LA HIJA
Reb Búnim, sin embargo, tenía también una hija, y las mujeres, como es sabido, traen consigo muchas desgracias.
Lise era una muchacha tan bella como bien educada. A la edad de doce años ya igualaba en altura a su padre. De cabello rubio, casi amarillo, su cutis era blanco y liso como la seda. En algunas ocasiones sus ojos parecían azules y en otras, verdes. Sus maneras eran, al mismo tiempo, las de una dama de la nobleza polaca y las de una devota jovencita judía de buena familia. Cuando cumplió los seis años, Reb Búnim contrató a una institutriz para que le enseñara los rezos y la gramática. Más adelante, la envió a un preceptor para estudiar las Sagradas Escrituras y ella, desde el comienzo, mostró un vivo interés por los libros. Por propia iniciativa, estudió la Biblia en yiddish y leyó el libro de comentarios sobre el Pentateuco, asimismo en lengua yiddish, perteneciente a su madre. Por sus manos pasaron también El legado del ciervo, La vara de castigo, El buen corazón, La justa medida y otros libros similares que encontró en su casa. Más tarde llegó a adquirir, casi por sí misma, conocimientos rudimentarios de hebreo. Repetidas veces su padre le había insistido en que no era apropiado para una chica estudiar la Torá, mientras que su madre no dejaba de advertirle que terminaría convirtiéndose en una solterona de trenza canosa, ya que a los hombres no les atraía la idea de casarse con una mujer de estudios. Estas observaciones, sin embargo, no hacían mella en la muchacha, que continuó estudiando El deber de los corazones, leyendo a Flavio Josefo, familiarizándose con los relatos del Talmud y aprendiendo, por si fuera poco, toda clase de sentencias de tanaítas y amoraítas. Su sed de conocimiento no conocía límites. Cada vez que un vendedor ambulante de libros pasaba por Kreshev, ella lo invitaba a entrar en su casa y le compraba todo el contenido del saco. Los sábados, después de comer el tradicional chólent[4], recibía la visita de otras muchachas de su edad, hijas de las mejores familias de Kreshev. Ellas se entretenían charlando, jugando a las tabas, a pares e impares o a los acertijos, comportándose con el atolondramiento propio de las jovencitas de su edad. Lise, por su parte, siempre recibía a sus amigas con gran cordialidad y les ofrecía frutos del Sabbat, galletas, nueces y pasteles. No encontraba, sin embargo, tema de conversación con ellas, pues su mente la ocupaba algo más que los vestidos, los zapatos y demás vacuidades que interesaban a las otras chicas. La apreciaban, no obstante, por su trato siempre amable y desprovisto de altanería. Durante las fiestas acudía a la sinagoga, al sector reservado a las mujeres, aunque no era habitual que muchachas de su edad asistieran a los servicios religiosos. Reb Búnim, quien sentía una verdadera devoción por su única hija, había comentado con tristeza en más de una ocasión:
—¡Qué pena que no naciera niño! ¡Vaya hombre habría llegado a ser!
Para Shifre Tamar las preocupaciones eran otras.
—¡Estás estropeando a esta muchacha! —insistía—. ¡Si sigue así, no sabrá ni cómo asar una patata!
Puesto que en Kreshev no contaban con ningún maestro competente en asignaturas profanas (Yokl, el único maestro de la comunidad, apenas era capaz de escribir una línea de la cartilla en yiddish), Reb Búnim consintió que su hija pidiera en préstamo libros laicos a Kalman, el curandero. Kalman era tenido en gran estima en Kreshev y sus alrededores. Con un simple cuchillo para cortar pan practicaba intervenciones quirúrgicas, y además sabía cómo quemar y extraer una plica de cabellos enmarañados, aplicar sanguijuelas o realizar una sangría. Poseía un armario lleno de libros y fabricaba sus propias píldoras con hierbas del campo. Era un hombre rechoncho y de baja estatura, de enorme barriga, y su gran masa parecía hacerle tambalear cuando caminaba. Su vestimenta le daba el aspecto de un terrateniente polaco, con sombrero de felpa, gabán de terciopelo, pantalones hasta las rodillas y zapatos con hebillas. Era costumbre en Kreshev que, cuando una novia se encaminaba al baño ritual, su séquito acompañante se detuviera unos instantes ante el porche de Kalman y los músicos klezmer[5] tocasen en su honor alegres canciones de boda.
—A un hombre como él —se decía en el shtetl— hay que mantenerlo de buen humor. A lo más que puede uno aspirar es a no necesitarlo.
Reb Búnim, sin embargo, sí necesitaba a Kalman. El curandero era asiduo visitante de la casa, ya que atendía las dolencias de Shifre Tamar. Ello explica que accediera a prestar a la hija los libros de sus estantes. Lise llegó a leerse la biblioteca completa: tratados de medicina, libros de viajes que describían tierras lejanas y tribus salvajes, historias románticas sobre aristócratas, sobre sus cacerías y aventuras amorosas, sus diversiones y sus fastuosos bailes. Y no sólo eso. En los anaqueles de Kalman encontró además fantásticos relatos acerca de hechiceros, animales extraños, caballeros, príncipes y reyes. Sí, sí, Lise leyó todo aquello, línea por línea.
Y bien, ha llegado el momento de que os hable acerca de Mendl, Mendl el sirviente, Mendl el cochero. Cómo había llegado aquel Mendl hasta Reb Búnim, nadie en Kreshev lo sabía. Había quien decía que era un hijo bastardo, que había sido abandonado y criado en las calles. Otros murmuraban que su madre se había convertido al cristianismo. Sean cuales fueren sus orígenes, lo cierto es que Mendl era el hombre más ignorante, no sólo de Kreshev, sino de toda la región. Realmente era analfabeto y no se le había visto rezar nunca, aunque un par de filacterias sí que guardaba. Los viernes por la tarde, mientras todos los hombres acudían a la sinagoga, a Mendl se le podía ver deambulando por el mercado, ayudando a las sirvientas a extraer agua del pozo u ocupándose de los caballos en la cuadra. Mendl se afeitaba la barba, no llevaba bajo la vestimenta el tsitsit[6] ritual de cuatro flecos y no recitaba las bendiciones. Vivía totalmente apartado del judaísmo. Al poco tiempo de su llegada a Kreshev, algunas buenas gentes intentaron hablar de ello con él. Un maestro de Torá se ofreció para instruirle gratuitamente. Algunas mujeres piadosas le advirtieron que acabaría postrado en un lecho de clavos en el Gehena. El joven, por su parte, desoía todo lo que le decían. Se limitaba a fruncir los labios y silbar con descaro. Si alguna de esas mujeres lo acosaba con demasiada insistencia, le respondía con un gruñido arrogante:
—¡Vaya, conque un cosaco de Dios, eh! ¡En mi Gehena no va a entrar usted!
Y acto seguido, agarrando la fusta que siempre llevaba consigo, le subía la falda a la señora. Se armaba un barullo de gritos y risas y la devota mujer juraba no volver a enzarzarse nunca con Mendl, el cochero.
Aun siendo un renegado, ello no impedía que fuera muy apuesto. Alto y ágil, de largas piernas y caderas estrechas, en su espesa cabellera negra, entre rizada y revuelta, siempre asomaba alguna brizna de heno. Sus pobladas cejas se juntaban encima de la nariz. Los ojos eran negros, de mirada inquietante, y los labios gruesos. En cuanto a su atuendo, vestía como los gentiles. Usaba pantalones de montar y botas altas, una cazadora y una gorra polaca con visera de cuero, que estiraba hacia atrás hasta cubrirse la nuca. Sabía tocar el violín y tallar, a partir de unas simples cañas, pequeñas flautillas. Otro de sus pasatiempos eran las palomas; habiendo construido un palomar en el tejado de la casa de Reb Búnim, de vez en cuando se le veía subir a él para, mediante un palo largo, hacer volar a los pichones. Aunque poseía una habitación propia, con un banco bien adaptado para servirle de cama, prefería dormir en la buhardilla sobre el heno y era perfectamente capaz de hacerlo, cuando se le antojaba, durante catorce horas seguidas. En cierta ocasión, se había producido en Kreshev un incendio tan pavoroso que la gente decidió hacer las maletas y huir del pueblo. En la casa de Reb Búnim todo el mundo buscaba a Mendl para que ayudara a embalar y trasladar los bultos, pero el joven había desaparecido. Finalmente, sólo después de extinguido el incendio y superada la conmoción, lo encontraron en una esquina del patio, sumido en un profundo sueño bajo un manzano, como si nada hubiese sucedido.
A Mendl el cochero, sin embargo, no sólo le gustaba dormir. Todos, grandes y pequeños, sabían que era un mujeriego. Algo cabía decir, por otro lado, en su favor: no perseguía a las muchachas de Kreshev. Para sus aventuras elegía siempre jóvenes campesinas de las aldeas vecinas. La atracción que ejercía sobre ellas sobrepasaba lo natural. Los bebedores de cerveza contaban en la taberna local que a Mendl le bastaba mirar a una de estas muchachas para que ella se fuera inmediatamente con él. Era conocido que más de una le había visitado en su buhardilla. Como puede suponerse, a los campesinos esto no les gustaba nada, y en varias ocasiones le advirtieron de que cualquier día le cortarían la cabeza. Él desoía sus amenazas y se hundía cada vez más en la lascivia. No había aldea que visitara con Reb Búnim donde no tuviera amantes e hijos naturales. Parecía demostrado que un silbido suyo suponía hechizo suficiente para hacer volar a su lado a una de esas campesinas. Mendl, por su parte, rara vez aludía a su poder sobre las mujeres. No bebía aguardiente, evitaba las peleas y guardaba distancia con los artesanos de Kreshev: zapateros y sastres remendones, toneleros y fabricantes de cepillos. Tampoco ellos lo consideraban uno de los suyos. Ni siquiera el dinero le preocupaba demasiado. Se decía que Reb Búnim sólo le proporcionaba alojamiento, comida y vestimenta. Cuando un propietario de carros de Kreshev le propuso contratar sus servicios pagándole un salario real, Mendl no quiso ni oír hablar de ello. Era fiel como un esclavo a la hacienda de Reb Búnim. Sólo pensaba en los caballos, en sus botas bien lustrosas, en las palomas y las muchachas. La gente del shtetl acabó dándolo por incorregible.
—Un alma perdida —comentaban—, un judío no judío.
Y así, poco a poco, fueron acostumbrándose a él y lo olvidaron.