3. Las piedras de York (Febrero de 1807)

UNA iglesia grande y vieja en lo más crudo del invierno es, en el mejor de los casos, un lugar poco acogedor; sus piedras exhalan el frío de cien inviernos preservado en ellas. Los caballeros de la Sociedad de York permanecían de pie en la fría penumbra, dispuestos a dejarse asombrar, sin saber si la sorpresa iba a serles grata.

Honeyfoot trataba de sonreír animosamente a sus colegas, pero en un caballero tan ducho como él en la práctica de la sonrisa animosa, el intento resultaba poco convincente.

En aquel momento empezaron a oírse campanadas. Procedían del campanario de San Miguel, que daba la media, pero en el interior de la catedral tenían un sonido extraño y lejano, como de campanas de otro país. No eran alegres ni mucho menos. Los reunidos sabían bien con cuánta frecuencia se relacionaban las campanadas con la magia, en particular con la de los seres sobrenaturales; sabían que, antiguamente, sonaban campanas de plata cuando un inglés o una inglesa de gran virtud o belleza iba a ser raptado por duendes y llevado a tierras extrañas y encantadas para no volver. El mismo Rey Cuervo —que no era un ser sobrenatural sino un mortal, e inglés por más señas— tenía la deplorable costumbre de raptar a hombres y mujeres para llevárselos a vivir con él en las Otras Tierras[1]. Ahora bien, si tú, lector, o yo tuviéramos la facultad de apoderarnos por ensalmo de cualquier criatura humana de la que nos encaprichásemos, y de mantenerla a nuestro lado toda la eternidad, me parece que nuestra elección recaería en alguien un poco más atractivo que cualquier miembro de la Sociedad Cultural de Magos de York, pero a los caballeros que se encontraban en la catedral de York no se les ocurrió esa reconfortante idea, y varios empezaron a preguntarse en qué medida habría molestado al señor Norrell la carta del doctor Foxcastle, y a sentirse asustados.

Cuando se apagaron las campanadas, desde las alturas en penumbras empezó a hablar una voz. Los magos aguzaron el oído. Algunos experimentaban viva ansiedad y creían que iba a darles instrucciones, como en un cuento de hadas. Imaginaban que se les comunicarían misteriosas prescripciones. Tales órdenes, según sabían por los cuentos de hadas, suelen ser un tanto peregrinas, pero no muy difíciles de observar… o así parece a primera vista. Por lo general son de este tenor: «No comas la última ciruela de la compota de la jarra azul que está en la alacena del rincón», o «No golpees a tu mujer con una vara de ajenjo». Sin embargo, según se relata en los cuentos, las circunstancias siempre conspiran en contra de la persona que recibe las instrucciones y, sin darse cuenta, se encuentra haciendo aquello que se le ha prohibido, ganándose así un destino terrible.

Los magos suponían que, con aquel lento recitado, como mínimo se les estaba anunciando su perdición. Pero no estaba nada claro en qué lengua hablaba la voz. A Segundus le pareció oír una palabra que sonaba a «maleficio» y, después, interficere, antiguo vocablo latino que significa «matar». La voz no era fácil de discernir; no tenía semejanza con una voz humana, lo cual no hacía sino acrecentar el temor de los caballeros a que, de un momento a otro, empezaran a aparecer duendes. Era áspera, cavernosa, cascada, como si alguien estuviera restregando dos piedras rugosas, pero los sonidos que producía parecían palabras… eran realmente palabras. Los caballeros escudriñaban la oscuridad de las alturas con aprensión, mas lo único que se veía era el contorno borroso de una pequeña figura de piedra que surgía de la nervadura de un gran pilar y se proyectaba hacia el oscuro vacío. A medida que se habituaban al extraño sonido, iban reconociendo más y más palabras, de inglés antiguo y latín antiguo, entremezcladas, como si quien hablaba no fuese consciente de que eran dos lenguas distintas. Afortunadamente, esa detestable mezcolanza no ofrecía grandes dificultades a los magos, puesto que la mayoría estaban acostumbrados a descifrar las intrincadas divagaciones de los eruditos de antaño. Lo que dijo la voz, traducido a un idioma comprensible, fue:

—Hace mucho, mucho tiempo, hace quinientos años o más, en el crepúsculo de un día de invierno entró en la iglesia vacía un joven con una muchacha que llevaba hojas de hiedra trenzadas en el pelo. Y sólo las piedras vimos cómo la estrangulaba. El joven no fue castigado por su crimen, porque no había más testigos que las piedras. Pasaron los años y cada vez que el hombre entraba en la iglesia y se mezclaba con la congregación, las piedras gritábamos que él era el asesino de la muchacha de las hojas de hiedra trenzadas, mas nadie nos oía. ¡Pero aún no es tarde! ¡Nosotras sabemos dónde está enterrado! ¡Está en el ángulo sur del crucero! ¡Pronto! ¡Pronto! ¡Traed picos! ¡Traed palas! Levantad las losas. ¡Desenterrad sus huesos! ¡Que sean aplastados con la pala! ¡Despedazad su cráneo arrojándolo contra los pilares! ¡Que también las piedras se cobren su venganza! ¡Aún no es tarde! ¡Aún no es tarde!

Apenas habían acabado los magos de asimilar esto, y mientras aún se preguntaban quién contaba aquello, se oyó otra voz pétrea. Esta salía del presbiterio y sólo hablaba en inglés, pero un inglés extraño, lleno de palabras antiguas y olvidadas. Se quejaba de unos soldados que habían entrado en la iglesia y roto unas ventanas. Cien años después, volvieron y destrozaron una mampara del coro, borraron las caras de los santos y robaron objetos del culto. En una ocasión habían afilado la punta de sus flechas en el borde de la pila bautismal; trescientos años después, dispararon sus pistolas en la sala capitular. Esta voz no parecía saber que, si bien una iglesia puede durar milenios, los hombres no viven tanto.

—¡Se recrean en la destrucción! —gritó—. ¡Y ellos mismos no merecen sino ser destruidos!

Ese orador, al igual que el primero, debía de haber permanecido muchos años en la iglesia, y sin duda habría oído infinidad de sermones y plegarias; no obstante, las más dulces virtudes cristianas —misericordia, amor, mansedumbre— le eran desconocidas. Como la primera voz seguía lamentándose por la muerte de la muchacha de las hojas de hiedra, las dos ásperas voces se entrechocaban de un modo bastante desagradable.

El señor Thorpe, que era un caballero valiente, atisbó en el presbiterio para averiguar quién hablaba.

—Es una estatua —dijo.

Y entonces los miembros de la Sociedad de York, entornando los párpados, levantaron nuevamente la mirada hacia las penumbrosas alturas, en dirección a la primera voz misteriosa. Y esa vez fueron muy pocos los que dudaron de que era la pequeña figura de piedra la que hablaba, porque la vieron agitar los bracitos con aflicción.

Entonces todas las estatuas y monumentos de la catedral empezaron a hablar, diciendo con sus voces de piedra todo lo que habían visto durante su vida de piedra, y el ruido, como le diría después Segundus a la señora Pleasance, era indescriptible. Y es que los muros de la catedral tenían esculpidos a mucha gente pequeña y extraños animales que batían las alas.

Muchos se quejaban de sus vecinos, lo que quizá no sea tan sorprendente, ya que habían estado obligados a permanecer juntos cientos de años. En una gran mampara había quince reyes de piedra en sendos pedestales. Tenían unos bucles muy prietos, como si se hubieran puesto papillotes y no se hubiesen peinado; la señora Honeyfoot no podía mirarlos sin decir lo mucho que le gustaría meter el cepillo en aquellas reales testas. Desde el momento en que pudieron hablar, los soberanos empezaron a pelear y reñir; porque todos los pedestales tenían la misma altura, y lo que más detestan los reyes (aunque sean de piedra) es que los pongan al nivel de otros. En lo alto de una vieja columna, un pequeño grupo de extrañas figuras con los brazos entrelazados contemplaba el mundo con sus ojos de piedra, pero tan pronto se dejó sentir el hechizo, cada una comenzó a empujar a las otras para apartarlas, como si hasta los brazos de piedra se resintiesen al cabo de un siglo y las criaturas se cansaran de estar ligadas entre sí.

Una parecía hablar en italiano y nadie se explicaba por qué, pero Segundus descubrió después que era una copia de una escultura de Miguel Ángel. La estatua describía una iglesia totalmente distinta, una iglesia en la que negras sombras se recortaban con nitidez contra una luz brillante. Describía, pues, lo que la escultura original veía en Roma.

Segundus observó con agrado que los magos, aunque muy asustados, se mantenían firmes en el interior de la iglesia. Algunos estaban tan asombrados por lo que veían que pronto olvidaron el miedo y empezaron a ir de un lado al otro, ansiosos por descubrir más y más portentos, haciendo observaciones y tomando notas en pequeñas libretas, como si no recordaran el insidioso documento que, a partir de ese mismo día, les impediría estudiar magia. Los magos de York (que muy pronto, ¡ay!, dejarían de serlo) estuvieron largo rato deambulando por los pasillos y contemplando maravillas, mientras la horrenda cacofonía de mil voces pétreas que hablaban al unísono hería sus oídos.

En la sala capitular había doseles en los que multitud de cabecitas de piedra tocadas con extraños gorros parloteaban animadamente. También había magníficas tallas de cien árboles ingleses: espino, roble, endrino, ajenjo, cerezo y brionia. Segundus vio dos dragones, no mayores que su antebrazo, que, uno en pos de otro, se deslizaban entre las ramas, las hojas, las raíces y los zarcillos del espino. Parecían moverse con tanta soltura como cualquier criatura, pero el sonido de sus músculos de piedra rechinando bajo una piel de piedra, rozando costillas de piedra y chocando contra un corazón de piedra, así como el de garras de piedra arañando ramas de piedra, era insoportable, y el caballero se preguntó cómo podían resistirlo. Una pequeña nube de un polvillo áspero, como el que suele acompañar el trabajo del picapedrero, los rodeaba y se elevaba en el aire, y pensó que si el hechizo les permitía seguir moviéndose mucho tiempo, se desgastarían hasta quedar reducidos a obleas de piedra caliza.

Las hojas y hierbas pétreas se estremecían y temblaban como movidas por la brisa, y algunas emulaban a sus equivalentes vegetales con tanta fidelidad que hasta crecían. Después, cuando se rompió el conjuro, se encontraron ramas de hiedra y escaramujo de piedra que trepaban por sillas, atriles y libros de rezos, donde antes no había hiedra ni escaramujo de piedra.

Pero no sólo los magos de York vieron prodigios aquel día. Se lo propusiera o no el señor Norrell, su magia trascendió del recinto sagrado y se extendió por la ciudad. Tres estatuas de la fachada oeste de la catedral se encontraban en los talleres del señor Taylor, que debía repararlas. Siglos de lluvia de Yorkshire habían erosionado las imágenes y nadie sabía ya a qué grandes personajes representaban. A las diez y media, cuando un ayudante de Taylor acercaba el cincel a la cara de una de aquellas figuras con intención de esculpir las bellas facciones de una santa, la estatua dio un grito y alzó el brazo en actitud defensiva, con lo que el pobre hombre cayó desmayado. Las esculturas fueron devueltas al exterior de la catedral intactas, con la cara lisa como una galleta y tan blanda como la mantequilla.

De pronto, el sonido pareció cambiar y las voces enmudecieron una a una, hasta que los magos oyeron las campanas de San Miguel, que volvían a dar la media. Aquella primera voz, la de la figura en lo alto, siguió un rato con su tema del asesino impune («¡Aún no es tarde! ¡Aún no es tarde!») después de que las otras callaran, pero finalmente también se apagó.

Durante el tiempo en que los magos permanecieron en la iglesia, el mundo se había transformado. La magia había vuelto a Inglaterra, les gustara o no. Se habían producido también otros cambios de índole más prosaica: ahora cubrían el cielo grandes nubes cargadas de nieve. Su color, más que gris, estaba entre un extraño azul pizarra y un verde mar. Tan curiosa coloración creaba una luz crepuscular como la que imaginas que ha de alumbrar los reinos fabulosos del fondo del mar.

Segundus había quedado extenuado tras presenciar aquel episodio mágico, más portentoso de lo que hubiera podido suponer, pero aun así, ahora que había terminado, sentía una viva agitación de espíritu y deseaba volver a casa sin hablar con nadie. Mientras se hallaba en tan susceptible estado, se vio abordado por el hombre de confianza del señor Norrell.

—Tengo entendido, señor —le dijo—, que ahora deberá disolverse la asociación. Lo lamento.

Quizá fuera efecto del cansancio que experimentaba, pero lo cierto es que a Segundus le pareció que el ayudante, pese a su respetuosa actitud, se reía secretamente de los magos de York. Childermass era una de esas personas de incómodo trato que, por su modesta extracción, están destinadas a servir a sus superiores toda la vida, pero, por su perspicacia y habilidad, se creen merecedoras de reconocimientos y recompensas que están fuera de su alcance. De vez en cuando, por una insólita combinación de circunstancias afortunadas, esos hombres llegan a la preeminencia, pero lo habitual es que se sientan amargados por la frustración de sus aspiraciones, se dejen ganar por la desidia y desempeñen sus funciones igual —si no peor— que sus compañeros menos capaces. Se vuelven insolentes, pierden el empleo y acaban mal.

—Disculpe, señor, si le hago una pregunta —dijo Childermass—. Confío en que no lo considere una impertinencia, pero me gustaría saber si lee alguna vez los diarios de Londres.

Segundus respondió afirmativamente.

—¿Sí? Qué interesante. A mí también me gustan. Pero tengo poco tiempo para leer algo que no sean los libros que caen en mis manos en el desempeño de mis tareas al servicio del señor Norrell. ¿Y cuáles son las cosas que puede uno leer hoy en día en un periódico inglés? Perdone que le haga esta pregunta, pero es que el señor Norrell, que nunca lee periódicos, me lo preguntó ayer, y no me sentí capacitado para responder.

—Bien —dijo Segundus, un tanto desconcertado—, hay cosas muy diversas. ¿Qué desea saber? Hay crónicas de las acciones de la Armada Real contra los franceses; discursos de los miembros del gobierno; noticias de escándalos y divorcios. ¿A eso se refiere?

—¡Oh, sí, señor! Lo explica usted muy bien. Me pregunto —agregó con aire pensativo— si los diarios de Londres publican noticias de provincias… si, por ejemplo, los notables acontecimientos de hoy merecerían mención.

—No lo sé. Me parece posible, aunque ya sabe usted que Yorkshire está muy lejos de Londres. Quizá los directores de los diarios londinenses no lleguen a enterarse de lo ocurrido.

—¡Ah! —exclamó Childermass, y no dijo más.

Empezó a nevar, al principio en copos dispersos, que fueron haciéndose más y más densos, hasta que un millón de motas blancas descendían de un cielo gris verdoso, guateado, grávido. Con la nevada, iba difuminándose el contorno de los edificios de York, más borrosos y grises por momentos; las personas se empequeñecían; las voces y los gritos, las pisadas de la gente y el repicar de los cascos de los caballos, el crujir de los carruajes y el chasquear de las puertas se atenuaban. Era como si todas las cosas fueran diluyéndose hasta que no quedó en el mundo sino la nieve que descendía, el cielo verde mar, la difusa sombra gris de la catedral de York… y Childermass.

Este, entretanto, había permanecido en silencio. Segundus se preguntaba qué más podía querer aquel hombre: todas sus preguntas habían sido contestadas. Pero el ayudante aguardaba y lo observaba con sus extraños ojos negros, como si esperase que Segundus dijera algo más y estuviese convencido de que lo diría… como si nada en el mundo fuera más seguro.

—Si lo desea —dijo Segundus sacudiéndose la nieve de la esclavina—, para disipar la incertidumbre, yo podría escribir una carta al director del Times para informarle de los extraordinarios hechos realizados por el señor Norrell.

—¡Ah, cuánta generosidad! Crea usted, señor, que sé muy bien que no todos esos caballeros serían tan magnánimos en la derrota. Con razón le he dicho al señor Norrell que no creía que pudiera haber caballero más noble que el señor Segundus.

—Tampoco hay que exagerar. No tiene importancia.

La Sociedad Cultural de Magos de York fue disuelta y sus socios tuvieron que abandonar la magia (con excepción del señor Segundus). Sin embargo, aunque algunos eran bastante necios y no todos eran amables, no creo que mereciesen tan triste suerte. Porque ¿qué puede hacer un mago si, en virtud de un contrato funesto, le queda vedado el estudio de la magia? Anda ocioso por la casa todo el día, distrayendo a la sobrina (esposa o hija) de la costura e incordiando a las criadas con preguntas sobre cosas por las que antes nunca se había interesado… todo con tal de tener a alguien con quien hablar, hasta que las criadas se quejan a su señora. Saca un libro y se pone a leer, pero no está atento a la lectura y ya va por la página 22 cuando se da cuenta de que es ¡una novela!, la clase de obra que él más desprecia. Pregunta la hora diez veces al día a la sobrina (esposa o hija), porque no puede creer que el tiempo pase tan despacio, y por la misma razón anda a la greña con su reloj de bolsillo.

El señor Honeyfoot, celebro poder decirlo, no se hallaba en una situación tan triste como los demás. Él, persona de corazón sensible, estaba vivamente impresionado por la historia que aquella pequeña figura había relatado desde las penumbrosas alturas. Durante siglos había guardado en su pequeño corazón de piedra el recuerdo del horrendo crimen, ella era la única que no había olvidado a la muchacha asesinada, y Honeyfoot consideraba que tanta fidelidad merecía recompensa. Escribió al deán, a los canónigos y al obispo, y no paró de importunar a unos y otros hasta que esos importantes personajes lo autorizaron a levantar las losas del ángulo sur del crucero. Así se hizo, y Honeyfoot y los hombres que había empleado en la operación encontraron unos huesos en un ataúd de plomo, tal como había dicho la pequeña escultura. Pero entonces el deán dijo que no podía autorizar que se sacaran de la catedral aquellos restos (tal como pretendía Honeyfoot) basándose sólo en la declaración de la figurita de piedra; no había precedente de tal cosa. Honeyfoot replicó que sí lo había, y la disputa se prolongó varios años, por lo que, en realidad, a Honeyfoot no le quedó tiempo para arrepentirse de haber firmado el documento del señor Norrell[2].

La biblioteca de la Sociedad Cultural de Magos de York fue vendida al señor Thoroughgood de Coffee Square. Pero a nadie se le ocurrió mencionárselo al señor Segundus, que se enteró de la transacción por carambola, cuando el dependiente de Thoroughgood se lo dijo a un amigo (empleado de la tienda de lencería Priestley), quien se lo mencionó casualmente a la señora Cockcroft de la posada George, que lo comentó con la señora Pleasance, la casera de Segundus. Tan pronto este se enteró, salió a las nevadas calles y corrió a la tienda de Thoroughgood sin entretenerse en ponerse el sombrero, el abrigo y las botas. Pero los libros ya estaban vendidos. Le preguntó al tendero quién los había comprado, y el hombre le rogó que lo excusara, pero, sintiéndolo mucho, no podía divulgar ese dato; él no creía que el caballero en cuestión deseara que se supiera su nombre. Segundus, sin sombrero, sin abrigo y sin aliento, con los zapatos empapados, las medias salpicadas de barro y los ojos de todos los presentes en la tienda fijos en él, experimentó cierta satisfacción al decirle a Thoroughgood que no importaba si se lo decía o no, porque él ya creía saber quién era el caballero.

No dejaba de sentir curiosidad acerca de Norrell. Pensaba mucho en el otro mago y a menudo hablaba de él con Honeyfoot[3]. Este estaba convencido de que la explicación podía hallarse en el sincero deseo del señor Norrell de volver a introducir la magia en Inglaterra. Segundus tenía sus dudas, y empezó a hacer indagaciones a fin de descubrir a algún conocido de Norrell que pudiera darle información.

Un caballero de la posición de Norrell, con una hermosa casa y una vasta propiedad, siempre será objeto del interés de sus vecinos, que muy estúpidos habrían de ser para no enterarse de algo de lo que hace. Segundus descubrió en Stonegate a una familia emparentada con unas personas que tenían una granja situada a cinco millas de Hurtfew Abbey, entabló amistad con ella y la convenció de que organizara una cena e invitara a sus primos. (Se admiró del ingenio con que urdió esa pequeña estratagema.) Llegaron los primos y, naturalmente, se mostraron más que dispuestos a hablar de su rico y extraño vecino, que había embrujado la catedral de Yorkshire. Pero toda su información se redujo a que el señor Norrell se disponía a abandonar Yorkshire para trasladarse a Londres.

A Segundus le sorprendió la noticia, pero más le sorprendió el efecto que tuvo en su ánimo. Sentía una extraña desazón, lo cual, se decía, era ridículo; Norrell nunca se había interesado por él ni le había hecho objeto de consideración alguna. A pesar de todo, ahora era su único colega. Cuando se fuese, Segundus sería el único y último mago de Yorkshire.