LOS criados de Harley Street se sentían perseguidos por visiones sobrenaturales y sonidos lúgubres. El cocinero John Longridge y las criadas de la cocina oían una campana triste. El efecto de aquella campana, según explicó Longridge a Stephen Black, era el de rememorarles a todas las personas conocidas que habían muerto, todas las cosas buenas que habían perdido y todas las cosas malas que les habían sucedido. Por eso estaban tristes, abatidos y cansados de la vida.
Geoffrey y Alfred, los lacayos más jóvenes, eran atormentados por el sonido de la gaita y el violín que Geoffrey oyó por primera vez la noche de la cena. La música siempre parecía llegar de la habitación de al lado. Stephen los había llevado por toda la casa para que se convencieran de que allí no había nadie que tocara tales instrumentos, pero de nada sirvió; ellos seguían asustados y afligidos.
Para Stephen, lo más desconcertante era el comportamiento de Robert, el mayor de los lacayos. Desde el primer día, este le había parecido un hombre sensato, responsable, digno de confianza, en suma, la última persona que habría de ser víctima de alucinaciones. No obstante, Robert seguía insistiendo en que oía crecer un bosque invisible alrededor de la casa. Cada vez que hacía un alto en su trabajo, oía cómo las ramas arañaban los muros y golpeaban los cristales, y cómo las raíces se extendían aviesamente bajo los cimientos agrietando los ladrillos. Era un bosque viejo, decía Robert, y maligno. El viajero que lo cruzara tendría tanto que temer de los árboles como de los malhechores que estuvieran al acecho.
Stephen aducía que el bosque más cercano estaba a cuatro millas, en el páramo de Hampstead, y aun allí los árboles estaban muy domesticados. No se echaban encima de las casas tratando de destruirlas. Pero, por más que le dijera, Robert se estremecía y sacudía la cabeza.
El único consuelo de Stephen era que esa extraña manía había disipado las diferencias entre los criados. A los de la ciudad ya no les importaba el acento cerrado ni las maneras anticuadas de los del campo, y estos ya no acudían a él con quejas de que los otros les gastaban bromas o los enviaban a hacer recados falsos. A todos los unía la creencia de que la casa estaba encantada. Sentados en la cocina, una vez terminadas sus tareas, hablaban de los horrores que habían oído contar de casas habitadas por espíritus y del espantoso destino sufrido por sus habitantes.
Una noche, dos semanas después de la cena de lady Pole, estaban todos reunidos junto al fuego, dedicados a su ocupación favorita. Stephen, cansado de oírlos, se retiró a su pequeño dormitorio, a leer un periódico. Hacía sólo unos minutos que estaba allí cuando oyó sonar una campanilla. Dejó el periódico, se puso su chaqueta negra y fue a ver dónde se requerían sus servicios.
En el pequeño pasillo que comunicaba la cocina con el cuarto del mayordomo había una hilera de campanillas, y debajo de cada una de ellas, en letras marrones pulcramente pintadas, se leía el nombre de una habitación: Salón Veneciano, Salón Azul, Comedor, Gabinete de lady Pole, Dormitorio de lady Pole, Vestidor de lady Pole, Estudio de sir Walter, Dormitorio de sir Walter, Vestidor de sir Walter, Desesperanza.
«¿Desesperanza? ¿Qué diablos es eso?», pensó Stephen.
Aquella misma mañana había pagado al carpintero la instalación de las campanillas y anotado en su libro de cuentas: «A Amos Judd, por instalar 9 campanillas en el pasillo de la cocina y pintar los nombres de las habitaciones: 4 chelines». Pero ahora había diez campanillas. Y la de Desesperanza repicaba furiosamente.
«Será una broma de Judd —pensó—. Bien, mañana lo llamaré para que deje las cosas como es debido».
Por no saber qué otra cosa hacer, Stephen fue a la planta baja y miró en todas las habitaciones; estaban vacías. Así pues, subió al primer piso.
En lo alto de la escalera había una puerta que nunca había visto.
—¿Quién está ahí? —susurró alguien detrás de la puerta.
No era una voz que Stephen conociese y, aunque poco más que un suspiro, era extrañamente penetrante. Parecía que le entrase en la cabeza por otro conducto que el del oído.
—¡Hay alguien en la escalera! —insistió la tenue voz—. ¿Eres el criado? ¡Pasa, haz el favor! ¡Te necesito!
Stephen llamó con los nudillos y entró.
La habitación no era menos misteriosa que la puerta. Si alguien le hubiera pedido que la describiese, Stephen habría dicho que era de estilo gótico, ya que esa era la única palabra que su extraordinario aspecto sugería. Pero carecía de los adornos habituales, como los que se hallan reproducidos en las páginas del Compendio de las artes del señor Ackermann. Ni medievales arcos ojivales, ni maderas profusamente talladas, ni motivos eclesiásticos. Las paredes y el suelo eran de piedra gris, muy gastada e irregular. El techo era abovedado. Por una pequeña ventana se veía un firmamento estrellado. No había cristal en la ventana y en la habitación entraba un viento invernal.
Un caballero pálido, con una gran mata de pelo plateado como el vilano del cardo, se miraba en un espejo agrietado con gesto de viva contrariedad.
—¡Ah, por fin! —dijo lanzando una agria mirada a Stephen—. ¡En esta casa ya puedes llamar y llamar que nadie viene!
—Lo lamento, señor —respondió Stephen—, pero nadie me había advertido de su presencia. —Supuso que el caballero era un invitado de sir Walter o de lady Pole, lo cual explicaba su presencia allí, pero no la de aquella habitación. Se invita a los caballeros, pero no a las habitaciones—. ¿En qué puedo servirlo, señor?
—¡Qué estúpido! —exclamó el caballero del pelo plateado—. ¿No sabes que esta noche lady Pole asiste a un baile en mi casa? Mi criado se ha escapado y andará escondiéndose por ahí. ¿Cómo voy a aparecer al lado de la hermosa lady Pole con este aspecto?
No le faltaban motivos para lamentarse: estaba sin afeitar, su singular cabellera era una maraña y no iba vestido, sino que se cubría con un anticuado guardapolvo.
—Me ocuparé de usted al instante, señor —dijo Stephen—. Pero necesito los útiles de afeitar. ¿No sabrá por casualidad dónde ha puesto su criado la navaja?
El caballero se encogió de hombros.
En la habitación no había tocador. En realidad, casi no había mueble alguno, aparte del espejo, un viejo taburete de ordeñar de tres patas y un extraño sillón tallado que parecía hecho de huesos. Stephen no acababa de creer que fueran huesos humanos, aunque lo parecían.
Encima del taburete de ordeñar, al lado de una hermosa cajita, vio entonces una navaja de plata de delicada factura. En el suelo había un deteriorado cuenco de peltre lleno de agua.
Por extraño que parezca, en la habitación no había chimenea, sino únicamente un brasero de hierro oxidado cargado de carbón, que esparcía por el suelo una ceniza sucia. Stephen calentó el agua en el brasero y afeitó al desconocido, que se miró en el espejo y se mostró muy satisfecho. Se quitó la bata, quedándose en calzón, y pacientemente dejó que Stephen le frotara la piel con un cepillo de cerda. El mayordomo no pudo por menos que observar que, mientras otros caballeros se ponían rojos como langostas al someterse a esa fricción, aquel se mantenía tan pálido como antes; si acaso, su piel adquiría un lustre como de claro de luna o de madreperla.
Su ropa era de lo más exquisito; la camisa estaba planchada con primor y las botas relucían como negros espejos. Pero lo mejor era la docena de corbatas, finas como telarañas y tan rígidas como papel de música.
Dos horas tardó Stephen en completar la toilette del caballero, ya que este era vanidoso en extremo. Durante aquel tiempo, el desconocido se mostraba más y más encantado con el mayordomo.
—Debo decirte que el ignorante de mi criado no tiene ni la mitad de tu habilidad con el peine. Y si del arte de anudar una corbata de muselina se trata, ni sabe lo que es eso.
—Bien, señor, esta es la clase de tarea que yo prefiero. Me gustaría poder convencer a sir Walter para que cuidara mejor su atuendo, pero los caballeros que se dedican a la política no tienen tiempo para estas cosas.
Stephen lo ayudó a ponerse la chaqueta verde hoja (la de mejor calidad y corte más elegante), y el caballero se acercó al taburete de ordeñar y tomó la cajita. Era de porcelana y plata, del tamaño de una caja de rapé, quizá un poco más larga. Stephen hizo un comentario de admiración sobre el color de la caja, que no era azul pálido exactamente, ni gris exactamente, ni lavanda exactamente, ni lila exactamente.
—¡Sí, en efecto! —exclamó el caballero con entusiasmo—. Es muy hermoso, y muy difícil de obtener. Hay que mezclar el pigmento con lágrimas de solteras de buena familia, que deben tener una larga vida de intachable virtud y morir sin haber conocido ni un solo día de verdadera felicidad.
—¡Pobres señoritas! Me alegro de que esas lágrimas sean tan escasas.
—Oh, no son las lágrimas lo excepcional; tengo frascos llenos de ellas. Lo difícil es mezclar los colores con la habilidad que la operación exige.
El caballero se mostraba ya tan afable y locuaz que Stephen no tuvo reparo en preguntar:
—¿Y qué guarda el señor en esa cajita? ¿Rapé?
—¡Oh, no! Es uno de mis mayores tesoros, y deseo que lady Pole lo luzca esta noche en el baile. —Abrió la caja, que contenía un blanco dedito.
Al principio, Stephen encontró un tanto insólito el objeto, pero su sorpresa se disipó al instante, y si alguien le hubiera preguntado, habría respondido que los caballeros suelen llevar encima dedos en cajitas, y que aquel era sólo uno de los muchos casos que él había visto en su vida.
—¿Hace mucho tiempo que pertenece a la familia del señor?
—No; no mucho.
El caballero cerró la cajita con un chasquido y se la guardó en el bolsillo.
Juntos, se miraban en el espejo con complacencia. Stephen no pudo dejar de observar que se complementaban a la perfección: brillante piel negra y opalescente tez blanca; cada uno de ellos, ejemplo perfecto de belleza masculina. El mismo pensamiento pareció asaltar al caballero.
—¡Qué guapos somos! —dijo con admiración—. Pero ahora me doy cuenta de que he cometido un error imperdonable. ¡Te he confundido con un criado de la casa, y ahora veo que eso es imposible! ¡Tu porte y tu belleza proclaman que eres de linaje noble, quizá regio! Debes de ser un visitante, lo mismo que yo. Te pido perdón por haberte importunado y te doy las gracias por haberme acicalado para que pueda presentarme ante la hermosa lady Pole.
—No, señor —sonrió Stephen—; soy un criado, el criado de sir Walter.
El caballero del pelo plateado alzó una ceja con gesto de asombro.
—¡Un hombre tan hábil y tan apuesto como tú no debería ser criado de nadie! —exclamó, escandalizado—. ¡Debería ser dueño de una vasta propiedad! Me gustaría saber para qué ha de servir la belleza si no para marcar la superioridad de una persona sobre todas las demás. ¡Pero ya sé! Tus enemigos han conspirado para privarte de tus bienes y arrojarte a las filas de las gentes ignorantes y de baja estofa.
—No, señor. El señor se equivoca. Siempre he sido criado.
—Pues no lo entiendo —dijo sacudiendo la cabeza con perplejidad—. Aquí tiene que haber gato encerrado, y estoy decidido a descubrirlo tan pronto tenga tiempo. Pero entretanto, en recompensa por haberme peinado tan bien y por todos los demás servicios que me has prestado, esta noche asistirás a mi baile.
Por un momento, Stephen no supo qué responder a tan insólita proposición. «O está loco o es un político radical que desea suprimir todas las barreras entre las clases sociales», pensó.
—Aprecio el gran honor que me dispensa, señor. Pero considere que sus otros invitados acudirán a su casa esperando encontrarse con damas y caballeros de su misma condición. Cuando descubran que tratan con un mayordomo, se sentirán agraviados. Le agradezco mucho su gentileza, pero no deseo violentar al señor ni ofender a sus amigos.
Eso pareció asombrar todavía más al caballero del pelo plateado.
—¡Qué nobleza de sentimientos! —exclamó—. ¡Sacrificar el propio placer por el bienestar ajeno! Confieso que a mí nunca se me ocurriría. Y ello me reafirma en mi propósito de considerarte amigo mío y hacer cuanto esté en mi mano para ayudarte. Pero tú no comprendes la situación. Esos invitados que tantos escrúpulos te inspiran son todos vasallos y súbditos míos. Ni uno solo se atrevería a criticarme a mí ni a quienquiera que yo llame amigo mío. Y si se atreviesen, ¡siempre podríamos matarlos! Pero de nada sirve discutir —agregó, como si empezara a aburrirlo la conversación—, puesto que ya estás aquí.
Con esas palabras, el caballero se alejó, y Stephen se encontró en un gran salón, ante una multitud que bailaba al son de una música triste.
De nuevo se sintió un tanto sorprendido, pero también se acostumbró enseguida, y se puso a mirar en derredor. A pesar de las palabras del caballero del pelo plateado, al principio temió que alguien lo reconociera, pero le bastaron unos instantes para convencerse de que allí no había ningún amigo de sir Walter, ni siquiera alguien a quien Stephen hubiese visto antes, y se dijo que, con su pulcro traje negro y su inmaculada camisa blanca, muy bien podía pasar por un caballero. Se alegraba de que sir Walter no lo obligara a llevar librea ni peluca empolvada, lo cual lo habría delatado al instante.
Todo el mundo vestía a la última moda. Las damas lucían trajes de colores exquisitos (si bien, a decir verdad, eran muy pocos los que Stephen recordaba haber visto antes). Los caballeros llevaban calzón hasta la rodilla, medias blancas y chaqueta marrón, verde, azul o negra. Las camisas eran de una blancura deslumbrante y los guantes de cabritilla, inmaculados.
Pero, a pesar de la elegancia de los trajes y la alegría de los invitados, se observaban señales de que la casa había conocido tiempos mejores. El salón estaba iluminado débilmente por un número insuficiente de velas de sebo, y no había más música que la de un violín y una gaita.
«Ha de ser la música que oían Geoffrey y Alfred —pensó Stephen—. ¡Qué extraño que no la oyera yo! Es tan melancólica como decían ellos».
Se acercó a una estrecha ventana y, a la luz de las estrellas, vio un bosque oscuro e impenetrable. «Y este será el bosque del que habla Robert. ¡Qué hostil parece! Y también habrá una campana, supongo».
—Oh, pues claro que la hay —dijo una dama que estaba a su lado. Llevaba un vestido color tormenta, sombra y lluvia, y un collar de promesas rotas y pesadumbre. Sorprendió a Stephen que se dirigiera a él, porque estaba seguro de no haber expresado en voz alta sus pensamientos—. Hay una campana, sí —prosiguió ella—. Está en lo alto de una de las torres.
Ella lo miraba y sonreía con tan franca admiración que Stephen creyó un deber de cortesía decir algo.
—Es sin duda una reunión muy elegante, señora. No recuerdo haber visto nunca tantas caras hermosas y tantas figuras gráciles. Y todas en la flor de la juventud. Confieso que me sorprende no ver en el salón a gente mayor. ¿No tienen estas damas y caballeros padres ni tíos?
—¡Qué cosas tan raras dice! —repuso ella y rio—. ¿Por qué había de invitar a su baile a personas mayores y ajadas el señor de la casa de la Desesperanza? ¿Quién había de querer mirarlas? Por otra parte, no somos tan jóvenes como usted imagina. Inglaterra no era más que bosque sombrío y páramo árido la última vez que vimos a nuestros padres. ¡Pero espere! ¡Ahí está lady Pole!
Entre las parejas que bailaban, Stephen tuvo una visión fugaz de milady. Llevaba un vestido de terciopelo azul y daba la mano al caballero del pelo plateado, que la conducía al frente del salón.
Entonces la dama del vestido color tormenta, sombra y lluvia le preguntó a Stephen si querría bailar con ella.
—Será un placer —dijo él.
Cuando las otras damas vieron lo bien que bailaba Stephen, todas quisieron ser su pareja. Después de la dama del vestido color tormenta, sombra y lluvia, bailó con una mujer que no tenía cabello y llevaba una peluca de relucientes escarabajos que le rebullían en la cabeza. Su tercera pareja se quejaba vivamente cada vez que Stephen le rozaba el vestido con la mano, diciendo que lo hacía desentonar, y cuando él bajó la mirada, vio que el vestido estaba cubierto de pequeñas bocas que cantaban una canción de notas agudas y misteriosas.
Aunque, en general, se seguía la costumbre de cambiar de pareja cada dos bailes, Stephen observó que el caballero del pelo plateado estuvo bailando con lady Pole toda la noche y que no hablaba con nadie más que con ella. Pero no se olvidaba de Stephen, y cada vez que sus miradas se cruzaban, le sonreía, inclinaba la cabeza y parecía querer darle a entender que, de todas las amenidades del baile, la que más lo complacía era la de ver allí a Stephen Black.