XI

EL CASTIGO

Hasta muy tarde estuvo reunido aquella noche el rabino Oizer, en la estancia del tribunal, con el matarife ritual, el síndico, los siete ancianos más distinguidos y otros notables, a fin de escuchar a los pecadores. Aunque los postigos estaban cerrados y echados los cerrojos de las puertas, una multitud de curiosos se congregó ante la casa del rabino, y el bedel se vio obligado a salir una y otra vez a dispersarlos. Me llevaría demasiado tiempo evocar aquí las palabras que allí se dijeron y las ignominias y vergüenzas que Shlóimele y Lise soportaron durante el interrogatorio. Sólo referiré algunos detalles. Todos pensaban que Lise lloraría y proclamaría su inocencia, o simplemente se desmayaría. Ella, sin embargo, mantuvo su compostura y respondió con claridad a cada pregunta que le planteó el rabino. Cuando admitió haber copulado con el cochero, el rabino quiso saber cómo era posible que una honesta y juiciosa hija del pueblo judío hiciera tal cosa. Sin culpar a nadie, Lise replicó que había pecado y estaba preparada para cualquier castigo.

—Sé que he perdido este mundo y el venidero —dijo—, y que para mí no hay esperanza de rectificación.

Pronunció estas palabras con gran tranquilidad, como si todo lo sucedido hubiese sido algo banal, causando así gran sorpresa a todos los presentes. Y cuando el rabino le preguntó si amaba al joven, o si lo había hecho porque él la forzó o la sedujo, contestó que había actuado por propia voluntad y consentimiento.

—¿Tal vez te hallabas bajo el influjo de algún espíritu maléfico? —sugirió el rabino—. ¿O bien alguien te había hechizado? ¿O quizá te empujaba alguna fuerza demoníaca? ¿O te hallabas en estado de trance y olvidaste las enseñanzas de la Torá y que eras una honesta hija del pueblo judío? ¡Si fue así, no lo niegues!

Lise reafirmó que no sabía nada de espíritus maléficos, ni de hechizos, ni de demonios ni de trances.

Otros de los allí reunidos indagaron aún más, preguntándole si había hallado alguna vez un nudo en su ropa o entre sus cabellos, o una mancha amarilla en el espejo, o un moratón en su cuerpo, y ella continuó respondiendo que nada de eso había encontrado. Cuando Shlóimele insistió de nuevo en que había sido él quien la había incitado y que ella era de corazón puro, Lise se limitó a bajar la cabeza, sin negarlo ni admitirlo. Y cuando el rabino preguntó si se arrepentía de sus actos, ella guardó silencio al principio y finalmente contestó:

—¿De qué serviría mi arrepentimiento? —Y añadió—: Deseo ser juzgada no con arreglo a la misericordia sino con todo el rigor de la Ley. —Luego enmudeció por completo y fue casi imposible sacarle otra palabra.

Mendl admitió que se había acostado con Lise, la hija de su amo, muchas veces; que ella había venido a él, en su buhardilla y en el jardín entre los arriates de flores, y que también él la había visitado varias veces en su dormitorio. Aunque acababa de ser apaleado, y con las ropas desgarradas, el joven se mantuvo desafiante —así está escrito: «Los malvados no se arrepienten ni siquiera ante las mismas puertas del Gehena…»— y empleó un lenguaje grosero. Cuando un ciudadano respetable le preguntó: «¿Cómo ha sido posible que hicieras tal cosa?», Mendl le espetó:

—¿Y por qué no? Ella está mejor que tu mujer.

Con los mismos modales vilipendió a quienes lo interrogaban, les llamó ladrones, glotones y usureros y afirmó que engañaban en el peso y las medidas. Habló asimismo con desprecio de sus esposas e hijas. A uno de ellos le soltó que su mujer dejaba un rastro de basura detrás de ella; a otro, que olía tan mal que hasta su cónyuge rehusaba dormir con él; y no dejó de proferir injurias parecidas, llenas de arrogancia, burla y escarnio.

Cuando el rabino le preguntó: «¿Acaso no sientes temor? ¿Crees que vivirás para siempre?», él replicó que después de la muerte no hay ninguna diferencia entre el cadáver de un hombre y el de un caballo. Esto último despertó tal furia en sus interlocutores que de nuevo le propinaron una paliza. La muchedumbre pudo oír sus gritos desde el exterior, mientras que Lise, cubriéndose el rostro con ambas manos, sollozaba.

Shlóimele, por su parte, al haber confesado voluntariamente sus pecados y estar dispuesto a hacer penitencia por ellos, fue absuelto y hubo hasta quien se dirigió a él con cordialidad. Ante el tribunal, relató de nuevo cómo los discípulos de Sabbatai Zevi lo habían atrapado en su red cuando era un muchacho y cómo había estudiado en secreto sus libros y fascículos y llegado a creer que cuanto más hondo cae la persona en la inmundicia, más se aproxima el final de los tiempos. El rabino le preguntó por qué, si era así, no había elegido otro pecado en lugar del adulterio, ya que ni siquiera el hombre más depravado desearía que otro deshonrase a su esposa. Él respondió que este pecado en especial le producía placer, pues cuando Lise volvía a él de los brazos de Mendl y hacían el amor, la interrogaba sobre cada detalle y ello le excitaba más que el acto mismo. A la observación de un ciudadano de que esa conducta no era natural, repuso Shlóimele que, en cualquier caso, así había sido. Agregó que sólo después que ella se hubiese acostado con Mendl repetidas veces y comenzara a darle la espalda, se percató de que estaba perdiendo a su amada esposa, y su gozo se transformó en profundo pesar. Intentó entonces disuadirla de lo que venía haciendo pero ya era demasiado tarde, pues ella había llegado a enamorarse del joven, lo añoraba y hablaba de él día y noche.

Según afirmó, descubrió incluso que Lise había hecho regalos a Mendl, y le había entregado dinero tomado de su dote, dinero que sirvió a su amante para comprarse un caballo, una silla de montar y toda clase de arreos. Lise le hizo saber, en cierta ocasión, que Mendl le había instado a que se divorciara de su marido y se marchara con él a algún país al otro lado del mar. Y aún guardaba más detalles que desvelar. Aunque Lise siempre le había dicho la verdad, a partir de cierto momento comenzó a protegerse con toda clase de mentiras y pretextos, hasta el punto de ocultarle sus citas con Mendl. Esto último provocó entre ellos fuertes discusiones e incluso violencia. La gente se horrorizó al conocer tales revelaciones; les resultaba difícil concebir cómo en un lugar tan pequeño como Kreshev habían podido cometerse a escondidas actos tan inmorales. A muchos miembros de la comunidad les asaltó el temor de que la ciudad entera sufriese el castigo divino y que, Dios nos libre, se produjera una sequía, o un ataque de los tártaros, o una inundación. El rabino anunció que decretaría inmediatamente un ayuno general.

Por miedo a que la muchedumbre se abalanzara sobre los pecadores, o incluso se llegara a derramar sangre, el rabino y los notables de la ciudad ordenaron retener en prisión a Mendl hasta el día siguiente. Lise fue entregada a la custodia de las mujeres de la Sagrada Cofradía y conducida a la casa de beneficencia, donde la encerraron en una habitación independiente por su propia seguridad. Shlóimele permaneció en la casa del rabino y, puesto que se negaba a dormir en una cama, yacía sobre el suelo de la leñera. Tras consultar con los ancianos, el rabino pronunció su sentencia. Los pecadores serían llevados en comitiva al día siguiente por todo el pueblo a fin de que sirvieran como ejemplo de la humillación que han de soportar quienes se rebelan contra el Creador. A continuación, Shlóimele repudiaría a Lise ya que, según la Ley, ella le estaba prohibida. Tampoco sería autorizada a casarse con Mendl el cochero.

La sentencia se ejecutó a la mañana siguiente. Desde muy temprano, hombres y mujeres, muchachos y muchachas se concentraron en el patio de la sinagoga. Niños que habían hecho novillos en el colegio treparon al tejado de la casa de estudio talmúdico y a la balconada de las mujeres de la sinagoga, buscando un mejor puesto de observación. Los más traviesos llevaron escaleras y zancos. Pese a la advertencia del bedel de que no deberían producirse empellones ni jolgorio y que el pueblo debería mostrar congoja por el pecado cometido, no faltó gente propensa a las payasadas. Aunque se hallaban en vísperas de fiestas, una temporada de mucho trabajo, las costureras abandonaron sus agujas para ir a regodearse con la degradación de una hija de familia rica. Sastres y zapateros remendones, toneleros y cardadores se agrupaban en círculos, bromeaban, se empujaban los unos a los otros y coqueteaban con las jovencitas. Algunas muchachas respetables, como si acudieran a un entierro, cubrieron su cabeza con chales. Las mujeres llevaban doble delantal, uno delante y otro detrás, como si fueran a asistir al exorcismo de un dibbuk[19] o a participar en una ceremonia del levirato de una viuda. Los comerciantes cerraron sus tiendas y los artesanos sus talleres. Incluso los gentiles fueron a ver cómo los judíos castigaban a sus pecadores. Todas las miradas se dirigían a la vieja sinagoga, de donde los culpables serían sacados para sufrir el escarnio público.

Las viejas puertas de roble se abrieron de par en par y un murmullo recorrió la multitud. Una pareja de carniceros llevaba a Mendl con las manos atadas, la chaqueta hecha jirones y el forro de una yármulke adherido a la coronilla. En su frente sobresalía un chichón. Una barba de varios días le cubría las mejillas. Encaraba al público con arrogancia, frunciendo los labios como si estuviera silbando. Los carniceros lo agarraban con fuerza por los codos, pues ya había intentado escapar. Fue recibido con abucheos. Shlóimele, absuelto por el tribunal gracias a su voluntario arrepentimiento, había pedido, no obstante, someterse a la misma humillación que los demás. Silbidos, gritos y risas acompañaron su aparición. Había cambiado hasta el punto de volverse irreconocible y su semblante estaba pálido como el de un cadáver. En lugar de gabán, tsitsit y pantalones, de su cuerpo colgaban harapos. Una de sus mejillas se veía hinchada. Descalzo, tenía agujeros en las medias, por donde le asomaban los dedos de los pies. Lo colocaron al lado de Mendl y ahí se mantuvo, doblado y rígido como un espantapájaros. A muchas mujeres les saltaron las lágrimas ante esa escena, como si lloraran por alguien que hubiese muerto. Algunas de ellas se quejaron de que los ancianos del pueblo habían sido demasiado crueles y afirmaban que si Reb Búnim hubiese estado presente, tal cosa no habría sucedido nunca.

Transcurrió un largo rato hasta que sacaron a Lise. La exacerbada curiosidad de la multitud originó un gran tumulto. En plena agitación, las mujeres perdían sus bonetes. Cuando Lise apareció en el portal, flanqueada por las mujeres de la Sagrada Cofradía, el gentío pareció quedar congelado. Un suspiro escapó de cada corazón. El atuendo de Lise se mostraba intacto, salvo que en la cabeza, en lugar de bonete, le habían colocado un perol y de su cuello colgaba una ristra de ajos y un ganso degollado. Con una mano sujetaba una escoba y con la otra un plumero. Un cordel de paja rodeaba sus caderas. Resultaba obvio que las mujeres encargadas de su custodia habían procurado causar el mayor grado posible de vergüenza y humillación a aquella hija de una noble y acaudalada familia. De acuerdo con la sentencia, los pecadores habían de ser llevados por las calles del pueblo deteniéndose ante cada casa, a fin de que sus moradores, hombres y mujeres, les escupieran y les colmaran de insultos. La comitiva partió de la casa del rabino y continuó su trayecto, descendiendo hasta las viviendas más humildes del shtetl. Muchos temían que Lise se derrumbara y les aguase la fiesta, mas ella parecía decidida a apurar la copa de su castigo hasta la última gota. Para Kreshev, aunque corría el mes de Elul, era como si celebrasen la fiesta de Lag ba’Omer[20]. Los escolares, armados con piñas, arcos y flechas, y llevando con ellos comida de casa, corrieron detrás del cortejo todo el día, chillando y balando como cabras. Las amas de casa dejaron enfriar sus hornos y la casa de estudio permaneció vacía. Incluso los enfermos y los viejos de la casa de beneficencia salieron para ver pasar el siniestro cortejo.

Las mujeres con niños enfermos, o las que guardaban los Siete Días de duelo, salieron corriendo hacia los pecadores y los cubrieron de gritos, lamentos y maldiciones, con los puños en alto. Temerosas de Mendl el cochero, ya que alguien como él podría vengarse, y no sintiendo ningún odio hacia Shlóimele, a quien consideraban más bien un chiflado, desahogaron toda su amargura sobre Lise. Pese a que el bedel había ordenado que no hubiese violencia, algunas la pellizcaban y la empujaban. Una mujer vertió sobre ella un cubo de basura, otra le lanzó encima las vísceras de una gallina, y acabaron cubriéndola de toda clase de suciedad. Lise había narrado durante su confesión el ataque de que fue objeto por el macho cabrío y cómo la súbita aparición de Mendl para defenderla motivó que se fijara en él. En vista de ello, los golfos del pueblo habían atrapado al animal y lo arrastraban a la zaga de la comitiva. Algunos silbaban y otros cantaban tonadillas sarcásticas. A Lise le gritaban: puta, ramera, zorra, mujerzuela y otros insultos similares, como furcia, buscona, golfa, perra. Un grupo de músicos klezmer, provistos de un violín, un tambor y un címbalo, tocaron una canción de boda, mientras uno de ellos, fingiendo ser el animador de la fiesta, recitaba versos socarrones y procaces. Las mujeres que conducían a Lise intentaban darle ánimos, sugiriéndole que para consolarse lo tomara como una expiación por sus pecados y que, si se arrepentía, podría recobrar su decencia. Pero ella no les respondía. Nadie la vio derramar una sola lágrima. Tampoco intentó soltar de su mano, ni una vez, la escoba o el plumero.

En favor de Mendl, permitidme que os diga que tampoco él opuso resistencia a la condena. Marchó en silencio, sin replicar en ningún momento a las afrentas. En cuanto a Shlóimele, por las muecas de su rostro era difícil distinguir si reía o lloraba. Caminaba con pasos vacilantes, se detenía una y otra vez, y necesitaban empujarle para que continuara. Pronto empezó a cojear. Puesto que sólo había inducido a otros a pecar, sin que él mismo lo hubiese hecho, suscitó compasión y fue el primero a quien enviaron a su casa. Se le asignó un guarda para que le protegiera.

Llegada la noche, volvieron a encerrar a Mendl en la prisión de la comunidad. Lise fue conducida a casa del rabino, y allí Shlóimele le otorgó el divorcio. En el instante en que Lise extendió ambas manos y Shlóimele puso sobre ellas el certificado de separación, un lamento se elevó entre las mujeres e incluso los hombres lloraron. A continuación, las representantes de la Sagrada Cofradía, tomando del brazo a Lise, la volvieron a escoltar, esta vez hasta casa de su padre.