Capítulo treinta y ocho

Keith estaba sentado en su despacho de la iglesia, con las manos detrás de la cabeza, los pies descalzos encima de la mesa, la mirada en el techo y la cabeza hecha un lío por todo lo que había pasado. Durante los últimos días se había acordado un par de veces de su familia, y de los asuntos de la iglesia, pero la idea de Travis Boyette suelto por la calle siempre daba al traste con tan agradables distracciones. Se había dicho infinidad de veces que él no había ayudado a Boyette a escapar, que ya rondaba por las calles de Topeka después de cumplir su condena, y que tenía derecho a reinsertarse en la sociedad. Era Boyette quien había tomado la decisión de irse de Anchor House e infringir la libertad condicional, ya antes de convencer a Keith de que le hiciera de chófer. Aun así, Keith vivía con un nudo en el estómago, un pinchazo constante que le aseguraba que había hecho algo mal.

Para descansar de Boyette, bajó los pies de la mesa y se volvió hacia su ordenador. En el monitor salía la web del capítulo de Kansas de la AADP, Americans Against the Death Penalty.[10] Decidió apuntarse. Pagó los veinticinco dólares de cuota anual con su tarjeta de crédito: ya era uno de los tres mil miembros, y como tal tenía derecho a la newsletter, a una revista mensual con las últimas novedades y a otras actualizaciones periódicas a cargo del personal de la asociación. Se reunían una vez al año en Wichita. Ya le harían llegar los datos exactos. Era la primera organización en la que se inscribía, aparte de la Iglesia.

Buscó por curiosidad webs de grupos contrarios a la pena de muerte en Texas, y encontró muchas. Reconoció los nombres de varios grupos que había visto en las noticias de los dos últimos días. Los abolicionistas texanos estaban aprovechando al máximo la ejecución de Drumm, y actividad no faltaba. Execution Watch, Students Against the Death Penalty, Texas Network Moratorium, TALK (Texans Against Legalized Killing), Texans for Alternatives to the Death Penalty…[11] Uno de los nombres que le sonaban era Death Penalty Focus.[12] Entró en su web, y le impresionó. La cuota de socio solo era de diez dólares. Sacó su tarjeta de crédito y se inscribió. Estaba disfrutando, sin pensar en Boyette.

El mayor y más antiguo de los grupos texanos era ATeXX, acrónimo de Abolish Texas Executions.[13] Aparte de impulsar muchas publicaciones sobre el tema del castigo capital, también presionaba al poder legislativo para que adoptase sus puntos de vista, organizaba grupos de apoyo a los reclusos de ambos sexos del corredor de la muerte, recaudaba fondos para defender a los acusados de delitos castigados con la muerte y trabajaba en red con decenas de otros grupos del país, pero lo más impresionante, al menos en opinión de Keith, era que ayudaba a ambas familias, la de las víctimas y la del condenado. ATeXX tenía mil quinientos miembros y un presupuesto anual de dos millones de dólares, y la inscripción estaba abierta a todo el que estuviera dispuesto a pagar veinticinco dólares. Keith estaba de humor, y al cabo de un momento ya formaba parte de su tercer grupo.

Sesenta dólares después tenía la sensación de ser un abolicionista acreditado.

El silencio se rompió por el pitido de su intercomunicador.

—Hay una periodista al teléfono —anunció Charlotte Junger—. Creo que deberías hablar con ella.

—¿De dónde es?

—De Houston, y no te la quitarás de encima.

—Gracias.

Keith se puso al teléfono.

—Soy el reverendo Keith Schroeder.

—Reverendo Schroeder, me llamo Eliza Keene. Trabajo en el Houston Chronicle. —Tenía una voz dulce, y un hablar parsimonioso, con un acento nasal parecido al que Keith había oído en Slone—. Tengo unas preguntas sobre Travis Boyette.

Keith vio desfilar toda su vida ante él: titulares, polémicas, esposas, cárcel.

Su silencio fue bastante largo para convencer a la señorita Keene de que iba por buen camino.

—Muy bien —aceptó Keith.

¿Qué iba a decir? No podía mentir, negando que conocía a Boyette. Durante unas décimas de segundo se le ocurrió no hablar con ella, pero eso equivaldría a disparar más de una alarma.

—¿Le importa que grabe nuestra conversación? —preguntó ella cortésmente.

Sí. No. Ni idea.

—Pues… no —dijo Keith.

—Mejor, así no cometo ninguna inexactitud. Un momento. —Una pausa—. Ya está encendida la grabadora.

—De acuerdo —respondió Keith, pero solo porque parecía que era necesaria alguna respuesta de su parte. Decidió ganar tiempo, mientras intentaba ordenar sus ideas—. Oiga, señorita Keene… Es que no tengo por costumbre hablar con periodistas. ¿Hay alguna manera de verificar que sea reportera del Houston Chronicle?

—¿Tiene el ordenador encendido?

—Sí.

—Pues ahora mismo le mando mi currículo. También le mando una foto hecha delante del bufete de Robbie Flak, el jueves pasado, cuando el señor Flak y su equipo se marchaban. En la foto salen cuatro personas, una con chaqueta negra y alzacuello blanco. Me imagino que es usted.

Keith consultó el correo y abrió el archivo adjunto. Era él. Leyó el currículo por encima, a sabiendas de que no hacía falta.

—Parece buena persona —dijo Keith.

—A nosotros también nos lo pareció. ¿Es usted?

—Sí.

—¿Presenció la ejecución de Donté Drumm?

A Keith se le secó la boca. Gruñó y carraspeó.

—¿Por qué cree que presencié la ejecución?

—Hemos accedido al registro de la cárcel, y aparece como testigo del preso. Además, uno de los hombres que estaban de pie detrás de usted durante la ejecución era periodista, de otro periódico. Su nombre lo he encontrado yo, no él.

¿Qué habría aconsejado Elmo Laird en esa situación? Tal vez cortar la conversación. Keith no estaba seguro, pero sí impresionado. Si la señorita Keene tenía el registro de la cárcel, y una foto, ¿qué más podía haber encontrado? Le pudo la curiosidad.

—Pues entonces supongo que presencié la ejecución.

—¿Qué hace un pastor luterano de Topeka presenciando una ejecución en Texas? —preguntó ella.

Era lo mismo que se había preguntado Keith al menos mil veces. Soltó una risa forzada.

—Es una larga historia —respondió.

—¿Amigo de Donté Drumm?

—No.

—Travis Boyette estaba en una casa de reinserción de Topeka. Luego aparece en Slone, Texas. ¿Tiene usted idea de cómo llegó?

—Quizá.

—¿Su coche es un Subaru marrón con matrícula de Kansas LLZ787?

—Supongo que tiene usted una copia de mis papeles.

—Sí, y uno de nuestros reporteros vio el coche en Slone. Por Slone no pasa mucha gente de Kansas. ¿Hay alguna posibilidad de que Boyette hiciera autoestop con usted?

Otra risa, esta vez sincera.

—Bueno, está bien, señorita Keene, ¿qué quiere?

—La historia, reverendo Schroeder. Entera.

—Tardaríamos horas, y ahora mismo no estoy dispuesto a dedicarle tanto tiempo.

—¿Cuándo conoció a Travis Boyette?

—No hace ni una semana, el lunes pasado.

—¿Y él, en ese momento, reconoció haber asesinado a Nicole Yarber?

Del secreto de confesión seguro que no quedaba nada. Boyette había retransmitido su confesión al mundo entero. No seguían en pie muchos secretos. Aun así, ciertas cosas debían quedar en la intimidad. Keith no estaba obligado a responder a la pregunta, ni a ninguna otra, todo fuera dicho. No le daba miedo la verdad; de hecho, estaba decidido a no esconderla. Si era tan fácil seguir sus huellas, pronto llamarían otros reporteros. Más valía zanjarlo de una vez.

—Lo que estoy dispuesto a decir es lo siguiente, señorita Keene. Travis Boyette visitó nuestra iglesia el domingo de la semana pasada. Como tenía ganas de hablar, volvió al día siguiente. Él confió en mí, y acabamos desplazándonos a Slone, Texas, adonde llegamos el jueves pasado, hacia mediodía. Boyette estaba decidido a impedir la ejecución, porque Donté Drumm era inocente. Salió por la tele, admitió ser el asesino e hizo las declaraciones que todos hemos visto. El señor Flak me pidió que lo acompañara a Huntsville. Yo accedí a regañadientes, y una cosa llevó a la otra; conocí a Donté, y presencié la ejecución sin haberlo previsto en absoluto. La mañana siguiente, Boyette condujo al señor Flak y otras personas, yo entre ellas, al lugar de Missouri donde había enterrado a la chica. Después se puso enfermo, y me lo llevé a un hospital de Joplin, del que logró marcharse por su propio pie. Yo me fui a mi casa en coche, y desde entonces no he tenido ningún contacto con Boyette.

La reportera digirió todo aquello en silencio.

—Reverendo Schroeder, tengo unas mil preguntas.

—Y yo llego tarde a un entrenamiento de fútbol. Buenos días.

Keith colgó, y salió rápidamente del despacho.

Fordyce - ¡A por todas! tenía una franja de sesenta minutos en la hora de mayor audiencia del lunes por la noche. El acontecimiento había recibido una publicidad descarada durante todo el fin de semana. Sean Fordyce se dirigió al mundo en directo desde Slone, Texas, donde seguía yendo de acá para allá en busca de otro incendio, o con algo de suerte un cadáver o una bomba. La primera media hora era el espectáculo de Reeva, con muchas lágrimas y ganas de que se produjera la ejecución. Salían filmaciones de Nicole bailando cuando era niña en una función, y otras en las que daba brincos al borde del campo, animando a los Warriors. También salía un clip de Donté lesionando a un jugador. Y mucha Reeva, con la entrevista posterior a la ejecución como momento estelar. No había duda de que daba una imagen tonta, casi patética, y era obvio que Fordyce la hacía caer en la trampa. Salían primeros planos de ella hablando a grito pelado, justo antes de quedarse muda al ver por primera vez el vídeo de Boyette. El momento en que este último mostraba el anillo de graduación de Nicole afectaba visiblemente a Reeva, que a partir de entonces ya no salía más. En la segunda mitad, Fordyce pasaba un popurrí de vídeos y entrevistas, y no mostraba nada que no se supiera. Era un desastre. Resultaba irónico que un charlatán tan amigo de la pena de muerte airease una exclusiva sobre la ejecución de un inocente, pero a Sean Fordyce se le pasó por alto la ironía. A él, lo único que le importaba eran los índices de audiencia.

Keith y Dana lo vieron. Durante sus caóticas horas en Slone, y con el propio frenesí del viaje, Keith no había visto nada de la familia de Nicole. Había leído sobre Reeva en internet, pero no la había oído hablar. Al menos el programa de Fordyce servía para algo. Como no había tenido trato con Reeva, pudo compadecerse de ella sin dificultad.

Llevaba horas postergando una llamada telefónica. Mientras Dana preparaba a los niños para irse a dormir, él se retiró al dormitorio y llamó a Elmo Laird. Se disculpó por molestarlo en su casa, pero la situación estaba cambiando muy deprisa, y Keith consideraba importante la llamada. Elmo le dijo que no se preocupase. Después de que Keith le explicara en detalle la conversación con Eliza Keene, Elmo dio a entender que quizá hiciera bien en preocuparse.

—Probablemente no haya sido buena idea —fue su primera respuesta.

—Es que ella ya lo sabía, señor Laird: los datos, los papeles, la foto… Lo sabía todo. Habría sonado ridículo intentar negarlo.

—No tiene ninguna obligación de hablar con la prensa, ¿sabe?

—Ya lo sé, pero no estoy huyendo de nadie. Yo hice lo que hice. La verdad está sobre la mesa.

—Me doy cuenta, pastor, pero usted me ha contratado para asesorarlo.

—Lo siento. No entiendo de legalismos. Ahora mismo, todo esto de la ley, y de sus trámites interminables, me supera.

—Claro, es lo que suele pasarles a mis clientes. Por eso me contratan.

—¿O sea que la he fastidiado?

—No necesariamente, pero prepárese para que se arme la de Dios es Cristo, con perdón por la expresión, pastor. Yo preveo que saldrá en las noticias. No estoy seguro de que la historia de Drumm dé para muchos artículos más, pero está claro que la aparición de usted le dará un sesgo nuevo.

—Estoy hecho un lío, señor Laird. Ayúdeme. ¿En qué afectará a mi caso que salga en las noticias?

—Vamos, Keith, que lo de usted ni siquiera es un caso. No lo han acusado de nada, y es muy posible que no lo acusen nunca. Esta tarde he hablado con el fiscal del distrito; somos amigos, y aunque se ha quedado fascinado con su historia, no lo he visto impaciente por procesarlo. Tampoco es que lo haya desestimado… Mucho me temo que la clave volverá a ser Boyette. Ahora mismo, probablemente sea el prófugo más famoso del país. ¿Ha visto que hoy le han acusado por asesinato en Missouri?

—Lo he visto hace un par de horas —respondió Keith.

—Como su rostro sale en todas partes, es posible que lo cojan. A Kansas dudo que vuelva. Que se lo queden en Missouri. Si lo encierran antes de haber hecho daño a nadie, creo que el fiscal de nuestro distrito dará el asunto por zanjado.

—¿Y la publicidad sobre mi implicación?

—Ya veremos. Aquí, muchos le admirarán por lo que hizo. A mí no me parece que haya mucho margen para criticarlo por intentar salvar a Donté Drumm, y menos sabiendo lo que sabemos. Saldremos de esta, pero no más entrevistas, por favor.

—Descuide, señor Laird.