22. El caballero de bastos (Febrero de 1808)

JONATHAN Strange en nada se parecía a su padre. No era avaro, orgulloso, colérico ni antipático. Pero si por un lado no tenía vicios aparentes, por el otro tampoco llamaban la atención sus virtudes. En las fincas de recreo de Weymouth y en los salones de Bath, los elegantes que allí conocía solían calificarlo de «el hombre más encantador del mundo», pero con eso sólo querían expresar que hablaba bien, bailaba bien y cazaba y jugaba como un caballero.

De aspecto era más bien alto y tenía bastante buena figura. Algunos lo consideraban bien parecido, pero esa no era, ni mucho menos, la opinión general. Su cara tenía dos defectos: una nariz larga y una expresión irónica. También es cierto que su pelo poseía un tinte rojizo y, como es sabido, el pelo rojo está reñido con la hermosura.

En el momento de la muerte de su padre, Jonathan Strange se hallaba empeñado en el proyecto de convencer a cierta joven para que se casara con él. Cuando regresó de Shrewsbury el día en que falleció su padre y los criados le dieron la noticia, su primera reacción fue preguntarse cómo afectaría eso a sus planes. ¿Se sentiría la joven más inclinada a decir sí? ¿O menos?

Concertar aquel matrimonio habría tenido que ser lo más fácil del mundo. Todos los amigos de la pareja aprobaban la unión, y el hermano de la dama —su único pariente— lo deseaba casi tanto como el mismo Jonathan. Laurence Strange, desde luego, se oponía enérgicamente al enlace a causa de la pobreza de la joven, pero desde el momento en que se dejó morir de frío, ya no pudo seguir poniendo grandes obstáculos.

Ahora bien, aunque hacía meses que Jonathan Strange era el pretendiente reconocido de la dama, el anuncio del compromiso —esperado de hora en hora por las amistades— no llegaba. No porque la joven no lo amara; estaba seguro de su amor, pero a veces le parecía que se había enamorado con el único propósito de reñir con él. Strange no encontraba otra explicación. Estaba convencido de haber hecho todo cuanto ella deseaba por enmendar su conducta. Había abandonado las cartas y demás juegos casi por completo y bebía muy poco, apenas algo más de una botella al día. Incluso le había dicho que no tendría inconveniente en ir más a menudo a la iglesia, si con ello la complacía —hasta una vez a la semana, y hasta dos, llegado el caso—. Pero ella respondía que esas cosas las dejaba a su conciencia, que no eran decisiones que pudieran ser dictadas por otra persona. Él sabía que le desagradaban sus frecuentes visitas a Bath, Brighton, Weymouth y Cheltenham, y le aseguraba que no tenía nada que temer de las mujeres de aquellos lugares, que eran encantadoras, sin duda, pero lo dejaban indiferente. Ella decía que eso no la preocupaba. Que ni siquiera había pensado en ello. Sólo quería que él pudiese encontrar algo mejor a lo que dedicar el tiempo. No es que quisiera moralizar, a nadie le gustaba una fiesta más que a ella, pero una fiesta perpetua… ¿Era eso lo que él deseaba realmente? ¿Lo que lo hacía feliz?

Él le decía que estaba de acuerdo y que durante el año anterior no había dejado de hacer planes para adoptar tal o cual profesión o iniciar una carrera. Los planes eran muy buenos. Pensó en hacerse mecenas de algún genio de la poesía indigente; pensó en estudiar leyes; en buscar fósiles en la playa de Lyme Regis; en comprar una fundición y estudiar la siderurgia; en preguntar a un conocido acerca de las nuevas técnicas agrícolas; en estudiar teología; y en terminar la lectura de una apasionante obra sobre ingeniería que estaba casi seguro de haber dejado en una mesita de un rincón de la biblioteca de su padre hacía dos o tres años. Pero siempre surgía algún obstáculo insuperable. Los genios de la poesía indigentes escaseaban más de lo que él creía[1]; los libros de leyes eran aburridos; no se acordaba del nombre del individuo que entendía de agricultura; y el día en que pensaba salir para Lyme Regis llovía a mares.

Y así sucesivamente. Le dijo a la joven que le pesaba no haberse alistado en la Armada hacía años. ¡Nada habría ido mejor con su carácter! Pero su padre no se lo hubiera consentido, y ahora ya tenía veintiocho años. Muy mayor para iniciar la carrera naval.

Aquella descontentadiza joven se llamaba Arabella Woodhope y era hija del difunto cura de St. Swithin, en Clunbury[2]. Cuando murió Laurence Strange, ella estaba pasando una temporada en casa de unos amigos, en el pueblo de Gloucestershire, del que su hermano era párroco. Su carta de pésame llegó a manos de Strange la mañana del funeral. Redactada con toda propiedad, unía a la expresión de su condolencia por la pérdida sufrida, una comprensiva alusión a las muchas deficiencias del finado en su condición de padre. Pero en aquella carta había algo más. Cierta preocupación por él. La joven lamentaba estar ausente de Shropshire. Sentía que, en semejante trance, él se encontrara solo y sin amigos.

Él tomó una decisión al instante. No creía que pudiera haber situación más propicia. Ella nunca estaría mejor dispuesta ni él sería más rico que en este momento. (Strange no acababa de creerse que la joven fuera tan indiferente a su riqueza como aparentaba.) Se dijo que debía dejar un intervalo prudencial entre el funeral de su padre y la proposición de matrimonio. Tres días le parecieron suficientes, por lo que al cuarto día por la mañana ordenó a su ayuda de cámara que le preparase la ropa y al lacayo que le ensillase el caballo, y emprendió viaje hacia Shropshire.

Llevaba consigo al criado nuevo. Había hablado largamente con ese hombre, que le había parecido enérgico, ingenioso y capaz. El nuevo se alegró de ser el elegido (aunque su vanidad le decía que no hubiera podido ser otro). Por cierto, ahora que el sirviente ha superado el punto crucial de su carrera, ahora que, por así decir, ha salido del mito para entrar en la vida cotidiana, bueno será darle su nombre de vulgar mortal. Se llamaba Jeremy Johns.

El primer día no les sucedieron sino las aventuras normales que encuentra todo viajero: tuvieron un altercado con un hombre que les azuzó el perro sin motivo, y se alarmaron cuando el caballo de Strange empezó a dar señales de malestar, pero, una vez examinado, se vio que el animal se encontraba en perfecto estado de salud. La mañana del segundo día, viajaban por una bella región de suaves colinas, bosques invernales y aseadas granjas de aspecto próspero. Jeremy Johns iba ocupado en practicar la justa medida de altivez propia del criado de un caballero que acaba de tomar posesión de una extensa propiedad, y Jonathan Strange iba pensando en la señorita Woodhope.

Ahora que había llegado el día en que volvería a verla, empezaba a sentir cierta inquietud al pensar en el recibimiento que ella le dispensaría. Se alegraba de que estuviese con su hermano, el bueno de Henry, que no veía sino ventajas en aquel matrimonio y que, Strange estaba seguro, no perdía ocasión de animar a su hermana a mirarlo con buenos ojos. Pero dudaba de los amigos en cuya casa se alojaba ella. Eran un pastor y su esposa. No los conocía, pero sentía la natural desconfianza del joven rico y autocomplaciente hacia todo clérigo. ¡Quién sabía las ideas de sublime virtud e innecesario autosacrificio que estarían inculcándole a diario!

El sol, muy bajo, proyectaba sombras inmensas. El hielo y la escarcha centelleaban en las ramas de los árboles y en las hondonadas. Al ver a un hombre que araba, Strange recordó a las familias que vivían en sus tierras, cuyo bienestar siempre había sido motivo de preocupación para la señorita Woodhope. En su mente, empezó a desarrollarse un diálogo:

—¿Y qué intenciones tiene respecto a sus aparceros? —preguntaría ella.

—¿Intenciones? —diría él.

—Sí. ¿Cómo piensa aligerarles la carga? Su padre les arrebataba hasta el último penique. Les amargaba la vida.

—Eso ya lo sé. Nunca defendí los actos de mi padre.

—¿Les ha rebajado el arrendamiento? ¿Ya ha hablado con el consejo parroquial? ¿Ha pensado en el asilo para los ancianos y el colegio para los niños?

«Me parece poco razonable que ya me hable de arrendamientos, asilos y escuelas —pensaría Strange sombríamente—. Al fin y al cabo, mi padre se murió el martes».

—¡Sí que es extraño! —dijo Jeremy Johns.

—¿Hum? —gruñó Strange. Advirtió que estaban parados frente a una barrera de peaje. A un lado del camino había una casita pintada de blanco. Era nueva, tenía seis lados y ventanas góticas.

—¿Dónde está el guarda? —preguntó Jeremy Johns.

—¿Hum?

—Es una barrera de peaje, señor. Ahí está el letrero con lo que hay que pagar. Pero no hay nadie. ¿Dejo seis peniques?

—Sí, sí. Como quieras.

Jeremy Johns dejó el dinero en el escalón de la puerta y abrió el portillo para que pasara Strange. Unas cien yardas más allá; entraron en un pueblo. Había una vetusta iglesia de piedra, bañada por la luz dorada del invierno, una avenida de vetustos y retorcidos carpes que debía de llevar a algún sitio, y una veintena de casitas de piedra que despedían humo por la chimenea.

—¿Dónde está la gente? —preguntó Jeremy.

—¿Qué? —Strange miró en derredor y vio a dos niñas que miraban por la ventana de una casa—. Ahí.

—No, señor; esas son niñas. Me refiero a la gente mayor. No se ve a nadie.

Era verdad: no se veía a nadie. Había pollos que se contoneaban, un gato sentado sobre un montón de paja en un viejo carro y caballos en un campo, pero no había gente. En cuanto Strange y Jeremy dejaron atrás el pueblo, descubrieron la razón de aquella ausencia. A un centenar de yardas de la última casa, había una multitud congregada en torno a un seto. Portaban armas diversas: podaderas, hoces, palos y escopetas. Era una imagen extraña, siniestra y un poco ridícula a la vez. Cualquiera hubiese podido creer que el pueblo había decidido declarar la guerra a los arbustos de espino y los saúcos. El bajo sol del invierno iluminaba a los reunidos, dorando su ropa, sus armas y sus rostros inmóviles y tensos. Largas sombras azuladas se extendían a su espalda. Estaban en silencio y si alguno se movía era con sumo cuidado, como si temiese hacer ruido.

Al pasar al lado del grupo, Strange y Jeremy se alzaron sobre los estribos y estiraron el cuello, tratando de descubrir qué miraba la gente del pueblo.

—¡Qué extraño! —exclamó Jeremy cuando hubieron pasado—. ¡No había nada!

—Sí que había algo —dijo Strange—; un hombre. No me sorprende que no lo hayas visto. Al principio lo he tomado por una raíz del seto, pero era un hombre, gris, flaco y maltrecho, casi parecía una raíz de seto, sí, pero era un hombre.

El camino los condujo a un oscuro bosque invernal. Jeremy Johns se preguntaba con curiosidad quién podía ser aquel individuo y qué pretendía hacerle la gente del pueblo. Strange respondió una o dos veces distraídamente, pero enseguida volvió a pensar en la señorita Woodhope.

«Será preferible evitar hablar de los cambios provocados por la muerte de mi padre —reflexionó—. Es peligroso. Empezaré hablando de temas intrascendentes, por ejemplo, las aventuras de este viaje. Vamos a ver, ¿qué ha sucedido que pueda divertirla? —Levantó la mirada y se vio rodeado de oscuros árboles que goteaban—. Algo tiene que haber. —Recordó un molino de viento que había visto cerca de Hereford, en una de cuyas aspas se había enganchado la capa roja de un niño. Las aspas giraban ora arrastrando la capa por el barro ora levantándola como una bandera escarlata—. Es como una alegoría de algo. También puedo hablarle del pueblo desierto y de las niñas que miraban por la ventana, entre las cortinas, una con una muñeca y la otra con un caballo de madera en la mano. Y de la multitud armada y silenciosa y del hombre que estaba debajo del seto…» Y Strange se representó la conversación que tendría lugar entonces: «¡Oh! —diría ella—. Pobre hombre. ¿Qué le había sucedido?» «No lo sé», respondería él. «Pero sin duda se habrá quedado usted a ayudarlo». «Pues en realidad no». «¡Oh!», exclamaría ella.

—¡Espera! —gritó Strange tirando de las riendas—. ¡Esto no puede ser! Tenemos que volver atrás. Me preocupa el hombre del seto.

—¡Oh! —suspiró Jeremy Johns, aliviado—. Celebro oír eso, señor. También a mí me preocupa.

—No se te habrá ocurrido traer un par de pistolas, ¿verdad?

—No, señor.

—¡Maldita sea! —soltó Strange, e hizo una ligera mueca, porque a la señorita Woodhope no le gustaba que la gente jurase—. ¿Y un cuchillo? ¿O algo por el estilo?

—No, señor, nada. Pero no se inquiete, señor. —Jeremy saltó del caballo y hurgó entre los arbustos—. Si encuentro unas buenas ramas, haré unos garrotes que nos serán tan útiles como las pistolas.

En el suelo había varias ramas robustas que alguien había cortado de un grupo de árboles. Jeremy recogió una y se la dio a su amo. No era un garrote, sino una rama aún con sus hojas.

—En fin —dijo Strange dubitativamente—. Supongo que será mejor que nada.

Jeremy se proveyó de otra arma parecida y, así pertrechados, regresaron al pueblo en busca de la multitud silenciosa.

—¡Eh, tú! —gritó Strange, dirigiéndose a un hombre que llevaba una zamarra de pastor, varias bufandas de punto liadas al cuello y un sombrero de ala ancha. Hizo con la rama varios movimientos que consideró amenazadores—. ¿Qué…?

Varias personas del grupo se volvieron con el índice en los labios.

Entonces se acercó a Strange otro aldeano. Este, que tenía un aire más respetable que el primero con su chaqueta de pana marrón, se tocó el sombrero y dijo en voz muy baja:

—Perdón, señor, ¿podría llevar los caballos un poco más lejos? Hacen mucho ruido, piafando y resoplando.

—Pero…

—Chist, señor —susurró el hombre—. Su voz es muy fuerte. Lo despertará.

—¿Que lo despertaré? ¿A quién?

—Al hombre que está debajo del seto, señor. Es un mago. ¿No sabe que si despierta a un mago antes de tiempo se arriesga a esparcir por el mundo los sueños que hay en su cabeza?

—Y a saber qué horrores estará soñando —musitó otro.

—Pero ¿cómo…? —empezó Strange, y una vez más varias personas se volvieron y lo miraron frunciendo el entrecejo con indignación, al tiempo que le pedían por señas que bajara la voz—. Pero ¿cómo sabéis que es mago? —susurró.

—Oh, ya hace dos días que está en Monk Gretton, señor. Le dice a todo el mundo que es mago. El primer día hizo que varios de nuestros niños robaran tartas y cerveza de la despensa de sus madres, diciendo que eran para la reina de las hadas. Ayer lo vieron vagar por las tierras de Farwater Hall, que es la casa más grande del pueblo. La señora Morrow, la dueña, le pidió que le dijera la buenaventura, pero él sólo le contó que su hijo, el capitán Morrow, había sido muerto por los franceses, y ahora la pobre señora está postrada en cama y dice que no se levantará más. Por eso, señor, no queremos aquí a este hombre. Hay que echarlo. Y si no quiere irse, lo llevaremos al asilo de pobres.

—Me parece lo más razonable. Pero lo que no comprendo es…

En ese momento, el que estaba bajo el seto abrió los ojos. La multitud dio un respingo general y varios retrocedieron un paso o dos.

El hombre salió de debajo del seto. No le resultó fácil desprenderse de los brotes de espino, ramas de saúco, filamentos de hiedra, muérdago y escoba de bruja que durante la noche se le habían enredado en la ropa o que el hielo le había adherido a ella. Se incorporó. Por su actitud, parecía que, lejos de sorprenderse al verse rodeado de público, estaba esperándolo. Los miró a todos, uno a uno, aspirando y resoplando con desdén.

Después, se mesó el pelo, arrastrando hojas secas, ramitas y media docena de tijeretas.

—Extendí la mano —musitó sin dirigirse a nadie en particular—, y los ríos de Inglaterra fluyeron en sentido contrario.

Se aflojó el lazo y sacó varias arañas que se le habían alojado dentro de la camisa. Durante esa operación reveló que su cuello estaba adornado con un extraño dibujo formado por líneas, puntos, cruces y círculos azules. Luego volvió a anudarse el lazo y, terminado su arreglo personal a su satisfacción, se puso en pie.

—Yo me llamo Vinculus —declaró. Teniendo en cuenta que había pasado la noche debajo de un seto, su voz era sorprendentemente firme y clara—. Hace diez días que camino hacia el oeste en busca de un hombre que está destinado a ser un gran mago. Hace diez días me fue mostrada la efigie de ese hombre, y ahora ciertas señales misteriosas me dicen que tú eres el hombre.

Todos volvieron la cabeza para ver a quién se refería.

El hombre de la zamarra de pastor y las bufandas de punto se acercó a Strange y le tiró de la chaqueta.

—Es usted, señor —dijo.

—¿Yo?

Vinculus se acercó a Strange y recitó:

Dos magos aparecerán en Inglaterra.

El primero me temerá; el segundo deseará contemplarme;

el primero estará gobernado por ladrones y asesinos;

el segundo conspirará para su propia destrucción;

el primero enterrará su corazón en un oscuro bosque, bajo la nieve,

y aun así sentirá dolor;

el segundo verá su posesión más preciada en manos de su enemigo…

—Entiendo —cortó Strange—. ¿Y cuál de los dos soy yo, el primero o el segundo? No, no me lo digas. No importa. No sé qué es peor. Para ser una persona que tanto desea hacer de mí un mago, te diré que el cuadro que me pintas no es muy halagüeño. Espero casarme dentro de poco y, la verdad, vivir en un bosque oscuro, rodeado de ladrones y asesinos, sería un tanto inconveniente, dicho sea con suavidad. Te sugiero que elijas a otro.

—¡No te he elegido yo, mago! Fuiste elegido hace tiempo.

—Pues quienquiera que fuese quedará defraudado.

Vinculus, haciendo caso omiso de esa respuesta, agarró con firmeza la brida del caballo de Strange para impedir que se marchara, y procedió a declamar íntegramente la profecía que ya le había recitado al señor Norrell en la biblioteca de Hanover Square.

Con entusiasmo similar la escuchó Strange, y cuando Vinculus terminó su discurso, se inclinó desde lo alto de la silla para decir con voz clara, recalcando las sílabas:

—¡Yo nada sé de magia!

Vinculus lo miró en silencio. Parecía dispuesto a conceder que esa circunstancia podía ser un impedimento legítimo para que Strange se convirtiera en un gran mago. Afortunadamente, enseguida se le ocurrió la solución. Se metió la mano en el pecho y sacó unos papeles con briznas de paja adheridas.

—Vamos a ver —dijo, con un aire más misterioso e imponente todavía—. Aquí tengo unos hechizos que… ¡No, no! ¡No puedo dártelos! —Strange había alargado la mano—. Son preciosos. Tuve que sufrir años de tormento y superar duras pruebas para conseguirlos.

—¿Cuánto?

—Siete chelines y seis peniques.

—Está bien.

—¿No pensará darle dinero, señor? —preguntó Jeremy Johns.

—Si a cambio deja de hablarme, sí, desde luego.

Entretanto, los vecinos del pueblo comenzaron a mirar con recelo a Strange y Jeremy Johns. Su aparición había coincidido con el despertar de Vinculus, y ellos sospechaban que podían ser dos personajes salidos de los sueños del mago. Se acusaban unos a otros de haber despertado a Vinculus, y ya empezaban a pelearse cuando llegó un personaje de aspecto oficial, tocado con un sombrero de mucho empaque, que informó a Vinculus de que debía ir al asilo de pobres, a lo que él respondió que no haría tal cosa, puesto que ya no era pobre: ¡tenía siete chelines y seis peniques! Y agitó las monedas ante la cara del hombre con gesto impertinente. Cuando ya parecía que, por uno u otro motivo, la pelea era inevitable, la paz volvió súbitamente al pueblo de Monk Gretton, ya que Vinculus se alejó en una dirección y Strange y Jeremy Johns en la otra.

A eso de las cinco de la tarde, llegaron a una hostería del pueblo de S., cerca de Gloucester. Tan pocas esperanzas tenía Strange de que su visita a la señorita Woodhope produjera algo más que desagrado para ambos que decidió aplazarla para la mañana siguiente. Encargó una buena cena y se sentó en un confortable sillón junto al fuego, a leer un periódico. Pero no tardó en comprender que la combinación de comodidad y tranquilidad era un pobre sustituto para la compañía de la señorita Woodhope, por lo que anuló la cena y fue inmediatamente a casa de los señores Redmond, a fin de poder empezar cuanto antes a sentirse desgraciado. Encontró en casa sólo a las damas, la señora Redmond y la señorita Woodhope.

Los enamorados no suelen ser los seres más racionales de la creación, por lo que no sorprenderá a mis lectores que las cavilaciones de Strange en torno a la señorita Woodhope hayan dado una imagen falsa de la joven. Podría decirse que las conversaciones que había mantenido con ella mentalmente describían las opiniones de la joven, pero estas no reflejaban su disposición ni sus modales. No era hábito en ella acosar a personas afligidas por un luto reciente con exigencias de escuelas y asilos, como tampoco contradecirlas en todo. Tan dura no era.

El saludo con que lo recibió no fue el de la mujer adusta y regañona que él había imaginado. Lejos de exigirle que se pusiera enseguida a remediar todo el mal que había causado su padre, se mostró muy afectuosa y encantada de verlo.

Era una muchacha de unos veintidós años. En reposo, sus facciones eran sólo medianamente bonitas. Ni en ellas ni en su figura había nada notable, pero cuando las animaba la conversación o la risa, se transformaban. Poseía talante vivaz, mente despierta y gusto por la comicidad. Tenía la sonrisa pronta, y por ser la sonrisa el más bello adorno de una mujer, la señorita Woodhope había eclipsado a más de una de las beldades reconocidas de tres condados.

Su amiga, la señora Redmond, era una criatura amable y plácida de unos cuarenta y cinco años. No era rica ni muy lista ni había viajado mucho. En otras circunstancias no habría sabido qué decir a un hombre de mundo como Jonathan Strange, pero afortunadamente su padre había muerto hacía poco, y esa circunstancia daba tema de conversación.

—Supongo que debe de estar muy ocupado en estos momentos, señor Strange —dijo—. Recuerdo que cuando murió mi padre, hubo un montón de cosas que hacer. Como dejó tantas mandas… En la repisa de la chimenea teníamos unas jarras de porcelana, y mi padre dispuso que se diera una a cada uno de nuestros viejos criados. Pero las descripciones de las jarras que había en el testamento eran confusas, y no había manera de averiguar para quién era cada una. Y los criados se peleaban porque todos querían la amarilla con las rosas. Oh, creí que nunca íbamos a acabar con las mandas. ¿Su padre dejó muchas, señor Strange?

—No, señora. Ninguna. Él odiaba a todo el mundo.

—Ah. Es una suerte, ¿verdad? ¿Y qué piensa usted hacer ahora?

—¿Hacer?

—La señorita Woodhope dice que su pobre padre compraba y vendía cosas. ¿Hará usted lo mismo?

—No, señora. Si puedo hacer mi voluntad, y creo que podré, el negocio de mi padre quedará liquidado lo antes posible.

—Ah, pues imagino que en tal caso su hacienda lo tendrá muy ocupado. La señorita Woodhope dice que es muy grande.

—Lo es, señora. Pero ya he probado a dedicarme a la agricultura, y no es mi fuerte.

—¡Ah! —exclamó la señora Redmond discretamente.

Se quedaron en silencio. Sólo se oía el tictac del reloj de la señora Redmond y el suspirar de las brasas en el hogar. La señora Redmond se puso a tirar de unas enmarañadas sedas de bordar que tenía en el regazo, actividad que su gato negro tomó por una invitación a jugar, de modo que se acercó sigiloso por el sofá y empezó a lanzarles zarpazos. Arabella se echó a reír, tomó en brazos al gato y se puso a jugar con él. Esa era exactamente la plácida escena doméstica con que soñaba Strange (aunque la señora Redmond le sobraba y no estaba seguro respecto al gato), escena tanto más apetecible a sus ojos por cuanto que durante su infancia no había conocido más que desapego y mal humor. La cuestión era cómo convencer a Arabella de que eso era lo que deseaba también ella. De pronto tuvo una inspiración y se dirigió de nuevo a la señora Redmond:

—En realidad, no creo que tenga tiempo, ya que voy a estudiar magia.

—¡Magia! —exclamó Arabella mirándolo sorprendida.

Pareció que iba a preguntar algo, pero en ese momento crucial se oyó en el vestíbulo al señor Redmond. Llegaba acompañado de su coadjutor, el reverendo Henry Woodhope, el mismo Henry Woodhope que era a un tiempo hermano de Arabella y amigo de la infancia de Jonathan Strange. Por supuesto, hubo que hacer presentaciones y dar explicaciones (Henry Woodhope no tenía noticia de la visita de Strange) y el sorprendente anuncio de Strange quedó olvidado momentáneamente.

Los clérigos habían tenido una reunión del consejo parroquial, y tan pronto todos estuvieron sentados en la sala, pusieron a la señora Redmond y Arabella al corriente de varios asuntos de la parroquia. Luego se interesaron por el viaje de Strange, el estado de los caminos y la situación de los granjeros de Shropshire, Herefordshire y Gloucestershire, los tres condados que había atravesado en el viaje. A las siete se sirvió el té. En medio del silencio que se hizo mientras comían y bebían, la señora Redmond le contó a su marido:

—El señor Strange va a hacerse mago, querido. —Lo dijo como si fuese lo más natural del mundo, porque para ella lo era.

—¿Mago? —preguntó Henry, asombrado—. ¿Por qué razón habrías de querer ser mago?

Strange titubeó. No deseaba revelar la verdadera razón —que era la de impresionar a Arabella con su determinación de adoptar una profesión seria y científica—, por lo que echó mano de la única explicación que se le ocurrió.

—En Monk Gretton había un hombre debajo de un seto que me dijo que yo era mago.

Redmond rio el chiste.

—¿Lo dice en serio? —inquirió la señora Redmond.

—No entiendo nada —dijo Henry Woodhope.

—No me cree, ¿verdad? —le preguntó Strange a Arabella.

—¡Oh, al contrario, señor Strange! —sonrió divertida—. Concuerda perfectamente con su modo habitual de hacer las cosas. No esperaría de usted más sólido fundamento para adoptar una profesión.

—Pero si has de tener una profesión —dijo Henry—, y no veo la necesidad, ahora que ya puedes disponer de tu patrimonio, sin duda podrías encontrar algo mejor. La magia no tiene aplicación práctica.

—¡Creo que en eso se equivoca! —dijo Redmond—. En Londres está ese caballero que lleva de cabeza a los franceses con sus espejismos. No recuerdo cómo se llama. ¿Y cuál es el nombre que da a sus teorías? ¿Magia moderna?

—¿Pero en qué se diferencia de la antigua? —preguntó la señora Redmond—. ¿Y cuál de ellas practicará usted, señor Strange?

—Sí, díganos, señor Strange —lo instó Arabella con una mirada de picardía—. ¿Cuál de ellas practicará?

—Un poco de cada una, señorita Woodhope. ¡Un poco de cada una! —Y a la señora Redmond—: Le he comprado tres hechizos al hombre del seto. ¿Le gustaría ver uno, señora?

—¡Oh, claro que sí!

—¿Y a usted, señorita Woodhope?

—¿Para qué son?

—No lo sé. Aún no los he leído. —Jonathan sacó del bolsillo superior los tres hechizos que le había dado Vinculus y se los entregó.

—Están muy sucios —dijo Arabella.

—¡Oh, nosotros los magos no reparamos en un poco de suciedad! Por otra parte, yo diría que son muy viejos. Todos los conjuros antiguos y misteriosos como estos…

—Arriba está la fecha, dos de febrero de mil ochocientos ocho. Hace dos semanas.

—¿Ah, sí? No me había fijado.

—«Dos sortilegios para conseguir que un obstinado abandone Londres» —leyó Arabella—. Me gustaría saber por qué ha de querer el mago que la gente se marche de Londres.

—Lo ignoro. Desde luego, en Londres hay demasiada gente; pero echarlos uno a uno parece mucho trabajo.

—¡Y son unos encantamientos espantosos! ¡Llenos de fantasmas y horrores! ¡Hacer creer a la gente que va a encontrar el verdadero amor cuando, en realidad, el hechizo no es para eso!

—¡Déjeme ver! —Strange le quitó de las manos los denostados conjuros, los repasó rápidamente y dijo—: Le aseguro que cuando los compré ignoraba su contenido; no lo sabía en absoluto. Lo cierto es que me los vendió un vagabundo indigente. El dinero que le di le sirvió para eludir el asilo para pobres.

—Vaya, me alegra saberlo. Pero sus hechizos no dejan de ser horribles, y espero que no los utilice.

—Pero ¿qué me dice del último? «Sortilegio para descubrir lo que mi enemigo está haciendo ahora». No creo que tenga nada que objetar a esto. Permítame que lo pruebe.

—¿Dará resultado? Usted no tiene enemigos, ¿verdad?

—No que yo sepa. Por tanto, no puede haber nada malo en probar, ¿no le parece?

Las instrucciones pedían un espejo y flores cortadas[3], por lo que Strange y Henry descolgaron un espejo de la pared y lo pusieron encima de la mesa. Más difícil fue encontrar las flores, porque, en pleno febrero, las únicas que tenía a mano la señora Redmond eran flores secas de lavanda, tomillo y rosas.

—¿Servirán estas? —le preguntó a Strange.

Él se encogió de hombros.

—Quién sabe. Veamos… —Volvió a leer las instrucciones—. Hay que esparcir las flores alrededor… así. Ahora dibujo un círculo en el espejo con el dedo. Así. Y divido el círculo en cuatro partes. Doy tres golpes al espejo y pronuncio estas palabras…

—Strange —dijo Henry Woodhope—, ¿de dónde has sacado esas tonterías?

—Me las dio el hombre que estaba debajo del seto. ¿Es que no escuchas, Henry?

—¿Y te ha parecido un hombre honrado?

—¿Honrado? No mucho. Yo diría más bien frío, incluso aterido. Sí, esa es una buena palabra para describirlo. Otra es «hambriento».

—¿Y cuánto le pagaste por esos hechizos?

—¡Henry! —protestó su hermana—. ¿No has oído al señor Strange decir que los había comprado para hacer una obra de caridad?

Strange, con expresión ausente, trazaba círculos en el espejo y los dividía en cuatro. Arabella, sentada a su lado, tuvo un sobresalto. Strange bajó la mirada.

—¡Santo Dios! —exclamó.

En el espejo se veía una habitación, pero no era la sala de la señora Redmond. Era una habitación pequeña, bien amueblada, aunque sin lujos. El techo alto indicaba que se trataba de un pequeño aposento de una casa grande, y quizá hasta regia. Había en ella estanterías llenas de libros y mesas con más libros, un buen fuego en la chimenea y velas en el escritorio, al que estaba sentado un hombre. Este aparentaba unos cincuenta años y vestía una sobria chaqueta gris. Era un individuo discreto e insignificante, tocado con una anticuada peluca. Tenía varios libros abiertos en el escritorio, y en unos leía y en otros hacía anotaciones.

—¡Señora Redmond! ¡Henry! —gritó Arabella—. ¡Venid! ¡Hay que ver lo que ha hecho el señor Strange!

—Pero ¿quién es ese hombre? —preguntó él, desconcertado. Levantó el espejo para mirar debajo, como si creyera que allí descubriría a un diminuto caballero con chaqueta gris, dispuesto a contestar a sus preguntas.

Cuando volvió a dejar el espejo en la mesa, aún se veían en él la otra habitación y el otro hombre. No se oían sonidos, pero las llamas danzaban en la chimenea y el desconocido volvía la cabeza de un libro a otro, haciendo que le relucieran las gafas con el movimiento.

—¿Por qué es enemigo suyo? —preguntó Arabella.

—No tengo ni la más remota idea.

—¿Es que le debe dinero? —inquirió la señora Redmond.

—Creo que no.

—Podría ser un banquero. Parece una casa de cambio —apuntó Arabella.

Strange se echó a reír.

—Vamos, Henry, deja de mirarme con ese ceño. Si realmente soy mago, debo de ser bastante mediocre. Mientras otros conjuran hadas, duendes y fantasmas de reyes muertos hace siglos, al parecer yo he conjurado el espíritu de un banquero.