24. Otro mago (Septiembre de 1809)

El señor Drawlight, revolviéndose un poco en el asiento, dijo:

—Parece ser que tiene usted un rival.

Antes de que Norrell pudiera encontrar una respuesta apropiada, Lascelles preguntó cómo se llamaba el sujeto.

—Strange.

—No lo conozco.

—¡Oh, tiene que conocerlo! —exclamó—. Jonathan Strange, de Shropshire. Dos mil libras al año.

—No tengo la menor idea de quién pueda ser. ¡Ah, un momento! ¿No es el que, siendo estudiante en Cambridge, asustó al gato del director del colegio de Corpus Christi?

Drawlight respondió que, efectivamente, era el mismo. Lascelles lo recordó al instante y los dos se echaron a reír.

Entretanto, Norrell estaba mudo como una estatua. Aquellas primeras palabras de Drawlight habían sido un mazazo terrible. Era como si le hubiera golpeado en la cara… como si un retrato, una mesa o una silla se hubieran revuelto contra él y lo hubiesen golpeado. El estupor casi le había cortado la respiración; estaba seguro de que iba a enfermar. No se atrevía ni a imaginar lo que Drawlight pudiera decir después. Quizá hablara de poderes superiores, de portentos realizados que eclipsarían los suyos propios. ¡Después de lo que se había esforzado para asegurarse de que no tendría rivales! Se sentía como el hombre que una noche, después de recorrer toda la casa cerrando puertas y atrancando ventanas, oye andar a alguien por el piso de arriba.

Pero a medida que continuaba la conversación fue calmándose su alarma. Mientras Drawlight y Lascelles hablaban de los viajes de placer del señor Strange a Brighton, de sus visitas a Bath y de su finca de Shropshire, Norrell empezó a pensar que Strange debía de ser un hombre frívolo y superficial, un individuo parecido al propio Lascelles. En tal caso, se dijo, ¿no sería lo más probable que con «Tiene usted un rival» Drawlight no se refiriera a él sino a Lascelles? El tal Strange, pensó, debía de ser rival de Lascelles en algún asunto amoroso. Norrell se miró las manos, que se retorcía en el regazo, y se sonrió de su atolondramiento.

—¿Así que Strange es mago ahora? —dijo Lascelles.

—¡Oh! —exclamó Drawlight mirando al mago—. Seguro que ni sus mejores amigos se atreverían a comparar sus dotes con las del insigne señor Norrell. Pero tengo entendido que en Bristol y Bath goza de cierto predicamento. Actualmente se encuentra en Londres. Sus amigos confían en que tenga usted a bien concederle una entrevista, en cuyo caso, ¿se me permitiría ser testigo del encuentro entre semejantes artífices de la magia?

Norrell levantó la mirada despacio.

—Celebraré conocer al señor Strange —dijo.

Drawlight no tuvo que esperar mucho para presenciar el trascendental encuentro entre los dos magos (afortunadamente, porque detestaba tener que esperar). Se cursó una invitación y tanto Lascelles como Drawlight pusieron gran empeño en estar presentes el día en que Strange fue a visitar al gran mago.

Strange no resultó ni tan joven ni tan apuesto como temía Norrell. Estaba más cerca de los treinta que de los veinte y, en la medida en que otro caballero está facultado para opinar al respecto, no era en absoluto bien parecido. Pero lo más sorprendente era que lo acompañaba una mujer joven y bonita: la señora Strange.

Norrell empezó por preguntarle si llevaba consigo sus escritos. Y añadió que le agradaría mucho leerlos.

—¿Mis escritos? —repuso Strange, y reflexionó un momento—. Lo siento, caballero, pero no sé a qué se refiere, ya que no he escrito nada.

—¡Oh!, el señor Drawlight me contó que le habían pedido un artículo para The Gentleman’s Magazine, pero quizá…

—Ah, eso. Casi no he pensado en ello todavía. Nichols me dijo que no lo necesitaba hasta el viernes de la próxima semana.

—¿El viernes de la próxima semana, y aún no lo ha empezado? —dijo Norrell, asombrado.

—Yo pienso que cuanto más aprisa pasen esas cosas de la cabeza al papel y a la imprenta, mejor. Supongo que lo mismo opinará usted —agregó, sonriendo amistosamente.

Norrell, que aún no había dado nada a la imprenta y tenía todos sus escritos en proceso de revisión, no respondió.

—Todavía no sé exactamente qué escribiré —prosiguió Strange—. Seguramente una refutación del artículo de Portishead en El Mago Moderno[1]. ¿Lo ha leído? Yo estuve indignado una semana. Trataba de demostrar que los magos actuales no deben tratar con duendes. ¡Una cosa es admitir que hemos perdido el poder de conjurar a tales espíritus, y otra, pretender que renunciemos a todo intento de servirnos de ellos! A mí me irritan esos remilgos. Pero lo más extraordinario es que aún no he visto crítica alguna de ese artículo. Ahora que ya tenemos lo que empieza a ser una comunidad en materia de magia, me parece muy mal que no se reprueben semejantes desatinos.

Creyendo, al parecer, que ya había dicho bastante, se quedó esperando una respuesta.

Tras un momento de silencio, Lascelles reveló que lord Portishead había escrito aquel artículo por deseo expreso del señor Norrell y con la ayuda y aprobación de este.

—¿Lo dice en serio? —Strange pareció asombrarse.

Siguieron unos instantes de silencio, y Lascelles, con lánguido acento, preguntó cómo se aprendía magia en la actualidad.

—En los libros —respondió Strange.

—¡Ah, cómo me alegra oírlo decir eso! —exclamó Norrell—. Le imploro que no desperdicie el tiempo en otros medios, sino que se aplique sin cesar a la lectura. ¡Todo sacrificio de tiempo o diversión será poco!

Strange lo miró con cierta ironía y comentó:

—Desgraciadamente, la falta de libros ha sido siempre un gran obstáculo. Supongo que no imagina usted, caballero, cuán pocos volúmenes de magia quedan en circulación en Inglaterra. Todos los libreros coinciden en decir que años atrás había muchos, pero ahora…

—¿De veras? —atajó Norrell de forma apresurada—. Pues sí que es extraño, desde luego.

El silencio que siguió fue especialmente tenso. Allí estaban los dos únicos magos ingleses de la era moderna. Uno confesaba que no tenía libros y el otro era el dueño reconocido de dos grandes bibliotecas. La cortesía más elemental exigía que el señor Norrell hiciese alguna oferta de ayuda, por nimia que fuese, pero no dijo nada.

—Debió de ser curiosa la circunstancia que lo indujo a hacerse mago —dijo al fin Lascelles.

—En efecto —afirmó Strange—. De lo más curiosa.

—¿No va usted a revelarnos cuál fue?

Strange sonrió con malicia.

—Estoy seguro de que al señor Norrell le alegrará saber que él fue la causa de que yo me hiciera mago. En realidad, puede decirse que él me convirtió en mago.

—¿Yo? —repuso Norrell, horrorizado.

—La verdad es que lo había probado todo —explicó rápidamente Arabella Strange—: agricultura, poesía, fundición de hierro… En el plazo de un año se dedicó a diversas ocupaciones, sin adoptar ninguna de ellas. Antes o después tenía que llegar a la magia.

Otro silencio, y Strange dijo:

—No sabía que lord Portishead escribiera por encargo suyo, caballero. Me gustaría que tuviese usted la amabilidad de explicarme una cosa. He leído todos los ensayos que ha publicado en Amigos de la Magia Inglesa y El Mago Moderno, pero no he visto en ellos ni una sola mención al Rey Cuervo. Es tan sorprendente la omisión que empiezo a pensar si no será deliberada.

Norrell asintió.

—Una de mis aspiraciones es conseguir que ese hombre sea olvidado por completo. Es lo que se merece.

—¡Pero sin el Rey Cuervo no habría magia ni magos, caballero!

—Esa es la opinión más extendida, desde luego. Pero, aunque fuera cierta, cosa que ni por asomo admitiría, hace tiempo que ha perdido todo derecho a nuestra estima. Porque ¿cuáles fueron sus primeros actos cuando llegó a Inglaterra? ¡Hacer la guerra contra el legítimo rey y robarle la mitad de su reino! Y usted y yo, señor Strange, ¿debemos proclamar que hemos elegido por modelo a semejante personaje? ¿Que lo consideramos el primero entre nosotros? ¿Hará eso que nuestra profesión sea respetada? ¿Inducirá a los ministros del rey a depositar en nosotros su confianza? ¡No lo creo! No, señor Strange; si no podemos borrar su nombre de la memoria popular, nuestro deber, suyo y mío, es proclamar el odio que nos merece. ¡Denunciar su corrupta naturaleza y sus malas acciones!

Resultaba evidente la disparidad de criterio y de talante que existía entre uno y otro mago, por lo que Arabella Strange pareció pensar que no había razón para que ambos permanecieran más tiempo en la misma habitación, irritándose mutuamente, así que ella y su marido se despidieron poco después.

Drawlight, como era de esperar, fue el primero en pronunciarse sobre el nuevo mago.

—¡Vaya! —dijo, antes de que se cerrara la puerta detrás de Strange—. ¡No sé qué pensará usted, pero yo nunca me había sentido más asombrado! Varias personas me habían dicho que era un hombre bien parecido. ¿Cómo lo habrían mirado? Con esa nariz y ese pelo… Porque el caoba enseguida, encanece. Estoy seguro de haber visto ya algo de gris. Y no tendrá más de… ¿cuántos años? ¿Treinta? ¿Quizá treinta y dos? Ella, por el contrario, es deliciosa. ¡Qué expresividad! ¡Y esos rizos castaños tan exquisitamente peinados! No obstante, es una lástima que no se haya preocupado de informarse sobre las modas de Londres. Ese vestido de muselina rameada era muy bonito, no lo niego, pero me habría gustado verla con algo que tuviera más estilo, por ejemplo, seda verde musgo con ribetes y abalorios negros. Es sólo una primera idea, desde luego. Quizá cuando vuelva a verla se me ocurra algo completamente distinto.

—¿Creen que la gente sentirá curiosidad por él? —preguntó Norrell.

—Oh, por supuesto —respondió Lascelles.

—Ah, pues eso me da miedo. Me gustaría oír su opinión, señor Lascelles. Temo que lord Mulgrave envíe a buscar al señor Strange. El afán de lord Mulgrave por utilizar la magia en la guerra, aunque es algo excelente, desde luego, ha tenido el desafortunado efecto de inducirlo a leer toda clase de libros sobre la historia de la magia y formarse opiniones sobre lo que encuentra en ellos. Ha ideado el plan de conjurar a brujas para que me ayuden a derrotar a los franceses; sin duda piensa en esas mujeres medio hadas y medio humanas a las que las personas maliciosas invocaban cuando querían causar daño al prójimo, en suma, la clase de brujas que Shakespeare describe en Macbeth. Me pidió tres o cuatro y se incomodó cuando me negué. La magia moderna puede hacer muchas cosas, pero conjurar brujas podría acarrear grandes desastres para todos. Y ahora temo que llame al señor Strange. ¿No le parece que podría hacerlo, señor Lascelles? Y el señor Strange, inconsciente del peligro, podría intentarlo. Quizá haya que escribir a sir Walter para pedirle que tenga a bien prevenir a lord Mulgrave con algún comentario casual.

—La verdad, no creo que sea necesario. Si usted piensa que la magia del señor Strange no es segura, no tardará en correr la noticia.

Aquella noche, en una casa de Great Titchfield Street, se ofrecía una cena en honor del señor Norrell, a la que también asistían Drawlight y Lascelles. No hubo que esperar mucho antes de que uno de los comensales invitara a Norrell a emitir su opinión respecto al mago de Shropshire.

—El señor Strange me parece un caballero muy agradable y un mago muy hábil que puede aportar muchas cosas a nuestra profesión, un tanto debilitada últimamente.

—Al parecer, el señor Strange tiene unos conceptos bastante peculiares acerca de la magia —dijo Lascelles—. No se ha molestado en informarse de las ideas modernas sobre la cuestión, y me refiero, naturalmente, a las del señor Norrell, que tanto han asombrado al mundo por su claridad y concisión.

Drawlight insistió en su opinión de que el rojizo cabello del señor Strange encanecería pronto y que el vestido de la señora Strange, aunque no de última moda, era de una muselina muy bonita.

Aproximadamente a la misma hora en que tenía lugar esa conversación, otro grupo de personas (entre ellas el señor y la señora Strange) se sentaban a cenar en un comedor más modesto de una casa de Charterhouse Square. Por supuesto, los amigos de los Strange estaban deseosos de conocer su opinión acerca del gran señor Norrell.

—Dice que confía en que la gente se olvide pronto del Rey Cuervo —explicó Strange con asombro—. ¿Qué les parece? ¡Un mago que espera que el Rey Cuervo sea olvidado! Es como si se descubriera que el arzobispo de Canterbury está trabajando secretamente para suprimir todos los conocimientos acerca de la Trinidad.

—O como un músico que quisiera enterrar la música de Haendel —dijo una dama con turbante que comía alcachofas con almendras.

—O como un pescadero que quisiera convencer a la gente de que no existe el mar —dijo un caballero sirviéndose un hermoso salmonete con salsa de vino.

Otras personas propusieron parecidos símiles de insensatez, y todos se reían, menos Strange, que miraba su plato con el entrecejo fruncido.

—Creía que pensabas pedirle al señor Norrell que te ayudara —dijo Arabella.

—¿Cómo iba a pedirle tal cosa si desde que empezamos a hablar no hicimos más que disentir en todo? No le gusto. Ni él a mí.

—¡Que no le gustas! Bueno, quizá no. Pero mientras estábamos allí él no miraba a nadie más. Era como si te devorase con los ojos. Me parece que se siente solo. Tantos años estudiando y no ha encontrado a nadie a quien confiar sus impresiones. Desde luego, no será a esos dos hombres tan desagradables… he olvidado sus nombres. Pero ahora que te ha visto… y que sabe que contigo puede hablar… ¡Bien!, me sorprendería mucho que no volviera a invitarte.

En Great Titchfield Street, Norrell dejó el tenedor y se limpió los labios con la servilleta.

—Claro que debe aplicarse mucho —dijo—. Yo le he instado a que se aplicara.

En Charterhouse Square, Strange decía:

—Me ha dicho que me aplicara. ¿A qué?, le pregunté. A la lectura. En mi vida me había sentido más asombrado. Estuve a punto de preguntarle qué quería que leyera, si todos los libros los tiene él.

Al día siguiente, le dijo a Arabella que podían regresar a Shropshire cuando ella quisiera; no creía que algo pudiese retenerlos en Londres. También dijo que había decidido no volver a pensar en el señor Norrell. No puede decirse que consiguiera cumplir su propósito, ya que en días sucesivos Arabella tuvo que oír en varias ocasiones de labios de su marido una larga lista de los defectos del señor Norrell, tanto profesionales como personales.

Entretanto, en Hanover Square, Norrell preguntaba continuamente a Drawlight qué hacía el señor Strange, a quién visitaba y qué pensaba de él la gente.

Lascelles y Drawlight se sentían un poco alarmados por la situación. Hacía más de un año que ejercían no poco influjo sobre el mago y, en calidad de amigos suyos, eran halagados por almirantes, generales, políticos y cualquiera que deseara conocer la opinión de Norrell sobre esto o influir para que hiciera aquello. Era muy desagradable pensar que otro mago se uniera ahora a Norrell con un vínculo más fuerte que el que ellos pudieran soñar siquiera con forjar, y que asumiese la tarea de aconsejarlo. Drawlight le dijo a Lascelles que debían tratar de evitar que Norrell pensara en el mago de Shropshire, y, aunque el carácter escéptico de Lascelles no le permitía mostrarse de acuerdo con alguien inmediatamente, no cabe duda de que en eso coincidía con su interlocutor.

Pero tres o cuatro días después de la visita de Strange, Norrell dijo:

—Lo he pensado bien y creo que habría que hacer algo por el señor Strange. Se quejó de falta de material. Bien, me doy cuenta de que en eso puede… En suma, que he decidido regalarle un libro.

—¡Pero señor mío! —exclamó Drawlight—. ¡Sus preciosos libros! No debe regalarlos a nadie… y menos a otros magos que pueden no utilizarlos tan sabiamente como usted.

—Oh, no me refiero a uno de mis ejemplares. No creo que pudiera prescindir ni de uno solo. No; le he comprado un tomo en Edwards y Skittering. Reconozco que la elección ha sido difícil. Hay muchos libros que, para serles franco, no me atrevería a recomendar al señor Strange; todavía no está preparado. Extraería de ellos ideas erróneas. Este tiene defectos. —Miraba el volumen dubitativamente—. Me temo que muchos defectos. El señor Strange no aprenderá de él magia alguna. Pero tiene mucho que decir acerca de la investigación diligente y de los peligros de confiar a la ligera las propias ideas al papel, lecciones de las que espero se beneficie.

Así pues, el señor Norrell volvió a invitar a Strange a Hanover Square y, al igual que la vez anterior, Drawlight y Lascelles estaban presentes, pero Strange acudió solo.

Esta segunda entrevista tuvo lugar en la biblioteca. Strange contemplaba las grandes cantidades de libros que los rodeaban, pero no aludió a ellos ni con una sola palabra. Quizá ya había superado el enfado. Parecía haber por ambas partes el propósito de hablar y conducirse con mayor cordialidad.

—Es un gran honor el que me dispensa, caballero —dijo cuando Norrell le entregó el presente—. La magia inglesa, de Jeremy Tott. —Pasó unas páginas—. No conozco a este autor.

—Es una biografía de su hermano, Horace Tott, teórico e historiador de la magia[2].

Le habló de las lecciones sobre la investigación diligente y sobre los peligros de escribir a la ligera, que Strange debía aprender. Este sonrió cortésmente, inclinó la cabeza y dijo que estaba seguro de que todo ello sería muy interesante.

Drawlight admiró el regalo.

Norrell miraba a Strange con una expresión extraña, como si pensara que le sería grato mantener con él una pequeña conversación y no supiera cómo empezar. Lascelles le recordó que lord Mulgrave, del Almirantazgo, llegaría antes de una hora.

—Tiene usted obligaciones que atender —dijo Strange—. No quiero importunarlo. Y yo he de ir a Bond Street para un encargo de mi esposa que no debo descuidar.

—Quizá un día tengamos el honor de presenciar un acto de magia realizado por usted, señor Strange —dijo Drawlight—. A mí me encanta presenciar actos de magia.

—Quizá.

Lascelles tiró de la campanilla para llamar al criado. Entonces Norrell dijo de pronto:

—Me gustaría ver un acto de magia del señor Strange ahora, si tiene a bien honrarnos con una demostración.

—Oh. Es que yo no…

—Sería para mí un gran honor —insistió el anfitrión.

—Bien. Tendré mucho gusto en mostrarle algo. Quizá le parezca un poco extraño, comparado con las cosas a las que está acostumbrado. Dudo mucho poder equipararme a usted en elegancia de ejecución.

Norrell hizo una pequeña reverencia.

Strange miró en derredor dos o tres veces, en busca de un posible objeto. Su mirada tropezó con un espejo colgado en un rincón de la habitación al que nunca llegaba la luz. Puso La magia inglesa de Jeremy Tott en la mesa de la biblioteca, de manera que su reflejo en el espejo quedara bien visible. Lo miró unos momentos sin pestañear. No sucedió nada. Luego hizo un curioso ademán: se pasó las manos por el pelo, las juntó en la nuca y tensó los hombros, como el que trata de desentumecerse. Entonces sonrió con expresión de sentirse muy satisfecho de sí mismo.

Lo cual era muy extraño, ya que el libro parecía estar igual que antes.

Lascelles y Drawlight, habituados como estaban a ver —u oír relatar— los maravillosos hechizos realizados por Norrell, apenas se inmutaron: aquello era aún menos de lo que hacía un hechicero de feria. Lascelles abrió la boca, sin duda para soltar un comentario cáustico, pero Norrell se le adelantó, exclamando con admiración:

—¡Extraordinario! Realmente… ¡Mi querido señor Strange, esto es inaudito! No lo menciona ni Sutton-Grove. Se lo aseguro, no aparece en SuttonGrove.

Lascelles y Drawlight miraban de un mago al otro, desconcertados.

Lascelles se acercó a la mesa y contempló fijamente el libro.

—Quizá ahora es un poco más largo.

—A mí no me lo parece —opinó Drawlight.

—Ahora la piel es de color castaño —dijo Lascelles—. ¿No era azul antes?

—No —respondió Drawlight—, siempre ha sido castaño.

Norrell se echó a reír. Norrell, que casi nunca sonreía siquiera, se reía de ellos.

—¡No, no, caballeros! ¡No lo adivinan! ¡Ni por asomo! Señor Strange, no puedo decirle lo mucho que… Es que no se han dado cuenta de lo que ha hecho usted. ¡Levante usted el libro! ¡Levántelo, señor Lascelles!

Más sorprendido que nunca, Lascelles alargó la mano para agarrar el libro, pero su mano se cerró en el aire. El libro estaba allí sólo en imagen.

—Ha hecho que el libro y su reflejo intercambiaran su lugar —explicó Norrell—. Ahora el verdadero está ahí, en el espejo. —Y se acercó a escudriñarlo con vivo interés profesional—. Pero ¿cómo lo ha hecho?

—Ah, ¿cómo? —murmuró Strange, que iba por la habitación mirando el reflejo del libro en la mesa desde distintos ángulos, guiñando ora un ojo, ora el otro, como un jugador de billar.

—¿Puede hacer que vuelva? —preguntó Drawlight.

—Por desgracia, no. A decir verdad —agregó al fin—, no tengo sino una muy vaga idea de lo que he hecho. Imagino que algo parecido le ocurrirá a usted, señor Norrell. Es una sensación como de una música que te suena dentro de la cabeza… uno sólo sabe cuál será la nota siguiente.

—Extraordinario —repitió Norrell.

Pero quizá lo más extraordinario era que Norrell, que siempre había vivido con el temor de encontrarse con un rival, ahora que al fin había presenciado un acto de magia realizado por otro, en lugar de sentirse anonadado, estaba eufórico.

Aquella tarde, ambos magos se despidieron con gran cordialidad y a la mañana siguiente volvieron a reunirse, sin que ni Lascelles ni Drawlight se enterasen. Al término de la entrevista, Norrell se ofreció a tomar a Strange como discípulo y este aceptó el ofrecimiento.

—Lástima que ese hombre esté casado —dijo Norrell, irritado—. Los magos no deberían casarse.