31. Diecisiete napolitanos muertos (Abril de 1812 – junio de 1814)

EN aquel tiempo había en el ejército británico cierto número de «oficiales exploradores» cuyo cometido consistía en hablar con la población, robar los despachos del ejército francés y conocer en cualquier momento la posición de las tropas enemigas. Por muy románticas que sean tus nociones de la guerra, nunca harán justicia a la labor de los oficiales exploradores de Wellington. Vadeaban ríos a la luz de la luna y cruzaban sierras bajo un sol abrasador. Estaban más tiempo detrás de las líneas francesas que de las inglesas, y conocían a todos los partidarios de la causa británica.

El más hábil de estos oficiales exploradores era, sin lugar a dudas, el comandante Colquhoun Grant del 11o de Infantería. Cuántas veces los franceses, al levantar la mirada de lo que estuvieran haciendo, habían divisado al comandante Grant montado a caballo, observándolos desde lo alto de una colina lejana. Los escudriñaba con su catalejo y luego tomaba notas en su cuadernito. Aquello los ponía muy nerviosos.

Una mañana de abril de 1812, Grant se encontró casualmente entre dos patrullas de la caballería francesa. Cuando comprendió que no podía escapar, abandonó el caballo y se escondió en un bosquecillo. Siempre se consideró antes soldado que espía y, en tanto que soldado, tenía a mucha honra llevar el uniforme a todas horas. Por desgracia, el uniforme del 11o de Infantería (como el de todos los regimientos de infantería) era de un vivo escarlata, por lo que los franceses no tuvieron dificultad en descubrirlo entre el claro follaje de la primavera.

Para los británicos, la captura de Grant fue una calamidad tan grande como la pérdida de toda una brigada. De inmediato, lord Wellington cursó mensajes urgentes: unos a los franceses, proponiendo un canje de prisioneros; y otros a los jefes de la guerrilla[1], ofreciendo dólares de plata y abundantes armas si lograban rescatar a Grant. Cuando ninguna de esas propuestas dio resultado, Wellington se vio obligado a probar otro plan. Contrató a Jerónimo Saornil, el más siniestro y feroz de los jefes guerrilleros, para que llevara a Jonathan Strange hasta el comandante Grant.

—Observará que Saornil es un personaje tremendo —le dijo Wellington al mago poco antes de que este se pusiera en camino—, pero no abrigo temores al respecto, porque, francamente, señor Strange, usted no lo es menos.

Saornil y sus hombres eran realmente una banda patibularia. Sucios, barbudos, malolientes, con sables y cuchillos prendidos del cinturón y rifles colgados del hombro. Sus ropas y las mantas de los caballos estaban cubiertas de símbolos de crueldad y muerte: calaveras, tibias, corazones atravesados por puñales, cadalsos, crucifixiones en ruedas de carros, cuervos que picoteaban corazones y ojos, y delicias similares. Estas imágenes estaban formadas por lo que a primera vista parecían botones de nácar pero, tras un examen más atento, resultaban ser los dientes de los franceses a los que habían dado muerte. El propio Saornil tenía tantos dientes cosidos a sus ropajes que, a cada movimiento, su cuerpo castañeteaba como si todos los franceses muertos aún estuvieran tiritando de miedo.

Rodeados como estaban por símbolos y utensilios de muerte, Saornil y sus hombres se sentían seguros de infundir terror en todo el que se cruzara en su camino. Por ello, los desconcertó descubrir que a ese respecto el mago inglés los aventajaba, ya que llevaba consigo un ataúd. Como tantos hombres violentos, los guerrilleros eran supersticiosos. Uno le preguntó a Strange qué había en el ataúd. Él respondió con indiferencia que un hombre.

Al cabo de varios días de arduo cabalgar, los guerrilleros llevaron a Strange a la cima de una colina, desde la que se dominaba la carretera principal que conducía a España y, de allí, a Francia. Le aseguraron que por allí tenían que pasar el comandante Grant y sus captores.

Saornil y sus hombres instalaron su campamento cerca de la atalaya y se dispusieron a esperar. Al tercer día vieron avanzar por la carretera un gran destacamento de soldados franceses, en medio de los cuales cabalgaba el comandante Grant, con su uniforme escarlata. Inmediatamente, Strange ordenó que abrieran el ataúd. Tres guerrilleros, armados de palancas, levantaron la tapa. En el interior encontraron a un hombre de barro, una especie de maniquí modelado con la basta arcilla roja que usan los españoles para hacer sus vistosos platos y jarras. El muñeco era de tamaño natural, pero muy tosco. Tenía por ojos dos agujeros y casi carecía de nariz; pero estaba cuidadosamente vestido con un uniforme de oficial del 11o de Infantería.

—Cuando los franceses lleguen a esa roca —le dijo Strange a Jerónimo Saornil—, usted y sus hombres deben atacarlos.

Saornil tardó un poco en asimilar estas palabras, en parte porque el español con que se expresaba Strange adolecía de ciertas excentricidades de sintaxis y pronunciación.

Cuando hubo entendido, preguntó:

—¿Hemos de tratar de liberar al buen Granto? —Tal era el nombre con que los españoles conocían a Grant.

—¡De ninguna manera! Del buen Granto me encargo yo.

Saornil y sus hombres bajaron media ladera, hasta el lugar en que unos árboles delgados formaban una pantalla que los ocultaba a la vista de los que llegaban por la carretera. Desde allí abrieron fuego, pillando desprevenidos a los franceses, varios de los cuales resultaron muertos y muchos, heridos. No había rocas ni apenas matorrales donde ponerse a cubierto, pero la carretera aún estaba expedita, lo que les brindaba la oportunidad de escapar de sus atacantes. Tras unos minutos de pánico y confusión, los franceses reaccionaron, recogieron a sus heridos y huyeron rápidamente.

Los guerrilleros volvieron a subir el monte, convencidos de que no habían conseguido su objetivo; al fin y al cabo, con los enemigos que se alejaban iba todavía la figura del uniforme escarlata. Cuando llegaron al lugar en que habían dejado al mago, quedaron estupefactos al ver que no estaba solo. El comandante Grant se hallaba con él. Los dos hombres, sentados en una roca, comían pollo frío y bebían clarete amigablemente.

—… Brighton no está mal —decía Grant—. Pero yo prefiero Weymouth.

—Me asombra usted —respondió Strange—. Yo detesto Weymouth. Allí pasé una de las peores semanas de mi vida. Estaba terriblemente enamorado de una muchacha llamada Marianne que me despreció por un individuo que tenía una hacienda en Jamaica y un ojo de cristal.

—De eso no tuvo la culpa Weymouth. ¡Ah, capitán Saornil! —le gritó al cabecilla agitando un muslo de pollo a modo de saludo—. ¡Buenos días!

Entretanto, los oficiales y soldados de la escolta francesa siguieron viaje a Francia y, al llegar a Bayona, entregaron el prisionero al jefe de la policía de la plaza. El jefe se adelantó a saludar al que creía el comandante Grant, y quedó petrificado cuando, al extender la mano para estrechar la del comandante, salió el brazo entero. De la impresión, lo soltó, y el brazo cayó al suelo y se hizo añicos. Entonces el hombre levantó la mirada para pedir disculpas, y su espanto se acrecentó al ver que en la cara de Grant aparecía una grieta negra. A continuación, una parte de la cabeza se le desprendió y mostró el hueco del interior, y al momento todo él se había desmenuzado, lo mismo que Humpty-Dumpty, el orondo personaje de la canción infantil, personificación de un huevo que se cae de una pared y se hace pedazos.

El 22 de julio, Wellington atacó a los franceses a las puertas de la antigua ciudad universitaria de Salamanca. Fue la mayor victoria conseguida por un ejército británico en los últimos años.

Aquella noche, el ejército francés huyó a través de los bosques que se extendían al sur de la ciudad. Mientras corrían, los soldados alzaron la vista y se asombraron al ver bandadas de ángeles que se abatían sobre ellos a través de los oscuros árboles. Los ángeles refulgían con un brillo cegador. Sus alas eran tan blancas como las de los cisnes, y sus túnicas tenían un tono cambiante que iba del iris del nácar hasta el plomo de un cielo de tormenta, pasando por el plata de las escamas de los peces. Empuñaban lanzas flamígeras y sus ojos relucían de furia divina. Volaban entre los árboles con asombrosa rapidez, blandiendo sus lanzas ante la cara de los franceses.

Muchos soldados, presas del pánico, dieron media vuelta y corrieron hacia la ciudad, o sea, hacia el ejército británico que los perseguía. La mayoría, empero, se quedaron pasmados. Uno de ellos, más valiente y decidido que el resto, trató de comprender lo que ocurría. Le parecía poco probable que de repente el cielo se hubiera aliado con los enemigos de Francia; al fin y al cabo, no ocurría tal cosa desde los tiempos del Antiguo Testamento. Observó que los ángeles los amenazaban con sus lanzas, pero no los atacaban. El hombre esperó a que uno de los ángeles arremetiera contra él y entonces trató de clavarle el sable. Pero el sable no encontró resistencia, nada más que aire. Ni el ángel dio señales de dolor o espanto. El francés gritó entonces a sus camaradas que no había motivo para asustarse, que los ángeles no eran sino ilusiones producidas por el mago de Wellington y no podían hacerles el menor daño.

Los franceses continuaron la marcha, perseguidos por los fantasmagóricos ángeles. Al salir de entre los árboles, se encontraron en la margen del Tormes. Cruzaba el río un antiguo puente que conducía a la ciudad de Alba de Tormes. Por un error de los aliados de Wellington, aquel puente estaba sin vigilancia. Los franceses lo atravesaron y escaparon por la ciudad.

Al cabo de unas horas, poco después del amanecer, lord Wellington cruzaba fatigosamente el puente de Alba de Tormes. Con él iban tres caballeros: el coronel De Lancey, viceintendente general del ejército, un apuesto joven llamado Fitzroy Somerset, secretario militar de lord Wellington, y Jonathan Strange. Todos iban cubiertos de polvo y barro y ninguno se había acostado en una cama desde hacía varios días. Ni era probable que lo hiciera en algún tiempo, ya que Wellington estaba decidido a continuar la persecución de los franceses fugitivos.

La ciudad, con sus iglesias, conventos y edificios medievales, se recortaba nítidamente en el cielo opalino. Aun a hora tan temprana (poco más de las cinco y media) la ciudad ya había despertado, y las campanas tañían celebrando la derrota de los franceses. Regimientos de fatigados soldados británicos y portugueses marchaban por las calles, y los ciudadanos salían de sus casas con ofrendas de pan, fruta y flores. Los carros que transportaban a los heridos estaban alineados junto a una pared mientras el oficial encargado enviaba a sus hombres en busca del hospital y de lugares en los que pudieran ser atendidos. Entretanto, cinco o seis monjas de rostro tosco pero aspecto capaz, procedentes de uno de los conventos, circulaban entre los heridos dándoles sorbos de leche en tazas de hojalata. Unos niños a los que no había quien pudiera convencer de que se quedaran en la cama vitoreaban con entusiasmo a los soldados, y hacían improvisados desfiles de la victoria detrás de los que se lo consentían.

Lord Wellington miró en derredor.

—¡Watkins! —le gritó a un soldado con uniforme de artillería.

—¿Sí, milord?

—Ando en busca de mi desayuno, Watkins. ¿Por casualidad has visto a mi cocinero?

—El sargento Jefford ha dicho que había visto subir al castillo a su gente, milord.

—Gracias, Watkins —dijo, y se alejó con sus acompañantes.

No era mucho castillo el de Alba de Tormes. Años atrás, al principio de la guerra, los franceses le habían puesto sitio, y, con excepción de una torre, había quedado en ruinas. Aves y otros animales habían construido nidos y madrigueras donde en otro tiempo los duques de Alba vivían rodeados de un lujo indescriptible. Los espléndidos frescos italianos que habían dado fama al castillo eran mucho menos impresionantes ahora, sin un techo que los cobijara y después de sufrir la ruda caricia de la lluvia, el granizo, la escarcha y la nieve. El comedor carecía de las comodidades que poseen otros comedores: estaba abierto al cielo y en su centro crecía un joven abedul. Pero eso no parecía importunar en nada a los criados de lord Wellington, acostumbrados a servir la comida al general en lugares mucho más insólitos. Debajo del abedul habían puesto una mesa cubierta con un mantel blanco, y cuando Wellington y sus acompañantes llegaron al castillo, ya estaban disponiendo fuentes de panecillos, lonchas de jamón, albaricoques y mantequilla fresca. El cocinero de Wellington se fue a freír pescado y riñones picantes y a preparar café.

Los cuatro caballeros se sentaron a la mesa. El coronel De Lancey comentó que no creía poder recordar cuándo había comido por última vez. Otro hizo suyo el comentario y, desde aquel momento, guardaron silencio, dedicados a la importante tarea de comer y beber.

Cuando empezaban a sentirse más relajados y comunicativos, llegó el comandante Grant.

—¡Ah, Grant! —dijo Wellington—. Buenos días. Siéntese y desayune con nosotros.

—Enseguida, milord. Pero antes tengo una información que darle. De índole un tanto sorprendente. Al parecer, los franceses han perdido seis cañones.

—¿Cañones? —preguntó milord sin mucho interés. Tomó un panecillo y se sirvió riñones—. Desde luego que han perdido cañones. ¡Somerset! —llamó a su secretario militar—. ¿Cuántas piezas de artillería capturé ayer a los franceses?

—Once, milord.

—No, no, milord —dijo Grant—. Con perdón, no me refería a los cañones obtenidos durante la contienda, sino a unos que nunca han intervenido en combate. El general Caffarelli los había enviado desde el norte al ejército francés, pero no llegaron a tiempo para la batalla. En realidad, nunca llegaron. Sabedor de que usted, milord, hostigaba de cerca a los franceses, el general Caffarelli estaba deseoso de hacer la entrega con la mayor celeridad. Formó la escolta con los primeros treinta soldados que encontró. En fin, actuó con precipitación, pero le ha sobrado tiempo para arrepentirse, porque, al parecer, de los treinta, diez eran napolitanos.

—¡Napolitanos! ¿En serio?

De Lancey y Somerset intercambiaron miradas de complacencia y hasta Jonathan Strange sonrió.

Lo cierto era que, si bien Nápoles formaba parte del Imperio francés, sus habitantes aborrecían a los franceses. Los jóvenes napolitanos estaban obligados a combatir en el ejército francés, pero no perdían ocasión de desertar, y a veces se pasaban a las filas enemigas a la carrera.

—Pero ¿y los otros soldados? —preguntó Somerset—. Es de suponer que han de impedir que los napolitanos causen perjuicio grave.

—Ya es tarde para que hagan algo —dijo el comandante Grant—. Todos están muertos. A estas horas, veinte pares de botas francesas y veinte uniformes franceses están colgados en la tienda de un ropavejero de Salamanca. Todas las guerreras tienen cortes en la espalda, como los que podría hacer un estilete italiano, y manchas de sangre.

—Así pues, los cañones están en manos de un hatajo de desertores italianos, ¿no es así? —dijo Strange—. ¿Qué van a hacer con ellos? ¿Empezar una guerra por su cuenta?

—No, no —repuso Grant—. Los venderán al mejor postor. A usted, milord, o al general Castaños. —Este era el general que mandaba el ejército español.

—¡Somerset! ¿Cuánto debería dar por seis cañones franceses? ¿Cuatrocientos dólares?

—Sin duda bien vale cuatrocientos dólares hacer que los franceses sientan las consecuencias de su estupidez, milord. Pero lo que no comprendo es por qué no hemos tenido ya noticias de los napolitanos. ¿Qué pueden estar esperando?

—Creo que tengo la respuesta a eso —dijo Grant—. Hace cuatro noches, dos hombres se entrevistaron en secreto en un pequeño cementerio situado en una colina cerca de Castrejón. Llevaban andrajosos uniformes franceses y hablaban una especie de italiano. Después de deliberar, uno se dirigió al sur, hacia las posiciones francesas en Cantalapiedra, y el otro al norte, hacia el Duero. Creo, milord, que los desertores napolitanos están enviando mensajes a sus compatriotas para que se unan a ellos. Supongo que creen que con el dinero que usted o el general Castaños les den por los cañones, podrán regresar a Nápoles en un barco de oro. Probablemente todos tienen un hermano, un primo u otro pariente en un regimiento francés. No quieren volver a casa y presentarse a sus madres y abuelas sin llevar consigo a sus familiares.

—Dicen que las mujeres italianas tienen mal genio —convino el coronel De Lancey.

—Lo único que nos hace falta, milord —prosiguió Grant—, es encontrar a algún napolitano e interrogarlo. Estoy seguro de que todos saben dónde están los desertores y los cañones.

—¿Hay napolitanos entre los prisioneros que hicimos ayer? —preguntó Wellington.

De Lancey envió a un hombre a preguntar.

—Desde luego —reflexionó Wellington—, yo preferiría no pagar nada en absoluto. ¡Merlín! —Ese era el nombre que daba a Jonathan Strange—. Si tuviera la bondad de conjurar una visión de los napolitanos, quizá pudiéramos descubrir algún indicio de dónde se encuentran ellos y los cañones, y entonces sólo tendríamos que ir a buscarlos.

—Quizá.

—Supongo que al fondo habrá una montaña de forma rara —dijo milord jovialmente—, o un pueblo con un campanario característico. Y uno de los guías españoles reconocerá el sitio.

—Es posible.

—No parece muy seguro.

—Con perdón, milord, como creo haber dicho ya, las visiones son precisamente la clase de magia menos apta para estas cosas[2].

—Bien, ¿puede sugerir algo mejor?

—No, milord. Por lo menos, de momento.

—¡Pues está decidido! —dijo Wellington—. El señor Strange, el coronel De Lancey y el comandante Grant pueden concentrar su atención en descubrir el paradero de esos cañones. Somerset y yo iremos a hostigar a los franceses.

La perentoriedad con que hablaba milord indicaba que esperaba que los planes se pusieran en práctica de inmediato. Strange y el resto del estado mayor engulleron lo que quedaba del desayuno y fueron cada cual a sus respectivos quehaceres.

A eso de mediodía, Wellington y Fitzroy Somerset estaban a caballo en lo alto de una loma próxima al pueblo de García Hernández. En la árida llanura que se extendía a sus pies, varias brigadas de dragones británicos se disponían a cargar contra unos escuadrones de caballería que formaban la retaguardia del ejército francés.

En ese momento se acercó a caballo el coronel De Lancey.

—¡Ah, coronel! —dijo lord Wellington—. ¿Me ha encontrado a algún napolitano?

—No hay ninguno entre los prisioneros, milord. Pero el señor Strange ha sugerido que miráramos entre los muertos de la batalla de ayer. Por medio de la magia, ha identificado como napolitanos a diecisiete cadáveres.

—¡Cadáveres! —repitió Wellington bajando el catalejo, sorprendido—. ¿Para qué diablos necesita cadáveres?

—Ya se lo hemos preguntado, milord, pero ha respondido con evasivas. Y ha pedido que los pongan en lugar seguro, donde no puedan perderse ni ser molestados.

—Bien, supongo que no puede uno emplear a un mago y luego quejarse de que no actúe como la gente corriente.

Un oficial situado en las inmediaciones anunció que los dragones se habían lanzado al galope y muy pronto estarían sobre los franceses. Al momento, las excentricidades del mago fueron olvidadas, lord Wellington levantó el catalejo y todos los presentes fijaron la atención en la batalla.

Entretanto, Strange había regresado al castillo de Alba de Tormes. En la torre de la armería (la única parte del castillo que seguía en pie) había encontrado una habitación que nadie utilizaba, y se la había apropiado. Esparcidos por la estancia estaban los cuarenta libros de Norrell. Todos seguían enteros, aunque algunos parecían un tanto deteriorados. Cubrían el suelo los cuadernos de Strange y papeles con fragmentos de hechizos y cálculos mágicos garabateados. En el centro de la sala, encima de una mesa, había una gran fuente de plata poco honda y llena de agua. Los postigos estaban cerrados y en la habitación no había otra luz que la que salía de la fuente. En conjunto, era una auténtica cueva de mago, y la bonita criada española que le llevaba café y galletas de almendra con regularidad salía despavorida nada más dejar la bandeja.

Un oficial del 18o de Húsares llamado Whyte había sido destinado para ayudar a Strange. El capitán Whyte había servido un tiempo en la embajada británica en Nápoles y, bien dotado para las lenguas, entendía el dialecto napolitano a la perfección.

Strange no tuvo dificultad en conjurar las visiones, pero, como había pronosticado, daban pocos indicios de dónde podían encontrarse los hombres. Los cañones, según pudo ver, estaban semiescondidos detrás de unas rocas amarillo pálido, de las que tanto abundaban en toda la Península, y los hombres se hallaban acampados en un terreno someramente poblado de pinos y olivos, árboles que podías descubrir sólo con mirar en cualquier dirección.

El capitán Whyte se mantenía al lado del mago y traducía a un inglés claro y conciso cuanto decían los napolitanos. Pero, aunque estuvieron mirando fijamente la fuente de plata durante todo el día, averiguaron muy poco. El individuo que ha pasado hambre durante dieciocho meses, que no ve a la esposa o la novia desde hace dos años y que lleva cuatro meses durmiendo sobre barro y piedras suele tener un tanto mermadas sus dotes de conversador. Los hombres tenían poco que decirse, y si hablaban eran para describir la comida que les habría gustado tener delante, los encantos de la esposa o la novia a la que ansiaban abrazar y el colchón de plumas en que deseaban dormir.

Durante media noche y la mayor parte del día siguiente, Strange y Whyte permanecieron en la torre de la armería, ocupados en la aburrida tarea de observar a los napolitanos. Al anochecer del segundo día, un ayudante de campo llevó un mensaje de Wellington. Milord había instalado su cuartel general en un lugar llamado Flores de Avila, donde el mago y el capitán debían presentarse a él. Así pues, embalaron los libros y la fuente de plata, recogieron todos sus efectos y salieron al calor y el polvo de los caminos.

Flores de Avila resultó un lugar desconocido del que ninguno de los españoles a los que abordaba el capitán Whyte había oído hablar. Pero cuando dos de los ejércitos más grandes de Europa marchan por una carretera, siempre dejan huella de su paso. Strange y el capitán descubrieron que lo más práctico era seguir la senda marcada por la impedimenta desechada, los carros rotos, los cadáveres y los cuervos carroñeros. Sobre el fondo de una llanura desierta y pedregosa, esas imágenes parecían vistas del infierno, que inducían a Strange a hacer lúgubres comentarios acerca de los horrores y la futilidad de la guerra. Normalmente, Whyte, soldado profesional, se hubiera sentido inclinado a protestar, pero también él estaba afectado por aquel sombrío entorno y sólo respondía:

—Es cierto, señor. Muy cierto.

Pero un soldado no debe detenerse en esos pensamientos. Su vida está llena de penalidades, y no ha de desperdiciar la ocasión de buscar solaz. Aunque a veces reflexione sobre la crueldad que ha de contemplar, es casi imposible que cuando se encuentra entre sus camaradas no se sienta más animado. Strange y el capitán llegaron a Flores de Avila a eso de las nueve, y antes de cinco minutos ya estaban saludando alegremente a sus amigos, escuchando los últimos chismes acerca de lord Wellington y haciendo infinidad de preguntas sobre la batalla de la víspera, que había terminado con otra derrota francesa. Cualquiera habría dicho que hacía un año que no veían algo que los apenara.

El cuartel general estaba instalado en las ruinas de una iglesia situada en un alto sobre el pueblo, y allí los esperaban lord Wellington, Fitzroy Somerset, el coronel De Lancey y el comandante Grant.

A pesar de haber ganado dos batallas en dos días, Wellington no estaba de muy buen humor. El ejército francés, célebre en toda Europa por la rapidez de sus marchas, había conseguido escapar y se encontraba camino de Valladolid y de la seguridad.

—Me resulta un misterio cómo pueden moverse tan aprisa —se lamentaba—. ¡Lo que yo daría por poder darles alcance y destruirlos! Pero este es el único ejército de que dispongo, y si lo reviento me quedaré sin hombres.

—Hemos tenido noticias de los napolitanos de los cañones —les dijo el comandante Grant a Strange y Whyte—. Piden cien dólares por cada pieza. Seiscientos dólares en total.

—Es demasiado —dijo milord secamente—. Señor Strange, capitán Whyte, espero que tengan buenas noticias para mí.

—No muy buenas, milord —contestó el mago—. Los napolitanos se encuentran en un bosque. Pero no tengo ni la menor idea de dónde pueden estar. No sé cómo continuar. He probado todo cuanto sé.

—¡Pues tendrá que aprender rápidamente algo más!

Por un instante, pareció que Strange iba a dar una agria respuesta, pero lo pensó mejor, suspiró y preguntó si los diecisiete napolitanos muertos estaban en lugar seguro.

—Los han puesto en el campanario —dijo De Lancey—. El sargento Nash se encarga de su custodia. Sea lo que sea para lo que los necesite, le aconsejo que los utilice pronto. No creo que duren mucho con este calor.

—Durarán una noche más —afirmó Strange—. Las noches son frías. —Dio media vuelta y salió de la iglesia.

El estado mayor de Wellington lo vio marchar con cierta curiosidad.

—Realmente, me gustaría saber qué piensa hacer con diecisiete cadáveres —dijo Fitzroy Somerset.

—Sea lo que sea —repuso Wellington mojando la pluma en el tintero y empezando una carta a los ministros de Londres—, está claro que el asunto no le gusta. Está haciendo cuanto puede por evitarlo.

Aquella noche, Strange practicó una clase de magia que nunca había probado antes. Trató de introducirse en los sueños de la partida de napolitanos. Y lo consiguió plenamente.

Uno soñó que trepaba a un árbol, perseguido por una maléfica pierna de cordero asada. El hombre lloraba de hambre sentado en una rama, mientras la pierna daba vueltas y vueltas a su alrededor, apuntándolo con el hueso amenazadoramente. Poco después, se unieron a la pierna de cordero cinco o seis maliciosos huevos duros que cuchicheaban viles calumnias sobre él.

Otro soñó que, caminando por un bosquecillo, encontraba a su difunta madre, que le decía que acababa de mirar en la madriguera de un conejo y dentro había visto a Napoleón Buonaparte, al rey de Inglaterra, al Papa y al zar de Rusia. El hombre entró en la madriguera y, al llegar al fondo, descubrió que Napoleón Buonaparte, el rey de Inglaterra, el Papa y el zar de Rusia eran una misma persona, un hombre grueso, tan grande como una iglesia, con dientes de hierro oxidado y ojos como ruedas de carro llameantes. «¡Ja! —se burló el inmenso hombre—. No pensarías que éramos personas diferentes, ¿verdad?», y de un caldero de agua hirviendo que tenía a su lado sacó al hijito del soldado y lo devoró.

En definitiva, los sueños de los napolitanos, aunque interesantes, no eran muy reveladores.

A la mañana siguiente, a eso de las diez, lord Wellington estaba sentado ante un improvisado escritorio en el presbiterio de la ruinosa iglesia. Al levantar la mirada vio entrar a Strange.

—¿Y bien? —preguntó.

Strange suspiró y dijo:

—¿Dónde está el sargento Nash? Necesito que saque los cadáveres. Con su permiso, milord, probaré una clase de magia de la que una vez oí hablar[3].

Entonces por el cuartel general corrió la noticia de que el mago iba a hacerles algo a los napolitanos muertos. Flores de Ávila era una pequeña población de apenas un centenar de casas. La noche anterior había resultado muy aburrida para un ejército que acababa de lograr una gran victoria y tenía ganas de celebrarla, y los hombres, confiaban en que la magia de Strange les proporcionara diversión. Pronto se congregó para presenciarla una pequeña multitud de oficiales y soldados.

La iglesia tenía una terraza de piedra desde la que se dominaba un estrecho valle y un panorama de montes altos y pálidos. Viñedos y olivares cubrían sus laderas. El sargento Nash y sus hombres sacaron los diecisiete cadáveres del campanario y los sentaron con la espalda apoyada contra el murete que bordeaba la terraza.

Strange pasó revista y le dijo a Nash:

—Me parece que dejé muy claro que no quería que nadie los tocara.

El sargento respondió, indignado:

—Estoy seguro de que ninguno de mis hombres los ha tocado, señor. Pero, milord —añadió apelando a lord Wellington—, apenas quedaba en el campo un cadáver al que los irregulares españoles no le hubieran hecho algo… —Y se extendió en el comentario de los varios defectos nacionales de los nativos, agregando, en conclusión, que si uno se acostaba donde los españoles pudieran encontrarlo, se arrepentiría cuando despertara.

Wellington agitó una mano con impaciencia para silenciar al hombre.

—No me parece que estén muy mutilados —le dijo a Strange—. ¿Importa mucho?

El mago murmuró hoscamente que suponía que no, si no fuera porque él tenía que mirarlos.

Las heridas que mostraban los napolitanos parecían las que les habían causado la muerte, sí, pero todos estaban desnudos y a algunos les habían cortado los dedos… para robarles los anillos más fácilmente. Uno había sido un joven bien parecido, pero estaba desfigurado porque le habían arrancado los dientes (para dentaduras postizas) y cortado el pelo (para pelucas).

Strange ordenó a un hombre que le llevara un cuchillo bien afilado y vendas. Cuando tuvo el cuchillo, se quitó la chaqueta y se subió una manga de la camisa. Entonces se puso a murmurar en latín. A continuación se hizo en el brazo un corte largo, y cuando manó la sangre, la dejó caer sobre la cabeza de los cadáveres y les untó con ella ojos, lengua y fosas nasales. Al cabo de un momento, el primer cadáver despertó. Se oyó un sonido áspero y horrible cuando sus secos pulmones se llenaron de aire. Las extremidades empezaron a temblarle de un modo espantoso. Uno de los muertos se puso a hablar en un lenguaje gutural que contenía una mayor proporción de gritos que cualesquiera de las lenguas que conociesen los presentes.

Hasta Wellington palideció un poco. Sólo Strange seguía impasible.

—¡Dios mío! —exclamó Fitzroy Somerset—. ¿Qué lenguaje es ese?

—Creo que es un dialecto del infierno —respondió Strange.

—¿Sí? Vaya, qué curioso.

—Pues lo han aprendido pronto —dijo Wellington—. Llevan muertos sólo tres días. —Los que hacían las cosas con rapidez y eficacia merecían su aprobación—. ¿Usted conoce esa lengua? —preguntó a Strange.

—No, milord.

—Entonces ¿cómo vamos a hablarles?

A modo de respuesta, el mago agarró por la cabeza al primer cadáver, le insertó los dedos entre los temblorosos labios y le escupió en la boca, que al instante empezó a hablar en su lengua materna terrenal, un cerrado dialecto napolitano que para la mayoría era tan impenetrable y atroz como el lenguaje en que se había expresado antes. Pero tenía la ventaja de ser perfectamente comprensible para el capitán Whyte.

Grant y De Lancey interrogaron a los napolitanos con ayuda de Whyte, y quedaron muy satisfechos con las respuestas obtenidas. Por estar muertos, los napolitanos estaban mucho más deseosos de complacer a sus interrogadores de lo que hubiera podido estarlo un informador vivo. Al parecer, poco antes de morir en la batalla de Salamanca, aquellos infelices habían recibido un mensaje secreto de sus compatriotas escondidos en el bosque, por el que se les comunicaba la captura de los cañones e instaba a dirigirse a un pueblo situado varias leguas al norte de Salamanca, desde el que podrían encontrar el bosque con facilidad, siguiendo las señales secretas marcadas con tiza en árboles y peñas.

El comandante Grant se llevó a un pequeño destacamento de caballería, y a los pocos días estaba de vuelta con los cañones y los desertores. Wellington quedó encantado.

Desgraciadamente, Strange no supo hallar el hechizo para devolver a los napolitanos muertos a su terrible sueño[4]. Probó varias medidas que tuvieron escaso efecto, salvo una, que hizo que los diecisiete cadáveres crecieran hasta alcanzar los seis metros de estatura y se volvieran extrañamente transparentes, como enormes acuarelas de sí mismos pintadas en fina gasa. Cuando Strange logró que recuperaran su tamaño natural, el problema de qué hacer con ellos aún seguía pendiente.

En un principio, los pusieron con los prisioneros franceses. Pero los cautivos protestaron airadamente de que se les confinara con aquellos horrores espectrales. «En realidad —observó lord Wellington, contemplando los cadáveres con repugnancia—, no puede reprochárseles».

Así pues, cuando los prisioneros fueron enviados a Inglaterra, los napolitanos muertos permanecieron con el ejército. Durante todo aquel verano, los transportaron en una carreta de bueyes y, por orden de Wellington, se les pusieron grilletes, con el objeto de mantenerlos en un mismo sitio, pero los difuntos no le temían al dolor; en realidad, no parecían sentirlo, por lo que para ellos no suponía dificultad alguna desprenderse de los grilletes, y de pedazos de su cuerpo al mismo tiempo. Tan pronto se soltaban, iban en busca de Strange para suplicarle en tono lastimero que les restituyera la vida plena. Habían visto el infierno y no querían volver a él.

En Madrid, el pintor Francisco de Goya hizo en tiza roja un esbozo de Jonathan Strange rodeado de los napolitanos muertos. En el dibujo, Strange está sentado en el suelo, con la mirada baja y los brazos caídos, en actitud de indefensión y desesperanza. Los napolitanos se apiñan en torno a él; unos lo miran con ansia, otros con súplica, y uno tiene un dedo extendido y se lo acerca a la parte posterior de la cabeza, con gesto vacilante. Huelga mencionar que este retrato de Strange es muy distinto de todos los demás.

El 25 de agosto, lord Wellington ordenó que se destruyera a los napolitanos muertos[5].

Strange temía que llegara a oídos de Norrell el acto de magia que había realizado en la ruinosa iglesia de Flores de Ávila. No habló de él en sus cartas y rogó a lord Wellington que no lo mencionara en sus despachos.

—Está bien —dijo milord. En cualquier caso, no sentía inclinación alguna a escribir sobre magia. Le desagradaba tener que tratar de cosas que no comprendía perfectamente—. Pero no creo que sirva de mucho —agregó—. Todo el que haya escrito a casa durante los cinco últimos días habrá hecho el relato completo.

—Ya lo sé —admitió Strange, compungido—, pero los soldados siempre exageran al hablar de mí, y quizá en Inglaterra la gente ya no los tome muy en serio. Pensarán que, sencillamente, curé a unos napolitanos heridos o algo por el estilo.

La resurrección de los diecisiete napolitanos era un buen ejemplo de la clase de problemas que se le planteaban a Strange durante la segunda mitad de la guerra. Al igual que había ocurrido antes con los ministros, lord Wellington estaba habituándose a utilizar la magia para alcanzar sus fines y reclamaba de su mago hechizos cada vez más complicados. Ahora bien, a diferencia de los ministros, Wellington tenía poco tiempo y poca paciencia para escuchar largas explicaciones de por qué no era posible una cosa. Al fin y al cabo, siempre exigía imposibles de sus ingenieros, sus generales y sus oficiales, y no veía razón para hacer una excepción con su mago. «¡Encuentre otra manera!», era todo lo que decía cuando Strange trataba de explicar que tal o cual acto de magia no había sido intentado desde 1302, o que se había perdido la fórmula, o que nunca había existido. Con frecuencia se veía obligado a inventar mucha de la magia que practicaba, partiendo de principios generales o de antiguos textos semiolvidados, como hacía en sus comienzos, antes de conocer a Norrell.

A principios del verano de 1813 realizó un conjuro como no se había hecho desde los días del Rey Cuervo: cambió de sitio un río. Las cosas ocurrieron así: aquel verano, la guerra marchaba bien y todo lo que hacía lord Wellington tenía éxito. No obstante, sucedió que cierta mañana de junio, los franceses, por primera vez en mucho tiempo, se encontraban en una posición ventajosa. Milord se reunió con sus generales para discutir las medidas a fin de remediar tan poco halagüeña situación. Strange fue llamado a la tienda de lord Wellington, donde encontró a la plana mayor reunida alrededor de una mesa sobre la que había un gran mapa extendido.

Milord, que aquel verano estaba de un humor excelente, saludó al mago casi con afecto.

—¡Ah, Merlín, adelante! ¡Este es el problema! Nosotros estamos a este lado del río y los franceses al otro, y sería mucho mejor que se invirtieran las posiciones.

Un general explicó que si el ejército marchaba hacia el oeste hasta aquí, si construía un puente aquí y si atacaban a los franceses aquí…

—¡Llevaría demasiado tiempo! —declaró Wellington—. ¡Demasiado tiempo! Merlín, ¿no podría hacer que al ejército le crecieran alas para que volase por encima de los franceses? ¿Sería posible? —Quizá hablara medio en broma, pero sólo medio—. Se trata, simplemente, de dar a cada hombre un par de alitas. Tomemos al capitán Macpherson, por ejemplo —dijo, mirando a un escocés enorme—. Me gustaría verlo revolotear por ahí.

Strange miró a Macpherson con aire pensativo.

—No, milord —respondió al fin—, pero le agradecería que me prestara al capitán y el mapa durante un par de horas.

Strange y Macpherson estudiaron el mapa concienzudamente, y luego el mago volvió a presentarse ante Wellington y le dijo que se tardaría mucho tiempo en dotar de alas a todos los hombres del ejército, pero que sería cuestión de un momento mover el río, si él lo creía conveniente.

—Aquí el río fluye hacia el sur y aquí gira hacia el norte. Si, por el contrario, aquí fuera hacia el norte y aquí girase hacia el sur, nosotros estaríamos en la orilla norte y los franceses en la orilla sur.

—¡Oh! —dijo milord—. Muy bien.

La nueva situación del río desconcertó de tal modo a los franceses que varias compañías, cuando recibieron órdenes de dirigirse hacia el norte, fueron en la dirección opuesta, convencidas de que, teniendo el río a sus espaldas, iban hacia el norte. Nunca se volvió a saber de aquellas compañías y se dio por seguro que habían sido aniquiladas por los guerrilleros.

Lord Wellington comentó después jovialmente, hablando con el general Picton, que no había nada tan fatigoso para los hombres y los caballos como tener que marchar sin cesar, y creía preferible que, en adelante, se quedaran quietos, mientras el señor Strange movía España bajo sus pies como si fuera una alfombra.

Entretanto, la alarma empezaba a cundir en las Cortes de Cádiz, que temían no reconocer a su país cuando finalmente lo recuperaran de los franceses, y presentaron una queja al ministro de Asuntos Exteriores británico (una prueba de ingratitud, en opinión de muchos). El ministro convenció a Strange de que escribiera a las Cortes una carta prometiendo que, después de la guerra, volvería a poner el río en su sitio y también «cualesquiera otras cosas que lord Wellington necesite desplazar en el curso de la guerra». Entre las muchas cosas que Strange movió había un olivar y un pinar en Navarra[6], la ciudad de Pamplona[7] y dos iglesias de la ciudad de Saint Jean de Luz, en Francia[8].

El 6 de abril de 1814 abdicó el emperador Napoleón Buonaparte. Dicen que lord Wellington, al ser informado, se puso a bailar. Cuando Strange se enteró de la noticia, soltó una carcajada que cortó bruscamente para murmurar:

—¡Santo Dios! ¿Qué van a hacer con nosotros ahora?

En aquel momento se supuso que con esa pregunta se refería al ejército, pero más adelante hubo quienes insinuaron si no estaría pensando en sí mismo y en el otro mago.

El mapa de Europa se dibujó de nuevo: los reinos creados por Buonaparte fueron desmantelados y sustituidos por los antiguos; varios reyes fueron depuestos y otros repuestos en sus tronos. Los pueblos de Europa se felicitaban de haber derrotado por fin al Gran Intruso. Pero, de pronto, a los habitantes de Gran Bretaña les parecía que la guerra había tenido una finalidad diferente: había hecho de su país la nación más grande del mundo. En Londres, el señor Norrell tenía la satisfacción de oír decir a unos y otros que la magia —la suya y la del señor Strange— había sido de vital importancia en la obtención de ese resultado.

Una noche de últimos de mayo, Arabella regresó de Carlton House, donde había asistido a una cena ofrecida por el príncipe regente para celebrar la victoria. Allí se había hablado de su marido en los términos más elogiosos, se habían pronunciado brindis en su honor y el mismo príncipe le había dedicado grandes cumplidos. Ya era poco más de medianoche y, sentada en el salón, pensaba que lo único que necesitaba para que su felicidad fuese completa era que su marido volviera a casa, cuando una de las criadas irrumpió gritando:

—¡Señora! ¡El señor ha vuelto!

Alguien entró en la habitación.

Era una persona más delgada y morena de lo que ella recordaba, con el cabello más gris y una pálida cicatriz encima de la ceja izquierda. No era una cicatriz reciente, pero ella nunca la había visto. Las facciones eran las mismas, pero tenían un gesto distinto. No parecía la persona en que ella estaba pensando hacía un momento. Pero antes de que pudiera sentirse defraudada, o azorada, como había temido que le ocurriera cuando su marido regresara por fin a casa, él lanzó en derredor una de aquellas miradas irónicas que tan bien conocía ella, la contempló con la más familiar de las sonrisas y dijo:

—Ya estoy en casa.

A la mañana siguiente, aún no se habían dicho ni la centésima parte de todo lo que querían decirse.

—Siéntate aquí —le dijo él.

—¿En esta silla?

—Sí.

—¿Por qué?

—Para que pueda mirarte. Hace tres años que no te miro y lo echaba de menos. Tengo que resarcirme.

Ella se sentó, pero al cabo de unos momentos empezó a sonreír.

—Jonathan, no puedo mantener la compostura si me miras así. A este paso, te habrás resarcido en media hora. Siento contrariarte, pero es que nunca me has mirado mucho. Siempre estabas con la nariz metida en algún libro viejo y polvoriento.

—Falso. Había olvidado por completo lo discutidora que eres. Dame ese papel y me lo anotaré.

—Ni lo sueñes —rio Arabella.

—¿Sabes qué es lo primero que pensé al despertarme esta mañana? Que tenía que darme prisa en levantarme para afeitarme y desayunar antes de que el criado de alguien se llevara toda el agua caliente y los panecillos. Entonces recordé que todos los criados de esta casa son míos y toda el agua caliente es mía y todos los panecillos también. Me parece que nunca me había sentido tan feliz.

—¿Nunca tenías comodidades en España?

—En la guerra, o vives como un príncipe o como un vagabundo. He visto a lord Wellington… debería decir su excelencia[9], dormir bajo un árbol con un pedrusco por almohada. Y también he visto a ladrones y mendigos roncar en colchones de plumas en dormitorios de palacios. La guerra pone el mundo patas arriba.

—Pues confío en que no encuentres Londres muy aburrido. El caballero con pelo como vilano de cardo dice que, una vez has probado la guerra, en casa te aburres.

—¡Ja! ¡Imposible! ¿Con todo limpio y en su sitio? ¿Y todos tus libros y tus cosas al alcance de la mano? ¿Y con tu esposa delante de ti cada vez que levantas la mirada? ¿Qué es…? ¿Quién has dicho que era? ¿El caballero con el pelo cómo?

—Como vilano de cardo. Seguro que sabes a quién me refiero. Vive con sir Walter y lady Pole. Bien, no sé si vive allí, pero lo veo siempre que voy.

Strange juntó las cejas.

—No lo conozco. ¿Cómo se llama?

Arabella no lo sabía.

—Supongo que es pariente de sir Walter o de lady Pole. Es extraño que nunca se me haya ocurrido preguntarle su nombre. He hablado con él, ¡oh!, horas y horas.

—¿Sí? No sé si eso me gusta. ¿Es guapo?

—Sí, muy guapo. ¡Qué extraño que no sepa cómo se llama! Es muy divertido. Distinto de la gente que normalmente encuentras por ahí.

—¿Y de qué habláis?

—¡Oh, de todo! Pero al final siempre quiere hacerme regalos. El lunes quería ofrecerme un tigre de Bengala. El miércoles, a la reina de Nápoles, porque dijo que nos parecemos mucho y que estaba seguro de que seríamos buenas amigas, y el viernes insistía en enviar un criado a buscarme un árbol musical…

—¿Un árbol musical?

—¡Un árbol musical! —rio Arabella—. Dice que en una montaña con un nombre de cuento crece un árbol que, en lugar de fruta, da partituras, y que su música es muy superior a cualquier otra. Nunca sé si él se cree sus propias historias o no. A veces me parece que está loco. Siempre estoy dándole excusas para no aceptar sus regalos.

—Me alegro. No me hubiera gustado llegar y encontrarme la casa llena de tigres, reinas y árboles musicales. ¿Has sabido algo de Norrell recientemente?

—Recientemente no.

—¿Por qué sonríes?

—¿Sonreía? No me he dado cuenta. Bien, te lo diré. Una vez me envió un mensaje, nada más.

—¿Una vez? ¿En tres años?

—Sí. Hace cosa de un año, corrió el rumor de que te habían matado en Vitoria, y Norrell mandó a Childermass a preguntar si era cierto. Yo no sabía más que él, pero aquella noche llegó el capitán Moulthrop. No hacía ni dos días que había desembarcado en Portsmouth y vino directamente a decirme que la noticia era falsa. ¡Nunca olvidaré su amabilidad! Pobre muchacho, hacía menos de un mes que le habían amputado un brazo y aún sufría mucho. Pero en la mesa tienes una carta de Norrell. Childermass la trajo ayer.

Strange se levantó y fue hacia la mesa. Tomó la carta y le dio la vuelta.

—En fin, supongo que debo ir.

La verdad era que no lo entusiasmaba la idea de ver de nuevo a su antiguo mentor. Se había acostumbrado a pensar y actuar con independencia. En España recibía instrucciones del duque de Wellington, pero la magia que obraba para cumplirlas la decidía él solo. No le seducía la perspectiva de volver a practicar la magia bajo la dirección de Norrell, y después de los meses pasados en compañía de los aguerridos oficiales de Wellington, la idea de tener que estar horas y horas sin poder hablar con nadie que no fuese Norrell era un poco deprimente.

No obstante, pese a sus temores, la reunión fue muy cordial. Norrell se mostró tan contento de verlo, tan interesado en la índole de los hechizos utilizados en España, tan complacido por todo lo realizado, que Strange casi empezó a pensar que había juzgado mal a su tutor.

Naturalmente, Norrell no quiso ni oír hablar de que Strange renunciara a seguir siendo su discípulo.

—¡No, no y no! ¡Debe usted continuar! Nos espera mucho trabajo. Ahora que ha terminado la guerra, empieza nuestra verdadera tarea. ¡Tenemos que afianzar la magia en la Edad Moderna! Varios ministros me han hecho partícipe de su convicción de que les sería imposible seguir gobernando el país sin nuestra ayuda, lo cual resulta muy gratificante. Sin embargo, a pesar de todo lo que usted y yo hemos hecho, aún hay malentendidos. El otro día oí decir a lord Castlereagh que, a instancias del duque de Wellington, usted había empleado magia negra en España. Me faltó tiempo para asegurarle que usted no utilizaba sino los métodos más modernos.

Strange no respondió enseguida e inclinó la cabeza ligeramente, en un gesto que el otro interpretó como de asentimiento.

—Pero estábamos hablando de si debería seguir como discípulo suyo. Ya domino todas las clases de magia de la lista que usted confeccionó hace cuatro años. Y recordará que, antes de mi marcha a la Península, me dijo que estaba plenamente satisfecho de mis progresos.

—¡Oh, aquello era apenas un comienzo! Mientras estaba usted en España, he hecho otra lista. Llamaré a Lucas para que me la traiga de la biblioteca. Además, hay otros libros que quiero que lea. —Lo miraba con sus ojillos azules, parpadeando nerviosamente.

Strange dudó. Eso era una alusión a la biblioteca de Hurtfew Abbey, que él aún no había visto.

—¡Oh, señor Strange! —exclamó Norrell de pronto—. Celebro que haya vuelto a casa. Estoy muy contento de verlo de nuevo. Espero mantener con usted largas horas de conversación. El señor Lascelles y el señor Drawlight han venido con frecuencia…

Strange dijo que estaba seguro de ello.

—… pero con ellos no se puede hablar de magia. Venga mañana. Temprano. ¡Venga a desayunar!