EL COMPROMISO MATRIMONIAL
Tan pronto como Lise cumplió los quince años se comenzó a hablar de posibles pretendientes. Shifre Tamar se hallaba enferma y, por otro lado, las relaciones con su marido eran tensas, de modo que el propio Reb Búnim decidió plantear el asunto a su hija. Cuando le mencionó la posibilidad de tener un marido, Lise se sonrojó profundamente y respondió:
—Que mi padre haga lo que mejor le parezca…
—Se te proponen dos pretendientes —le dijo Reb Búnim—. El primero es un joven de Lublin que procede de una familia acaudalada, pero no es hombre de estudios. El segundo reside en Varsovia, es un verdadero prodigio en los estudios, pero en cambio es pobre de solemnidad. Dime ahora, muchacha. La decisión debe ser tuya. ¿Cuál de ellos prefieres?
—¡Bah, el dinero! ¿Qué valor tiene? —contestó Lise, bajando la mirada—. El dinero puede perderse, el conocimiento perdura.
—Entonces, si te entiendo bien, ¿prefieres al de Varsovia? —le preguntó Reb Búnim, mesando su larga y negra barba.
—Mi padre ya lo sabe… —murmuró Lise.
—El hecho es que… —prosiguió él— el de Lublin es muy apuesto, alto y de cabello rubio. El de Varsovia es muy bajo de estatura, una cabeza menos que tú.
Lise agarró sus trenzas, se ruborizó y de pronto palideció. Se mordía el labio inferior.
—Así pues, ¿qué decides, hija mía? —preguntó Reb Búnim—. No debes avergonzarte de hablar.
—¿Dónde se encuentra él?… Quiero decir, ¿a qué se dedica?… Es decir, ¿dónde estudia? —empezó a tartamudear Lise, y la vergüenza hacía temblar sus rodillas.
—¿Te refieres al de Varsovia? Ese joven es, Dios nos guarde, huérfano, y actualmente estudia en la yeshivá[7] de Zusmir. He oído que conoce todo el Talmud de memoria y que, además, es filósofo y estudia la Cábala. Creo que ya ha escrito un comentario sobre Maimónides, o quizá sobre Najmánides, no recuerdo bien.
—¡Oh! —musitó Lise.
—¿Eso quiere decir que es a él a quien prefieres?
—Sólo si mi padre está de acuerdo.
Se cubrió el rostro con ambas manos y salió corriendo de la habitación. Reb Búnim la siguió con la mirada. Aquella hija le llenaba de gozo: su belleza, su modestia, su inteligencia. Además, ella se sentía más próxima a él que a la madre. Con frecuencia, incluso siendo ya casi adulta, venía a acurrucarse junto a él y le peinaba la barba con los dedos. Los viernes, cuando Reb Búnim se preparaba para ir al baño ritual, ella ya le tenía dispuesta una camisa limpia, y a su vuelta, antes del encendido de las velas, lo recibía con un pastel recién horneado y un tazón de compota de ciruelas. Nunca había oído a Lise reír ruidosamente, como las otras muchachas, ni tampoco la había visto andar descalza estando él presente. Cuando, tras la comida del Sabbat, él dormía la siesta, Lise caminaba de puntillas para no despertarle. Cuando se encontraba enfermo, era ella quien le palpaba la frente para comprobar si tenía fiebre y le llevaba toda clase de remedios y golosinas. Más de una vez Reb Búnim había sentido envidia del afortunado joven que lograra hacerla su esposa.
Pasados algunos días, corrió la voz entre la gente de Kreshev de que había llegado al pueblo el futuro marido de Lise. Había hecho el viaje en una carreta de campesinos y se alojó en casa del rabino Oizer. Todos quedaron sorprendidos al ver su aspecto: un estudiante pobretón, esmirriado y de baja estatura, con negros tirabuzones desgreñados y un pálido rostro de barbilla puntiaguda, en la cual apenas asomaban algunos pelillos sueltos. El gabán le llegaba por debajo de los tobillos. Con su espalda encorvada y el caminar apresurado e inquieto, parecía ir en busca de algo. Las muchachas se aglomeraron con curiosidad junto a las ventanas para verle pasar. En cuanto llegó a la casa de estudio talmúdico, los hombres se apresuraron a saludarle y él enseguida se dirigió a ellos en términos vestidos de erudición. No cabía duda de que tenían delante un verdadero ciudadano de la capital.
—¡Vaya metrópoli tenéis aquí! —comentó el joven.
—Nadie pretende que sea Varsovia —le replicó uno de los muchachos del pueblo.
El joven llegado de la gran ciudad sonrió.
—Cualquier lugar es parecido a los demás —apostilló—. Si se encuentran sobre la faz de la tierra, ello significa que son todos iguales.
Dicho esto, comenzó a derramar sobre ellos citas del Talmud de Babilonia y del Talmud de Jerusalén, para continuar después reteniendo la atención de los allí presentes con novedades del gran mundo, más allá de Kreshev. Se jactó de haber visto alguna vez al aristócrata Radziwill, aunque no lo conoció personalmente. En cambio, sí conoció a un seguidor de Sabbatai Zevi, el falso mesías. También contó que había tenido contacto con un judío que procedía de Shushan, la antigua capital de Persia, y con otro judío que, tras convertirse al cristianismo, estudiaba el Talmud en secreto. Por si todo esto no bastara, comenzó a plantear a los asistentes las más difíciles adivinanzas, y cuando se cansó de ello se divirtió relatándoles anécdotas del rabino Heshl. De uno u otro modo, se las arregló para hacerles saber que, además, sabía jugar al ajedrez, pintar esos murales de la sinagoga en los que figuran las Tablas de la Ley flanqueadas por dos leones y rodeadas por los doce signos del Zodíaco, y escribir poemas en hebreo que podían ser leídos indistintamente de izquierda a derecha o viceversa, sin que cambiara el significado. Y esto aún no era todo. Había estudiado filosofía y Cábala y era un experto en las matemáticas de la mística, capaz de resolver incluso las fracciones que aparecen en el Tratado de Kelaím. Huelga decir que había leído el Zohar y El Árbol de la Vida y que conocía la Guía de descarriados tan bien como su propio nombre.
Aunque había llegado a Kreshev pobremente ataviado, a los pocos días Reb Búnim le vistió con un nuevo gabán, nuevos zapatos y medias blancas y le regaló un reloj de oro. El joven incluso peinó su incipiente barba y rizó sus tirabuzones. No fue hasta llegar el día fijado para firmar el compromiso cuando Lise pudo ver al novio, pero ya había tenido noticias de su gran sabiduría, y por anticipado se sentía orgullosa de haberle escogido a él y no al rico pretendiente de Lublin.
La celebración de la firma del compromiso matrimonial produjo tanto ruido como si se tratara de una boda. Medio shtetl fue invitado a la fiesta. Siguiendo la tradición, hombres y mujeres se sentaron por separado; el novio, Shlóimele, pronunció una alocución llena de ingenio y a continuación estampó su firma, envuelta en una elegante floritura. Algunos de los hombres más instruidos del pueblo intentaron conversar con él sobre temas trascendentes, pero su erudición y agudeza resultaban demasiado elevadas para ellos, En el curso de la celebración y antes de servirse el banquete, Reb Búnim rompió la tradicional costumbre de que los novios no se conocieran antes de la boda y llevó a Shlóimele a la habitación de Lise para que se vieran el uno al otro. La interpretación exacta de la Ley afirma, en efecto, que un hombre no debe tomar a una mujer por esposa sin antes haberla visto. El joven llevaba el gabán desabrochado, dejando a la vista su chaleco de seda y la bamboleante cadena de oro de su reloj. Su aspecto era el de un hombre de mundo, con relucientes zapatos y una yármulke[8] de terciopelo sobre la coronilla. El sudor le humedecía la erguida frente y sus mejillas se habían ruborizado. Una mirada que mezclaba timidez y curiosidad asomaba a sus ojos negros, al tiempo que retorcía nerviosamente con el dedo índice uno de los flecos de su fajín. Lise se sonrojó intensamente al verle. Había oído que no era muy guapo, pero a ella le pareció atractivo. Las muchachas allí presentes pensaron también, y así lo comentaron, que Shlóimele se había transformado.
—Ésta es la novia —le dijo Reb Búnim mesándose la luenga barba—. No sientas vergüenza. Mírala.
Lise llevaba un vestido negro de seda y en el cuello un collar de perlas que había recibido como regalo de compromiso. A la luz de las velas, su cabello parecía casi rojizo, la frente más alta de lo normal para una jovencita y la nariz ligeramente aguileña. En un dedo de la mano izquierda lucía un anillo con la letra M grabada, inicial de Mázel tov[9], buena suerte. En el momento en que Shlóimele hizo su entrada y ella lo vio, el pañuelo bordado que sujetaba en la mano cayó al suelo. Una de sus amigas lo recogió.
—Muy buenas tardes —saludó Shlóimele a Lise.
—Y excelente verano —respondieron la novia y sus dos acompañantes.
—Tal vez un poco caluroso —comentó Shlóimele.
—Sí que hace mucho calor —contestaron las tres jóvenes al unísono.
—¿Acaso piensan que la culpa es mía? —preguntó Shlóimele con un retintín—. En el Talmud se dice…
—Sé muy bien lo que dice el Talmud —le interrumpió Lise antes de que continuara—. «Un asno siente frío, incluso en el mes de Tammuz».
—¡Vaya! ¡Ha leído el Talmud! —exclamó.
Shlóimele sorprendido, mientras enrojecía hasta la punta de las orejas.
La conversación fue interrumpida enseguida, cuando un grupo de hombres y mujeres irrumpió en la estancia. Al rabino Oizer no le pareció bien el encuentro entre los novios antes de la boda y ordenó que les separaran. Shlóimele volvió a hallarse rodeado de hombres y el banquete continuó hasta el amanecer.