Después de cuatro horas de sueño irregular, Keith se levantó de la cama y fue a la cocina. Echó un vistazo a la CNN, sin observar nada nuevo, y abrió su portátil para ver qué sucedía en Houston. En Chron.com había varios artículos, empezando por Robbie y sus demandas. Flak salía en una foto, con papeles en la mano, subiendo al juzgado del condado de Chester. También lo citaban in extenso, con declaraciones previsibles sobre el hecho de perseguir hasta la tumba a los culpables de la injusta muerte de Donté Drumm. Respecto a los acusados, incluido el gobernador, no había comentarios.
El siguiente artículo explicaba las reacciones de varios grupos del estado contrarios a la pena de muerte, y Keith se enorgulleció de ver que los encabezaba ATeXX. Exigían una serie de reacciones drásticas: la moratoria habitual de las ejecuciones, que se investigase a la policía de Slone, al Tribunal Penal de Apelación de Texas, al concepto de clemencia del gobernador, al propio juicio, a Paul Koffee y su oficina, etc. El plan era manifestarse el martes a mediodía ante el Capitolio del estado de Austin, la Universidad Estatal Sam Houston de Huntsville, la Universidad del Sur de Texas y unos diez centros más.
El miembro de mayor antigüedad del Senado de Texas era un abogado negro de Houston, Rodger Ebbs, personaje batallador con mucho que decir sobre el tema. Ebbs exigía que el gobernador convocase una sesión urgente de la asamblea legislativa, para que se pudiera poner en marcha una investigación oficial sobre todos los aspectos del caso Drumm. Como vicepresidente del Comité de Finanzas del Senado, Ebbs gozaba de considerable influjo sobre todos los aspectos de los presupuestos del estado. Prometió suspender el gobierno del estado si no se celebraba una sesión especial. No hubo comentarios por parte del gobernador.
De pronto salía en las noticias Drifty Tucker, la siguiente persona en el calendario de ejecuciones. La fecha prevista era el 28 de noviembre, a algo más de dos semanas vista, y su caso, que llevaba una década en letargo, atraía grandes dosis de atención.
El artículo de Eliza Keene ocupaba el cuarto lugar de la lista. Al clicar sobre él, Keith se vio en la foto, con Robbie, Aaron y Martha Handler, todos muy serios, saliendo de la estación de trenes para el viaje a Huntsville. El titular rezaba: «Un pastor de Kansas presenció la ejecución de Drumm». Keene presentaba la historia a grandes rasgos, y atribuía a Keith varias declaraciones. También ella había presenciado una ejecución, años atrás, y le intrigaba que pudiesen autorizar a alguien como testigo con tan poca antelación. En la cárcel, nadie hacía comentarios al respecto. Como era de prever, Keene se había puesto en contacto con el bufete Flak para que le dijeran unas palabras, pero no había encontrado a nadie dispuesto a hablar. Un inspector de Anchor House dijo que el reverendo Schroeder había pasado al menos dos veces durante la semana anterior, en busca de Boyette. Su firma constaba en el libro de registro. El supervisor de Boyette no decía ni pío. Aproximadamente la mitad del artículo hablaba de Keith y Boyette, y de su loca carrera hacia Texas para evitar la ejecución. Salía una foto más pequeña de este último, hecha el jueves anterior, cuando se dirigía a los reporteros. La segunda mitad del artículo daba un giro y se demoraba en los posibles problemas de Keith con la justicia. ¿Podían procesar al pastor por haber ayudado conscientemente a huir a un criminal, infringiendo así la libertad condicional? Para llegar al fondo del asunto, Keene había llamado a una serie de expertos, y citaba a un profesor de Derecho de la Universidad de Houston: «El acto en sí lo honra, pero está claro que infringe la ley. Ahora que Boyette anda suelto, sospecho que al pastor le convendría consultar a un abogado».
«Gracias, bocazas —se dijo Keith—. Ah, y según mi abogado la infracción no está tan clara. No te iría mal investigar un poco antes de salir en el periódico».
También hablaba un abogado defensor criminalista de Houston: «Es posible que haya una infracción, pero a mí, desde una perspectiva general, este hombre me parece un héroe. Me encantaría defenderlo ante un jurado».
¿Un jurado? Elmo Laird tenía la esperanza de zanjarlo todo con una discreta autoinculpación, y un rápido tirón de orejas. Al menos así lo recordaba Keith. Para cubrir todos los puntos de vista, la señorita Keene había chateado con un ex fiscal de Texas, y lo citaba así: «Un delito es un delito, independientemente de las circunstancias. Yo no tendría ninguna benevolencia. El hecho de que sea pastor carece de importancia».
En el quinto artículo se seguía investigando ferozmente lo ocurrido en la oficina del gobernador durante las últimas horas previas a la ejecución. De momento, el equipo de periodistas no había logrado destapar a ningún miembro de dicha oficina que reconociese haber visto el vídeo en el que Boyette hacía su confesión. El correo electrónico había salido del bufete Flak a las 15.11; Robbie, obviamente, era el primero en facilitar los datos de su servidor. No así la oficina del gobernador, de la que no salía nada; sus más estrechos ayudantes, y otros que no lo eran tanto, se habían puesto de acuerdo para no decir palabra, aunque probablemente aquello no durase mucho: cuando empezaran las investigaciones, y saliesen las primeras citaciones, empezarían a echarse mutuamente las culpas.
A las seis y dos minutos de la mañana sonó el teléfono. En la identificación ponía «desconocido». Keith saltó sobre él, antes de que se despertasen Dana y los niños. Un hombre con acento muy marcado, que podía ser francés, dijo buscar al reverendo Keith Schroeder.
—¿Y usted quién es?
—Me llamo Antoine Didier, y trabajo en Le Monde, un periódico de París. Me gustaría hablar sobre el asunto Drumm.
—Lo siento, pero no tengo nada que comentar. —Keith colgó, y esperó a que volviera a sonar. Así fue. Lo cogió y respondió de modo brusco—: Sin comentarios, señor.
Volvió a colgar. Dentro de la casa había cuatro teléfonos. Corrió a activar el NO MOLESTAR en los cuatro. En el dormitorio, Dana empezaba a despertarse.
—¿Quién llama? —preguntó, frotándose los ojos.
—Los franceses.
—¿Los qué?
—Levántate. Quizá hoy sea un día muy largo.
Lazarus Flint era el primer guardaparques negro del este de Texas. Llevaba más de treinta años supervisando el mantenimiento de Rush Point a orillas del Red River, y hacía nueve que él y sus dos subordinados cuidaban con paciencia el lugar sagrado al que la familia y los amigos de Nicole Yarber hacían sus excursiones, y en el que realizaban sus vigilias. Los había observado durante muchos años. De vez en cuando hacían acto de presencia, y se sentaban cerca de la cruz improvisada; y ahí, sentados, lloraban y encendían velas mirando constantemente el río, el río lejano, como si les hubiera quitado a Nicole. Como si albergasen la seguridad de que era allí donde descansaba. Una vez al año, en el aniversario de la desaparición de Nicole, su madre hacía su peregrinación anual a Rush Point, siempre rodeada de cámaras, y con grandes gemidos y aspavientos. Entonces encendían más velas, llenaban de flores el pie de la cruz y traían recuerdos, toscas obras de arte y carteles con mensajes. Se iban cuando ya era de noche, y siempre, al marcharse, rezaban en la cruz.
Lazarus, que era de Slone, nunca había creído que Donté fuera culpable. A un sobrino suyo lo habían metido en la cárcel por un allanamiento de morada con el que no tenía nada que ver, y Lazarus, como la mayoría de los negros de Slone, nunca se había fiado de la policía. «Se equivocaron de persona», había dicho muchas veces desde lejos, al ver la que armaban los parientes y amigos de Nicole.
El martes a primera hora, mucho antes de que llegasen los primeros visitantes a Rush Point, aparcó la camioneta cerca del santuario y empezó a desmantelar aquellos trastos de manera lenta y metódica. Arrancó la cruz del suelo. Con el paso de los años se habían ido sucediendo varias cruces, cada una mayor que la anterior. Levantó el bloque de granito recubierto de cera donde ponían las velas. Había cuatro fotos de Nicole, dos plastificadas y las otras dos con marco de cristal. Una chica muy guapa, pensó al dejarlas en su camioneta. Una muerte horrible, pero la de Donté también lo fue. Recogió figuritas de porcelana de animadoras, tabletas de arcilla con mensajes impresos, obras de bronce sin ningún significado perceptible, desconcertantes óleos sobre tela y varios ramos de flores marchitas.
A su juicio, todo aquello no era más que basura.
«Qué desperdicio», se dijo al irse con la camioneta: de energías, de tiempo, de lágrimas, de emociones, de odio, de esperanza, de oraciones… La chica estaba a más de cinco horas de distancia, enterrada por otro en las colinas de Missouri. Nunca había estado cerca de Rush Point.
Paul Koffee entró en el despacho privado del juez Henry el martes a las doce y cuarto. Era la hora de comer, pero no se veían alimentos. El juez Henry se quedó detrás de su escritorio. Koffee se sentó en un sillón de cuero muy profundo, que ya conocía de sobra.
Koffee no había salido de su cabaña desde el viernes por la noche. Durante el lunes no había llamado a su despacho, y sus subordinados desconocían por completo su paradero. Sus dos comparecencias ante la justicia, ambas con el juez Henry, habían sido pospuestas. Se le veía demacrado, cansado y pálido, con ojeras todavía más marcadas. Su actitud jactanciosa de fiscal había desaparecido.
—¿Cómo te va, Paul? —empezó el juez, afablemente.
—He tenido días mejores.
—No me extraña. ¿Tú y tu plantilla seguís trabajando en la teoría de que Drumm y Boyette estaban confabulados?
—Le estamos dando algunas vueltas —dijo Koffee, mirando fijamente una ventana a su izquierda.
Le costaba mirar a los ojos. Al juez Henry no.
—Tal vez pueda ayudarte, Paul. Sabes tan bien como yo, y ahora mismo como todo el mundo, que esa ridícula teoría solo es un esfuerzo enfermizo, torpe y desesperado para salvar tu culo. Escúchame, Paul: tu culo ya no hay quien lo salve; ya no te puede salvar nada, y si sales con la teoría del doble culpable tendrás que irte de la ciudad por culpa de las burlas. Lo peor es que solo servirá para crear más tensión. No colará, Paul. No insistas. No presentes nada, porque lo desestimaré inmediatamente. Olvídalo, Paul. Ahora mismo, lo mejor es que te olvides de todo lo relacionado con tu oficina.
—¿Me estás pidiendo que dimita?
—Sí. Inmediatamente. Saldrás deshonrado de la profesión. Acéptalo, Paul. Mientras no te vayas, los negros seguirán en la calle.
—¿Y si no quiero dimitir?
—Yo no puedo obligarte, pero puedo hacer que te arrepientas. Soy tu juez, Paul; la última palabra, en cualquier instancia y en cualquier caso, la tengo yo. Presido todos los juicios. Mientras sigas siendo el fiscal del distrito, tu oficina no conseguirá nada de mí. No presentes ni una sola moción, porque no la estudiaré; no proceses a nadie, porque lo anularé; no solicites ningún juicio, porque esa semana estaré muy ocupado. Nada, Paul, nada. Tú y tu personal no podréis hacer nada.
Koffee respiraba por la boca, mirando al juez con rostro ceñudo mientras intentaba digerir aquellas palabras.
—Eso es muy severo, señor juez.
—Si es lo que hace falta para que renuncies al cargo…
—Podría presentar una queja.
El juez Henry se rió.
—Tengo ochenta y un años, y estoy a punto de jubilarme. Me da igual.
Koffee se levantó despacio, y se acercó a una ventana. Habló de espaldas al juez.
—A mí también, Elias, si quieres que te diga la verdad. Yo solo quiero irme y descansar lejos de aquí. Solo tengo cincuenta y seis años. Aún soy bastante joven para dedicarme a otra cosa. —Se produjo una larga pausa, mientras frotaba un recuadro de cristal con el dedo—. ¡Dios mío! Parece mentira. ¿Cómo ha podido pasar?
—Por descuido de todos. Deficiente labor policial. Cuando no hay pruebas, la manera más fácil de resolver un delito es conseguir una confesión.
Koffee se volvió y dio unos pasos hacia el borde de la mesa. Tenía los ojos empañados y le temblaban las manos.
—No puedo mentir. Me encuentro fatal.
—Lo entiendo. Seguro que yo, en tus circunstancias, estaría igual.
Koffee se miró un buen rato los pies.
—Si no hay más remedio, dimito, Elias. Supongo que eso implica elecciones especiales.
—Sí, a la larga, pero te propongo una cosa: cuando dimitas, deja al frente a Grimshaw, que es tu mejor ayudante. Convoca al gran jurado y encausa a Boyette por el crimen. Cuanto antes, mejor. Es un acto de un simbolismo maravilloso: nosotros, el sistema judicial, reconocemos de facto nuestro error, y ahora tratamos de rectificarlo procesando al verdadero asesino. Reconocerlo servirá de mucho para calmar los ánimos en Slone.
Koffee asintió con la cabeza y dio la mano al juez.
El despacho de Keith en St. Mark recibió muchas llamadas a lo largo del día. Todas ellas fueron interceptadas por Charlotte Junger, que explicó que el reverendo no estaba disponible para hacer comentarios. Finalmente, a última hora de la tarde, llegó Keith. Llevaba todo el día escondido en el hospital, visitando a los enfermos, muy lejos de teléfonos y reporteros entrometidos.
A petición de Keith, Charlotte había tomado nota de toda la gente que llamaba. El reverendo la estudió, encerrado con llave en su despacho, con el teléfono desconectado. Eran reporteros de todas partes, de San Diego a Boston, y de Miami a Portland. Seis de los treinta y nueve eran de periódicos europeos, y once de Texas. Uno dijo ser de Chile, aunque Charlotte no estaba muy segura, por el acento. También habían llamado tres feligreses de St. Mark para quejarse; no les gustaba que acusaran a su pastor de haber infringido la ley, cosa que él, para colmo, parecía admitir. Otros dos feligreses llamaron para expresar su admiración y su respaldo. Con todo, la noticia aún no había llegado al periódico de la mañana de Topeka. Lo haría al día siguiente. Keith esperaba ver la misma foto por toda su ciudad natal.
Luke, su hijo de seis años, tenía un partido nocturno de fútbol, y al ser martes la familia Schroeder comió en su pizzería favorita. Los niños se acostaron a las nueve y media, y Keith y Dana a las diez. Discutieron sobre si apagar los teléfonos, pero al final estuvieron de acuerdo en desactivar el NO MOLESTAR y esperar que hubiera suerte. Si llamaba un reportero, los silenciarían. A las once y doce minutos sonó el teléfono. Lo cogió rápidamente Keith, que aún estaba despierto.
—¿Diga? —respondió.
—Pastor, pastor, ¿cómo estamos?
Era Travis Boyette. En previsión de algo tan improbable, Keith había enchufado a su teléfono una pequeña grabadora. Pulsó «Grabar».
—Hola, Travis —dijo.
Dana se puso en movimiento. Bajó velozmente de la cama, encendió una luz, cogió su móvil y empezó a marcar el número del detective Lang, a quien habían visto dos veces.
—¿Qué ha estado haciendo? —preguntó Keith.
Dos amigos de toda la vida. Lang le había pedido que entretuviera al máximo a Boyette.
—Ir de un lado para otro. No puedo quedarme mucho tiempo en ningún sitio.
Boyette hablaba despacio, con voz pastosa.
—¿Sigue en Missouri?
—No, qué va, de Missouri me fui antes que usted, pastor. Voy de aquí para allí.
—Se olvidó el bastón, Travis. Se lo dejó sobre la cama. ¿Por qué?
—No lo necesito. No lo he necesitado nunca. Exageré un poco. Perdóneme, pastor, por favor. Tengo un tumor, pero se me declaró hace mucho tiempo. Un meningioma, no un glioblastoma. Nivel uno. Benigno. De vez en cuando me da mala vida, el jodido, pero dudo que me mate. El bastón era un arma, pastor; lo usaba como autodefensa. Cuando vives en una casa de reinserción con una pandilla de matones, nunca sabes cuándo necesitarás un arma.
De fondo se oía música country. Probablemente estuviera en un bar cutre.
—Pero si cojeaba…
—Vamos, pastor, que algo tienes que cojear si usas bastón, ¿no le parece?
—Pues no lo sé, Travis. Hay gente que lo está buscando.
—La historia de mi vida. Nunca me encontrarán. Como nunca encontraron a Nicole. ¿Ya la han enterrado, pastor?
—No. El funeral es el jueves. El de Donté es mañana.
—Quizá vaya al de Nicole y lo vea de extranjis. ¿Qué le parece, pastor?
Una idea genial. Además de cogerlo, probablemente le dieran una paliza.
—A mí bien, Travis. Si hay un entierro es por usted. Parece lo indicado.
—¿Cómo está esa mujer tan mona que tiene, pastor? Seguro que se divierten, usted y ella. Es una preciosidad.
—Ya vale, Travis. —Que no colgase—. ¿Ha pensado mucho en Donté Drumm?
—La verdad es que no. Deberíamos haber previsto que no nos escucharían.
—Si hubiera ido antes, lo habrían escuchado, Travis. Si hubiéramos encontrado el cadáver en primer lugar, no habría habido ejecución.
—Aún me echa la culpa, ¿eh?
—¿A quién si no, Travis? Supongo que todavía es la víctima, ¿no?
—No sé qué soy, pero le diré una cosa, pastor: tengo que encontrar a una mujer. ¿Me entiende?
—Escúcheme, Travis: si me dice dónde está, voy a buscarlo y lo traigo a Topeka. Saldré ahora mismo. Haremos otro viajecito los dos juntos. Me da igual donde esté. Lo encerrarán aquí, y luego lo extraditarán a Missouri. Pórtese bien, por una vez; así no saldrá nadie perjudicado, Travis. Vamos, hombre.
—A mí no me gusta la cárcel, pastor. La conozco bastante para saberlo.
—Pero está cansado de hacer daño a la gente, Travis. Yo lo sé. Me lo dijo usted.
—Supongo. Tengo que irme, pastor.
—Llámeme a cualquier hora, Travis. No localizo las llamadas. Solo quiero hablar con usted.
La llamada se había cortado.
Una hora más tarde, el detective Lang estaba en casa de los Schroeder, escuchando la grabación. Habían conseguido seguir el rastro telefónico hasta el dueño de un móvil robado de Lincoln, Nebraska.