Capítulo cinco

En la segunda planta del hospital St. Francis, Aurelia Lindmar se estaba recuperando muy bien de una operación de vesícula. Keith estuvo veinte minutos a su lado, comió dos trozos de chocolate barato y en mal estado que había enviado una sobrina por correo, y consiguió aprovechar la aparición de una enfermera con una jeringuilla para despedirse sin ser maleducado. En el pasillo de la tercera planta consoló a la inminente viuda de Charles Cooper, uno de los pilares de St. Mark, cuyo corazón enfermo ya no daba más de sí. Keith tenía que ver a otros tres pacientes, pero se encontraban en situación estable, y sobrevivirían hasta el día siguiente, cuando él tendría más tiempo. Encontró al doctor Herzlich sentado a solas en una pequeña cafetería de la primera planta, comiendo un bocadillo frío de una máquina a la vez que leía un apretado texto.

—¿Ya ha comido? —preguntó educadamente Kyle Herzlich mientras ofrecía asiento al pastor.

Keith se sentó y miró el raquítico bocadillo (pan blanco a ambos lados de una fina rebanada de carne que parecía muy artificial).

—He desayunado tarde, gracias —dijo.

—Muy bien. Mire, Keith, he conseguido meter un poco la nariz, y la verdad es que he llegado lo más lejos que he podido. ¿Me entiende?

—Claro que sí. Tampoco tenía ninguna pretensión de que se entrometiera en nada íntimo.

—Eso nunca. No puedo hacerlo. Ahora bien, he preguntado un poco y… vaya, que hay maneras de enterarse de alguna que otra cosa. El hombre del que me habló ha venido como mínimo dos veces en el último mes; se ha hecho un montón de pruebas, y lo del tumor es verdad. No tiene buen pronóstico.

—Gracias, doctor.

A Keith no le sorprendió enterarse de que Travis Boyette decía la verdad, al menos sobre el tumor cerebral.

—Más no puedo decirle.

El doctor lograba comer, leer y hablar al mismo tiempo.

—No, claro, tranquilo.

—¿Qué delito cometió?

«Mejor que no lo sepas», pensó Keith.

—Uno muy feo. Es un veterano con un largo historial.

—¿Qué hace en St. Mark?

—Estamos abiertos a cualquiera, doctor. Se nos pide que estemos al servicio de todos los hijos de Dios, aunque tengan antecedentes penales.

—Supongo que sí. ¿Hay algo que temer?

—No, es inofensivo.

«Mientras escondas a las mujeres y las niñas, y puede que a los niños…». Keith le dio otra vez las gracias y se despidió.

—Hasta el domingo —dijo el doctor, sin apartar la vista del informe médico.

Anchor House era un edificio cuadrado de ladrillo rojo, con las ventanas pintadas; el tipo de estructura que sirve un poco para todo y que probablemente haya tenido usos muy diversos en los cuarenta años transcurridos desde su acelerada construcción. El responsable de levantarlo tenía prisa, y no le había parecido necesaria la participación de ningún arquitecto. El lunes, a las siete de la tarde, Keith entró por la acera de la calle Diecisiete y se paró en un mostrador improvisado, desde donde lo vigilaba todo un ex presidiario.

—¿Sí? —dijo este último, sin calidez alguna.

—Tengo que ver a Travis Boyette —anunció Keith.

El vigilante miró a su izquierda, hacia una gran sala abierta donde una docena aproximada de hombres, sentados en diversos grados de relajación, seguían embobados el concurso La rueda de la fortuna en un gran televisor con el volumen a tope. Después miró a su derecha, hacia otra sala abierta de grandes dimensiones donde unos diez o doce hombres leían libros de bolsillo muy gastados o jugaban a las damas y al ajedrez. Boyette estaba en un rincón, en una mecedora de mimbre, parcialmente oculto detrás de un periódico.

—Allá —dijo el hombre, señalando con la cabeza—. Firme aquí.

Keith firmó y fue al rincón. Al verlo, Boyette cogió su bastón y se levantó con dificultad.

—No lo esperaba —comentó, claramente sorprendido.

—Estaba por esta zona. ¿Tiene unos minutos para hablar?

Los demás hombres fueron reparando en Keith como si tal cosa. No hubo interrupción en los juegos de damas ni de ajedrez.

—Sí, claro —respondió Boyette, mirando a su alrededor—. Vamos al comedor.

Al seguirlo, Keith vio que su pierna izquierda sufría en cada paso una leve interrupción que era la causa de su cojera. El bastón se clavaba en el suelo, haciendo clic, clic, clic… Keith pensó en lo horrible que debía de ser vivir cada minuto con un tumor de grado cuatro entre las orejas, un tumor que crecía sin parar hasta que parecía reventar el cráneo, y no pudo evitar compadecerse de aquel hombre, aunque fuera un canalla. Un hombre muerto.

El comedor era una sala pequeña, con cuatro mesas largas plegables, y al fondo un gran hueco que daba a la cocina. El equipo de limpieza armaba un gran escándalo con las ollas y las sartenes, y también con las carcajadas. Una radio emitía rap. Era el escenario perfecto para que no se oyera una conversación en voz baja.

—Aquí podemos hablar —dijo Boyette, señalando una mesa con la cabeza.

La mesa estaba llena de migas, y el aire, muy cargado de olor a aceite de freír. Se sentaron el uno frente al otro. Como no tenían nada en común de que hablar, salvo del clima, Keith decidió ir al grano.

—¿Le apetece un café? —preguntó cortésmente Boyette.

—No, gracias.

—Buena idea. Es el peor café de todo Kansas, peor que el de la cárcel.

—Travis, esta mañana, después de que se fuera, he entrado en internet, he encontrado la web sobre Donté Drumm y me he pasado el resto del día metido en ese mundo. Es fascinante y desolador. Existen serías dudas acerca de su culpabilidad.

—¿Serias? —dijo Boyette, riéndose—. Debería haberlas, sí. Ese chico no tuvo nada que ver con lo que le pasó a Nikki.

—¿Qué le pasó a Nikki?

Una mirada de sorpresa, como un ciervo deslumbrado por unos faros. Silencio. Boyette se cogió la cabeza con las manos y se hizo un masaje en el cuero cabelludo. Sus hombros empezaron a temblar. El tic dio comienzo, paró y volvió a empezar. Al observarlo, Keith casi sintió su sufrimiento. De la cocina salía el ritmo maquinal de la música rap.

Keith introdujo lentamente la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó una hoja doblada, que desplegó y puso sobre la mesa.

—¿Reconoce a esta chica? —preguntó.

Era una impresión de una foto en blanco y negro bajada de la web, una imagen en la que Nicole Yarber, vestida de animadora, posaba con un pompón y sonreía con toda la inocencia de sus dulces diecisiete años.

Al principio Travis Boyette no reaccionó. Era como si nunca hubiera visto a Nikki. Se quedó mirándola un buen rato, y de pronto, sin previo aviso, empezó a llorar. Nada de jadeos, sollozos o disculpas; solo un reguero líquido que corrió por sus mejillas hasta llegar a la barbilla y gotear. No hizo el menor esfuerzo por limpiarse la cara. Miró a Keith. La foto se estaba mojando. Luego gruñó, carraspeó y por fin dijo:

—Quiero morirme, de verdad.

Keith volvió de la cocina con dos cafés solos en vasos de cartón, y papel de cocina. Boyette cogió un trozo y se secó la cara y la barbilla.

—Gracias —dijo.

Keith volvió a sentarse.

—¿Qué le pasó a Nikki? —preguntó.

Pareció que Boyette contara hasta diez antes de contestar.

—Todavía la tengo.

Keith se creía preparado para todas las respuestas posibles, pero no lo estaba. ¿Era posible que Nikki siguiera con vida? No. Boyette se había pasado los últimos seis años en la cárcel. ¿Cómo iba a tenerla encerrada en otro sitio? «Está loco».

—¿Dónde está? —preguntó con firmeza.

—Enterrada.

—¿Dónde?

—En Missouri.

—Mire, Travis, si sigue contestando con palabras sueltas nos pasaremos toda la vida aquí. Esta mañana ha venido a mi despacho por una razón: confesar. Como le ha faltado valor, aquí me tiene. Adelante.

—¿A usted por qué le importa?

—Es bastante obvio, ¿no? Están a punto de ejecutar a un inocente por algo que hizo usted. Quizá aún haya tiempo de salvarlo.

—Lo dudo.

—¿A Nicole Yarber la mató usted?

—¿Es confidencial, pastor?

—¿Quiere que lo sea?

—Sí.

—¿Por qué? ¿Por qué no confiesa, lo reconoce todo e intenta ayudar a Donté Drumm? Es lo que debería hacer, Travis. Según lo que me ha dicho esta mañana, tiene los días contados.

—¿Confidencial o no?

Keith se tomó un respiro, y acto seguido cometió el error de beber un poco de café. Travis tenía razón.

—Si quiere que sea confidencial, Travis, lo será.

Una sonrisa y un tic. Boyette miró a su alrededor, aunque de momento nadie se había fijado en ellos, y empezó a asentir.

—Lo hice yo, pastor. No sé por qué. Nunca sé por qué.

—¿La raptó en el aparcamiento?

El tumor, al expandirse, le producía dolores de cabeza insoportables. Boyette volvió a sujetarse la cabeza, y logró capear el temporal. Apretó las mandíbulas, resuelto a seguir adelante.

—La rapté y me la llevé. Iba armado. No se resistió mucho. Salimos de la ciudad, y la retuve unos cuantos días. Tuvimos relaciones. Nos…

—No tuvieron relaciones. Usted la violó.

—Sí, varias veces. Luego hice lo que tenía que hacer y la enterré.

—¿La mató?

—Sí.

—¿Cómo?

—Estrangulándola con su cinturón. Aún lo lleva alrededor del cuello.

—¿Y la enterró?

—Sí.

Boyette miró la foto, y Keith casi le vio sonreír.

—¿Dónde?

—Al sur de Joplin, donde crecí. Muchas colinas, valles, hondonadas, caminos de leñadores, carreteras sin salida… Nunca la encontrarán. Ni siquiera llegaron a acercarse.

Hubo una pausa, durante la cual percibió aquella nauseabunda realidad. Naturalmente, existía la posibilidad de que mintiese, pero Keith fue incapaz de convencerse de ello. ¿Qué ganaba mintiendo, sobre todo en aquella etapa de su triste vida?

En la cocina se apagó la luz, y también la radio. Salieron tres fornidos hombres negros, que al cruzar el comedor saludaron con la cabeza y hablaron educadamente con Keith, mientras que a Travis solo lo miraron de pasada. Al salir cerraron la puerta.

Keith cogió la copia de la foto, la giró, destapó su bolígrafo y escribió algo en ella.

—¿Y si me pusiera en antecedentes, Travis? —dijo.

—Por mí, perfecto. No tengo nada más que hacer.

—¿Qué hacía en Slone, Texas?

—Trabajar para una empresa de Fort Smith, R. S. McGuire and Sons. De construcción. Los habían contratado para hacer una nave en Monsanto, justo al oeste de Slone. Yo estaba contratado de peón, de machaca; un asco de trabajo, pero no encontraba nada más. Me pagaban menos que el salario mínimo, en efectivo y en negro, igual que a los mexicanos. Semana de sesenta horas sin incentivos, ni seguro, ni capacitación, ni nada. No pierda el tiempo en consultarlo con la empresa, porque nunca estuve empleado oficialmente. Vivía de alquiler en una habitación de un motel viejo al oeste de la ciudad, que se llamaba Rebel Motor Inn. Probablemente aún exista. Búsquelo. Cuarenta por semana. El trabajo duró cinco o seis meses. Un sábado por la noche vi las luces, encontré el campo de detrás del instituto, compré una entrada y me senté entre el público. No conocía a nadie. Estaban mirando un partido de fútbol americano. Bueno, yo miraba a las animadoras. Siempre me han encantado las animadoras. Culitos monos, faldas cortas y mallas negras. Dan brincos, volteretas, saltan de aquí para allí, y se les ven tantas cosas… De hecho, quieren que las veas. Entonces fue cuando me enamoré de Nicole. Me lo enseñaba todo, especialmente a mí. Supe desde el primer momento que era ella.

—Continúe.

—De acuerdo, continuemos. Yo iba al partido cada dos viernes. Nunca me sentaba en el mismo sitio, ni me vestía de la misma manera. Cambiaba de gorra. Son cosas que aprendes cuando sigues a alguien. Nicole se convirtió en todo mi mundo. Yo notaba que mis impulsos se iban haciendo cada vez más fuertes. Sabía lo que iba a pasar, pero no podía parar. Nunca puedo parar. Nunca, nunca.

Tomó un sorbo de café e hizo una mueca.

—¿Vio jugar a Donté Drumm?

—Puede ser. No me acuerdo. Nunca miraba el partido. Solo me fijaba en Nicole. Y de repente ya no la vi. Se había terminado la temporada. Me desesperé. Como ella iba en un BMW muy chulo, pequeño y rojo, el único de toda la ciudad, si sabías dónde buscar no costaba mucho encontrarla. Frecuentaba los mismos sitios que la mayoría. Aquella noche, al ver su coche aparcado en el centro comercial, supuse que estaría en el cine. Esperé y esperé. En caso de necesidad, puedo ser muy paciente. Cuando se liberó la plaza de al lado de su coche, entré en marcha atrás.

—¿Usted en qué coche iba?

—En una furgoneta Chevrolet vieja que había robado en Arkansas. Las matrículas las robé en Texas. Aparqué en marcha atrás para quedar puerta con puerta. Cuando Nicole se metió en la trampa, la asalté. Tenía una pistola y un rollo de cinta americana, que era lo único que necesitaba. No se oyó ni mu.

Desgranaba los detalles con un distanciamiento espontáneo, como si describiera una escena de película. Pasó esto. Lo hice así. No esperes que le vea algún sentido.

Ya hacía rato que no lloraba.

—Fue un mal fin de semana para Nikki. Yo casi la compadecía.

—Esos detalles ya no me interesan, la verdad —dijo Keith, interrumpiéndolo—. ¿Cuánto tiempo se quedó en Slone después de matarla?

—Creo que un par de semanas, hasta después de Navidad. Leía la prensa local y miraba las últimas noticias de la noche. Toda la ciudad estaba histérica. Vi llorar a su madre por la tele. Muy triste. Cada día salía a buscarla otra brigada, con un equipo de televisión detrás. Qué tontos. Nikki estaba a trescientos kilómetros, durmiendo con los ángeles.

Increíblemente, el recuerdo le hizo reír.

—No creo que le haga gracia.

—Perdone, pastor.

—¿Cómo se enteró de que habían detenido a Donté Drumm?

—Cerca del motel había un bar de mala muerte al que me gustaba ir a tomar café a primera hora. Oí decir que había confesado un jugador de fútbol americano, un chico negro. Entonces compré el periódico, me senté en la furgoneta, leí el artículo y pensé: «¡Pero qué pandilla de idiotas!». Estaba alucinado. No podía creerlo. Salía una foto policial de Drumm, con cara de buen chico. Recuerdo que me quedé mirándola y pensé que le faltaba algún tornillo. Si no, ¿por qué iba a confesar mi crimen? Me cabreó un poco. El chaval tenía que estar loco. Luego, al día siguiente, su abogado montó un cirio en la prensa, diciendo que la confesión era tongo y que los polis habían engañado al chico y se le habían echado todos encima hasta agotarlo, sin dejarle salir en quince horas de la sala. Entonces sí que me cuadró. Nunca he podido fiarme de ningún poli. La ciudad estuvo a punto de explotar. Los blancos querían ahorcarlo en plena calle Mayor. Los negros estaban francamente convencidos de que le habían endosado algo que no había hecho. Estaba todo muy tenso, y en el instituto había muchas peleas. Entonces me despidieron y me fui.

—¿Por qué lo despidieron?

—Por una tontería. Una noche me quedé demasiado tiempo en un bar. Me pilló la poli conduciendo borracho, y luego se dieron cuenta de que la camioneta y las matrículas eran falsas. Me pasé una semana en la cárcel.

—¿En Slone?

—Sí. Compruébelo. Enero de 1999. Acusado de hurto mayor, conducción en estado de ebriedad y todo lo que pudieron encasquetarme.

—¿Drumm estaba en la misma cárcel?

—Yo no lo vi, pero se hablaba mucho de él. Corría el rumor de que lo habían trasladado a otro condado por motivos de seguridad. A mí se me escapaba la risa. Los polis tenían al verdadero asesino, pero no lo sabían.

Keith tomaba notas, aunque le costaba dar crédito a lo que escribía.

—¿Cómo salió? —preguntó.

—Me asignaron un abogado, que consiguió rebajar mi fianza. La pagué, me largué de la ciudad y no volví nunca más. Después de una temporada yendo de aquí para allí, me detuvieron en Wichita.

—¿Se acuerda del nombre del abogado?

—¿Todavía está comprobando datos, pastor?

—Sí.

—¿Cree que miento?

—En absoluto, pero nunca está de más comprobar datos.

—No, del nombre no me acuerdo. En mi vida he tenido muchos abogados, pero no he pagado ni un céntimo.

—La detención de Wichita fue por intento de violación, ¿verdad?

—Más o menos. Tentativa de agresión sexual con secuestro. No hubo sexo. No llegué tan lejos. La chica sabía kárate. La cosa no salió como tenía pensado. Me dio una patada en los huevos, y me pasé dos días vomitando.

—Tengo entendido que lo condenaron a diez años. Cumplió seis, y ahora está aquí.

—Felicidades, pastor. Ha hecho los deberes.

—¿Se ha mantenido al corriente del caso Drumm?

—Bueno, durante unos años me acordaba de vez en cuando. Suponía que al final los abogados y los tribunales se darían cuenta de que se habían equivocado de culpable. Vaya, que hasta en Texas tienen tribunales superiores que revisan los casos, y todo eso… Estaba claro que en algún momento habría alguien que descubriría la evidencia. Supongo que con el paso del tiempo se me olvidó. Tenía mis propios problemas. Cuando estás en una cárcel de máxima seguridad, no te preocupas demasiado por los demás.

—¿Y Nikki? ¿Piensa en ella de vez en cuando?

Boyette no contestó, y el lento transcurso de los segundos dejó de manifiesto que no respondería a la pregunta. Keith seguía escribiendo, apuntes personales sobre el siguiente paso a dar. No había nada seguro.

—¿Siente alguna compasión por su familia?

—A mí me violaron a los ocho años, y no recuerdo ni una palabra compasiva de nadie; de hecho, nadie levantó una mano para impedirlo. Y aquello continuó. Ya ha visto mi historial, pastor: he tenido varias víctimas. No podía parar, ni estoy seguro de poder hacerlo ahora. Obviamente, la compasión no es algo en lo que pierda el tiempo.

Keith sacudió la cabeza, con una mirada de repulsa.

—Entiéndame, pastor: me arrepiento de muchas cosas. Me gustaría no haber hecho tantas barbaridades. He deseado un millón de veces poder ser normal. Me he pasado toda la vida queriendo no hacer daño a los demás, y ponerme en el buen camino, no sé cómo; alejarme de la cárcel, conseguir trabajo y todo eso. Yo no he elegido ser así.

Keith dobló parsimoniosamente la hoja de papel y se la guardó en el bolsillo del abrigo. Después enroscó el tapón del bolígrafo, cruzó los brazos y miró fijamente a Boyette.

—Supongo que su intención será quedarse mano sobre mano, dejando que en Texas todo siga su curso.

—No, me inquieta. Lo que pasa es que no tengo claro qué hacer.

—¿Y si encontrasen el cadáver? Usted me dice dónde está enterrado, y yo intento ponerme en contacto con las personas indicadas.

—¿Seguro que quiere implicarse en el asunto?

—No, pero tampoco puedo ignorarlo.

Boyette se inclinó y empezó a darse golpes otra vez en la cabeza.

—Es imposible que la encuentre nadie —dijo, con un quiebro en la voz. Instantes después el dolor se atenuó—. Yo, ahora, no sé si podría. Ha pasado tanto tiempo…

—Han pasado nueve años.

—No tanto. Fui a verla un par de veces cuando ya estaba muerta.

Keith mostró las palmas de las manos.

—No quiero oírlo —dijo—. ¿Y si llamo al abogado de Drumm y le explico lo del cadáver? No le diría su nombre, pero al menos allá habría alguien que supiera la verdad.

—¿Y luego?

—No lo sé. No soy abogado. Tal vez pueda convencer a alguien. Estoy dispuesto a intentarlo.

—El único que puede encontrarla soy yo, pero no puedo salir del estado de Kansas. ¡Ni siquiera puedo salir de este condado, joder! Me trincarían por incumplir la condicional, y volverían a meterme en la cárcel. Y yo a la cárcel no vuelvo, pastor.

—¿Qué más da, Travis? Según usted mismo, se morirá dentro de pocos meses.

Boyette se quedó muy quieto, sin decir nada. Empezó a entrechocar las puntas de los dedos, mientras miraba fijamente a Keith con ojos duros y secos, sin pestañear.

—Pastor —dijo suavemente pero con firmeza—, yo no puedo reconocer un asesinato.

—¿Por qué no? Lo han condenado al menos cuatro veces por delitos graves, todos relacionados con la agresión sexual. Se ha pasado la mayor parte de su vida adulta en la cárcel. Tiene un tumor cerebral que no se puede operar. Resulta que el asesinato lo cometió usted. ¿Por qué no tiene el valor de admitirlo y salvar así la vida de un inocente?

—Mi madre aún está viva.

—¿Dónde?

—En Joplin, Missouri.

—¿Cómo se llama?

—¿Va a llamarla por teléfono, pastor?

—No, no quiero molestarla. ¿Cómo se llama?

—Susan Boyette.

—Y vivía en la calle Trotter, ¿verdad?

—¿Cómo lo…?

—Su madre murió hace tres años, Travis.

—¿Cómo lo…?

—Google. He tardado unos diez minutos.

—¿Qué es Google?

—Un servicio de búsqueda por internet. ¿Sobre qué otras cosas miente? ¿Cuántas mentiras me ha contado hoy, Travis?

—Si miento, ¿por qué está usted aquí?

—No lo sé. Una buena pregunta. Cuenta usted una bonita historia, y tiene un mal expediente, pero no puede demostrar nada.

Boyette se encogió de hombros, como si no le importase, pero se ruborizó y entornó los ojos.

—Yo no tengo que demostrar nada. No soy el acusado, para variar.

—Encontraron su carnet del gimnasio y el del instituto en un banco de arena del Red River. ¿Cómo encaja eso en su historia?

—Llevaba su teléfono dentro del bolso. En cuanto la tuve a ella, empezó a sonar como un loco y no había manera de pararlo. Al final me enfadé, cogí el bolso y lo tiré por el puente. En cambio, a la chica me la quedé. La necesitaba. Me recuerda a su mujer, muy mona.

—Cállese, Travis —dijo Keith impulsivamente, sin poder evitarlo. Respiró hondo y añadió con paciencia—: Dejemos a mi mujer al margen.

—Perdone, pastor. —Boyette se quitó una cadenita del cuello—. Si quiere pruebas, échele un vistazo a esto.

La cadena tenía un anillo de graduación, de oro, con una piedra azul. Boyette abrió la cadena y tendió el anillo a Keith. Era fino y pequeño; estaba claro que lo había llevado una mujer.

—En un lado pone ANY —dijo Boyette, sonriendo—. Alicia Nicole Yarber. En el otro pone SHS 1999: el Slone High School de nuestros amores.

Keith lo contempló con incredulidad, apretándolo entre el pulgar y el índice.

—Enséñeselo a la madre de ella, y verá cómo llora —dijo Boyette—. La única otra prueba que tengo, pastor, es la propia Nicole, y cuanto más pienso en ella, más convencido estoy de que sería mejor dejarla en paz.

Keith puso el anillo encima de la mesa. Boyette lo cogió. De pronto echó hacia atrás la silla, cogió el bastón y se levantó.

—No me gusta que me llamen mentiroso, pastor. Váyase a su casa y diviértase con su mujer.

—Mentiroso, violador, asesino, y encima cobarde, Travis. ¿Por qué no hace algo bueno en la vida por una vez? Y deprisa, antes de que sea demasiado tarde.

—Déjeme en paz.

Boyette abrió la puerta y dio un portazo al salir.