Capítulo cuarenta y uno

La convocatoria del obispo llegó el jueves a primera hora por correo electrónico, y fue confirmada por una breve conversación telefónica en la que no se habló de nada importante. A las nueve de la mañana, Keith y Dana iban otra vez en coche, esta vez hacia el sudoeste por la interestatal 35, en dirección a Wichita. Mientras conducía, Keith recordó que hacía solo una semana que había hecho el mismo viaje en el mismo coche y con la misma emisora de radio, pero con un pasajero muy distinto. Al final había convencido a Dana de que Boyette estaba lo bastante loco como para seguirla. Teniendo en cuenta que lo habían detenido un sinfín de veces, no era el más habilidoso de los criminales al acecho. Mientras no lo pillasen, Keith no pensaba perder de vista a su esposa.

Keith tenía abandonado su despacho, y también la iglesia. Las obras de beneficencia de Dana, y sus agendas sin un solo hueco, habían quedado al margen. En esos momentos solo importaba la familia. Si hubieran tenido la flexibilidad y el dinero necesarios, Keith y Dana habrían cogido a los niños y habrían salido para un largo viaje. Ella estaba preocupada por su marido. Keith había presenciado un acontecimiento turbador como pocos, una tragedia que lo perseguiría siempre, y aunque le hubiera resultado del todo imposible impedirla, o intervenir en ella de algún modo, no dejaba de pesar en su conciencia. Ya le había explicado muchas veces lo sucio que se había sentido después de la ejecución, y sus ganas de irse a algún sitio y darse una buena ducha, para limpiarse de sudor, suciedad, cansancio y complicidad. No dormía, no comía, y aunque con los niños se esforzaba al máximo por seguir con las bromas y los juegos de siempre, resultaba algo forzado. Tenía una actitud distante, y con el paso de los días Dana empezaba a darse cuenta de que no conseguía superarlo. Era como si se hubiera olvidado de la iglesia. No había comentado nada de ningún sermón, ni de nada relativo al domingo siguiente. Tenía un montón de mensajes telefónicos sobre la mesa, pendientes de respuesta. Alegando migraña, había endilgado la cena del miércoles a su pastor asistente. El nunca había tenido migraña, ni se había fingido nunca enfermo, ni le había pedido nunca a nadie que fuera su sustituto en alguna situación. Cuando no leía sobre el caso Drumm, y no investigaba sobre la pena de muerte, miraba las noticias por cable, sin importarle que se repitieran una y otra vez determinados reportajes. Algo se estaba avecinando.

El obispo, que se llamaba Simón Priester, era una verdadera bola humana, un viejo enorme casado con la Iglesia, que no tenía absolutamente nada más que hacer salvo controlar bien de cerca a todos sus subordinados. Aunque no llegaba a los cincuenta y cinco años, Priester parecía mucho mayor, tanto por su aspecto como por su comportamiento. Su único pelo eran dos manchas blancas sobre las orejas. Su abdomen, grotesco y pronunciado, le colgaba burdamente por encima de las caderas. Nunca había tenido esposa que le regañase por su peso, o que se cerciorase de que sus calcetines hacían juego, o que pusiera algún remedio a las manchas de sus camisas. Hablaba despacio y en voz baja, casi siempre con las manos unidas por delante, como si esperase que todas sus palabras vinieran de lo alto. A sus espaldas lo llamaban «el Monje», por lo general de modo cariñoso, aunque no faltaban ejemplos de lo contrario. Dos veces al año —el segundo domingo de marzo y el tercero de septiembre—, el Monje insistía en pronunciar un sermón en la iglesia de St. Mark de Topeka. Era de los que aburren hasta a las piedras. Los pocos que acudían a escucharlo eran los más valientes de la grey, pero incluso a ellos tenían que persuadirlos con palabras halagüeñas Keith, Dana y el resto del personal. La escasa asistencia tenía muy preocupado al Monje por la salud de St. Mark. «Si te contase…», pensaba Keith, sin imaginarse un público más nutrido en ninguna otra iglesia de las giras del Monje.

La reunión no era urgente, aunque el primer correo electrónico empezaba así: «Querido Keith: estoy profundamente preocupado…». Simón había propuesto que comieran juntos —su pasatiempo favorito— algún día de la semana siguiente, pero Keith tenía poco más que hacer, y a decir verdad un viaje a Wichita le proporcionaría una excusa para salir de la ciudad y pasar el día con Dana.

—Seguro que ya has visto esto —dijo Simón, una vez debidamente acomodados en torno a una mesa pequeña, con café y cruasanes congelados.

Era una copia de un editorial de la edición matutina del periódico de Topeka, un texto que Keith había leído tres veces antes de que amaneciera.

—Sí —dijo Keith.

Con el Monje siempre era más seguro escatimar las palabras al máximo. Tenía una gran habilidad para coger las palabras sueltas, juntarlas y colgártelas al cuello.

—No me malinterpretes, Keith —dijo el Monje con las manos juntas, tras dar tal mordisco al cruasán que casi se lo terminó, salvo un trozo que le quedó pegado al labio inferior—. Estamos muy orgullosos de ti. ¡Qué valor! Echando todas las precauciones por la borda, corriste a una zona de guerra para salvar la vida a un hombre. La verdad es que es de lo más aleccionador.

—Gracias, Simón, pero yo no recuerdo haberme sentido tan valiente. Lo único que hice fue reaccionar.

—Claro, claro, pero debiste de pasar mucho miedo. ¿Cómo fue, Keith? La violencia, el corredor de la muerte, estar con Boyette… Debió de ser horrible.

Lo que menos le apetecía a Keith era contárselo, pero al Monje se le veía con tantas ganas…

—Vamos, Simón, ya lo has leído en el periódico —trató de protestar—. Ya sabes qué pasó.

—Dame ese gusto, Keith. ¿Qué sucedió de verdad?

Así que Keith se aburrió a sí mismo complaciendo al Monje, el cual salpicaba el relato cada quince segundos con un estupefacto «increíble», o un «vaya, vaya» acompañado por chasquidos de la lengua. En un momento dado sacudió la cabeza y se le cayó del labio el trocito de cruasán, que fue a parar al café sin que él lo advirtiera. Para aquella versión, Keith eligió como capítulo final la escalofriante llamada telefónica de Boyette.

—Vaya, vaya.

Como era típico en el Monje, empezaban por lo desagradable (el editorial), pasaban a lo placentero (el valeroso viaje de Keith hacia el sur) y viraban de golpe, una vez más, al verdadero objetivo de la reunión. Los dos primeros párrafos del editorial del periódico felicitaban a Keith por su valor, pero era un simple ejercicio de calentamiento. El resto lo reprendía por haber infringido la ley de manera consciente, aunque a los editores les costase tanto como a los abogados aclarar la naturaleza exacta de la infracción.

—Me imagino que estarás recibiendo asesoría jurídica de primera —dijo el Monje, que evidentemente tenía muchas ganas de dar su versión de tan necesarios consejos; solo faltaba que se lo pidiera Keith.

—Tengo un buen abogado.

—¿Y…?

—Vamos, Simón, ya sabes lo que es la confidencialidad en las relaciones.

La sobrecargada columna vertebral del Monje logró erguirse.

—Por supuesto —dijo tras la reprimenda—. No quería ser indiscreto, pero este es un tema que nos interesa, Keith. Se está insinuando que podría haber una investigación criminal, que tú podrías estar metido en una buena, por decirlo de algún modo, y todas esas cosas. No es precisamente algo privado.

—Mira, Simón, yo soy culpable de algo; lo hice y punto. A mi abogado le parece que algún día quizá tenga que autoinculparme de un vago cargo de obstrucción a la justicia. Sin cárcel. Una pequeña multa. Al final se borrarían los antecedentes, y ya está.

El Monje se acabó el resto de cruasán que le había caído en el café con un mordisco salvaje, y estuvo un rato rumiando sobre el tema. Después se remojó la boca con un sorbo de café y se la limpió con una servilleta de papel.

—Supongamos que te declaras culpable de algo, Keith —dijo cuando ya no quedó rastro de nada—. ¿Qué esperarías de la Iglesia?

—Nada.

—¿Nada?

—Tenía dos opciones, Simón: jugar sobre seguro, quedarme en Kansas y esperar que hubiera suerte, o actuar como actué. Imagínate por un momento que hubiera hecho otra cosa; que, sabiendo la verdad sobre quién había matado a la chica, hubiera sido demasiado tímido para moverme. Ejecutan a un inocente, encuentran el cadáver, y yo me paso el resto de mi vida sintiéndome culpable por no haber intentado intervenir. ¿Tú qué habrías hecho, Simón?

—Te admiramos, Keith, de verdad —repuso suavemente el Monje, esquivando por completo la pregunta—. Pero lo que nos preocupa es la idea de que intervenga la justicia; de que se acuse de un delito a uno de nuestros pastores, y de una manera muy pública.

El Monje usaba con frecuencia la primera persona del plural para remachar sus argumentos, como si todos los líderes importantes del mundo cristiano estuviesen centrados en el tema urgente que ocupaba su agenda.

—¿Y si me declaro culpable? —preguntó Keith.

—En lo posible, habría que evitarlo.

—¿Y si no tengo más remedio?

El Monje desplazó un poco su voluminoso cuerpo, se estiró el fofo lóbulo de la oreja izquierda y volvió a juntar las manos, como si fuera a rezar.

—Según la política de nuestro sínodo, habría que iniciar trámites disciplinarios. Lo exigiría cualquier sentencia por delito, Keith. Seguro que lo entiendes. No podemos dejar que nuestros pastores vayan a juicio con sus abogados, comparezcan ante el juez, se declaren culpables y se les aplique la sentencia, con todos los medios de comunicación alborotados; y menos en un caso así. Piensa en la Iglesia, Keith.

—¿Cómo se me castigaría?

—Es todo prematuro, Keith. Ya lo pensaremos a su debido tiempo. Yo solo quería tener una primera conversación.

—A ver si me queda claro, Simón. Tengo muchas posibilidades de que me sancionen, suspendiéndome, dándome de baja o apartándome del sacerdocio, por haber hecho algo que a ti te parece admirable y a la Iglesia la llena de orgullo. ¿Es así?

—Sí, Keith, pero no nos precipitemos. Si puedes impedir que te procesen, evitamos el problema.

—Y todos contentos.

—Algo así. En todo caso, mantennos informados. Preferimos que nos des tú la noticia a que nos la dé el periódico.

Keith asintió, pero ya pensaba en otra cosa.

Las clases del instituto se reanudaron sin incidentes el jueves por la mañana. Al llegar, los alumnos fueron recibidos por el equipo de fútbol americano, que volvía a llevar sus camisetas. También estaban los entrenadores y las animadoras, en la entrada principal, sonriendo, dando la mano e intentando crear un clima de reconciliación. Dentro, en el vestíbulo, Roberta, Cedric, Marvin y Andrea conversaban con los alumnos y los profesores.

Nicole Yarber fue enterrada en una ceremonia privada el jueves a las cuatro de la tarde, transcurrida una semana casi exacta desde la ejecución de Donté Drumm. No hubo funeral, ni honras fúnebres formales. Reeva no se sentía con ánimos. Dos amigos íntimos le habían señalado que una ceremonia amplia y ostentosa solo estaría concurrida si se dejaba entrar a los reporteros. Por otra parte, la Primera Iglesia Baptista no tenía santuario, y la idea de que se lo prestase una confesión rival no era muy seductora.

La fuerte presencia policial mantuvo a las cámaras muy alejadas. Reeva estaba harta de aquella gente. Por primera vez en nueve años, huía de la publicidad. Ella y Wallis invitaron a cien familiares y amigos, que en muy pocos casos faltaron. Hubo algunas ausencias llamativas. Se excluyó al padre de Nicole por no haberse tomado la molestia de asistir a la ejecución, aunque, en retrospectiva, Reeva tenía que reconocer que ella también habría preferido no asistir. En el mundo de Reeva se habían complicado mucho las cosas, y en esos momentos no parecía apropiado invitar a Cliff Yarber. Más tarde se arrepentiría; no así de la exclusión de Drew Kerber y Paul Koffee, dos hombres a quienes ahora odiaba. La habían engañado, traicionado y herido tan profundamente que nunca se recuperaría.

Como artífices de la condena errónea, Kerber y Koffee tenían una lista de víctimas que no dejaba de crecer, y a la que se habían incorporado Reeva y su familia.

El hermano Ronnie, tan cansado de Reeva como de los medios de comunicación, presidió el acto con el comedimiento y la dignidad que requería la ocasión. Mientras hablaba y leía la Biblia, reparó en las caras de perplejidad y estupor de los asistentes. Todos eran blancos, y ninguno había tenido la menor duda de que los restos del ataúd de bronce situado ante ellos se los había llevado años antes el Red River. Si alguno de ellos había llegado a sentir un ápice de compasión por Donté Drumm y su familia, no se lo habían dicho a su pastor. Les había encantado la idea del castigo y de la ejecución, tanto como a él mismo. El hermano Ronnie estaba intentando hacer las paces con Dios, y hallar perdón. Se preguntó cuántos de los presentes hacían lo mismo. A pesar de todo, como no quería ofender a nadie, y menos que nadie a Reeva, su mensaje fue más positivo. Él no había conocido a Nicole, pero logró contar su vida con anécdotas que sabía a través de sus amistades. Aseguró a su público que durante todos esos años Nicole había estado en el cielo, con su Padre; y dado que en el cielo no hay tristeza, permanecía ajena al sufrimiento de los seres queridos a quienes había dejado atrás.

Un himno, un solo, otra lectura bíblica, y en menos de una hora se acabó la ceremonia. Por fin Nicole Yarber recibía la debida sepultura.

Paul Koffee esperó a que anocheciese para entrar disimuladamente en su despacho. Escribió a máquina una escueta carta de dimisión, y se la envió por correo electrónico al juez Henry, con copia al secretario del tribunal. Después redactó una explicación algo más larga para sus subordinados, y la mandó también por correo electrónico sin molestarse en revisarla. Tras meter a toda prisa en una caja el contenido del cajón central de su escritorio, cogió todos los objetos de valor que pudiera llevarse, y al cabo de una hora salió por última vez de su despacho.

Tenía el coche lleno. Iba hacia el oeste: un largo viaje, con Alaska como destino más probable. No tenía itinerario, ni planes dignos de ese nombre; tampoco ganas de volver a Slone en un futuro próximo. Lo ideal sería no volver nunca, aunque el encarnizamiento de Flak, como bien sabía, imposibilitaba esa opción. Lo obligarían a regresar para ser sometido a toda clase de insultos: arduas declaraciones que durarían varios días, probablemente una entrevista con un comité de disciplina del colegio de abogados del estado, y tal vez el suplicio de ser castigado por investigadores federales. Su futuro no era nada halagüeño. Estaba bastante seguro de que no le esperaba la cárcel, pero también era consciente de que no podría sobrevivir, ni económica ni profesionalmente.

Paul Koffee estaba en la ruina y lo sabía.