtfew Abbey. Strange suspiró y dijo que tan pronto se lo pusiera en la mano, con mucho gusto lo leería.
—Pero entretanto, señor, le agradecería que acabara de contarme la historia del duende de Chesterfield.
—Oh, sí. Veamos, ¿por dónde iba? Bien, durante varios años todo fue bien para Duffy y todo fue mal para la ciudad. Creció un bosque en la plaza del mercado y la gente no podía hacer sus transacciones. A las cabras y los cerdos les salieron alas y se fueron volando. El duende convirtió en pan de azúcar las piedras de la parroquia que se estaba construyendo. Con el sol, el azúcar se calentó y se puso viscoso, y una parte de la iglesia se fundió. Aún peor: perros y gatos lamían el templo, y los pájaros, ratas y ratones lo picoteaban y roían. De manera que los ciudadanos se quedaron con una iglesia medio comida y contrahecha, que en nada se parecía a la que habían proyectado. Al fin acudieron a Duffy para pedirle que transmitiera sus súplicas al duende. Pero el chico se mostró huraño y reacio a ayudarlos, porque recordaba cómo se burlaban de él en el pasado. Entonces se vieron obligados a hacerle a aquel pobre loco grandes elogios por su inteligencia y su hermosura. Y Duffy intercedió por ellos. ¡Ah, qué diferencia! El duende dejó de atormentar a la ciudad y convirtió el azúcar de la iglesia en piedra. Los ciudadanos talaron el bosque de la plaza del mercado y compraron más animales. Pero no consiguieron acabar de enderezar el templo. Aún hoy la iglesia de Chesterfield tiene algo extraño. No es como las otras iglesias.
Strange guardó silencio y por fin dijo:
—Señor Norrell, ¿cree usted que los duendes han abandonado Inglaterra por completo?
—No lo sé. Durante los trescientos o cuatrocientos últimos años se han relatado encuentros de ingleses con duendes en lugares remotos, pero como ninguna de esas personas era mago o erudito, sus palabras no tienen gran valor. Si usted o yo conjurásemos a los duendes… mejor dicho —rectificó precipitadamente—, si cometiéramos semejante imprudencia, ellos acudirían al momento, siempre que pronunciáramos la fórmula de forma correcta. Pero de dónde vienen y por qué caminos no se sabe con certeza. En tiempos de John Uskglass se construyeron senderos bien visibles que iban de Inglaterra a Tierra de Duendes, anchos y verdes, entre setos altos y verdes o paredes de piedra. Aún existen, pero no creo que hoy los usen ni los duendes ni los cristianos. Están descuidados e invadidos por la maleza. Son muy solitarios y me han dicho que la gente los evita.
—La gente cree que traen mala suerte —dijo Strange.
—Tonterías. Esos caminos no pueden hacerles ningún daño, porque no llevan a ningún sitio[3].
—¿Y qué me dice de los descendientes medio humanos de los duendes? ¿Heredan los conocimientos y los poderes de sus antepasados?
—Oh, esa es otra cuestión. Hoy en día, muchas personas tienen apellidos que revelan los orígenes sobrenaturales de sus ancestros. Otherlander, que significa «el de Otras Tierras», y Fairchild, «descendiente de duende», son dos de ellos. Elfick, «élfico», otro. Y Fairey, «el de Tierra de Duendes», desde luego. En mi infancia había en una de nuestras granjas un Tom Otherlander, ya sabe, «el de Otras Tierras». Pero es raro que alguno de esos descendientes de los duendes y otras criaturas sobrenaturales muestre dotes para la magia. En realidad, suelen pecar de malicia, orgullo y pereza, vicios por los que eran bien conocidos sus abuelos duendes.
Al día siguiente, Strange se reunió con los reales duques y les comunicó que, lamentándolo mucho, no había podido aliviar la locura del rey. Sus altezas reales se mostraron apenados, pero no sorprendidos. En realidad no esperaban otra cosa y le aseguraron que no lo culpaban en absoluto. Lo cierto es que estaban muy complacidos por todo lo que había hecho, y muy especialmente por la circunstancia de que no les cobrase honorarios. Le otorgaron, en recompensa, sus Reales Órdenes. Ello significaba que, si lo deseaba, podía poner sobre su puerta de Soho Square la reproducción en escayola y oro de sus escudos de armas y decir a quien se le antojara que había sido nombrado mago de los reales duques.
Strange no les dijo que merecía su gratitud más de lo que ellos imaginaban. Estaba seguro de haber salvado al rey de algo horrible. Aunque no sabía qué era.