REB[1] BÚNIM LLEGA A KRESHEV
Yo soy el Espíritu del Mal, Satanás, la serpiente primigenia. En los libros de la Cábala me llaman Samael. Los judíos a veces prefieren nombrarme como «Aquél».
Como bien sabéis, me encanta concertar extraños matrimonios. Disfruto emparejando a un viejo decrépito con una joven, una mujer fea y varias veces viuda con un muchacho imberbe, un tullido con una beldad, un sabio con una tonta, un cantor de sinagoga con una sorda, una persona retraída con otra descarada. Dejad que os cuente la historia de una unión particularmente «interesante» que hace algún tiempo maquiné en Kreshev, un shtetl[2] situado a orillas del río San, la cual, más que proporcionar a las personas un tema de burla, me ofreció la oportunidad de llevar a cabo una de esas jugarretas mías que hacen perder, en un abrir y cerrar de ojos, no sólo este mundo sino también el venidero.
Kreshev es tan grande como la más menuda letra del más pequeño libro de oraciones. Dos de sus lados colindan con un espeso pinar y el tercero con el río San. Los campesinos de las aldeas vecinas son los más pobres e incultos de toda la comarca de Lublin. Sus campos son los menos fértiles, y los caminos que conducen a las ciudades cercanas se transforman durante largos meses en auténticas zanjas llenas de agua, lo que convierte el paso de los carruajes en una aventura peligrosa. Osos y lobos merodean en invierno por las afueras de los poblados, devoran de vez en cuando a alguna vaca u oveja descarriada e incluso, en ocasiones, atacan a algún ser humano. Y para que aquellos gentiles nunca logren liberarse de su infortunio, he inculcado en ellos una fe ardiente. En aquella región, una aldea de cada dos tiene su iglesia y una casa de cada diez alberga una capilla. En su interior se cobija la Virgen, con una aureola oxidada alrededor de la cabeza, y en sus brazos el Niño Jesús, el hijo de Yosl, el carpintero judío. Ante ella acuden las ancianas para arrodillarse, incluso en pleno invierno, lo que les produce reumatismo en las articulaciones. Al llegar el mes de mayo, todos los días salen en procesión las muchedumbres hambrientas y salmodian con voz áspera sus súplicas para que llueva. Acres humaredas se desprenden del incienso, mientras un tamborilero tísico golpea con todas sus fuerzas el tambor con el fin de amedrentarme y hacerme huir. Pero las lluvias no hacen acto de presencia, o si lo hacen es siempre a destiempo. A pesar de lo cual la gente continúa creyendo, y así ha sido desde tiempos inmemoriales.
Los judíos de Kreshev son, por su parte, algo más astutos y gozan de mayor prosperidad que los campesinos. Sus esposas ejercen de tenderas y saben muy bien cómo aplicar falsos pesos y medidas, mientras que los buhoneros van de pueblo en pueblo ingeniándoselas para inducir a las campesinas a comprar toda clase de fruslerías, recibiendo a cambio maíz, patatas, lino, pollos, patos, gansos, y a veces, de propina, incluso algo más. ¿Qué no daría una mujer por un collar de cuentas de cristal, un plumero decorado, un percal estampado o, simplemente, una palabra amable de un varón desconocido? No es de extrañar, por tanto, que entre los niños y niñas de cabello rubio uno se tropiece a veces con algunos pillines de ojos negros, pelo rizado y nariz ganchuda. Los campesinos duermen profundamente por las noches y, mientras tanto, el diablo no le concede reposo a sus jóvenes esposas hasta que logra conducirlas por apartados senderos hasta los graneros donde vendedores ambulantes las esperan sobre el heno. Ladran los perros, cacarean los gallos, las ranas croan, las estrellas en el cielo observan desveladas haciendo guiños, y sólo Dios dormita entre las nubes. El Todopoderoso ya es muy viejo; no es tarea fácil vivir eternamente.
Pero volvamos a los judíos de Kreshev.
A lo largo del año, el mercado se convierte en un amplio lodazal, pues es allí donde las mujeres vuelcan sus cubos de agua sucia. Las casas aguantan en pie, escoradas, semihundidas en la tierra, con los tejados parcheados y las ventanas taponadas con trapos o cubiertas con vejigas de buey. En las viviendas de los pobres, el suelo es de tierra y hay algunas que incluso carecen de chimenea: cuando encienden el brasero, el humo escapa por un agujero en el tejado. Las mujeres se casan a los catorce o quince años y envejecen con rapidez debido a tanto embarazo y parto. Los zapateros remendones de Kreshev, sentados en sus pequeñas banquetas, no reciben para reparar más que viejos y desgastados zapatos. En cuanto a los sastres, se ven obligados, con las raídas pieles de borrego que les entregan, a darles la vuelta por un tercer lado. Los fabricantes de cepillos emplean peines de madera para alisar las cerdas de cochino, mientras con voces roncas entonan fragmentos de cánticos rituales y coplas de boda. Los tenderos no encuentran en qué ocuparse durante toda la semana, con excepción del día del mercado. Se sientan en la casa de estudio talmúdico a rascarse la cabeza mientras hojean la Guemará, o a contarse historias fantásticas sobre monstruos legendarios, fantasmas y hombres lobo. Ya os habréis dado cuenta de que, en un lugar como éste, yo tengo poco que hacer. Toparse allí con un auténtico pecado resulta francamente difícil. La gente carece no sólo de fuerzas, sino también de inclinación para cometerlo. De vez en cuando, a alguna modistilla se le ocurre cotillear acerca de la esposa del rabino, o la muchacha del aguador se queda encinta, pero éstos no son asuntos que me diviertan. Es por esta razón que rara vez viajo a Kreshev.
Ahora bien, en la época a la que me estoy refiriendo, residían en el shtetl unos cuantos hombres acaudalados, y en un hogar de gente de dinero cualquier cosa puede suceder. En concreto, puse el ojo sobre la casa del hombre más rico de la comunidad, Reb Búnim Shor. Me llevaría demasiado tiempo contarles en detalle cómo llegó Reb Búnim a instalarse en Kreshev. En un principio vivía en Zholkve, cerca de Lemberg. Su traslado obedeció, en primer lugar, a un motivo de negocios. Comerciaba con madera y había logrado adquirir, por una suma insignificante, una considerable extensión de bosque perteneciente al terrateniente de Kreshev. Por otra parte, su esposa, Shifre Tamar —mujer de distinguido linaje, nieta del gran estudioso de la Torá, Reb Shmuel Edels—, sufría de una tos crónica que llegaba a producirle sangre al escupir, y un médico de Lemberg le había recomendado vivir en una zona boscosa. En suma, Reb Búnim se mudó a Kreshev con todas sus posesiones, acompañado además por un hijo ya adulto y Lise, su hija, de unos diez años de edad. Se hizo construir una casa alejada de las demás viviendas, al final de la calle de la sinagoga, y en ella descargó el contenido de varias carretas de muebles, vajilla, ropa, libros sagrados y gran cantidad de otros objetos. También se trajo a un par de sirvientes, una vieja criada y un joven llamado Mendl, que le hacía de cochero. La llegada del nuevo hacendado había devuelto la vida al pueblo. De pronto hubo trabajo para los jóvenes en los bosques de Reb Búnim, y los dueños de carretas en Kreshev tuvieron troncos que transportar. Por otro lado, Reb Búnim hizo restaurar el baño público y mandó instalar un nuevo tejado en la casa de beneficencia.
Era un hombre corpulento, de elevada estatura y anchos hombros. Poseía una voz de cantor de sinagoga, y su barba, negra como el alquitrán, terminaba en dos puntas. De estudioso de la Torá tenía bien poco —a duras penas lograba leer un capítulo completo del Midrash— pero siempre contribuía con largueza a las causas benéficas. Sentado a la mesa a la hora de almorzar, era capaz de engullir un pan entero más una tortilla de seis huevos, rociando todo ello con un litro de leche. Los viernes en el baño público, encaramado en el banco más alto, ordenaba al encargado que lo azotara con una escobilla de ramitas hasta que llegaba la hora de encender las velas del Sabbat[3]. Cuando se internaba en el bosque, iba acompañado de dos feroces perros y llevaba consigo un rifle. De él se decía que con una simple mirada a un árbol era capaz de distinguir si el tronco estaba sano o ya comenzaba a pudrirse. En caso de necesidad, podía trabajar dieciocho horas al día y recorrer a pie muchos kilómetros. Su esposa Shifre Tamar, que en su día había sido una belleza, a causa de tanto médico, tantas píldoras y tanto preocuparse por sí misma, terminó envejeciendo antes de tiempo. Era alta y delgada, casi carecía de busto, tenía el rostro pálido y alargado, y la nariz algo aguileña. Sus finos labios estaban siempre apretados, y sus ojos grises miraban con enfado el mundo que la rodeaba. Cuando le llegaba la regla, sufría fuertes dolores y se metía en cama como si estuviera mortalmente enferma. De hecho, era un sufrimiento crónico —en un momento dado podía provocarle un dolor de cabeza, y en otro un absceso en una muela o una presión en el abdomen. Obviamente, no era una compañera apropiada para Reb Búnim, pero él no era de los que se lamentan. Lo más probable es que estuviera convencido de que así eran todas las mujeres. Al fin y al cabo, se había casado a la edad de quince años.
Acerca del hijo no me voy a extender. Había salido a su padre: poco estudioso, glotón voraz, potente nadador y negociante agresivo. Tras casarse con una joven de Brody, antes incluso de que su padre se mudara a Kreshev, enseguida se volcó en los negocios. Pocas veces viajaba a Kreshev. Ni al padre ni al hijo les faltaba el dinero. Ambos eran millonarios natos. La fortuna parecía correr hacia ellos. Cualquiera diría, por lo tanto, que no existía razón para que Reb Búnim y su familia no acabaran sus días en paz, como ocurre a menudo con la gente común, a quienes su misma sencillez protege de la mala suerte y pasan por la vida sin mayores problemas.