La tesis mantenida por la acusación se había basado parcialmente en la esperanza, contra viento y marea, de que alguien, algún día, encontrase el cadáver de Nicole. No podía quedarse sumergido para siempre, ¿verdad? Tarde o temprano el Red River lo devolvería; lo descubriría un pescador, o un capitán de barco, o un niño que chapotease por los bajos, y pediría ayuda. Una vez identificados los restos, la última pieza del rompecabezas encajaría a la perfección. Quedarían atados todos los cabos sueltos. Adiós a las preguntas y las dudas. Policía y acusación podrían dar un carpetazo discreto y satisfactorio.
A pesar de no haber encontrado el cadáver, no fue muy difícil conseguir la condena. La acusación atacó a Donté Drumm en todos los frentes, y a la vez que presionaba sin descanso por que se le juzgase, confiaba mucho en la aparición del cadáver. Nueve años más tarde, sin embargo, el río seguía sin cooperar. Ya hacía tiempo que se habían esfumado las esperanzas, los rezos y, en algunos casos, los sueños. Tal vez ello alimentase dudas en ciertos observadores, pero no tuvo ningún efecto atenuante en las convicciones de quienes eran responsables de la pena de muerte para Donté. Tras años de ver las cosas con anteojeras, y habiendo tanto en juego, albergaban la absoluta seguridad de que habían pillado al asesino. Habían echado demasiada carne en el asador para poner en duda sus propios actos y teorías. El fiscal del distrito era un tal Paul Koffee, duro fiscal de carrera que llevaba más de veinte años siendo elegido y reelegido sin ninguna oposición seria. Se trataba de un ex marine a quien le gustaba luchar, y que solía vencer. Su alto índice de condenas estaba expuesto en su página web, y en época de elecciones lo pregonaban a los cuatro vientos anuncios chillones por correo directo. Pocas veces manifestaba la menor compasión por el acusado. Como suele ocurrir con la rutina de los fiscales de distrito de localidades pequeñas, el único alivio en la monótona persecución de adictos a la metanfetamina y de ladrones de coches era un asesinato o una violación impactante, o ambas cosas a la vez. Para gran —aunque bien disimulada— contrariedad del propio Koffee, en toda su carrera solo había sido fiscal en dos asesinatos acreedores a la pena de muerte, tibio historial para Texas. El primero, y más famoso, era el de Nicole Yarber. Tres años después, en 2002, conseguía más fácilmente otra condena a muerte en el caso de un negocio de drogas malogrado que había dejado sembrada de cadáveres una carretera rural.
Y de ahí no pasaría. Abandonaba el cargo por culpa de un escándalo. Había prometido a los votantes que dentro de dos años no aspiraría a la reelección. Su mujer, con quien llevaba veintidós años casado, lo había dejado de la noche a la mañana, armando un gran revuelo. La ejecución de Drumm sería su último momento de gloria.
Su secuaz era Drew Kerber, quien, tras su ejemplar labor en el caso Drumm, había sido ascendido a detective jefe de la policía de Slone, cargo que seguía orgulloso de ostentar. Rondaba los cuarenta y seis años, diez menos que el fiscal, y aunque a menudo trabajaban codo con codo, se movían en círculos sociales diferentes. Kerber era poli, y Koffee, letrado. Slone, como la mayoría de las ciudades pequeñas del Sur, tenía las fronteras bien delimitadas.
Ambos, cada uno por su lado, le habían prometido a Donté Drumm que asistirían al momento del «pinchazo». El primero en hacerlo fue Kerber, durante el brutal interrogatorio del que salió la confesión. Cuando no clavaba el dedo en el pecho del joven, y no le lanzaba todos los insultos imaginables, le prometía una y otra vez que le esperaba la inyección, y que él, el detective Kerber, lo presenciaría.
En el caso de Koffee, la conversación fue mucho más breve. Durante una pausa en el juicio, en ausencia de Robbie Flak, Koffee organizó un encuentro rápido y secreto con Donté Drumm justo a la salida del juzgado, bajo una escalera. Le propuso un trato: declárate culpable y vivirás, sin libertad condicional; de lo contrario, morirás. Donté lo rechazó. Al oírle reiterar su inocencia, Koffee lo insultó y le aseguró que lo vería morir. Al cabo de un momento, ante el ataque verbal de Flak, negó el encuentro.
Hacía nueve años que ambos convivían con el caso Yarber, y se habían visto a menudo en la necesidad, por diversos motivos, de «ir a ver a Reeva». No siempre era una visita agradable, que les apeteciera hacer, pero Reeva era una pieza de tal importancia en el caso que no se podía descuidar de ningún modo.
Reeva Pike era la madre de Nicole, una mujer recia y sin pelos en la lengua cuyo entusiasmo al aceptar el papel de víctima rayaba con frecuencia en lo ridículo. Su implicación en el caso era larga, pintoresca y a menudo polémica. Ahora que la historia entraba en su último acto, en Slone muchos se preguntaban qué sería de ella cuando terminase.
Reeva se había pasado dos semanas dando la lata a Kerber y a la policía, mientras ellos buscaban frenéticamente a Nicole. Había llorado ante las cámaras, y amonestado en público a todos los cargos electos —desde el concejal de su barrio hasta el gobernador— por no haber encontrado a su hija. Tras la detención y supuesta confesión de Donté Drumm, se sometió gustosamente a largas entrevistas en las que no mostraba comprensión alguna con la presunción de inocencia, y en las que exigía cuanto antes la pena de muerte. Sus años de experiencia como profesora de la Biblia para mujeres en la Primera Iglesia Baptista le permitían blandir las escrituras y predicar como si tal cosa sobre la aquiescencia divina al castigo amparado por el estado. Su insistencia en referirse a Donté como «el chico ese» encrespaba a los negros de Slone. También le tenía reservados otros nombres, entre los que sentía predilección por «monstruo» y «asesino a sangre fría». Durante el juicio estuvo sentada junto a su marido, Wallis, y a sus dos hijos, en primera fila, justo detrás de la acusación, estrechamente rodeada por otros parientes y amigos. Nunca andaban lejos dos agentes armados, que separaban a Reeva y su clan de la familia y los partidarios de Donté Drumm. Durante los descansos circulaban palabras tensas. En cualquier momento podría haber brotado la violencia. Cuando el jurado anunció la condena a muerte, Reeva se levantó de un salto.
—¡Alabado sea Dios! —dijo.
El juez la reconvino de inmediato, amenazándola con la expulsión. Cuando se llevaron esposado a Donté, Reeva ya no pudo contenerse.
—¡Tú has matado a mi nenita! —gritó—. ¡Te veré exhalar el último aliento!
Al cumplirse el primer año de la desaparición de Nicole (y cabía suponer que de su muerte), Reeva organizó una rebuscada vigilia en Rush Point, a orillas del Red River, cerca del banco de arena donde habían encontrado el carnet del gimnasio y el de estudiante. Alguien hizo una cruz blanca y la clavó en el suelo. En torno a ella se dispusieron flores y grandes fotos de Nikki. El predicador ofició una ceremonia en su recuerdo, y dio gracias a Dios por «el veredicto justo y veraz» del jurado. Se encendieron velas, se entonaron himnos y se rezaron oraciones. La vigilia se convirtió en un acto anual, siempre en la misma fecha; un acto al que Reeva siempre asistía, frecuentemente con un equipo de reporteros a su zaga.
Ingresó en un grupo de víctimas, y en poco tiempo ya iba a conferencias e impartía charlas. Compiló una larga lista de quejas contra el sistema judicial, empezando por sus «retrasos interminables y dolorosos», y se volvió toda una experta en contentar a multitudes con sus nuevas teorías. Escribió a Robbie Flak cartas feroces, y hasta intentó escribir a Donté Drumm.
Reeva creó una web, WeMissYouNikki.com, y la llenó con mil fotos de la joven. Llevaba infatigable un blog sobre su hija y el proceso, que a menudo la tenía toda la noche ante el teclado. Robbie Flak la amenazó por dos veces con denunciarla por los textos difamatorios que publicaba, aunque era consciente de que lo mejor era dejarla en paz. Reeva acosaba a los amigos de Nikki para que colgasen sus anécdotas y recuerdos favoritos, y guardaba rencor a los que perdían interés por el asunto.
Su conducta podía ser estrambótica. Cada cierto tiempo protagonizaba viajes en coche río abajo, en busca de su hija. Se la veía con frecuencia mirando el agua desde un puente, perdida en otro mundo. El Red River atraviesa Shreveport, Luisiana, a doscientos kilómetros al sudeste de Slone. Lo de Reeva con Shreveport fue una fijación. Encontró un hotel céntrico con vistas al río, que se convirtió en su refugio. Pasó en él muchos días y muchas noches, paseándose por la ciudad y merodeando por centros comerciales, cines y cualquier otro sitio donde les gustase reunirse a los adolescentes. Sabía que aquello era irracional. Sabía que era inconcebible que Nikki pudiera haber sobrevivido y se escondiese de ella, pero a pesar de los pesares seguía yendo en coche a Shreveport y fijándose en las caras de las chicas. No podía renunciar a ello. Algo tenía que hacer.
Acudió varias veces a otros estados donde hubieran desaparecido adolescentes. Era la experta, la que tenía una experiencia que comunicar. Su lema, con el que se esforzaba por consolar y serenar a las familias, era «Puedes sobrevivir», aunque en su ciudad muchos se preguntaban hasta qué punto estaba sobreviviendo ella.
Ahora que había empezado la cuenta atrás, andaba loca con los detalles de la ejecución. Los reporteros habían vuelto, y ella tenía mucho que decir. Tras nueve largos años de amargura, por fin tenía la justicia a su alcance.
El lunes al caer la tarde, Paul Koffee y Drew Kerber decidieron que era el momento de ir a ver a Reeva.
Los recibió en la puerta con una sonrisa, e incluso con rápidos abrazos. Koffee y Kerber nunca sabían con qué Reeva se iban a encontrar. Podía ser encantadora o terrorífica. Sin embargo, con la muerte de Donté tan cerca, estuvo educada y vehemente. Atravesando la acogedora casa suburbana de dos plantas, llegaron a una sala grande, un anexo detrás del garaje que con el paso de los años se había convertido en el centro de operaciones de Reeva. Una mitad era un despacho, con archivadores, y la otra, un santuario en honor de su hija. Había grandes ampliaciones enmarcadas en color, retratos hechos póstumamente por admiradores, trofeos, cintas, placas y un premio del concurso científico de octavo curso. Las vitrinas permitían seguir casi toda la vida de Nikki.
Wallis, el segundo marido de Reeva y padrastro de Nicole, no estaba en casa. Con los años se le veía cada vez menos, y corría el rumor de que le estaba resultando muy difícil soportar el duelo y los lamentos constantes de su esposa. Se sentaron en torno a una mesa de centro, donde Reeva les sirvió té helado. Tras un intercambio de cumplidos, salió el tema de la ejecución.
—En la sala de testigos hay cinco plazas —dijo Koffee—. ¿Para quién serán?
—Para Wallis y para mí, claro. Chad y Marie aún no se han decidido, pero es probable que vengan. —Reeva nombró al hermanastro y la hermanastra de Nicole como si no se decidieran a ir a un partido—. La última plaza probablemente sea para el hermano Ronnie. No tiene ganas de ver una ejecución, pero siente la necesidad de acompañarnos.
El hermano Ronnie era el pastor de la Primera Iglesia Baptista. Llevaba unos tres años en Slone, y obviamente no había conocido a Nicole, pero estaba convencido de la culpabilidad de Drumm, y temía disgustar a Reeva.
Hablaron durante unos minutos sobre el protocolo del corredor de la muerte y las normas sobre testigos, horarios y demás.
—Reeva, ¿podríamos hablar sobre mañana? —preguntó Koffee.
—Pues claro.
—¿Aún vas a hacer lo de Fordyce?
—Sí. Ya está en la ciudad. Rodaremos aquí mismo, a las diez de la mañana. ¿Por qué lo preguntas?
—No tengo claro que sea buena idea —dijo Koffee.
Kerber asintió, mostrándose de acuerdo.
—Ah, ya. ¿Y por qué no?
—Es que es un personaje tan incendiario, Reeva… Nos preocupan mucho las reacciones del jueves por la noche. Ya sabes lo disgustados que están los negros.
—Puede haber problemas, Reeva —añadió Kerber.
—Si los negros dan problemas, detenedlos —dijo ella.
—Es justo el tipo de situación al que le gusta lanzarse Fordyce. Es un agitador, Reeva. Lo que quiere es armar follón, para poder estar en el centro. Así suben los índices de audiencia.
—Es lo único que le importa —añadió Kerber.
—Vaya, vaya… Qué nerviosos os veo —los regañó ella.
Sean Fordyce era el presentador de un programa de Nueva York que se había hecho un hueco en la televisión por cable dando una visión sensacionalista de los asesinatos. No tenía complejos en teñirlo todo con un sesgo de derechas, siempre a favor de la última ejecución, o del derecho a llevar armas, o de la detención de inmigrantes ilegales (grupo al que le encantaba atacar por ser objetivos mucho más fáciles que otros de piel oscura). No era un formato muy original, pero Fordyce había encontrado una mina de oro al empezar a filmar el momento en que las familias de las víctimas se preparaban para presenciar las ejecuciones. Se había hecho famoso por una proeza de su equipo: esconder una cámara minúscula en la montura de las gafas del padre de un niño asesinado en Alabama. Era la primera vez que el mundo veía una ejecución, y el dueño de la filmación era Sean Fordyce, que la reprodujo sin descanso, comentando a cada proyección lo sencilla, plácida e indolora que era, demasiado fácil para un asesino tan violento.
Fue encausado en Alabama, previa denuncia por parte de la familia del muerto, y amenazado de muerte y con la censura, pero sobrevivió, y la denuncia quedó en agua de borrajas: no pudieron concretar cuál era su delito. Finalmente, la demanda fue desestimada. Tres años después de aquella maniobra, no solo seguía en pie, sino que estaba en lo más alto del basurero de la televisión por cable. En esos momentos se encontraba en Slone, preparándose para un nuevo episodio. Se rumoreaba que había pagado cincuenta mil dólares a Reeva por la exclusiva.
—Piénsalo, Reeva, por favor —dijo Koffee.
—No, Paul, la respuesta es que no. Lo hago por Nicole, por mi familia y por el resto de las víctimas. Es necesario que el mundo vea lo que nos ha hecho ese monstruo.
—¿Qué se gana con ello? —preguntó Koffee.
Tanto él como Kerber habían ignorado las llamadas telefónicas del equipo de producción de Fordyce.
—Tal vez se puedan cambiar las leyes.
—Pero si en este caso ya funcionan, Reeva. De acuerdo, ha tardado más de lo que queríamos, pero desde un punto de vista general nueve años no está mal.
—Paul, por Dios, parece mentira que digas estas cosas. Tú no has vivido la misma pesadilla que nosotros durante los últimos nueve años.
—No, es verdad, ni pretendo entender lo que has pasado, pero la pesadilla no se acabará el jueves por la noche.
Eso seguro, al menos en lo que de Reeva dependía.
—No sabes de qué hablas, Paul. Estoy alucinada. La respuesta es que no. No, no y no. Iré a la entrevista, y emitirán el programa. Todo el mundo se va a enterar de lo que pasa.
Como no esperaban tener éxito, no se llevaron ninguna sorpresa. Cuando Reeva Pike tomaba una decisión, era irrevocable. Cambiaron de postura.
—Como quieras —dijo Koffee—. ¿Os sentís seguros, tú y Wallis?
Reeva sonrió, y casi se le escapó la risa.
—Pues claro, Paul. Tenemos la casa llena de armas, y los vecinos están pendientes de todo. Cada vez que entra un coche en esta calle, lo vigilan con miras de escopetas. No esperamos tener problemas.
—Hoy han llamado varias veces a la comisaría —comentó Kerber—. Los anónimos de siempre: amenazas vagas sobre tal y cual cosa si ejecutan al chico.
—Seguro que sabréis resolverlo —replicó Reeva, sin la menor inquietud.
Tras librar su propia guerra sin cuartel, ya no se acordaba de lo que era tener miedo.
—Creo que deberíamos tener un coche patrulla aparcado en la calle durante el resto de la semana —dijo Kerber.
—Tú haz lo que quieras; a mí me da igual. Aunque los negros se alboroten, hasta aquí no llegarán. ¿No suelen quemar primero sus propias casas?
Los dos hombres se encogieron de hombros. No tenían experiencia en disturbios. En cuanto a relaciones raciales, el pasado de Slone era de lo más anodino. Lo poco que sabían lo habían aprendido viendo las noticias por la tele. En efecto, parecía que los disturbios se limitaban a los guetos.
Tras unos minutos conversando sobre el tema, llegó el momento de irse. Se dieron otro abrazo en la puerta de la casa, y prometieron verse tras la ejecución. ¡Qué gran momento! El final del suplicio. Por fin se haría justicia.
Robbie Flak aparcó en la acera de la casa de los Drumm y se preparó para otra entrevista.
—¿Cuántas veces has venido? —le preguntó su acompañante.
—No lo sé. Muchísimas.
Robbie abrió la puerta y bajó. Ella hizo lo mismo.
Se llamaba Martha Handler, y era periodista de investigación por cuenta propia; no trabajaba para nadie, aunque de vez en cuando cobraba de revistas importantes. Su primera visita a Slone se remontaba a dos años atrás, al estallido del escándalo Paul Koffee, momento en el que había empezado su fascinación por el caso Drumm. Ella y Robbie habían pasado muchas horas juntos, profesionalmente, y solo el compromiso de Robbie con su actual compañera, una mujer veinte años menor que él, había impedido que la situación derivase a mayores. Martha, que ya no creía en el compromiso, daba señales contradictorias respecto a si tenía abierta la puerta o no. Había tensión sexual entre los dos, como si ambos resistieran el impulso de decir que sí. De momento lo lograban.
Al principio Martha decía escribir un libro sobre el caso Drumm. Más tarde era un artículo largo jara Vanity Fair, y luego para el New Yorker. Acto seguido fue el guión de una película que produciría en Los Ángeles uno de sus ex maridos. A juicio de Robbie era una escritora pasable, con muy buena memoria para los datos, pero un desastre en cuanto a organización y planificación. Independientemente del producto final Robbie tenía poder absoluto de veto, y si el proyecto de Martha llegaba a traducirse en dinero, una parte sería para Robbie y la familia Drumm. Ahora, tras dos años con ella, ya no esperaba ningún tipo de compensación. De todos modos, le caía bien. De humor malévolo, irreverente, Martha estaba totalmente entregada a la causa, y sentía un odio feroz hacia casi todas las personas que conocía en Texas. Por si fuera poco, le daba al bourbon como una cosaca, y jugaba al póquer hasta mucho después de medianoche.
El pequeño salón estaba lleno de gente, con Roberta Drumm en el sitio de siempre, el taburete del piano. Junto a la puerta de la cocina estaban dos de sus hermanos. Su hijo Cedric, el hermano mayor de Donté, acunaba a un bebé dormido en el sofá. Andrea, la hermana pequeña, ocupaba una silla, y el reverendo Canty, el pastor de Roberta, la otra. Robbie y Martha se sentaron muy juntos, en sillas precarias y frágiles traídas de la cocina. Martha había estado varias veces en la casa, y hasta le había hecho la comida a Roberta cuando tenía gripe.
Tras los saludos, abrazos y café instantáneo de siempre, Robbie empezó a hablar.
—Hoy no ha pasado nada, lo cual es una buena noticia. Mañana a primera hora se hará pública la decisión de la comisión de libertad condicional. No se reúnen; solo se van pasando el caso, y todos votan. No esperamos que aconsejen clemencia. Casi nunca lo hacen. Lo que esperamos es una negativa, que recurriremos ante el gobernador, pidiendo la suspensión. El gobernador tiene potestad para suspender la pena durante treinta días. No es muy probable que nos lo concedan, pero hay que rezar por un milagro.
Robbie Flak no rezaba mucho, pero dominaba la jerga de una zona tan acérrima defensora de su fe como era el este de Texas. Además, estaba en una sala llena de gente que se pasaba las veinticuatro horas del día rezando, con la única excepción de Martha Handler.
—La parte positiva es que hoy nos hemos puesto en contacto con Joey Gamble. Lo hemos encontrado en las afueras de Houston, en un sitio que se llama Mission Bend. Nuestro investigador ha comido con él, le ha planteado la verdad, le ha recalcado la urgencia de la situación, y todo lo demás. Gamble sigue el caso, y es consciente de lo que está en juego. Lo hemos invitado a firmar una declaración en la que se retracte de las mentiras que dijo en el juicio, pero se ha negado. De todos modos, no nos rendimos. No ha sido terminante. Parecía vacilar, y sentirse preocupado por la situación de Donté.
—¿Y si firma la declaración y dice la verdad? —preguntó Cedric.
—Pues de repente tendríamos algo de munición, una o dos balas, algo que presentar ante los tribunales para hacer un poco de ruido. El problema es que cuando los mentirosos empiezan a retractarse de sus testimonios a todo el mundo le da por sospechar, sobre todo a los jueces que dirimen los recursos. ¿Dónde está el límite de las mentiras? ¿Cuándo miente, ahora o antes? La verdad es que está difícil, pero ahora mismo todo está difícil.
Robbie siempre había sido franco, sobre todo en su trato con las familias de los acusados por delitos graves. En aquella fase del caso de Donté, parecía absurdo albergar esperanzas.
Roberta se quedó estoicamente sentada, con las manos debajo de las piernas. Tenía cincuenta y seis años, pero aparentaba muchos más. Desde que su marido, Riley, había muerto, hacía cinco años, ya no se teñía el pelo, y había dejado de comer. Estaba gris, demacrada, y hablaba muy poco; claro que siempre había sido parca. El gran hablador, el bocazas, el lanzado, era Riley; a Roberta le quedaba el papel de suavizar las cosas a espaldas de su marido, poner parches en las desavenencias que creaba. Desde hacía unos días aceptaba lentamente la realidad, que parecía superarla. Ni ella, ni Riley, ni ningún miembro de la familia habían puesto en duda alguna vez la inocencia de Donté. En sus tiempos, el muchacho había intentado lesionar a algún jugador, y en caso de necesidad sabía defenderse muy bien en el patio o en la calle, pero en el fondo era un bonachón, un chico sensible, incapaz de hacer daño a una persona inocente.
—Mañana iremos Martha y yo a Polunsky, para ver a Donté —dijo Robbie—. Si tenéis alguna carta, se la puedo llevar.
—Yo a las diez de la mañana estoy citado con el alcalde —anunció el reverendo Canty—. Habrá varios pastores más. La intención es transmitirle nuestra inquietud por lo que pueda pasar en Slone si ejecutan a Donté.
—La cosa se pondrá fea —dijo un tipo.
—Ni lo dudes —añadió Cedric—. Por aquí la gente está que trina.
—La ejecución sigue programada para el jueves a las seis de la tarde, ¿no? —preguntó Andrea.
—Sí —confirmó Robbie.
—¿Y cuándo estaremos seguros de que la cumplirán? —preguntó ella.
—Normalmente no se sabe hasta el último momento, más que nada porque los abogados apuran al máximo todas las posibilidades.
Andrea miró a Cedric, nerviosa.
—Pues mira, Robbie —dijo—, que sepas que en esta parte de la ciudad hay mucha gente que piensa salir a la calle en cuanto eso ocurra. Habrá problemas, y yo lo entiendo; pero una vez que empiece, podría descontrolarse.
—Más vale que la ciudad vaya con cuidado —dijo Cedric.
—Es lo que le diremos al alcalde —intervino Canty—. Más le vale hacer algo.
—Lo único que puede hacer es reaccionar —dijo Robbie—. El no tiene nada que ver con la ejecución.
—¿No puede hablar por teléfono con el gobernador?
—Sí, claro, pero no deis por supuesto que el alcalde esté en contra de la ejecución. Si habla con el gobernador, lo más probable es que le presione para que no suspenda la condena. El alcalde es un texano de la vieja escuela. Le encanta la pena de muerte.
Nadie en la sala tenía gran cariño al alcalde, ni al gobernador, dicho fuera de paso. Robbie cambió de tema, para no seguir hablando de posibles brotes de violencia. Tenían detalles importantes que tratar.
—Según el reglamento de la Dirección General de Prisiones, la última visita de la familia será el jueves a las ocho de la mañana, en la Unidad Polunsky, antes de que trasladen a Donté a Huntsville —siguió explicando—. Ya sé lo impacientes que estáis por verlo, y él también se muere de ganas, pero al llegar no os sorprendáis, porque será una visita normal. Habrá una lámina de plexiglás entre él y vosotros, y hablaréis por teléfono. Es ridículo, pero bueno, estamos en Texas.
—¿Ni abrazos ni besos? —dijo Andrea.
—No. Son las normas.
Roberta empezó a llorar, con lagrimones y sollozos sofocados.
—No puedo coger a mi niño —se lamentó.
Uno de los hermanos le dio un kleenex, y unas palmadas en el hombro. Roberta tardó aproximadamente un minuto en recuperar la compostura.
—Lo siento.
—No lo sientas, Roberta —dijo Robbie—. Eres madre, y están a punto de ejecutar a tu hijo por algo que no hizo. Tienes derecho a llorar. Yo estaría llorando a grito pelado, y pegando tiros. Aún no lo descarto.
—¿Y en lo que es la ejecución en sí? —preguntó Andrea—. ¿Quién puede estar?
—La sala de testigos está dividida por una pared, para separar a la familia de la víctima de la del recluso. Todos los testigos están de pie. No hay asientos. A ellos les tocan cinco plazas, y a vosotros otras cinco. El resto es para los abogados, los funcionarios de la cárcel, la prensa y algunas personas más. Yo estaré presente. Roberta, ya sé que piensas ser testigo, pero Donté se niega rotundamente a que vayas. Tu nombre está en la lista, pero él no quiere que lo veas.
—Lo siento, Robbie —dijo ella, sonándose—. Ya lo hemos hablado. Estuve cuando nació, y estaré cuando muera. Aunque no lo sepa, me necesitará. Seré testigo.
Robbie no pensaba discutir. Prometió volver el día siguiente por la tarde.