Dana tuvo que pasarse casi dos horas al teléfono, usando todas sus dotes de persuasión, para encontrar a un subsecretario que estuviera dispuesto a rebuscar en el registro indicado y confirmar que el 6 de enero de 1999 habían detenido a un tal Travis Boyette en Slone, Texas, por conducir borracho. Ya en la cárcel, se habían añadido acusaciones de mayor gravedad. Boyette había pagado la fianza y se había marchado de la ciudad. Más tarde, al ser detenido y condenado a diez años de cárcel en Kansas, se desestimaron los cargos y se archivó la causa. El funcionario explicó que el sistema seguido en Slone era eliminar los casos que no se quisiera o no se pudiera llevar adelante. En el caso de Boyette no había ningún auto pendiente, al menos en Slone y en el condado de Chester.
Keith, que no podía dormir, y que a las tres y media de la madrugada se preparó su primera cafetera, llamó por primera vez al bufete del señor Flak a las siete y media de la mañana. No estaba muy seguro de lo que le diría al abogado si se lo pasaban al teléfono, pero él y Dana habían decidido que no podían quedarse cruzados de brazos. En vista de que la recepcionista de Flak se lo quitaba de encima, llamó a otro abogado.
Matthew Burns era fiscal adjunto, y parroquiano activo de St. Mark. El y Keith tenían la misma edad, y habían entrenado juntos los equipos de béisbol infantil de sus hijos. Por suerte, aquel martes por la mañana Burns no tenía ningún juicio, aunque sí estaba en los juzgados, muy ocupado con comparecencias iniciales y otras cuestiones rutinarias. Keith encontró la sala, una de las muchas del juzgado, y asistió al curso de la justicia desde un asiento de las últimas filas. Después de una hora, empezó a ponerse nervioso y tuvo ganas de salir, pero no sabía muy bien adónde ir. Burns finalizó otra comparecencia ante el juez, se guardó los papeles en el maletín y se dirigió a la puerta. Saludó con la cabeza a Keith, que lo siguió. Encontraron un lugar a salvo del bullicio de los pasillos: un banco de madera muy gastado, junto a una escalera.
—Te veo muy mal —dijo Burns afablemente.
—Gracias. No sé si es una manera muy educada de saludar a tu pastor. Esta noche no he podido dormir, Matthew. Ni un minuto. ¿Has mirado la web?
—Sí, en el bufete, durante unos diez minutos. Drumm no me sonaba de nada, pero bueno, son casos que tienden a confundirse. Por aquí son bastante rutinarios.
—Drumm es inocente, Matthew —dijo Keith, con una convicción que sorprendió a su amigo.
—Bueno, es lo que pone en la web, pero no será el primer asesino que se proclame inocente.
Casi nunca hablaban de cuestiones jurídicas, ni de nada relacionado con la pena de muerte. Keith daba por supuesto que Matthew, como fiscal, era partidario de ella.
—El asesino está aquí, en Topeka, Matthew. El domingo por la mañana estuvo en la iglesia, probablemente a pocos bancos de donde estabais tú y tu familia.
—Soy todo oídos.
—Acaban de concederle la condicional. Está pasando noventa días en la casa de reinserción, y se está muriendo de un tumor cerebral. Ayer pasó por la oficina parroquial para que lo aconsejase. Tiene un largo historial de agresiones sexuales. He hablado dos veces con él, y ha admitido que violó y mató a la chica (confidencialmente, claro). Sabe dónde está enterrado el cadáver. No quiere que ejecuten a Drumm, pero tampoco quiere declarar. Es un desastre, Matthew, un psicópata enfermo de verdad, que en pocos meses también estará muerto.
Matthew espiró y sacudió la cabeza, como si le hubieran dado una bofetada.
—¿Te puedo preguntar por qué estás tan metido en el asunto?
—No lo sé, pero lo estoy. Sé la verdad. La cuestión es qué hay que hacer para impedir la ejecución.
—Santo Dios, Keith.
—Sí, con él también he hablado, y todavía espero que me oriente; pero mientras espero que lo haga, también necesito que tú me orientes un poco. He llamado al bufete de la defensa, en Texas, pero no ha servido de nada.
—¿Estos temas no tienes que guardarlos en secreto?
—Sí, y lo haré, pero ¿y si el asesino decide sincerarse y contar la verdad para que no ejecuten al otro? ¿Entonces qué? ¿Qué hacemos?
—¿«Hacemos»? No tan rápido, colega.
—Ayúdame, Matthew. Yo no entiendo de leyes. He leído la web hasta quedarme bizco, pero cuanto más leo más me desconcierta. ¿Cómo se puede condenar a alguien por un asesinato sin que haya ningún cadáver? ¿Cómo se puede dar crédito a una confesión que está clarísimo que la policía consiguió a la fuerza? ¿Por qué dejan declarar a los chivatos de la cárcel a cambio de rebajarles la condena? ¿Cómo es posible que a un acusado negro le toque un jurado formado solo por blancos? ¿Cómo puede ser tan ciego un tribunal? ¿Dónde están los tribunales de apelación? Tengo una larga lista de preguntas.
—Pues yo no puedo contestar a todas, Keith. De todos modos, parece que la única importante es la primera: ¿cómo impedir la ejecución?
—Es lo que te pregunto, chico; el abogado eres tú.
—Está bien, está bien, déjame pensar un minuto. ¿Verdad que necesitas un café?
—Sí, solo me he tomado cinco litros.
Bajaron por una escalera a un pequeño bar donde encontraron una mesa en un rincón. Keith invitó a café y se sentó.
—Necesitas el cadáver —dijo Matthew—. Si el hombre que dices puede enseñar el cadáver, es probable que los abogados de Drumm consigan un indulto de los tribunales. Si no, la ejecución también podría suspenderla el gobernador. No estoy muy seguro de cómo funciona en Texas; cada estado es diferente, pero sin el cadáver tu amigo parecerá otro loco de los que buscan llamar la atención. Ten en cuenta que habrá peticiones de último minuto, Keith, como siempre. Los abogados expertos en pena de muerte saben utilizar el sistema, y muchas ejecuciones se aplazan. Puede que tengas más tiempo de lo que crees.
—Texas es bastante eficaz.
—En eso tienes razón.
—Hace dos años, a Drumm le faltaba una semana para que lo ejecutasen. Salió bien alguna instancia en un juzgado federal, aunque no me pidas detalles; lo he leído esta noche, y sigo sin tenerlo muy claro. El caso es que, según la web, ahora es poco probable un milagro de última hora. Su milagro, Drumm ya lo ha tenido. Se le ha acabado la suerte.
—Es esencial encontrar el cadáver. Es la única prueba clara de que ese hombre dice la verdad. ¿Tú sabes dónde está? Si lo sabes, no me lo expliques. Dime solo si lo sabes.
—No. Me dijo el estado, la localidad más próxima y la ubicación aproximada, pero también me dijo que lo había escondido tan bien que incluso a él le sería difícil encontrarlo.
—¿Es en Texas?
—En Missouri.
Matthew sacudió la cabeza y bebió un buen sorbo.
—¿Y si es un mentiroso como tantos, Keith? —preguntó—. Yo me encuentro cada día con una docena. Mienten sobre cualquier cosa. Mienten por costumbre. Mienten aunque les beneficiase mucho más la verdad. Mienten en el banquillo de los acusados, y a sus propios abogados; y cuanto más tiempo pasan en la cárcel, más mienten.
—Tiene el anillo de graduación de la chica, Matthew. Lo lleva al cuello, colgado de una cadena barata. La estuvo persiguiendo. Lo tenía obsesionado. Me enseñó el anillo. Yo lo cogí y lo examiné.
—¿Estás seguro de que es auténtico?
—Si lo vieras tú, dirías que es auténtico.
Otro largo sorbo. Matthew miró el reloj.
—¿Tienes que irte?
—Dentro de cinco minutos. ¿Está dispuesto a ir a Texas y proclamar la verdad?
—No lo sé. Dice que si sale de su jurisdicción infringirá la libertad condicional.
—En eso no miente; pero si se está muriendo, ¿qué más le da?
—Se lo pregunté, y me contestó con vaguedades. Además, no tiene dinero ni medios para el viaje. Su credibilidad es nula. Nadie le dará ni la hora.
—¿Por qué has llamado al abogado?
—Porque estoy desesperado, Matthew. Yo a este hombre lo creo, y también creo que Drumm es inocente. Puede que el abogado de Drumm sepa qué hacer. Yo no.
Hubo un paréntesis en la conversación. Matthew asintió con la cabeza y habló con dos abogados de la mesa contigua. Volvió a mirar el reloj.
—Una última pregunta —dijo Keith—, puramente hipotética. ¿Y si lo convenzo de que vaya a Texas cuanto antes y empiece a contar su versión?
—Acabas de decir que no puede ir.
—Ya, pero ¿y si lo llevo yo?
—Ni hablar, Keith. Serías cómplice de infringir el pacto de libertad condicional. Rotundamente no.
—¿Es muy grave?
—No estoy seguro, pero podría ponerte en una situación incómoda, y vete a saber si no te apartarían del sacerdocio. Dudo que fueras a la cárcel, pero doloroso lo sería.
—¿Pues cómo quieres que vaya él a Texas?
—Creía que habías dicho que no tiene decidido ir.
—Pero ¿y si se decide?
—Cada cosa a su tiempo, Keith. —Tercera mirada al reloj—. Oye, me tengo que ir volando. Si te parece, quedamos para almorzar algo rápido y acabamos de hablarlo.
—Buena idea.
—Aquí, a la vuelta de la esquina, la de la calle Siete, hay un sitio que se llama Eppie’s. Podríamos hablar tranquilamente en una de las mesas del fondo.
—Ya lo conozco.
—Nos vemos a las doce.
En el mostrador de Anchor House estaba el mismo ex recluso de ceño permanente, enfrascado en un crucigrama. No le gustó mucho que lo interrumpiesen. Dijo secamente que Boyette no estaba. Keith insistió con suavidad.
—¿Está trabajando?
—Está en el hospital. Se lo llevaron ayer por la noche.
—¿Qué tenía?
—Ataques. No sé nada más. El tipo está jodido de verdad, en varios sentidos.
—¿A qué hospital?
—Yo no conducía la ambulancia.
Retomó su crucigrama sin decir nada más. La conversación se había terminado.
Keith encontró al paciente en la segunda planta del hospital St. Francis, en una habitación para dos, junto a la ventana. Las dos camas estaban separadas por una cortina muy delgada. En calidad de pastor visitante —cuyo rostro, además, no era desconocido—, Keith dijo a la enfermera que el señor Boyette había asistido a su iglesia, y que tenía que verlo. No hizo falta más.
Boyette estaba despierto, con una vía intravenosa en la mano izquierda. Al ver a Keith, sonrió y tendió flácidamente su mano derecha para un rápido apretón.
—Gracias por venir, pastor —dijo con voz débil y ronca.
—¿Cómo se encuentra, Travis?
Pasaron cinco segundos. Boyette levantó ligeramente la mano izquierda.
—Estos medicamentos son eficaces —dijo—. Me encuentro mejor.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Keith, aunque creyera saberlo.
Boyette desvió la mirada hacia la ventana, aunque solo se viera el cielo gris. Pasaron diez segundos.
—Después de que se fuera usted, pastor, me puse nervioso de verdad. Tuve unos dolores tremendos de cabeza, que no había manera de que se fueran. Luego me quedé inconsciente, y me trajeron aquí, dicen que con temblores y sacudidas.
—Lo siento, Travis.
—La culpa es casi toda suya, pastor. Fue usted quien me estresó.
—Lo siento mucho, pero haga el favor de recordar que vino a verme usted a mí, Travis. Quería que lo ayudase. Fue usted quien me habló de Donté Drumm y de Nicole Yarber, dos personas que no me sonaban de nada. Dijo lo que dijo. Nuestro contacto no lo empecé yo.
—Es verdad.
Boyette cerró los ojos. Respiraba pesadamente, con dificultad.
Hubo una larga pausa. Keith se inclinó.
—¿Me oye, Travis? —preguntó, casi susurrando.
—Sí.
—Pues escúcheme. Tengo un plan. ¿Quiere oírlo?
—Sí, claro.
—Primero hacemos un vídeo en el que usted cuenta su historia. Reconoce lo que le hizo a Nicole. Explica que Donté no tuvo nada que ver con su rapto y su muerte. Lo cuenta todo, Travis. Y explica dónde está enterrada, con el mayor detalle posible, para que con algo de suerte la puedan encontrar. Hacemos el vídeo ahora mismo, aquí, en el hospital; y una vez que yo lo tenga, lo mandaré a Texas, a los abogados de Donté, al fiscal, al juez, a la policía, a los tribunales de apelación, al gobernador y a todos los periódicos y cadenas de televisión que haya, para que se enteren. Se enterará todo el mundo. Lo haré electrónicamente, para que llegue en cuestión de minutos. Después, para la segunda parte de mi plan, usted me da el anillo. Yo lo fotografío y mando las fotos a toda la gente a la que acabo de nombrar, también por internet. Mandaré el anillo a los abogados de Donté por mensajería exprés; así tendrán la prueba física. ¿Qué le parece, Travis? Así puede contar su historia sin salir de esta cama de hospital.
Los ojos no se abrieron.
—¿Me oye, Travis?
Un gruñido.
—Mmmm.
—Funcionará, Travis. No podemos demorarlo más.
—Es una pérdida de tiempo.
—¿Qué se pierde? Solo la vida de un inocente.
—Anoche me llamó mentiroso.
—Eso fue porque mintió.
—¿Ha encontrado la ficha de mi detención en Slone?
—Sí.
—O sea que no era mentira.
—No, eso no, y lo que dice de Donté Drumm tampoco.
—Gracias. Ahora voy a dormir.
—Vamos, Travis, no tardaremos ni un cuarto de hora en hacer el vídeo. Si quiere, puedo hacerlo ahora mismo, con mi móvil.
—Me está dando otra vez dolor de cabeza, pastor. Noto un ataque. Tiene que irse ahora mismo; y no vuelva, por favor.
Keith se irguió y respiró profundamente. Boyette repitió sus palabras con mucha más fuerza, para asegurarse de que dejaba las cosas claras.
—Tiene que irse, pastor. Y no vuelva, por favor.
Se sentaron al fondo de Eppie’s, frente a sendos cuencos grandes de estofado de buey. Matthew sacó unos apuntes del bolsillo y habló con la boca llena.
—No hay ningún punto específico del código penal, pero probablemente te acusasen de obstrucción a la justicia. Que no se te ocurra llevarte a Texas a aquel tipo.
—Acabo de hablar con nuestro hombre. Está…
—¿Nuestro hombre? No era consciente de haber sido reclutado.
—Está en el hospital. Por la noche ha tenido varios ataques. El tumor le está matando muy deprisa. Ha perdido las ganas de ayudar a la causa. Es un mal bicho, un psicópata; probablemente ya estuviera loco antes de que le saliera un tumor en el cerebro.
—¿Para qué fue a la iglesia?
—Probablemente para salir un par de horas de la casa de reinserción. No, eso no debería decirlo. Yo le he visto una emoción sincera, un sentimiento de culpa real, y el deseo fugaz de hacer las cosas bien. Dana ha encontrado a uno de los que supervisaban su libertad condicional en Arkansas. Ha hablado un poco con ella, y le ha dicho que en la cárcel nuestro hombre fue miembro de una especie de pandilla de supremacistas blancos. Donté Drumm es negro, claro, y me pregunto hasta qué punto se compadece de él.
—No comes nada —dijo Matthew, tomando otro bocado.
—No tengo hambre. Se me ocurre otra idea.
—Tú a Texas no te vas. Lo más probable es que te pegaran un tiro.
—Está bien, está bien. Tengo una idea. ¿Y si llamas tú al abogado de Donté Drumm? Yo no he conseguido pasar de la recepcionista. Solo soy un humilde servidor de Dios; en cambio, tú eres abogado, fiscal, y hablas su idioma.
—¿Y qué le digo?
—Podrías decirle que tienes motivos para pensar que el verdadero asesino está aquí, en Topeka.
Matthew masticó un bocado y esperó.
—¿Ya está? —dijo—. Así, como si nada. El abogado recibe una llamada rara. ¿Le digo lo que le digo, que no es gran cosa, y se supone que con eso tendrá nueva munición que presentar ante los tribunales, e impedirá la ejecución? ¿Lo he entendido bien, Keith?
—Sé que puedes ser más convincente que eso.
—A ver qué te parece esta hipótesis. El mal bicho en cuestión es el típico mentiroso patológico que está a punto de morir, el pobre, y decide despedirse a lo grande e intentar vengarse por última vez de un sistema que lo ha machacado. Se entera de este caso en Texas, investiga, se da cuenta de que no han encontrado el cadáver, y listos: ya tiene su historia. Encuentra la web, se aprende los datos hasta dominarlos y ahora juega contigo. ¿Te imaginas la atención que recibiría? Lo malo es que su salud se niega a colaborar. Déjalo correr, Keith. Probablemente todo sea falso.
—¿Cómo podía enterarse del caso?
—Ha salido en la prensa.
—¿Cómo podía encontrar la web?
—¿Te suena de algo Google?
—No tiene acceso a ningún ordenador. Los últimos seis años los ha pasado en Lansing. Los presos no tienen acceso a internet. Deberías saberlo. ¿Te imaginas qué pasaría si pudieran navegar? Con tanto tiempo libre… Ningún software del mundo estaría a salvo. En la casa de reinserción no puede acceder a ningún ordenador. Es un hombre de cuarenta y cuatro años, Matthew, y desde que es adulto se ha pasado casi toda la vida en la cárcel. Probablemente le den miedo los ordenadores.
—¿Y la confesión de Drumm? ¿No te preocupa?
—Pues claro que sí, pero según la web…
—Vamos, Keith; la hacen sus abogados. Luego hablan de parcialidad. Es tan tendenciosa que pierde toda credibilidad.
—¿Y el anillo?
—Un anillo de graduación como hay miles de millones. No es que sea muy difícil de hacer o de copiar.
Keith se quedó caído de hombros. De repente estaba muy cansado, sin fuerzas para seguir discutiendo.
—Necesitas dormir, amigo mío —dijo Matthew—. Y necesitas olvidarte de este caso.
—Quizá tengas razón.
—Yo creo que sí. Y si el jueves, al final, hay ejecución, no te flageles. Hay muchas probabilidades de que sea el culpable.
—Hablas como un verdadero fiscal.
—Que resulta que es tu amigo.