El investigador siguió a Joey Gamble durante tres días antes de establecer contacto con él. Gamble ni se escondía ni fue difícil de localizar. Trabajaba como subdirector en un enorme almacén de repuestos de coche a buen precio en Mission Bend, un barrio de las afueras de Houston. Era su tercer trabajo en cuatro años. Tenía a sus espaldas un divorcio, y tal vez otro en el horizonte. Ya no vivía con su segunda mujer; se habían retirado a terreno neutral, donde los abogados permanecían a la espera. No había mucho que disputarse, al menos en términos de bienes. Tenían un solo hijo, un niño pequeño con autismo cuya custodia, en el fondo, no deseaban ni el padre ni la madre, así que de todos modos se peleaban.
La ficha de Gamble era tan antigua como el caso mismo. El investigador se la sabía de memoria. Al salir del instituto jugó durante un año en un equipo universitario de fútbol americano, y luego dejó los estudios. Estuvo unos años en Slone, trabajando en varias cosas y pasando casi todo el tiempo libre en el gimnasio, donde tomaba esteroides y se iba convirtiendo en un coloso. Presumía de querer dedicarse profesionalmente al culturismo, pero al final, cansado del esfuerzo, se casó con una chica de la zona, se divorció, se fue a vivir a Dallas y la vida lo llevó hasta Houston. Según el anuario del instituto de la promoción de 1999, si no le salía bien lo de la NFL pensaba dedicarse a explotar un rancho ganadero.
Ninguna de las dos posibilidades le había salido bien. Cuando el investigador se dio a conocer, Joey tenía un sujetapapeles en la mano, y miraba ceñudo un muestrario de limpiaparabrisas. En el largo pasillo no había nadie. Era lunes, casi mediodía, y la tienda estaba prácticamente vacía.
—¿Tú eres Joey? —preguntó el investigador, con una sonrisa forzada bajo el poblado bigote.
Joey miró la tarjeta de plástico que tenía sobre el bolsillo de la camisa.
—Servidor.
Trató de corresponder a la sonrisa. A fin de cuentas era una tienda, y había que adorar al cliente; claro que aquel tipo no parecía un cliente.
—Me llamo Fred Pryor. —La mano derecha salió disparada como la de un boxeador buscando la barriga del adversario—. Soy investigador privado. —Joey la cogió casi por instinto de autodefensa. Se las estrecharon durante unos segundos incómodos—. Encantado.
—Mucho gusto —dijo Joey, con el radar a pleno funcionamiento.
Pryor era un individuo de unos cincuenta años, pecho fornido y una cara redonda de hombre duro, cuyo pelo gris requería cuidados matinales. Llevaba una americana azul corriente, pantalones marrones de poliéster de cintura demasiado estrecha y, cómo no, botas en punta, bien abrillantadas.
—¿Investigador de qué tipo? —preguntó Joey.
—No soy poli, Joey; soy investigador privado, debidamente acreditado por el estado de Texas.
—¿Lleva pistola?
—Sí. —Pryor se abrió la americana, dejando a la vista una Glock de nueve milímetros sujeta con arnés bajo la axila izquierda—. ¿Quieres ver el permiso? —preguntó.
—No. ¿Para quién trabaja?
—Para la defensa de Donté Drumm.
Los hombros se le encorvaron un poco, los ojos se le pusieron en blanco, y expulsó aire en un rápido suspiro de contrariedad, como diciendo: «Otra vez no». Pryor, sin embargo, que se lo esperaba, intervino rápidamente.
—Te invito a comer, Joey. Así hablamos. Hay un mexicano a la vuelta de la esquina. Quedamos dentro de media hora, ¿de acuerdo? Es lo único que pido. Comes gratis, y a cambio me dedicas algo de tiempo. Es probable que después nunca vuelvas a verme.
La oferta del día era bufet libre de quesadillas por seis dólares cincuenta. El médico le había aconsejado adelgazar, pero a Joey le podía la comida mexicana, sobre todo en su versión americana, con doble de grasa y frito exprés.
—¿Qué quiere? —preguntó.
Pryor miró a su alrededor, como si le escuchase alguien.
—Media hora. Mira, Joey, no soy poli; no tengo autoridad, orden judicial ni derecho a pedirte nada, pero tú conoces mejor que yo la historia.
Más tarde, Pryor informó a Robbie Flak que en ese instante el chico se desinfló, dejó de sonreír y se le cerraron los ojos a medias, adoptando un aire de sumisión y tristeza. Era como si fuera consciente de que tarde o temprano llegaría aquel día. Entonces Pryor tuvo la certeza de que se les presentaría una oportunidad.
Joey miró su reloj.
—Llegaré en veinte minutos —dijo—. Pídeme un cóctel margarita de la casa.
—Hecho.
Pryor pensó que quizá fuera problemático beber alcohol con la comida (al menos para Joey), aunque también podía ayudar.
Servían la margarita de la casa en una especie de jarra transparente redondeada, con capacidad para dar de beber a varios hombres sedientos. Al ir pasando los minutos se formó condensación en el cristal, y el hielo empezó a derretirse. Entre sorbitos de té helado con limón, Pryor mandó un mensaje a Flak: «He quedado a comer con JG. Hasta luego».
Joey, puntual, logró embutir sus nada desdeñables proporciones entre la mesa y el banco. Se acercó el vaso, cogió la caña y aspiró una cantidad impresionante de bebida alcohólica. Pryor habló de cualquier cosa, hasta que la camarera tomó nota y se fue. Entonces se le acercó y fue al grano.
—El jueves ejecutan a Donté. ¿Lo sabías?
Joey asintió lentamente. Afirmativo.
—Lo vi en el periódico. Además, ayer por la noche hablé con mi madre y me dijo que el pueblo está que arde.
La madre de Joey seguía en Slone. Su padre vivía en Oklahoma. Quizá estuvieran separados. También había un hermano mayor, en Slone, y una hermana pequeña que se había ido a vivir a California.
—Estamos tratando de impedir la ejecución, Joey, y necesitamos que nos ayudes.
—¿Quiénes?
—Trabajo para Robbie Flak.
Joey estuvo a punto de escupir.
—¿Todavía anda por ahí aquel loco?
—Pues claro que sí. En eso no cambiará. Ha representado a Donté desde el primer día, y estoy seguro de que el jueves por la noche estará en Huntsville, a las duras y a las maduras. Eso si no conseguimos impedir la ejecución.
—En el periódico ponía que se han acabado los recursos. Ya no hay nada que hacer.
—Es posible, pero no hay que dar nada por perdido. ¿Cómo vamos a darlo por perdido, habiendo una vida humana en juego?
Dio otra chupada a la caña. Pryor tuvo la esperanza de que fuera un borracho pasivo, de los que beben y es como si se fundieran con el mobiliario, en contraste con los conflictivos, los que se echan dos copas entre pecho y espalda y espantan a la clientela.
Joey hizo ruido con los labios.
—Supongo que tú estás convencido de que es inocente, ¿no? —dijo.
—Pues sí, siempre lo he estado.
—¿Basándote en qué?
—Basándome en la falta total de pruebas físicas, y en que Donté tuviera una coartada y estuviera en otro sitio; basándome en que su confesión es más falsa que un billete de tres dólares; basándome en que ha superado al menos cuatro pruebas del polígrafo; y basándome en que siempre ha negado cualquier implicación. Y ya que ha salido el tema, Joey, basándome en que tu declaración en el juicio no había quien se la creyese. Tú no viste ninguna camioneta verde en el aparcamiento, cerca del coche de Nicole. Era imposible. Saliste del centro comercial por la entrada del cine. Ella había aparcado en el lado oeste, en la otra punta del centro. Te inventaste el testimonio para ayudar a la poli a pillar al sospechoso.
No hubo explosión, ni rabia. Joey lo encajó bien, como un niño a quien pillan in fraganti con una moneda robada y es incapaz de decir nada.
—Sigue —dijo.
—¿Quieres oírlo?
—Seguro que ya lo he oído.
—¡Ya lo creo que sí! Lo oíste hace ocho años en el juicio. Se lo explicó el señor Flak al jurado. Tú estabas colado por Nicole, pero ella por ti no. El típico drama de instituto. Salíais muy de tarde en tarde, pero nada de sexo; una relación bastante tormentosa. En un momento dado, sospechaste que salía con otro. Resultó ser Donté Drumm, lo cual, en Slone y en muchos otros pueblos, podía crear problemas de los gordos.
Nadie estaba seguro, pero los rumores corrían como la pólvora. Es posible que ella buscara algo con él, aunque él lo niega; de hecho, lo niega todo. Luego ella desapareció, y tú viste la oportunidad de cargarte al tío. Y vaya si te lo cargaste: lo mandaste al corredor de la muerte, y ahora estás a punto de ser culpable de que lo maten.
—¿O sea que toda la culpa la tengo yo?
—Pues sí. Tu testimonio lo situaba en el lugar del crimen; al menos el jurado lo interpretó así. Casi era cómico, de tan incoherente, pero el jurado se moría de ganas de creerlo. Tú no viste ninguna camioneta verde. Era mentira. Te lo inventaste. También fuiste tú quien llamó al detective Kerber por teléfono y le dio el falso chivatazo. El resto ya es historia.
—Yo no llamé a Kerber.
—Claro que sí. Lo han demostrado los expertos. Ni siquiera intentaste cambiar la voz. Según nuestros análisis, habías bebido, pero no estabas borracho. Se te atropellaron algunas palabras. ¿Quieres ver el informe?
—No. El tribunal no lo admitió a juicio.
—Eso fue porque no nos enteramos de tu llamada hasta después del juicio, y porque lo escondieron la poli y la acusación, lo cual debería haber bastado para que anulasen el juicio; pero claro, eso aquí en Texas no suele pasar.
Llegó la camarera con una bandeja de quesadillas muy calientes, todas para Joey. Pryor cogió su ensalada de tacos y pidió más té.
—Entonces, ¿quién la mató? —dijo Joey tras algunos mordiscos generosos.
—¡Quién sabe! Ni siquiera hay pruebas de que esté muerta.
—Encontraron su carnet del gimnasio y el del instituto.
—Ya, pero el cadáver no. Que sepamos, podría estar viva.
—Eso tú no lo crees.
Un trago de margarita, para deshacer el nudo.
—No, la verdad es que no. Yo estoy seguro de que está muerta, aunque ahora mismo da igual. Se nos echa el tiempo encima, Joey, y necesitamos que nos ayudes.
—¿Qué se supone que tengo que hacer?
—Retractarte, retractarte y retractarte. Firmar una declaración con la verdad. Decirnos qué viste realmente aquella noche, o sea: nada.
—Vi una camioneta verde.
—Tu amigo no vio ninguna camioneta verde, a pesar de que salisteis juntos del centro comercial. A él no le comentaste nada. De hecho, no le comentaste nada a nadie durante más de dos semanas, hasta que oíste el rumor de que habían encontrado los carnets del gimnasio y del instituto en el río. Fue cuando inventaste tu historia, Joey; cuando tomaste la decisión de cargarte a Donté. Te indignaba que Nicole prefiriera a un negro. Le diste a Kerber el chivatazo anónimo por teléfono, y se armó la gorda. La poli estaba desesperada, y fue tan estúpida que no vio el momento de seguir con tu ficción. Funcionó perfectamente. Le arrancaron a golpes una confesión. Solo tardaron quince horas. Y luego, ¡bingo! En primera plana: «Donté Drumm confiesa». A partir de ese momento, tu memoria hizo milagros. De repente te acordabas de haber visto una camioneta verde, idéntica a la de los Drumm, que aquella noche se movía sospechosamente por el centro comercial. ¿Cuándo le dijiste a la poli lo de la camioneta, Joey? ¿Al cabo de tres semanas?
—Sí que vi una camioneta verde.
—¿Era una Ford, Joey, o solo decidiste que lo era porque los Drumm tenían una Ford? ¿Viste de verdad que la conducía un negro, o solo fueron imaginaciones tuyas?
Para no contestar, Joey se embutió en la boca media quesadilla y la masticó despacio. Al mismo tiempo observó a los demás clientes, que no podían o no querían mirarlo a los ojos. Pryor comió un poco y siguió. Pronto se le acabaría la media hora.
—Mira, Joey —dijo, suavizando mucho el tono—, podríamos pasarnos varias horas discutiendo sobre el caso, pero no he venido a eso. He venido a hablar de Donté. Erais amigos. Crecisteis juntos, y estuvisteis… ¿cuánto, cinco años en el mismo equipo? Pasasteis muchas horas juntos en el campo. Ganasteis juntos y perdisteis juntos. ¡Si el último año fuisteis capitanes, caray! Piensa en su familia, en su madre, en sus hermanos; piensa en el pueblo, Joey; piensa en lo mal que acabará todo si lo ejecutan. Tienes que ayudarnos, Joey. Donté no ha matado a nadie. Ha sido una condena injusta desde el primer día.
—No era yo consciente de ser tan poderoso.
—Ya. La cosa está difícil. A los tribunales de apelación no les gustan mucho los testigos que cambian de postura de la noche a la mañana varios años después del juicio y horas antes de la ejecución. Tú nos das la declaración jurada y nosotros corremos a los tribunales y gritamos todo lo que podamos, pero tenemos las de perder. De todos modos, hay que intentarlo. A estas alturas lo intentaremos todo.
Joey removió la margarita con la caña y bebió un poco. Después se limpió la boca con una servilleta de papel.
—¿Sabes que no es la primera vez que tengo esta conversación? —dijo—. Hace unos años me llamó el señor Flak y me pidió que pasara por su despacho. Fue mucho después del juicio. Creo que estaba preparando los recursos. Me suplicó que cambiara mi versión y que contase su versión de lo ocurrido. Yo le dije que se fuera a freír espárragos.
—Ya lo sé. Llevo mucho tiempo trabajando en el caso.
Tras haberse zampado la mitad de las quesadillas, Joey perdió bruscamente su interés por la comida, apartó la bandeja y se puso la margarita delante. La removió despacio, viendo cómo el líquido daba vueltas en el vaso.
—Ahora es muy diferente, Joey —dijo Pryor con suavidad, pero ejerciendo una cierta presión—. Falta poco para que termine el primer cuarto, y a Donté casi se le ha acabado el partido.
La gruesa pluma de color marrón prendida al bolsillo de la camisa de Pryor era en realidad un micrófono. Junto a la pluma, completamente visible, había un bolígrafo de verdad, con su tinta y su bola, por si acaso tenía que escribir algo. Entre el bolsillo de la camisa y el bolsillo izquierdo de delante de los pantalones, donde llevaba el móvil, se ocultaba un fino cable.
A trescientos kilómetros, Robbie era todo oídos. Estaba solo en un despacho, encerrado con llave, escuchando a través de un «manos libres» que al mismo tiempo lo estaba grabando todo.
—¿Tú lo has visto jugar? —preguntó Joey.
—No —contestó Pryor.
Sus voces eran nítidas.
—Era un fenómeno. Corría por el campo como Lawrence Taylor, deprisa y sin miedo, y podía cargarse él solo toda una ofensiva. En segundo y tercer año ganamos diez partidos, pero con los Marshall nunca pudimos.
—¿Por qué no lo reclutaron los colegios importantes? —preguntó Pryor.
«Tú déjalo hablar», se dijo Robbie.
—Por la altura. A partir de primero de instituto ya no creció más, y no conseguía pasar de los cien kilos de peso, que es demasiado poco para los Longhorns.
—Pues tendrías que verlo ahora —dijo Pryor, sin perder comba—. Pesa menos de setenta kilos, está flaco y demacrado, se rapa la cabeza y se pasa veintitrés horas al día encerrado en una celda diminuta. Yo creo que se le ha ido la chaveta.
—Me escribió algunas cartas. ¿Lo sabías?
—No.
Robbie se acercó al manos libres. Era la primera vez que lo oía.
—Poco después de que se lo llevasen, cuando yo aún vivía en Slone, me escribió; dos o tres cartas, largas. Hablaba del corredor de la muerte, y de lo horrible que es: la comida, el ruido, el calor, el aislamiento y todo eso. Juraba que nunca había tocado a Nikki, y que entre ellos dos nunca había habido nada. Juraba que en el momento de su desaparición él estaba lejos del centro comercial. Me rogaba que dijera la verdad, para ayudarlo a ganar el recurso y salir de la cárcel. Yo no le contesté.
—¿Aún tienes las cartas? —preguntó Pryor.
Joey sacudió la cabeza.
—No, es que he vivido en muchos sitios.
Apareció la camarera, que se llevó la bandeja.
—¿Otra margarita? —preguntó.
Joey le hizo señas de que se fuera. Pryor se apoyó en los codos, hasta que su cara estuvo a unos cincuenta centímetros de la de Joey.
—Mira, Joey —empezó a decir—, llevo años trabajando en este caso; le he dedicado miles de horas, no solo de trabajo, sino pensando, intentando entender qué había pasado, y te voy a explicar mi teoría. Tú estabas colado por Nikki. ¿Por qué no? Era monísima, popular y sexy, el tipo de chica que dan ganas de llevarse para siempre a casa. Sin embargo, te rompió el corazón, y para un chico de diecisiete años no hay nada más doloroso. Estabas hecho polvo, destrozado. Luego desapareció. Fue una conmoción para toda la ciudad, pero a ti, y a los que la queríais, os horrorizó especialmente. Todos querían encontrarla. Todos querían ayudar. ¿Cómo podía haberse esfumado así, sin más? ¿Quién la había raptado? ¿Quién podía hacerle daño a Nikki? Quizá creyeras que Donté tenía algo que ver, o quizá no; en todo caso, estabas emocionalmente por los suelos, y fue entonces cuando decidiste intervenir. Llamaste al detective Kerber para darle el chivatazo anónimo, y a partir de ahí todo se convirtió en una bola de nieve. Fue el momento en que la investigación tomó un derrotero equivocado, y no hubo manera de pararla. Al enterarte de que había confesado, supusiste que habías hecho lo correcto, y que era el verdadero culpable; luego tuviste ganas de meter cuchara, inventaste lo de la camioneta verde y de repente eras el testigo estrella. Te convertiste en el héroe de toda esa gente estupenda que quería y adoraba a Nicole Yarber. Saliste a declarar durante el juicio, levantaste la mano derecha, y lo que dijiste no era toda la verdad, pero qué más daba; ahí estabas, ayudando a tu amada Nikki. A Donté se lo llevaron esposado, directamente al corredor de la muerte. Tal vez entendieses que algún día lo ejecutarían, o tal vez no. Yo sospecho que en aquella época, siendo aún adolescente, no podías darte cuenta de la gravedad de lo que está pasando ahora.
—Confesó.
—Sí, y su confesión sería tan de fiar como tu testimonio. Hay muchos motivos por los que se dicen cosas que no son ciertas, ¿verdad, Joey?
Hubo un largo paréntesis en la conversación, mientras los dos pensaban qué decir.
En Slone, Robbie esperó pacientemente, aunque no era un hombre que destacase por su paciencia, ni por tomarse momentos de reflexión silenciosa.
A continuación habló Joey.
—¿Qué pone en la declaración?
—La verdad. Declaras bajo juramento que tu testimonio en el juicio fue inexacto, y tal y cual. Lo preparará nuestro bufete. Podemos tenerla lista en menos de una hora.
—No corras tanto. ¿O sea que estaría diciendo que mentí en el juicio?
—Podríamos adornarlo, pero lo esencial es eso. También nos gustaría dejar zanjado lo del chivatazo anónimo.
—¿Y se presentaría la declaración en los tribunales? ¿Acabaría saliendo en el periódico?
—Claro. La prensa sigue el caso. Cualquier moción de último minuto, cualquier recurso, será noticia.
—Vaya, que mi madre leerá en el periódico que ahora digo que mentí en el juicio. Estaré reconociendo que soy un mentiroso, ¿no?
—Sí, Joey, pero ¿qué es más importante, tu reputación o la vida de Donté?
—Pero has dicho que la cosa está difícil, ¿no? Así que lo más probable es que yo reconozca ser un mentiroso y que a él le pongan la inyección de todos modos. Entonces, ¿quién sale ganando?
—Hombre, él no, seguro.
—Me parece que paso. Bueno, tengo que volver a trabajar.
—Venga, Joey…
—Gracias por invitarme. Ha sido un placer.
Salió del reservado y se fue del restaurante a toda prisa.
Pryor respiró hondo, fijando en la mesa una mirada de incredulidad. Justo cuando estaban hablando de la declaración, la charla se cortaba de golpe. Sacó lentamente el móvil y llamó a su jefe.
—¿Lo has grabado todo?
—Sí, palabra por palabra —dijo Robbie.
—¿Se puede usar algo?
—No, nada. Ni de lejos.
—Ya me lo parecía. Lo siento, Robbie. He creído que estaba a punto de ceder.
—Más no podías hacer, Fred. Te felicito. Tiene tu tarjeta, ¿verdad?
—Sí.
—Pues llámalo después de trabajar, salúdalo y recuérdale que puede hablar contigo cuando quiera.
—Intentaré quedar para tomar una copa. Me huelo que tiende a pasarse de la raya. A ver si consigo emborracharlo para que diga algo.
—Asegúrate de grabarlo.
—De acuerdo.