En principio, las honras fúnebres de Donté Drumm tenían que celebrarse en el santuario de la Iglesia Metodista Africana Bethel, cuyo aforo medio era de doscientas cincuenta personas; sin embargo, embutiendo sillas plegables en todos los resquicios, llenando al máximo el coro elevado y haciendo que los hombres jóvenes formasen una doble hilera contra la pared, la capacidad podía aumentar hasta trescientas cincuenta. El martes por la noche, al anunciarse que no se reanudarían las clases, hubo una serie de llamadas telefónicas y se cambiaron los planes: la ceremonia fue trasladada al gimnasio del instituto, con capacidad para dos mil personas. Se programó para la una del mediodía, justo antes del entierro de Donté, que sería sepultado en el cementerio de Greenwood, junto a su padre.
A las doce ya eran como mínimo dos mil los ocupantes del gimnasio, y había más gente fuera, esperando pacientemente el momento de entrar. El ataúd de Donté estaba en una esquina, bajo un tablero y una portería, rodeado de un profuso mar de bonitos arreglos florales. Sobre el ataúd, en una pantalla, el rostro hermoso y sonriente de Donté recibía a los que habían acudido a despedirse de él. Su familia ocupaba la primera fila, en sillas plegables, y resistió animosamente la entrada de la multitud, saludando a los amigos, abrazándose a desconocidos e intentando no perder la compostura. Al lado de las flores, un coro de la iglesia de Donté cantaba espirituales reconfortantes, a boca cerrada. Daphne Dellmore, una solterona beata que en sus tiempos había intentado infructuosamente enseñar los principios del piano a Donté Drumm, acompañaba al coro en un viejo piano vertical Baldwin. A la derecha del ataúd había un pequeño estrado, con un podio y un micrófono, y delante, en varias hileras de sillas plegables, estaban los Warriors de Slone: todos los jugadores, con sus entrenadores y preparadores. Llevaban orgullosamente sus camisetas azules. Aparte de los jugadores, había unas cuantas caras blancas diseminadas por la multitud, aunque no eran muchas.
A los medios de comunicación se los había puesto literalmente en vereda. Con Marvin Drumm como severo director, reporteros y cámaras se apretujaban en el otro extremo del edificio, debajo del tablero contrario, separados del resto por una hilera de sillas unidas con cinta amarilla de la policía. Al lado de la cinta, varios jóvenes negros corpulentos, con traje oscuro, vigilaban a los reporteros, que tenían instrucciones de no hacer el menor ruido. Cualquier incumplimiento provocaría la expulsión, y muy probablemente la fractura de una pierna en el aparcamiento. La familia estaba tan harta de los reporteros como casi toda la ciudad.
Roberta había tomado la sabia decisión de cerrar el ataúd. No quería que la última imagen de Donté fuera la de un cuerpo sin vida. Consciente de que lo vería mucha gente, prefería un Donté que sonriese.
A la una y veinte ya no cabía ni un alfiler. Las puertas del gimnasio estaban cerradas. El coro enmudeció. Subió al podio el reverendo Johnny Canty.
—Estamos aquí para celebrar una vida —dijo—, no para llorar una muerte.
Sonaba bien, y hubo muchos «amén», pero el ambiente distaba mucho del de una celebración. Se respiraba una gran pena, pero no la que causa la pérdida de una persona, sino la que nace de la rabia y la injusticia.
El primero en rezar fue el reverendo Wilbur Woods, el pastor blanco de la Primera Iglesia Metodista Unida de Slone. Cedric Drumm lo había invitado por teléfono, y él había aceptado de inmediato. Fue una hermosa oración, que hizo hincapié en el amor y el perdón, pero sobre todo en la justicia. Los oprimidos no lo serán siempre. Algún día, los culpables de las injusticias deberán hacer frente a su vez a la justicia. El reverendo Woods tenía una voz suave, pero potente, y sus palabras calmaron a la muchedumbre. Ver a un pastor blanco en el estrado, con los ojos cerrados, los brazos en alto y el alma al desnudo, a la vista de todos, aplacó muchas emociones en carne viva, aunque solo fuera de modo pasajero.
Donté nunca había hablado de su funeral. En consecuencia, fue su madre quien eligió la música, a los oradores y el orden de la ceremonia, que reflejaría la sólida fe cristiana de su familia. Aunque Donté dijera haber perdido la fe, su madre nunca lo había creído.
Cuando el coro cantó Just a Closer Walk with Thee aparecieron las primeras lágrimas; hubo más de una crisis, sonoros estallidos de emoción seguidos por llantos y lamentaciones. Una vez serenados los ánimos, siguieron dos panegíricos. El primero lo pronunció uno de los compañeros de equipo de Donté, un joven que ahora era médico en Dallas. El segundo corrió a cargo de Robbie Flak. Cuando Robbie se acercó al estrado, el público se levantó enseguida y le dedicó un aplauso contenido. Era una ceremonia religiosa. Estaba mal visto aplaudir y gritar, pero hay cosas que no pueden evitarse. Robbie se quedó un buen rato sobre el escenario, asintiendo con la cabeza, secándose las lágrimas, recibiendo la admiración de los asistentes y lamentando tener que estar donde estaba.
Para ser un hombre que llevaba varios días despotricando contra el mundo entero, y demandando a cualquier persona que se cruzaba en su camino, sus comentarios destacaron por su mansedumbre. El nunca había entendido lo del amor y el perdón. Su motor eran las represalias. Aun así, intuyó que convenía rebajar sus impulsos pugilísticos, al menos de momento, e intentar ser amable. Le costó. Habló de Donté en la cárcel, de las muchas visitas que recibía, e incluso fue capaz de hacer reír a la gente al explicar cómo había descrito Donté lo que se comía en el corredor de la muerte. También dio un toque humorístico a la lectura de dos cartas de Donté. Acabó describiendo sus últimos momentos con él.
—El último deseo de Donté —dijo— fue que algún día, cuando se supiera la verdad y se identificase al asesino de Nicole, el día en que él fuera exculpado, y su nombre quedase rehabilitado para siempre, su familia y sus amigos se reunieran delante de su tumba, en el cementerio, y celebraran una fiesta para decirle al mundo entero que Donté Drumm es inocente. ¡Donté, estamos planeando la fiesta!
Emmitt, el hijo de catorce años de Cedric, leyó una carta de la familia, una despedida larga y desgarradora, y lo hizo con una compostura pasmosa. Después de otro himno, el reverendo Canty predicó durante una hora.
Keith y Dana vieron el funeral en directo, por cable, en casa de la madre de Dana, en Lawrence, Kansas, la ciudad de su juventud. El padre de Dana ya había fallecido. Su madre se había jubilado como profesora de contabilidad de la Universidad de Kansas. Tras dejar a los niños en la escuela, Keith y Dana decidieron coger el coche y hacer una excursión fuera de la ciudad. Por la iglesia pasaban muchos reporteros, y sonaban constantemente los teléfonos. La foto de Keith, Robbie, Martha y Aaron salía en primera página del periódico de la mañana de Topeka. Keith estaba cansado de tanta atención y tantas preguntas. Para colmo, Boyette andaba por ahí con fantasías sobre su mujer, y Keith quería tenerla cerca.
Billie, su suegra, se ofreció a preparar la comida, propuesta que fue inmediatamente aceptada.
—Me parece increíble que hayas estado allí, Keith —decía todo el rato Billie mientras miraban el funeral.
—A mí también, a mí también.
Quedaba muy lejos, en la distancia y en el tiempo. Aun así, a Keith le bastaba con cerrar los ojos para oler el desinfectante con el que limpiaban la celda de detención donde había esperado Donté, y para oír cortarse la respiración de sus familiares en el momento en que, apartadas las cortinas, lo habían visto en la camilla, con los tubos en las venas.
Al ver el funeral, se le empañaron los ojos por el cálido recibimiento de que era objeto Robbie, y lloró cuando el sobrino de Donté le dijo adiós. Por primera vez desde su salida de Texas, Keith sintió el impulso de volver.
Donté recibió sepultura en la ladera de una colina larga y baja del cementerio de Greenwood, donde se enterraba a casi todos los negros de Slone. La tarde se había nublado, y hacía frío. Durante los últimos cincuenta metros, en los que el ataúd ya pesaba mucho a los portadores del féretro, llevó la delantera un grupo de tambores cuyo ritmo, regular y perfecto, resonaba en el aire húmedo. La familia siguió al ataúd hasta que fue depositado cuidadosamente en lo alto de la sepultura, momento en que tomaron asiento en unas sillas forradas de terciopelo, a pocos centímetros de la tierra recién removida. El cortejo fúnebre formó un estrecho círculo en torno al pabellón fúnebre, de color morado. El reverendo Canty pronunció unas palabras, leyó algunos pasajes de las Escrituras y se despidió por última vez de su hermano caído. Donté fue depositado al lado de su padre.
Transcurrida una hora, la gente empezó a dispersarse. Roberta y la familia se quedaron bajo el pabellón, contemplando el ataúd en el fondo de la fosa y la tierra esparcida sobre él. Robbie se quedó con ellos, como única persona ajena a la familia.
El miércoles, a las siete de la tarde, el ayuntamiento de Slone se reunió en sesión ejecutiva para hablar sobre el futuro del detective Drew Kerber, que fue informado de la reunión pero no invitado a ella. La puerta estaba cerrada con llave. Los únicos presentes eran los seis concejales, el alcalde, el fiscal de la ciudad y un secretario. El único concejal negro, de apellido Varner, empezó exigiendo que se despidiera de inmediato a Kerber y que el consistorio aprobase por unanimidad una resolución donde se condenara a sí mismo por cómo había gestionado todo lo relativo a Donté Drumm. Enseguida quedó claro que no habría unanimidad en nada. Finalmente, no sin dificultades, la corporación municipal decidió aplazar la aprobación de cualquier resolución, aunque fuese por un plazo breve. Eran temas delicados, que resolverían paso a paso.
El fiscal de la ciudad desaconsejó el despido inmediato de Kerber. De todos era sabido que el señor Flak había interpuesto una demanda colosal contra el ayuntamiento, y despedir a Kerber equivaldría a un reconocimiento de culpa.
—¿Podríamos ofrecerle una jubilación anticipada?
—Solo lleva aquí dieciséis años. No cumple los requisitos.
—En la policía no podemos mantenerlo.
—¿Podríamos trasladarlo un año o dos al Departamento de Parques y Recreo?
—Sería ignorar lo que hizo en el caso Drumm.
—Sí, es verdad. Hay que despedirlo.
—Por otra parte, supongo que nosotros, el ayuntamiento, tendremos pensado impugnar las acusaciones de la demanda. ¿Alegaremos en serio que no somos responsables de nada?
—Es la postura inicial de los letrados de nuestra compañía de seguros.
—Pues será cuestión de echarlos, y de buscar abogados con sentido común.
—Lo que tenemos que hacer es admitir que nuestra policía se equivocó, y llegar a un acuerdo. Cuanto antes, mejor.
—¿Por qué estás tan seguro de que la policía se equivocó?
—¿Tú lees la prensa? ¿Tienes televisor?
—A mí no me parece tan claro.
—Será porque nunca has sabido ver lo evidente.
—Me ofendes.
—Oféndete todo lo que quieras. Si te parece que tendríamos que defender al consistorio contra la familia Drumm, es que eres un incompetente y deberías dimitir.
—Pues mira, igual dimito.
—Genial. Y llévate a Drew Kerber.
—Kerber tiene un largo historial de mal comportamiento. No deberían haberlo contratado. Deberían haberlo expulsado hace años. Que siga donde está es culpa del ayuntamiento. Seguro que lo dicen en el juicio, ¿no?
—¡Pues claro!
—¿Juicio? ¿Aquí hay alguien que esté a favor de ir a juicio? Pues tendrían que hacerle un test de inteligencia.
El debate se les fue de las manos durante dos horas. A veces parecía que hablaran seis personas a la vez. Se oyeron amenazas, improperios, muchos insultos, cambios bruscos de postura, y no hubo consenso, pese al sentir general de que el ayuntamiento debería hacer todo lo posible para no ir a juicio.
Finalmente votaron: tres a favor de cesar a Kerber, y tres de esperar a ver qué pasaba. El voto de calidad correspondía al alcalde, que votó por desembarazarse de él. En el interrogatorio maratoniano cuyo fruto fue la aciaga confesión de Donté habían participado los detectives Jim Morrissey y Nick Needham, pero ambos se habían ido de Slone para incorporarse a la policía de alguna ciudad más grande. Nueve años antes, Joe Radford, el comisario, solo era comisario adjunto, y como tal apenas había intervenido en la investigación del caso Yarber. La moción por expulsarlo también a él no prosperó, porque no hubo nadie que la secundase.
Acto seguido, Varner sacó el tema del ataque con gases lacrimógenos en el parque Civitan el jueves por la noche, y exigió que la ciudad condenara su uso. Tras otra hora de acaloradas discusiones, decidieron aplazar el debate.
El miércoles, entrada la noche, las calles estaban despejadas y tranquilas. Después de una semana de manifestaciones, fiestas y, en algunos casos, conductas delictivas, los manifestantes, protestantes, guerrilleros, luchadores o como se llamasen estaban cansados. Aunque quemasen toda la ciudad, y trastornasen su ritmo de vida durante un año entero, Donté seguiría descansando plácidamente en el cementerio de Greenwood. En el parque Washington se reunieron unos cuantos a beber cerveza y escuchar música, pero ni siquiera a ellos les interesaba ya tirar piedras e insultar a la policía.
A medianoche se dieron las órdenes, y la Guardia Nacional salió de Slone con rapidez y también con sigilo.