COMPORTAMIENTO TORCIDO
Inmediatamente después de la boda, Reb Búnim partió hacia los bosques, con el fin de ocuparse de algunos negocios, y Shifre Tamar volvió a su cama de enferma y a sus medicamentos. Los jóvenes de la casa de estudio talmúdico esperaban que Shlóimele, una vez casado, se convertiría en director de una yeshivá y dedicaría su tiempo a asuntos de la comunidad, como correspondía a un estudiante prodigio, que, además, era yerno de un hombre rico. Shlóimele, sin embargo, no se comportó de este modo. Resultó ser un hombre apegado a su casa. Nunca llegaba temprano a las plegarias de la mañana y, nada más terminar la oración final, «Sobre nosotros», tomaba la puerta y se marchaba a casa. Tampoco después de los servicios de la tarde se demoraba en la sinagoga. Las mujeres del pueblo comentaban que Shlóimele se metía en la cama después de cenar y, desde luego, las verdes contraventanas de su dormitorio permanecían cerradas hasta bien avanzado el día. También la criada de Reb Búnim aportaba sus observaciones. Según ella, marido y mujer no paraban de murmurar entre sí contándose secretos, consultaban juntos libros sagrados, jugaban entre ellos a las adivinanzas, y se dirigían el uno al otro mediante extraños apodos. Se comportaban de un modo infantil, hasta el punto de que ella misma se sentía avergonzada. Comían, además, en el mismo cuenco, bebían de la misma jarra, y a menudo iban cogidos de la mano a la manera de los terratenientes polacos. En una ocasión, la sirvienta había visto cómo Shlóimele enganchaba a Lise con su fajín como si fuera un caballo de arrastre y la arreaba con una vara. Ella cooperaba simulando el relincho y el trote de una yegua. En otro juego que la sirvienta presenció cierto día, el ganador tiraba de las orejas al perdedor, y ella juraba que ambos habían prolongado el pasatiempo hasta que acabaron con las orejas enrojecidas.
El amor entre Shlóimele y Lise, efectivamente, crecía día tras día. Cuando él se marchaba a los rezos, ella le seguía con la mirada desde la ventana hasta perderle de vista, como si hubiese partido hacia un largo viaje; y cuando ella iba a la cocina a preparar un caldo o un plato de sémola de avena, él enseguida la llamaba. Los sábados en la sinagoga, a través de la celosía del sector de las mujeres, Lise, en lugar de fijarse en el libro de oraciones, no le quitaba ojo a Shlóimele, quien envuelto en su taled rezaba de cara a la pared en el lado este y levantaba fugazmente la mirada hacia ella. Esa conducta también desató las malas lenguas, pero nada de esto importunaba a Reb Búnim, satisfecho de ver lo bien que se entendían su hija y su yerno. Cada vez que regresaba de un viaje, les traía regalos. Shifre Tamar, en cambio, sólo tenía quejas. No le gustaba ese comportamiento torcido, esos susurros tiernos, esos continuos besuqueos y caricias. No había visto nada igual en casa de su padre, y ni siquiera entre la gente más ordinaria. Sintiéndose abochornada, advirtió a su hija y a su yerno que no toleraría semejante conducta.
—No, no puedo soportarlo —afirmaba—, me revuelve el estómago.
O de pronto exclamaba:
—Ni siquiera los nobles polacos dan un espectáculo parecido.
Pero Lise sabía cómo responderle.
—¿Acaso no se le permitió a Jacob mostrar su amor por Raquel? —argumentaba la cultivada Lise a su madre—. ¿Acaso no tuvo el rey Salomón mil esposas?
—¡Ni se te ocurra compararte con ellos! —gritaba Shifre Tamar—. No mereces ni siquiera mencionar sus nombres.
Aunque en su juventud Shifre Tamar no había sido muy estricta en la observancia de las leyes religiosas, a su hija, sin embargo, la vigilaba estrechamente, comprobando que cumplía las normas de pureza, e incluso la acompañaba al baño ritual a fin de asegurarse de que realizaba las inmersiones de la forma debida. Los viernes por la noche, madre e hija discutían a veces porque Lise se retrasaba en encender las velas. Tras la ceremonia de la boda, a la novia le había sido cortado el pelo, y desde entonces utilizaba el acostumbrado pañuelo de seda. Shifre Tamar descubrió, sin embargo, que el cabello de su hija había vuelto a crecer y que con frecuencia ésta se sentaba ante el espejo para peinarse y rizar los mechones. Para su yerno también tuvo Shifre Tamar palabras cortantes. Le disgustaba que él apenas se sentara en la casa de estudio y, en cambio, dedicara tanto tiempo a pasear por el huerto y los campos. Además, quedó de manifiesto que era glotón y extremadamente perezoso. En mitad de la semana se le antojaba comer tripas rellenas y pastelillos de carne, y pedía a Lise que le añadiera miel a la leche. Por si esto fuera poco, también ordenaba que le llevaran a su dormitorio compota de ciruela y tarta rellena de semillas de amapola, acompañadas de pasas y zumo de cerezas. Por la noche, cuando la pareja se retiraba a su dormitorio, Lise cerraba con llave la puerta y echaba el pestillo, y Shifre Tamar les oía reír. En una ocasión, le pareció oír que se perseguían descalzos por la habitación; el yeso del techo se desprendió y las lámparas temblaron. Se vio obligada a mandar a una criada que llamase a la puerta y pidiera a los jóvenes casados que se tranquilizaran.
Shifre Tamar cifraba sus esperanzas en que Lise quedase pronto embarazada. Confiaba en que una vez que su hija pasara por los dolores del parto y se transformara en madre, estaría tan ocupada amamantando a la criatura, meciéndola, cambiándole los pañales y atendiéndola cuando enfermase, que olvidaría esas necedades. Pero pasaban los meses y Lise no mostraba señal de estar encinta. Su rostro se había hecho más pálido y sus ojos adquirieron un extraño brillo. En Kreshev corrió el rumor de que marido y mujer estudiaban juntos la Cábala.
—¡Es un comportamiento torcido! —murmuraban—. ¡Algo extraño está sucediendo allí!
Y las ancianas que se sentaban a la puerta de sus casas, zurciendo calcetines o hilando lino, encontraron un tema fijo sobre el cual chismorrear y susurrar secretos en sus oídos medio sordos, mientras meneaban la cabeza indignadas.