XII

LA DESTRUCCIÓN DE KRESHEV

Aquella noche se desató un fuerte vendaval, como si, según el conocido dicho, siete brujas se hubiesen ahorcado. En realidad, sólo se había ahorcado una mujer joven: Lise. Cuando la vieja criada entró por la mañana en su dormitorio, encontró la cama vacía. Esperó, pensando que Lise habría salido para atender a sus cuidados personales, pero, al transcurrir un largo rato sin que apareciera, fue en su busca. Pronto la halló en la buhardilla, colgada de una soga, con la cabeza descubierta, descalza y en camisón. Su cuerpo ya estaba frío.

Una intensa conmoción sacudió al pueblo. Las mismas mujeres que el día anterior habían lanzado piedras contra Lise y se habían indignado por la levedad del castigo, gritaban llamando asesinos a los notables de la comunidad, acusándoles de haber matado a una honesta hija del pueblo judío. Los hombres se dividieron en dos bandos. El primero sostenía que Lise ya había pagado por sus pecados y que su cuerpo debería recibir sepultura en el cementerio, junto a la tumba de su madre, y ser tratado con respeto a todos los efectos. El segundo defendía que debería ser enterrada fuera de los límites del cementerio, más allá de la verja, como los demás suicidas. Se justificaban diciendo que, en su opinión, las palabras de Lise ante el tribunal y su conducta demostraban que no se había arrepentido y que, por lo tanto, había muerto en rebeldía. El segundo bando fue el que triunfó, no en balde se encontraban entre sus miembros el rabino y los notables de la comunidad. Fue enterrada durante la noche, al otro lado de la valla, a la luz de un farol. Las mujeres sollozaban, sintiendo un nudo en la garganta. Los cuervos que anidaban en los árboles del cementerio despertaron por el ruido y comenzaron a graznar. Algunos de los ancianos rogaron a Lise que les perdonara. Siguiendo una vieja costumbre, colocaron cascotes de terracota sobre los ojos de la difunta, y entre sus dedos una vara para que al llegar el Mesías pudiera horadar un túnel desde Kreshev hasta la Tierra Santa. Puesto que enterrar a una mujer embarazada junto al fruto de su vientre podría traer desventuras, llamaron a Kalman el curandero a fin de comprobar que Lise no se hallaba encinta.

El sepulturero recitó la oración propia de los entierros: «Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectitud: Dios de fidelidad, y ninguna iniquidad hay en Él: es justo y recto». Los asistentes arrancaban puñados de hierba y los lanzaban por encima de sus hombros, y uno a uno fueron vertiendo paletadas de tierra en la tumba. Aunque Shlóimele ya no era esposo de Lise, hizo todo el camino detrás de las parihuelas y pronunció el kaddish sobre el sepulcro. Terminado el entierro, se arrojó sobre el montículo de tierra y rehusó levantarse. Tuvieron que arrastrarlo de allí a la fuerza. Aunque la ley le eximía de observar los siete días de duelo, volvió a la casa de su antiguo suegro y cumplió con todo el ritual prescrito.

Durante el período de luto, algunos vecinos del lugar acudieron a rezar junto a Shlóimele y a expresarle sus condolencias, pero él, como si hubiese jurado guardar silencio para siempre, no respondía a sus palabras. Sentado sobre un reposapiés, con harapos y desaliñado, el rostro blanco como la cera, la barba y los tirabuzones revueltos, hundía su mirada en el Libro de Job. Una llama parpadeaba en un fragmento de vasija lleno de aceite. En un vaso, alguien había sumergido un trozo de tela en el agua, para simbolizar la purificación del alma de la difunta mediante la inmersión. La vieja criada le traía comida a Shlóimele, pero él no tomaba más que un mendrugo de pan con sal. Transcurridos los siete días, cayado en mano y con un fardo a la espalda, Shlóimele partió al destierro. La gente del pueblo le siguió un buen trecho intentando disuadirle, o al menos convencerle de que esperase hasta el regreso de Reb Búnim. No obtuvieron respuesta. Él se limitaba a negar con la cabeza, y continuaba caminando sobre el barro hasta que los hombres que le seguían, cansados, volvieron atrás. Nunca más se supo de él.

Reb Búnim, mientras tanto, se había demorado en algún lugar de Volinia, absorto en sus negocios, y nada sabía sobre su desgracia. Unos días antes de Rosh ha’Shaná[21] había encargado a un campesino que le condujese en su carro hasta Kreshev. Llevaba con él numerosos regalos para su hija y su yerno. Al anochecer, se detuvo en una posada. Pidió noticias de su familia y, aunque todos los lugareños conocían lo sucedido, ninguno se atrevió a darle la mala nueva, afirmando que no habían oído nada. Y cuando Reb Búnim invitó a algunos de ellos pastel y aguardiente, comieron y bebieron de mala gana, y a la hora de brindar eludieron su mirada. Reb Búnim se sentía desconcertado.

A la mañana siguiente, al entrar en Kreshev, el shtetl parecía abandonado. Lo cierto era que sus habitantes huían de Reb Búnim. Al ir aproximándose a su casa, vio los postigos cerrados y atrancados en pleno día, y el miedo se apoderó de él. Llamó a Lise, a Shlóimele y a Mendl, pero nadie le contestó. Incluso la sirvienta había abandonado el lugar y yacía, enferma, en la casa de beneficencia. Finalmente, entró en el patio una anciana, la esposa de un antiguo encargado de la sinagoga, y comunicó al padre la negra noticia.

—¡Ay! ¡Qué desgracia! ¡No hay más Lise! —exclamó la vieja mujer, retorciéndose las manos.

—¿Cuándo ocurrió? —preguntó Reb Búnim, con el rostro lívido y contraído.

La anciana le hizo saber la fecha.

—¿Y dónde está Shlóimele?

—¡Marchó al destierro! —respondió la mujer—. Justo después del séptimo día del duelo…

—¡Bendito sea el Juez Verdadero! —Reb Búnim pronunció la bendición indicada para el caso de recibir la noticia de una desdicha. Y añadió el versículo del Libro de Job: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo tornaré».

Se dirigió a su cuarto, rasgó sus vestiduras, se quitó las botas y se sentó en el suelo. La anciana le trajo pan, un huevo hervido y un poco de ceniza, según manda la Ley. Poco a poco, le dejó saber que su hija única no había fallecido de muerte natural, sino que se había ahorcado. Le contó asimismo por qué razón lo había hecho. Incluso esta noticia no pareció derrumbar a Reb Búnim, puesto que él era un hombre temeroso de Dios y dispuesto a aceptar cualquier calamidad enviada por el Cielo, tal como está escrito: «Un hombre está obligado a alabar a Dios, tanto por lo malo como por lo bueno». Se mantuvo firme en su fe, sin dirigir ningún reproche al Señor del Universo.

Llegado Rosh ha’Shaná, Reb Búnim fue a rezar a la sinagoga y cantó con voz fuerte sus plegarias. Después se sentó a comer la cena festiva, en soledad. Una criada le sirvió la cabeza de cordero, la manzana con miel y una zanahoria; él lo saboreó todo y, meciéndose, canturreó las melodías tradicionales de la sobremesa. Yo, el Espíritu del Mal, a decir verdad, había intentado que pecara también el afligido padre llevándole a caer en la amargura, ya que con ese fin fui enviado a la tierra por el Creador. Reb Búnim, sin embargo, no escuchó mis palabras y cumplió lo escrito en los Proverbios: «No respondas a un necio conforme a su necedad». En lugar de discutir conmigo, se dedicó a estudiar y a rezar, y enseguida después de Yom Kippur comenzó a construir una cabaña para celebrar la fiesta de Succot[22]. Todo su tiempo lo llenó con la Torá y las buenas acciones. Ya se sabe que yo sólo tengo poder sobre aquellos que se entregan a imaginaciones y cuestionan los designios divinos, no sobre quienes optan por ponerlos en práctica. De este modo transcurrieron los días festivos.

Pasada la fiesta, Reb Búnim vendió su casa y demás propiedades por unas migajas y abandonó Kreshev, pues la ciudad le recordaba demasiado su desgracia. Todos, junto con el rabino, lo acompañaron en su salida y él realizó una donación para la casa de estudio talmúdico, la casa de beneficencia y para otros fines caritativos. También intervino para que Mendl el cochero fuese liberado de la prisión, y se le permitiera seguir su camino. Y así Reb Búnim abandonó la ciudad como un santo, según está escrito: «Cuando un santo deja la ciudad, su belleza, su esplendor y su gloria se van con él».

Mendl el cochero se demoró durante algún tiempo en las aldeas cercanas. Los buhoneros de Kreshev contaban que andaba mezclado en frecuentes reyertas con los campesinos y que éstos le temían. Otros dijeron que se había convertido en ladrón de caballos y otros, en un bandolero de los bosques. Hubo también rumores de que había visitado la tumba de Lise, pues en la arena se descubrieron las huellas de sus botas. Otras muchas historias circularon acerca de él. Algunos temían la venganza del joven contra la ciudad, y no se equivocaron. Una noche estalló un incendio. El fuego comenzó en varios puntos a la vez y, pese a que el tiempo era lluvioso, las llamas saltaron de casa en casa hasta arrasar las tres cuartas partes del pueblo. También el macho cabrío de la comunidad acabó calcinado. Hubo testigos que juraron que había sido Mendl el cochero quien había prendido el fuego. Como consecuencia del frío extremo y de haberse quedado sin un techo, muchos enfermaron y la epidemia se propagó como una plaga. Hombres, mujeres y niños perecieron, y se produjo la auténtica destrucción de Kreshev. Hasta nuestros días, el pueblo ha permanecido pequeño y pobre; nunca fue reconstruido tal como había sido tiempo atrás. Y todo ocurrió a causa del pecado cometido en secreto por un marido, una esposa y un cochero. Aunque no es habitual entre los judíos hacer ruegos sobre la tumba de un suicida, las jóvenes que iban a visitar las sepulturas de sus padres a menudo se postraban ante el montículo de tierra del otro lado de la verja y lloraban y suplicaban, no sólo por ellas mismas y sus familias, sino también por el alma de la hija de Shifre Tamar, Lise, la pecadora. La costumbre se ha mantenido hasta hoy.