EL ARREPENTIMIENTO
Aquel verano fue caluroso y seco. Los campesinos recogían la exigua cosecha de grano, entonando canciones que sonaban a lamentos fúnebres. Las espigas eran raquíticas y resecas. Yo había hecho que las langostas y los pájaros se movieran desde la otra ribera del río San para que se encargaran de devorar el producto del esfuerzo de los campesinos. Muchas vacas dejaron de dar leche, probablemente debido a un embrujo. En la aldea de Lukof, no lejos de Kreshev, se había visto pasar a una bruja montada sobre un aro y blandiendo una escoba. Delante de ella corría un ser peludo con negros mechones y una cola. Los molineros se quejaban de que los duendes habían esparcido excrementos del diablo en su harina. Un pastor que conducía por la noche una yeguada junto a los pantanos, vio cómo flotaba en el cielo una figura con corona de espinas. Los cristianos lo interpretaron como una señal de que el día del Juicio Final se aproximaba.
Para los judíos, el mes de Elul había llegado. Una plaga había invadido las hojas de los árboles, que caían de las ramas para que el viento las hiciera girar en remolinos. El calor del sol se mezclaba con la brisa glacial del mar helado. Los pájaros que emigraban a tierras lejanas mantuvieron una reunión sobre el tejado de la sinagoga, gorjearon y trinaron, parloteando en el lenguaje de las aves. Bandadas de murciélagos revoloteaban por las tardes y las muchachas temían salir, ya que la persona a quien se le enredara un murciélago en el cabello no llegaría viva al final del año. Como de costumbre en esta época, mis emisarios, los duendes, comenzaron a aplicar su propio repertorio de maldades. Muchos niños contrajeron el sarampión, la varicela, diarreas, difteria y sarpullidos. Aunque las madres recurrían a las prácticas de costumbre para protegerlos, y prendían velas conmemorativas, sus criaturas perecían. En la sinagoga sonaba el cuerno de carnero varias veces al día. El sonido del shofar[17] se utiliza, como bien sabéis, para ahuyentarme, pues se supone que al oírlo pensaré que el Mesías está llegando y que Dios, alabado sea Su nombre, se dispone a destruirme. Pero no soy tan duro de oído como para no distinguir entre el sonido del Gran Shofar y el de un cuerno de carnero de Kreshev…
Así que, como veis, yo me mantenía despierto, listo para prepararles a los habitantes de Kreshev una jugada que nunca olvidarían.
Fue durante las plegarias de un lunes por la mañana. La sinagoga se hallaba abarrotada. El bedel estaba a punto de sacar del Arca Sagrada el rollo de la Ley. Ya había corrido la cortina y abierto la puerta cuando, de repente, una gran agitación invadió toda la sala. Los asistentes se volvieron hacia el lugar de donde provenía el alboroto. Las puertas se abrieron y Shlóimele irrumpió en el interior. Todos se sorprendieron de su aspecto. Llevaba el gabán hecho jirones dejando asomar una tela de saco, la solapa rasgada como señal de luto; descalzo, sólo con calcetines en los pies, como en Tisha Be’Av[18], y un cordel en lugar de fajín alrededor de sus caderas; lívido, tenía la barba desarreglada y los tirabuzones deshechos. Los fieles no podían dar crédito a sus ojos. El joven se encaminó apresuradamente hacia la jofaina para lavarse las manos. Luego se dirigió a la tribuna y, tras dar un fuerte puñetazo sobre ella, gritó con voz temblorosa:
—¡Señores! ¡Soy portador de malas noticias!… Algo terrible ha sucedido.
En la sinagoga se hizo tal silencio que sólo se oía el chisporroteo de las velas conmemorativas. En ese momento, como en un bosque antes de la tormenta, un susurro recorrió la muchedumbre. Todos se lanzaron a empujones hacia la tribuna. Los libros de oraciones caían al suelo y nadie se molestaba en recogerlos. Los chicos se subían sobre los bancos y mesas, donde se apilaban libros sagrados, pero no había quien les hiciera bajar. En el sector de las mujeres se produjo un gran bullicio y todas se abalanzaron hacia la celosía para ver qué sucedía abajo, entre los hombres.
El anciano rabino Oizer aún vivía y dirigía su comunidad con mano de hierro. Aunque no era su estilo interrumpir las plegarias, giró la cabeza desde su puesto junto a la pared éste de la sinagoga, donde se hallaba rezando envuelto en el taled y las filacterias, y exclamó enfadado:
—¿Qué es lo que quieres? ¡Habla!
—¡Señores, soy un transgresor! ¡Un pecador que conduce a otros al pecado! ¡Como Jeroboam el hijo de Nebat! —vociferó Shlóimele, golpeando su pecho con el puño—. Sabed que yo he incitado a mi mujer a cometer adulterio. Lo confieso todo, lo admito y lo confieso.
Aunque dijo esto sin levantar la voz, resonó un eco como si la sinagoga hubiese estado vacía.
Desde el sector de las mujeres se oyó algo que semejaba una risa y que pronto se convirtió en esa especie de silencioso lamento que se escucha en la plegaria vespertina del Yom Kippur. Los hombres parecían haberse quedado petrificados. Muchos pensaron que el joven había perdido el juicio. Otros ya habían oído rumores. El rabino Oizer, quien desde hacía tiempo sospechaba que Shlóimele era un seguidor clandestino de Sabbatai Zevi, tomando con manos temblorosas el taled de su cabeza, lo colocó sobre los hombros. Su rostro, del que colgaban mechones blancos de barba y tirabuzones, adoptó un tinte amarillento, como el de un cadáver.
—¿Qué hiciste? —dijo con voz cascada y llena de reprobación—. ¿Con quién cometió tu esposa ese adulterio?
—Con el cochero de mi suegro, ese Mendl… Toda la culpa es mía… Ella no quería hacerlo, yo la induje a ello…
—¿Tú? —El rabino Oizer se inclinó, como para lanzarse contra él.
—Sí, rabí, yo.
El rabino alargó el brazo para alcanzar una pizca de rapé, confiando en que el aroma vigorizara su decaído ánimo, mas el temblor de la mano hizo que el rapé escapara entre sus dedos. Sus rodillas temblaban, y se agarraba al pupitre para no caer.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó con voz débil.
—No lo sé, rabí… ¡Algo se apoderó de mí! —respondió Shlóimele, y su menuda figura pareció encogerse—. ¡He cometido un error!… ¡Un gravísimo error!
—¿Un error? —le espetó el rabino Oizer levantando uno de sus ojos. Se diría que a ese solitario ojo asomaba una extraña risa, que no era de este mundo.
—¡Sí, un error! —contestó Shlóimele, trastornado y confundido.
—¡Ay de nosotros, judíos, un fuego ha prendido entre nosotros, el fuego del Gehena! —exclamó súbitamente un hombre de larga barba, negra y brillante como el azabache, y tirabuzones alborotados—. ¡Nuestros niños están muriendo por culpa de ellos!… ¡Criaturas inocentes que no han conocido el pecado!
Al mencionarse a los niños, un lamento se alzó desde el sector de las mujeres. Eran las madres que recordaban a sus pequeños que habían perecido. Siendo Kreshev una pequeña aldea, la noticia se extendió rápidamente por las calles y se produjo una gran aglomeración. En el tumulto, las mujeres se mezclaban con los hombres, las filacterias caían al suelo y los taledes se desprendían. Cuando la multitud se calmó, Shlóimele retomó su confesión. Relató cómo, cuando era un muchacho, se había unido a las filas de los discípulos de Sabbatai Zevi, como había estudiado con ellos y le habían enseñado que cuanto más profanación más santidad, y cuanto más abyecta la maldad más próximo está el día de la Redención.
—¡Judíos, soy un enemigo de Israel, un renegado! —clamó—. ¡Un apóstata, un perverso, un libertino! ¡En secreto he violado el Sabbat, he comido lácteos junto con la carne, he desatendido mis rezos, he deshonrado libros sagrados y he cometido todos los pecados que menciona la Torá! ¡Incité a mi propia mujer a cometer adulterio! ¡La hice creer que ese ignorante, Mendl el cochero, era en realidad Adonías, el hijo de Jaguit, y que ella era Abisag la sunamita, y que ambos no lograrían salvarse más que mediante su unión! ¡Incluso la convencí de que a través del pecado realizaba una buena acción! ¡He pecado, he traicionado, he injuriado, he invitado al vicio, he sido soberbio y he dado malos consejos!
Gritaba con voz estridente y se golpeaba repetidamente el pecho.
—¡Escupidme, judíos! ¡Pegadme! ¡Despedazadme! ¡Juzgadme! —exclamaba—. ¡Dejad que pague mis pecados con la muerte!
—¡Judíos, ya no soy el rabino de Kreshev sino de Sodoma! —gritó el rabino Oizer—. ¡Sodoma y Gomorra!
—¡Ay de nosotros, Satanás baila en Kreshev! —gimió el judío de la barba negra, asiéndose la cabeza con ambas manos—. ¡Satanás el destructor!
Aquel hombre llevaba razón. Durante todo ese día y la noche siguiente, reiné en Kreshev. Nadie rezó ni estudió aquel día y ningún cuerno de carnero se oyó sonar. Las ranas en el pantano croaban: «¡Pecado, pecado, pecado!». El vuelo de los cuervos anunciaba malos augurios. El macho cabrío de la comunidad enloqueció y atacó a una mujer que volvía del baño ritual. En cada chimenea se escondía un demonio. Por boca de cada mujer hablaba un genio del mal. Lise aún se hallaba en la cama cuando la muchedumbre asaltó su casa. Tras romper las ventanas con piedras, irrumpieron en su dormitorio. Cuando Lise vio aquella turba y oyó sus gritos, se volvió lívida como la sábana sobre la cual yacía. Quiso ir a vestirse pero ellos arrancaron la ropa de cama, rasgaron el camisón de seda que la cubría y en ese estado, descalza, en harapos y con la cabeza sin cubrir, fue arrastrada hasta la casa del rabino. El cochero Mendl acababa de llegar de una aldea donde había pasado varios días. Antes de enterarse de lo que estaba sucediendo fue agredido por los pinches de la carnicería, atado con cuerdas, golpeado duramente y llevado en volandas hasta la cárcel comunitaria, en la antesala de la sinagoga. En cuanto a Shlóimele, dado que había confesado voluntariamente, quedó libre tras recibir varias bofetadas. Sin embargo, por propia decisión, se tendió en el umbral de la casa de estudio talmúdico y pedía a todo el que entraba o salía que escupiera y pisara sobre él, primera penitencia para quienes se arrepienten del pecado de adulterio.