Capítulo cuarenta y dos

Todas las tiendas del centro comercial cerraban a las nueve de la noche. A las nueve y cuarto, Lilly Reed apagó las cajas registradoras, marcó en el reloj de fichar, encendió el sistema de alarma y cerró con llave las dos puertas de la tienda de ropa femenina de la que era gerente adjunta. Salió del centro por una puerta de servicio, y caminó rápidamente hacia su coche, un Volkswagen Beetle, aparcado en una zona reservada para empleados. Tenía prisa: su novio la esperaba en un bar deportivo, a casi un kilómetro de camino. Al abrir la puerta del coche, notó que algo se movía a sus espaldas, y oyó un paso.

—Hola, Lilly —dijo una extraña voz de hombre.

Lilly supo enseguida que tenía problemas. Al volverse, vislumbró una pistola negra, vio una cara que no olvidaría nunca e intentó gritar. Él, con una rapidez increíble, le puso una mano en la boca.

—Sube al coche —le ordenó, empujándola.

Dio un portazo, la abofeteó en la cara con gran fuerza y le metió el cañón de la pistola en la oreja izquierda.

—No hagas ruido —susurró—. Y baja la cabeza.

Lilly obedeció, casi demasiado horrorizada para moverse. Él puso el motor en marcha.

Enrico Munez llevaba media hora dormitando, mientras esperaba a que su mujer acabara el trabajo en un local familiar de la zona de restaurantes del centro comercial. Estaba aparcado entre dos coches, en una fila de vehículos vacíos. Cuando vio el ataque aún estaba adormecido, apoltronado en el asiento. El agresor apareció como por arte de magia. Sabía lo que hacía. Enseñó la pistola, pero sin agitarla. Redujo a la chica, demasiado atónita para reaccionar. En cuanto el Beetle se puso en movimiento, con el agresor al volante, Enrico reaccionó instintivamente. Encendió el motor de su camioneta, puso marcha atrás y luego aceleró en sentido contrario. Pilló al Beetle justo cuando giraba al final del pasillo y, consciente de la gravedad de la situación, no vaciló en estrellarse contra él. Logró evitar la puerta del copiloto, donde estaba la chica. Chocó contra la rueda delantera derecha. Justo después del impacto, pensó en la pistola, y se dio cuenta de que se había dejado la suya en casa. Entonces metió la mano por debajo del asiento, cogió un bate de béisbol serrado que llevaba por si las moscas y saltó sobre el Beetle. En el momento en que el hombre salía, Enrico le golpeó con el bate la parte de atrás de su lisa y reluciente cabeza. Más tarde contó a sus amigos que había sido como aplastar un melón.

El hombre se debatía en el asfalto. Enrico remató la faena con otro golpe. La pistola era de juguete, aunque parecía de verdad. Lilly estaba histérica; en conjunto, el episodio no duró ni un minuto, pero ella ya se estaba preparando para una pesadilla. Salió del coche como pudo y echó a correr. El ruido atrajo a otras personas. En cuestión de minutos llegó la seguridad del centro comercial, seguida por la policía y por una ambulancia. Tras dejar en sus manos al detenido, que aún estaba en el suelo, Enrico empezó a contar lo sucedido.

El agresor no tenía cartera, identificación ni nada en los bolsillos, salvo doscientos treinta dólares en efectivo. Se negó a decir su nombre. En el hospital, las radiografías revelaron una fisura del cráneo muy fina, debida a Enrico, y un tumor cerebral del tamaño de un huevo. Una vez hechas las curas, se quedó encerrado en una habitación. Los investigadores le tomaron las huellas, y los detectives trataron de interrogarlo, pero él, herido y sedado, no les dijo nada. Fueron varios los policías y detectives que entraron y salieron de la habitación, hasta que uno ató cabos.

—Creo que es aquel tío, Boyette —susurró.

De pronto, todos estaban de acuerdo. El hombre, sin embargo, lo negó. Dos horas más tarde reconocieron las huellas, y confirmaron su identidad.

Diez horas antes, al otro lado del mundo, dos helicópteros Black Hawk chocaban sobre el desierto cerca de Faluya, en el centro de Irak, provocando la muerte de diecinueve integrantes de una unidad texana de la Guardia Nacional. La tragedia vino al dedo al gobernador Newton. Con la aquiescencia casi eufórica de Barry y de Wayne, se convino en que el gobernador saliera enseguida para Irak e hiciera una demostración de verdadera autoridad en la guerra contra el terror. El viaje también serviría para situarlo en un escenario de mayor alcance, y para conseguir imágenes que se pudieran usar en el futuro, pero lo más importante de todo era largarse de Texas.

—Anoche cogieron a Boyette —dijo Wayne, mirando su portátil—. Asaltó a una chica a la salida de un centro comercial de Overland Park, Kansas. No hubo agresión sexual. Está encarcelado.

—¿Estaba en Kansas? —preguntó el gobernador.

—Sí. Muy listo, el chico.

El gobernador sacudió la cabeza con incredulidad.

—Cincuenta estados, y se queda en Kansas. Qué tarado. ¿Qué se sabe de Slone?

—Toda la Guardia se ha ido de la ciudad —informó Barry—. Anoche dimitió el fiscal del distrito. Ya están enterrados todos los cadáveres. Las calles están tranquilas, y no hay incendios. Ayer empezaron otra vez las clases, sin incidentes, y esta noche juega fuera el equipo de fútbol americano, contra Lufkin. ¡Warriors, Warriors!

El gobernador cogió un informe. El portátil de Barry echaba humo. Los tres estaban demacrados, agotados, irritables y con algo de resaca. Bebían litros de café y se mordían las uñas; nunca habían pensado que un viaje a Irak podría entusiasmarlos hasta aquel extremo.

—Dentro de doce días tenemos una ejecución, señores —dijo el gobernador—. ¿Cuál es el plan?

—Lo tengo todo previsto —contestó orgulloso Wayne—. El otro día me tomé unas copas con un secretario judicial titular del tribunal de apelaciones. Ellos, obviamente, preferirían aplazar un poco la siguiente. Yo le dije que nosotros tampoco tenemos prisa. Al abogado de Drifty Tucker se le ha hecho saber que convendría que presentase algo, lo que fuera; que se invente cualquier razón disparatada para pedir el indulto y lo tramite antes de las cinco de la tarde, si puede ser. El tribunal se mostrará más interesado de lo habitual por el caso de Tucker, y dictará una orden; sin fallo adjunto, pero la ejecución quedará pospuesta hasta un futuro indeterminado. Enterrarán el caso Tucker. Lo más probable es que algún día lea él nuestras necrológicas.

—Estupendo —dijo el gobernador, sonriente—. ¿Y cuándo es la siguiente?

—No hay ninguna hasta julio, dentro de ocho meses.

—Ocho meses. Uau.

—Sí, hemos tenido suerte.

El gobernador miró a Barry.

—¿Qué tal la mañana?

—¿Aquí o a nivel nacional?

—Las dos cosas.

—Aquí, la gran noticia son los Black Hawks de Irak, claro, pero Drumm aún sale en primera plana. Ayer enterraron a la chica: portada en una docena de periódicos. Más editoriales. Todo el mundo quiere una moratoria. Los de la pena de muerte andan como locos. Prevén que veinticinco mil personas asistirán el domingo, aquí, a una concentración.

—¿Dónde?

—En el Capitolio, al otro lado de la calle. Será un zoo.

—Y nosotros tan ricamente en Faluya —dijo el gobernador.

—Estoy impaciente —respondió Wayne.

—A nivel nacional —siguió explicando Barry—, más de lo mismo. La izquierda despotricando, y de la derecha poca cosa. Los gobernadores de Ohio y Pensilvania hablan abiertamente de moratorias hasta que se pueda estudiar más a fondo la pena de muerte.

—Está muy bien —masculló Newton.

—Mucho ruido de los abolicionistas, pero empieza a sonar todo igual. Exageran todos tanto, que los gritos acaban siendo monótonos.

—¿Y las encuestas?

Barry se levantó para estirar las piernas.

—Esta mañana, a primera hora, he hablado con Wilson, y hemos perdido diez puntos sobre el tema, aunque el sesenta y uno por ciento de los votantes censados en Texas sigue estando a favor. Parece que la apuesta la he ganado yo, chicos. A pagar. La sorpresa la da la cuestión de la moratoria. El sesenta y uno por ciento quiere la pena de muerte, pero casi el cincuenta por ciento ve bien algún tipo de aplazamiento.

—Ya bajará —dijo Wayne con autoridad—. Que se les pase la conmoción. Esperad a que entren en otra casa y asesinen a una familia inocente, y veréis cómo todo el mundo se olvida de Drumm. Se olvidarán de la moratoria, y se acordarán de por qué estaban a favor de la pena de muerte.

El gobernador se levantó y fue a su ventana favorita. Abajo, en la calle, había manifestantes con pancartas, desfilando por la acera. Parecía que estuvieran en todas partes: delante de la Mansión del Gobernador, en todos los céspedes del Capitolio y frente a la entrada del tribunal de apelaciones, con pancartas que decían: CERRAMOS A LAS CINCO, VETE A LA MIERDA. Desde hippies mayores hasta los de Students Against the Death Penalty, cruzando todas las fronteras étnicas y sociales. Él los odiaba. No eran los suyos.

—He tomado una decisión, señores —dijo con gravedad—. Yo no estoy a favor de una moratoria, ni convocaré una sesión especial de la asamblea legislativa para debatirla. Sería dar un espectáculo. Bastante se nos viene ya encima. No nos conviene que el poder legislativo monte otro circo.

—Tenemos que informar a los medios —observó Barry.

—Preparad una declaración, y que salga cuando ya hayamos despegado para Irak.

El viernes por la tarde, Keith fue al bufete de Elmo Laird para una breve reunión. Dana no podía ir, porque estaba ocupándose de los niños, y en el fondo tampoco tenía ganas. Con Boyette en prisión preventiva, Keith estuvo dispuesto a dejarla sola, y ella necesitaba estar unas horas sin su marido.

Se estaba hablando mucho de la última agresión de Boyette y de su posterior arresto, y Keith no siempre salía bien parado. Se reprodujeron unas declaraciones del padre de Lilly, en las que decía: «Parte de la culpa la tiene aquel pastor luterano de Topeka». Era un enfoque de la noticia que iba cobrando fuerza. A la luz de los antecedentes de Boyette, la familia de Lilly Reed sentía alivio porque la agresión no hubiera ido a más, pero también rabia porque un violador profesional como él anduviera suelto y pudiera traumatizar a su hija. Las primeras noticias al respecto le daban un sesgo que hacía que se interpretase como que Keith había sacado a Boyette de la cárcel y se había escapado con él a Texas.

Elmo le explicó que había hablado con el fiscal del distrito, y que, aunque no había planes inmediatos de encausar a Keith, la situación era poco clara. No se habían tomado decisiones. Varios periodistas habían llamado al fiscal, que era el blanco de críticas.

—¿Usted cómo lo ve? —preguntó Keith.

—El mismo plan, Keith. Seguiré hablando con el fiscal del distrito, y si él da algún paso, prepararemos un acuerdo de aceptación de culpabilidad, con multa pero sin cárcel.

—Si me declaro culpable, probablemente me espere algún tipo de medida disciplinaria por parte de la Iglesia.

—¿Grave?

—Ahora mismo no hay nada claro.

Quedaron en verse unos días más tarde. Keith fue en coche a St. Mark, y se encerró con llave en su despacho. No tenía ni idea de cuál sería el tema del sermón del domingo, ni estaba de humor para ponerse a prepararlo. Tenía un montón de mensajes telefónicos sobre la mesa, en su mayoría de reporteros. El Monje había llamado hacía una hora. Keith se sintió en la obligación de averiguar para qué. Hablaron unos minutos, que a Keith le bastaron para captar el mensaje. La Iglesia estaba muy preocupada con la publicidad, y con la posibilidad de que uno de sus pastores tuviera que responder ante la justicia. Fue una conversación breve, que acabó con el acuerdo de que Keith iría a Wichita el jueves siguiente para otra reunión con el Monje.

Más tarde, mientras ordenaba la mesa y se preparaba para irse de fin de semana, su secretaria le avisó que tenía al teléfono a un hombre de Abolish Texas Executions. Keith se sentó y se puso al aparato. Se llamaba Terry Mueller, y era director ejecutivo de ATeXX. Empezó dando las gracias a Keith por haberse unido a la organización. Estaban encantados de tenerlo a bordo, sobre todo por su participación en el caso Drumm.

—¿Así que usted estaba allí cuando murió? —preguntó Mueller.

Se notaba que estaba intrigado, y que quería algún detalle. Keith resumió rápidamente lo esencial de la historia, y para cambiar de tema preguntó por ATeXX y sus actividades del momento. Durante la conversación, Mueller comentó que era miembro de la Iglesia Luterana Unida de Austin.

—Es una iglesia independiente que nació hace una década a partir del sínodo de Missouri —explicó—. Está en el centro, cerca del Capitolio, y tiene una congregación muy activa. Nos encantaría que viniera a hablar alguna vez.

—Muy amable —contestó Keith.

La idea de que se interesaran por él como orador le pilló desprevenido.

Después de colgar, entró en la web de la iglesia y mató una hora. La Iglesia Luterana Unida estaba bien consolidada, con más de cuatro mil miembros, y tenía una capilla imponente, de granito rojo de Texas, idéntico al del edificio del Capitolio del estado. Era una iglesia activa en lo político y en lo social, con talleres y conferencias que iban desde cómo hacer que en Austin no durmiera nadie en la calle hasta la lucha contra la persecución de los cristianos en Indonesia.

Su pastor titular estaba a punto de jubilarse.