Capítulo ocho

El martes, a las siete de la mañana, el bufete de abogados Flak bullía con la energía frenética y nerviosa que cabía esperar de un grupo de personas que luchan a la vez contra el reloj y contra probabilidades muy remotas de salvar una vida humana. La tensión era palpable. Nadie sonreía, ni se oían los típicos comentarios sarcásticos de los equipos que trabajan siempre juntos, con total libertad de decirse lo que quieran y cuando quieran. La mayoría ya formaba parte del bufete seis años atrás, cuando Lamar Billups había recibido la inyección letal en Huntsville, y les había impactado lo terminante de su muerte; y eso que Billups era una mala bestia, cuyo pasatiempo favorito consistía en dar palizas en los bares, a poder ser con palos de billar y botellas rotas, hasta que el estado se hartó de él. Sus últimas palabras en el lecho de muerte habían sido: «Nos vemos en el infierno». Y adiós. Era culpable. Jamás mantuvo en serio lo contrario. Su asesinato se produjo en una pequeña localidad, a cien kilómetros de distancia, prácticamente inadvertido para los ciudadanos de Slone. No tenía parientes, ni nadie con quien el bufete pudiera ponerse en contacto. Robbie sentía un enorme desagrado por aquel personaje, pero su certeza de que el estado no tenía derecho a matarlo no flaqueó ni un instante.

Otra cosa muy distinta era el estado de Texas contra Donté Drumm: ahora luchaban por un hombre inocente, cuya familia sentían como suya.

La larga mesa de la sala principal de reuniones era el centro de la tormenta. Fred Pryor, todavía en Houston, resumía a través del altavoz sus últimos esfuerzos por convencer a Joey Gamble. Habían hablado por teléfono el lunes por la noche, y Gamble había estado todavía menos receptivo.

—Me hizo muchas preguntas sobre el perjurio, sobre su gravedad como delito —dijo a todo volumen la voz de Pryor.

—Koffee lo está amenazando —afirmó Robbie, como si le constase—. ¿Le preguntaste si ha hablado con el fiscal del distrito?

—No, aunque se me ocurrió —repuso Pryor—. Al final no se lo dije porque supuse que no lo divulgaría.

—Koffee sabe que el chico mintió en el juicio, y le ha dicho que haríamos una intentona in extremis —dijo Robbie—. Lo ha amenazado con denunciarlo por perjurio si ahora cambia de versión. ¿Te apuestas algo, Fred?

—No, seguramente es así.

—Explícale a Joey que el régimen de prescripción también vale para el perjurio. Koffee no puede hacerle nada.

—Vale.

Apagaron el altavoz. En la mesa aterrizó una bandeja de pastas, que atrajo a una multitud. Los dos abogados que tenía Robbie a sueldo, ambas mujeres, estaban revisando una petición de suspensión de pena para el gobernador. En una punta de la mesa estaba Martha Handler, absorta en el mundo de las transcripciones judiciales. Aaron Rey, sin chaqueta, con ambas pistolas a la vista en el arnés de la camisa, tomaba café en un vaso de cartón, mientras leía el periódico de la mañana. Bonnie, una técnica legal, trabajaba en un portátil.

—Supongamos que Gamble se sincera —le dijo Robbie a su abogada sénior, una señora remilgada, de edad indefinida.

Veinte años antes, Robbie había demandado al cirujano plástico de su colaboradora por no haber obtenido ni remotamente los resultados esperados en un lifting facial, pero en vez de renunciar a las intervenciones correctoras, ella se había limitado a cambiar de cirujano. Se llamaba Samantha Thomas, o Sammie, y cuando no trabajaba en los casos de Robbie demandaba a médicos por negligencia y a empresas por discriminación de edad y raza.

—Ten lista la petición, por si acaso —dijo Robbie.

—Casi la he terminado —repuso Sammie.

La recepcionista, Fanta, alta y esbelta, de raza negra, que había sido una estrella del baloncesto en el instituto de Slone, y que en otras circunstancias se habría graduado a la vez que Nicole Yarber y Donté Drumm, entró en la sala con un puñado de mensajes telefónicos.

—Ha llamado un reportero del Washington Post que quiere hablar contigo —le dijo a Robbie, que se fijó enseguida en sus piernas.

—¿Lo conocemos?

—Nunca había oído su nombre.

—Pues no le hagas caso.

—Ayer a las diez y media dejó un mensaje un reportero del Houston Chronicle.

—¡No será Spinney!

—Sí.

—Pues mándale a la mierda.

—Yo no uso esas palabras.

—Pues entonces no le hagas caso.

—Ha llamado Greta tres veces.

—¿Aún está en Alemania?

—Sí; no se puede pagar el billete de avión. Quiere saber si puede casarse con Donté por internet.

—¿Y tú qué le has dicho?

—Que no, que no se puede.

—¿Le has explicado que Donté se ha convertido en uno de los mejores partidos del mundo? ¿Que en esta última semana le han hecho como mínimo cinco propuestas matrimoniales, todas desde Europa? ¿Todo tipo de mujeres, jóvenes, viejas, gordas y flacas, cuyo único rasgo en común es que son feas? ¿Y tontas? ¿Le has explicado que Donté tiene bastantes manías a la hora de elegir con quién se casa, y que lo está tomando con calma?

—No he hablado con ella. Ha dejado un mensaje en el contestador.

—Mejor. No le hagas caso.

—La última es de un pastor de una iglesia luterana de Topeka, Kansas. Ha llamado hace diez minutos. Dice que podría tener información sobre la persona que mató a Nicole, pero que no sabe muy bien qué hacer con ella.

—Genial, otro chalado. ¿Cuántos llevamos en lo que va de semana?

—He perdido la cuenta.

—No le hagas caso. Parece mentira la cantidad de pirados que aparecen en el último momento.

Fanta dejó los mensajes sobre la montaña de escombros que había delante de Robbie, y se fue. Robbie siguió su salida de principio a fin, pero no tan boquiabierto como de costumbre.

—A mí no me molesta llamar a los pirados —dijo Martha Handler.

—Tú lo único que buscas es material —replicó Robbie—. Es una pérdida de tiempo valioso.

—Las noticias de la mañana —dijo en voz alta Carlos, el técnico, cogiendo el mando a distancia.

Lo apuntó hacia un televisor de pantalla ancha, colgado en un rincón. Todas las voces se callaron. El reportero estaba frente a los juzgados del condado de Chester, como si en cualquier momento pudiera ocurrir algo dramático. Empezó a declamar:

Las autoridades guardan un mutismo total sobre sus planes ante el riesgo de disturbios aquí en Slone, tras la prevista ejecución de Donté Drumm. Como saben, Drumm fue condenado en 1999 por violación con circunstancias agravantes y asesinato de Nicole Yarber, y a menos que se produzca una suspensión o un indulto de última hora será ejecutado en la cárcel de Huntsville el jueves a las seis de la tarde. Drumm sigue manteniendo su inocencia, y aquí en Slone hay muchos que no creen que sea culpable. El caso ha tenido un trasfondo racial desde el principio, y nos quedaríamos cortos si dijéramos que la ciudad está dividida. Me acompaña el comisario jefe, Joe Radford.

La cámara se alejó, mostrando la rotunda figura del comisario, de uniforme.

—Comisario, ¿qué podemos esperar si se lleva a cabo la ejecución?

—Pues que se haya hecho justicia, supongo.

—¿Usted prevé disturbios?

—En absoluto. La gente tiene que entender que el sistema judicial funciona, y que es necesario cumplir el veredicto del jurado.

—¿O sea que no prevé problemas para el jueves por la tarde?

—No, pero dispondremos de todos nuestros efectivos. Estaremos preparados.

—Gracias por dedicarnos estos momentos.

La cámara hizo un zoom que dejó fuera al comisario.

Para mañana a mediodía se está organizando una manifestación justo delante del juzgado. Nuestras fuentes nos han confirmado que el ayuntamiento ha autorizado la reunión. Volveremos sobre ello más tarde.

El reportero se despidió. El técnico pulsó un botón para silenciar el volumen. No hubo comentarios por parte de Robbie. Todos siguieron trabajando.

La Comisión de Indultos y Libertad Condicional de Texas constaba de siete miembros, designados por el gobernador. Cualquier recluso que desee clemencia debe dirigir su escrito a dicha comisión. Las peticiones pueden realizarse en una sola página, u ocupar todo un archivador lleno de pruebas, declaraciones juradas y cartas de todo el mundo. La que presentó Robbie Flak en representación de Donté Drumm era una de las más exhaustivas de toda la historia de la comisión. Rara vez se obtiene clemencia. En caso de negativa se puede apelar al gobernador, el cual no puede dispensar clemencia por iniciativa propia, pero sí está facultado para suspender la condena durante treinta días. En las raras ocasiones en que la respuesta de la comisión es positiva, el gobernador tiene derecho a anular su decisión, en cuyo caso el estado sigue adelante con la ejecución.

Cuando se trata de un recluso condenado a muerte, la comisión suele decidirse dos días antes de la ejecución. No hay ninguna reunión para votar, sino que se hace circular por fax una papeleta. Es lo que se llama «muerte por fax».

En el caso de Donté Drumm, la noticia de su muerte por fax se dio el martes a las ocho y cuarto de la mañana. Robbie leyó el fallo en voz alta a su equipo, sin que se produjera la más leve sorpresa. A esas alturas ya habían perdido tantos rounds que la victoria no entraba en sus cálculos.

—Bueno, venga, a pedir la suspensión al gobernador —dijo Robbie, sonriendo—. Seguro que se alegra de volver a tener noticias nuestras.

Entre las toneladas de instancias, peticiones y solicitudes que había elevado el bufete a lo largo del último mes, y que seguiría expidiendo en abundancia hasta que falleciera su cliente, el mayor despilfarro de papel era sin duda pedirle al gobernador de Texas que suspendiera la condena. Durante el último año, el gobernador había hecho por dos veces caso omiso a otros tantos indultos de su comisión de libertad condicional, dando luz verde a las correspondientes ejecuciones. Le encantaba la pena de muerte, sobre todo cuando andaba a la caza de votos. Una de sus campañas tenía como lema «La justicia dura de Texas», e incluía la promesa de «vaciar el corredor de la muerte». Y no se refería a dejar a nadie en libertad condicional.

—Vamos a ver a Donté —anunció Robbie.

El viaje en coche de Slone a la Unidad Polunsky, cerca de Livingston, Texas, suponía tres horas de tedio por carreteras de un solo carril por dirección. Robbie lo había hecho cien veces. Unos años atrás, cuando tenía a tres clientes pendientes de ejecución —Donté, Lamar Billups y un tal Colé Taylor—, se había cansado de las multas por exceso de velocidad, los conductores rurales y los accidentes evitados por los pelos al hablar por teléfono, así que se había comprado una camioneta, larga, voluminosa, sobrada de espacio, y la había llevado a un taller de gama alta de Fort Worth para que le instalasen teléfonos, televisores y todos los aparatitos del mercado, además de tapicería de lujo, butacas de la mejor piel (a la vez giratorias y reclinables), un sofá en la parte trasera (por si tenía que echar una cabezadita) y un minibar (por si le entraba sed). Designó chófer oficial a Aaron Rey. En el asiento de al lado solía ir Bonnie, la otra técnica legal, lista para saltar a la menor orden del señor Flak. Desde entonces los viajes eran mucho más productivos, ya que Robbie podía hacer llamadas, trabajar con el portátil o leer informes de ida o de vuelta a Polunsky, cómodamente instalado en su despacho portátil.

Su asiento estaba justo detrás del asiento del conductor. A su lado iba Martha Handler, y delante, junto a Aaron, Bonnie.

Salieron de Slone a las ocho y media de la mañana, y poco después circulaban entre las colinas del este de Texas.

El quinto miembro del equipo era nuevo: la doctora Kristina Hinze, o Kristi, como se la llamaba en el bufete Flak, donde no había nadie con tantas pretensiones como para llevar título, y donde casi todos los nombres de pila se abreviaban. Era la última de una serie de expertos en los que Robbie había quemado su dinero para salvar a Donté. Era una psiquiatra clínica que había realizado estudios sobre presos y sobre las condiciones carcelarias, y escrito un libro entre cuyas tesis figuraba la de que las celdas incomunicadas eran una de las peores formas de tortura. A cambio de diez mil dólares, se esperaba de ella que hablase con Donté y, tras haberlo evaluado, preparase (deprisa) un informe en el que describiese el deterioro de su estado mental y declarase que 1) ocho años incomunicado lo habían vuelto loco y que 2) tales medidas constituyen un castigo cruel e inhabitual.

En 1986, el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó que no se ejecutase a ningún loco. La última ofensiva de Robbie sería presentar a Donté como un psicótico esquizoide que no entendía nada.

No era un argumento que tuviera muchas posibilidades. Kristi Hinze solo tenía treinta y dos años, y no hacía mucho que había dejado las aulas. Carecía de experiencia judicial en su currículo, cosa que a Robbie no le preocupaba, ya que su esperanza era que Kristi tuviera la oportunidad de declarar en una vista sobre facultades mentales, dentro de varios meses. A ella le correspondía el sofá de detrás, y trabajaba tan duro como todos, rodeada de papeles.

—¿Podemos hablar? —dijo Martha Handler a Robbie, que acababa de hacer una llamada.

Se había convertido en la fórmula habitual siempre que tenía algo que preguntarle.

—Claro que sí —repuso él.

Martha encendió una de sus muchas grabadoras y la puso delante de Robbie.

—Es sobre el tema del dinero. La jueza te asignó la defensa de Donté, que fue calificado de acusado indigente, pero…

—Sí, Texas no tiene ningún sistema de defensa pública digno de ese nombre —la interrumpió él.

Después de varios meses juntos, Martha había aprendido a perder la esperanza de acabar alguna frase.

—Total, que los jueces de la zona recurren a sus amigotes —siguió diciendo Robbie—, o, si es un caso tan malo que no lo quiere nadie, se traen a algún desgraciado. En mi caso, fui a ver a la jueza y me presenté voluntario. Me lo dio encantada. Los otros abogados de la ciudad no querían verlo ni en pintura.

—Pero los Drumm no son precisamente pobres; los dos…

—Ya, pero funciona así. Pagarse a un abogado para un delito castigable con la pena de muerte solo está al alcance de los ricos, y en el corredor de la muerte no hay ricos. Yo podría haber sacado cinco mil o diez mil dólares a la familia, y hacer que hipotecaran otra vez la casa, o algo por estilo, pero ¿qué sentido tenía? Total, lo iba a pagar la buena gente del condado de Chester… Es una de las grandes ironías de la pena de muerte. La gente quiere pena de muerte (sobre un setenta por ciento, en este estado), pero no tiene ni idea de por cuánto dinero le sale.

—¿Cuánto han pagado? —preguntó Martha, deslizando la pregunta con habilidad antes de que Robbie pudiera seguir hablando.

—Uy, no lo sé, mucho. Bonnie, ¿de momento cuánto nos han pagado?

—Casi cuatrocientos mil —dijo Bonnie sin vacilar ni mirar apenas por encima del hombro.

Robbie siguió hablando prácticamente sin interrupción.

—Incluidos los honorarios de los abogados, a razón de ciento veinticinco dólares la hora, más gastos, sobre todo en investigadores, y un buen pellizco para los testigos periciales.

—Es mucho dinero —dijo Martha.

—Sí y no. Cuando un bufete trabaja por ciento veinticinco dólares la hora, pierde dinero a espuertas. Yo nunca lo volveré a hacer. No puedo permitírmelo; los contribuyentes tampoco, pero al menos yo sé que pierdo la camisa, mientras que ellos no. Ve a la calle Mayor de Slone y pregúntale a fulanito cuánto han pagado él y sus conciudadanos para acusar a Donté Drumm. ¿Sabes qué te dirá?

—¿Cómo voy a saber…?

—Te dirá que no tiene ni idea. ¿Conoces el caso de los hermanos Tooley, en el oeste de Texas? Es muy famoso.

—Lo siento. Debí de perderme…

—Dos hermanos, los Tooley, un par de idiotas de no sé qué parte del oeste de Texas. ¿Qué condado, Bonnie?

—Mingo.

—Del condado de Mingo. Una zona muy rural. Toda una historia. Escucha. Dos chorizos estaban atracando tiendas de veinticuatro horas y gasolineras. De lo más sofisticado, ya ves. Una noche les sale algo mal y le pegan un tiro a una dependienta. La bala estaba serrada; un asco, vaya. Luego los pillan porque se habían olvidado de las cámaras de vigilancia. El pueblo se indigna. La policía se pavonea. El fiscal promete justicia rápida. Todos quieren un juicio rápido y una ejecución igual de rápida. Con la cantidad de delitos que hay en el condado de Mingo, nunca ha habido ningún tribunal que haya mandado a nadie al corredor de la muerte. Mira, en Texas hay muchas maneras de sentirse olvidado, pero vivir en una comunidad que se ha quedado al margen del tema de las ejecuciones ya es bochornoso. ¿Qué se han creído los parientes de Houston? En Mingo ven llegada su ocasión. Quieren sangre. Los hermanos no quieren pactar una sentencia, porque el fiscal insiste en la pena de muerte, y ¿qué sentido tiene autoinculparse para que te maten? Así que los juzgan a los dos juntos. Condena rápida, y por fin pena de muerte. Durante el recurso, el tribunal encuentra todo tipo de errores. El fiscal había hecho una chapuza. Se anulan las condenas, y se empieza otra vez pero con juicios separados. Dos juicios en vez de uno. ¿Estás tomando apuntes?

—No, estoy buscando qué relación tiene con lo nuestro.

—Es una historia buenísima.

—Y eso es lo único que importa.

—Pasa un año, más o menos. Juzgan por separado a los hermanos. Otros dos veredictos de culpabilidad, y otros dos viajes al corredor de la muerte. El tribunal de apelación ve más problemas, pero de los garrafales, ¿eh? El fiscal era tonto perdido. Anulación y dos nuevos juicios. La tercera vez, un jurado condena por asesinato al que había disparado, y le echa cadena perpetua. Vete tú a saber. Es Texas. O sea que un hermano cumple cadena perpetua. Al otro lo mandaron al corredor de la muerte, donde se suicidó a los pocos meses; sin saber cómo, consiguió una cuchilla de afeitar y se hizo un tajo.

—¿Y por qué lo cuentas?

—Por lo siguiente. El caso, de principio a fin, costó tres millones al condado de Mingo. No tuvieron más remedio que subir varias veces los impuestos sobre la propiedad, lo cual sublevó a la gente. Se recortaron drásticamente los presupuestos para escuelas, mantenimiento de carreteras y sanidad. Cerraron la única biblioteca que había. El condado estuvo varios años al borde de la quiebra. Y todo se podría haber evitado si el fiscal hubiera dejado que los hermanos se declarasen culpables y aceptasen la cadena perpetua sin libertad condicional. He oído que ahora en Mingo la pena de muerte ya no está tan bien vista.

—A mí me interesaba más…

—Entre una cosa y otra, matar legalmente a una persona en Texas cuesta unos dos millones de dólares. Compáralo con los treinta mil que cuesta anualmente tener a alguien en el corredor de la muerte.

—No es la primera vez que oigo eso —dijo Martha.

Y no lo era, en efecto: Robbie tenía una gran facilidad para pontificar, sobre todo si era sobre la pena de muerte, uno de sus muchos temas favoritos.

—De todos modos, ¿qué más da? En Texas nos sobra el dinero.

—¿Podríamos hablar del caso de Donté Drumm?

—Ah, bueno, por qué no…

—El fondo de defensa. Lo…

—… creé hace unos años, como organización sin ánimo de lucro registrada y regida por toda la normativa pertinente que dicta la Agencia Tributaria. Lo administran conjuntamente mi bufete y Andrea Bolton, la hermana pequeña de Donté Drumm. ¿A cuánto ascienden de momento los ingresos, Bonnie?

—Noventa y cinco mil dólares.

—Noventa y cinco mil dólares. ¿Y cuánto hay disponible?

—Cero.

—Ya me lo suponía. ¿Quieres que te detalle en qué se ha gastado?

—Tal vez. ¿En qué?

—En gastos procesales, gastos del bufete, testigos periciales y algo de pasta para que la familia viajara a ver a Donté. No es exactamente una ONG de primera. Francamente, no hemos tenido tiempo ni personal para buscar donativos.

—¿Quiénes son los donantes?

—Sobre todo británicos y europeos. El donativo medio ronda los veinte pavos.

—Dieciocho con cincuenta —puntualizó Bonnie.

—Cuesta mucho recaudar dinero para un reo condenado por asesinato, independientemente de lo que explique él.

—¿Cuánto suman las pérdidas? —preguntó Martha.

La respuesta no fue inmediata. Bonnie, que por una vez no sabía qué decir, se encogió ligeramente de hombros en el asiento delantero.

—No lo sé —dijo Robbie—. Puestos a decir algo, al menos cincuenta mil, o puede que cien mil. Quizá tuviera que haber gastado más.

Dentro de la camioneta sonaban constantemente los teléfonos. Sammie tenía que preguntar algo a su jefe desde el bufete. Kristi Hinze hablaba con otro psiquiatra. Aaron escuchaba a alguien mientras conducía.

La fiesta empezó temprano, con galletas de boniato directamente salidas del horno de Reeva. A ella le encantaba hacerlas y comerlas, y cuando Sean Fordyce reconoció no haberlas probado nunca, Reeva simuló incredulidad. A la hora en que llegó Fordyce —en el centro de una piña compuesta por su peluquera, su maquilladora, su secretaria y su relaciones públicas—, la casa de Reeva y Wallis Pike estaba a reventar de vecinos y amigos. Por la puerta salía un denso vaho de jamón curado frito. En el camino de entrada había dos camiones largos, aparcados de culo, y hasta el equipo de rodaje masticaba galletas.

A Fordyce, un imbécil irlandés de Long Island, le irritó un poco el gentío, pero puso al mal tiempo buena cara y firmó autógrafos. Era la estrella, y ellos, Sus fans. Compraban sus libros, miraban su programa y alimentaban sus índices de audiencia. Fordyce posó para unas cuantas fotos y se comió una galleta con jamón, que pareció gustarle. Era un hombre rechoncho, de rasgos carnosos; poco que ver con el aspecto tradicional de las estrellas, aunque a esas alturas ya daba igual. Llevaba trajes oscuros y gafas modernas que le hacían parecer mucho más inteligente de lo que mostraban sus actos.

El plato estaba en la habitación de Reeva, el gran anexo pegado a la parte trasera de la casa como una excrecencia cancerosa. Reeva y Wallis se situaron en un sofá, con fotos ampliadas en color de Nicole como trasfondo. Wallis, con corbata, parecía recién salido de su dormitorio por obligación, lo cual era cierto. Reeva iba abundantemente maquillada, con el tinte y la permanente recién hechos, y llevaba su mejor vestido negro. Fordyce se sentó cerca de ellos, en una silla, atendido por sus cuidadores, que le echaban espray en el pelo y le empolvaban la frente. El equipo estaba ocupado con las luces. Había pruebas de sonido en marcha, y monitores en proceso de ajuste. Los vecinos se apretujaban detrás de las cámaras, con severas instrucciones de no hacer ningún ruido.

—¡Silencio! —dijo el productor—. Estamos rodando.

Primer plano de Fordyce dando la bienvenida a sus espectadores a un nuevo episodio. Explicó dónde estaba, a quién iba a entrevistar y lo esencial del delito, la confesión y la condena.

—Si se cumplen las previsiones —dijo con gravedad—, el señor Drumm será ejecutado pasado mañana.

Presentó a la madre y al padrastro, y les dio su pésame por la tragedia, como no podía ser menos. También les dio las gracias por abrirle su casa, a fin de que el mundo, a través de sus cámaras, pudiera presenciar su sufrimiento. Empezó por Nicole.

—Cuéntenos algo de ella —suplicó, o poco menos.

Wallis no hizo el menor esfuerzo por hablar, actitud que mantuvo durante toda la entrevista. Era el espectáculo de Reeva, que, excitada y saturada de estímulos, se echó a llorar a las pocas palabras. Sin embargo, llevaba tanto tiempo llorando en público que ya sabía conversar al mismo tiempo que corrían sus lágrimas. Habló y habló sobre su hija.

—¿La echa de menos? —preguntó Fordyce.

Era una de sus preguntas tontas, especialidad de la casa, cuyo único objetivo era extraer más emoción. Reeva se la dio. Él le ofreció el pañuelo blanco que llevaba en el bolsillo de la americana. De hilo. El hombre irradiaba compasión por todos sus poros.

Finalmente sacó el tema de la ejecución, motor de su programa.

—¿Todavía piensa estar presente? —preguntó, seguro de la respuesta.

—¡Por supuesto! —dijo ella.

Wallis logró asentir con la cabeza.

—¿Por qué? ¿Qué significará para usted?

—Significa tanto… —dijo ella. La idea de la venganza secó sus lágrimas—. Esa bestia le quitó la vida a mi hija. Se merece morir, y yo quiero verlo; quiero mirarle a los ojos cuando exhale su último aliento.

—¿Cree que él la mirará?

—Lo dudo. Es un cobarde. Dudo que cualquier ser humano capaz de hacer lo que le hizo a mi niña preciosa sea bastante hombre para mirarme.

—¿Y sus últimas palabras? ¿Desea usted una disculpa?

—Sí, pero no la espero. Nunca se ha responsabilizado de lo que hizo.

—Confesó.

—Sí, pero después lo pensó, y desde entonces lo ha negado. Supongo que también lo negará cuando le aten las correas y se despida.

—Adelantémonos un poco en el tiempo, Reeva. Díganos qué cree que sentirá cuando lo declaren muerto.

Reeva sonrió solo de pensarlo, pero se refrenó enseguida.

—Alivio, tristeza… No lo sé. Será cerrar otro capítulo de una historia larga y triste. Pero no será el final.

Wallis frunció un poco el ceño al oírlo.

—¿Cuál es el último capítulo, Reeva?

—Cuando pierdes un hijo, Sean, sobre todo si te lo quitan de manera tan violenta, no hay final.

—No hay final —repitió Fordyce, sombrío. Después se volvió hacia la cámara y repitió, extremando el dramatismo—: No hay final.

Hicieron un descanso rápido, en el que cambiaron algunas cámaras de sitio y añadieron más espray al pelo de Fordyce. Cuando volvieron a rodar, Fordyce consiguió unos cuantos gruñidos de Wallis, un material que no aguantaría ni diez segundos en la fase de montaje.

El rodaje concluyó en menos de una hora. Fordyce se fue rápidamente. También estaba trabajando en una ejecución en Florida. Se aseguró de que todos supieran que le esperaba un avión. Uno de sus equipos de rodaje se quedaría dos días más en Slone, con la esperanza de que hubiera algún acto violento.

El jueves por la noche, Fordyce estaría en Huntsville, buscando el drama y rezando por que no se pospusiera la ejecución. Su parte favorita del programa era la entrevista posterior a la ejecución, en la que hablaba con la familia de la víctima justo después de que salió de la cárcel. Emocionalmente solían estar hechos papilla. Sabía que Reeva iluminaría la pantalla.