Capítulo treinta y siete

El lunes por la mañana, el instituto de Slone no abrió sus puertas. Aunque la tensión parecía remitir, la dirección del centro y la policía seguían nerviosas. Podía haber nuevas peleas y bombas de humo, que al extenderse a la calle rompieran la frágil tregua. Los alumnos blancos estaban dispuestos a volver a clase y reintegrarse a la rutina y las actividades normales. En términos generales, lo ocurrido durante el fin de semana los había impactado, e incluso horrorizado; estaban tan estupefactos por la ejecución de Drumm como sus amigos negros, y con muchas ganas de hablar de ella e intentar dejarla atrás. En toda la ciudad se comentaba la incorporación de los jugadores blancos a la sentada del partido contra Longview, una sencilla manifestación de solidaridad que se consideraba un acto de disculpa de proporciones colosales. Se había cometido un error gigantesco, pero la culpa la tenían otros. Veámonos, démonos la mano y zanjemos el tema. A la mayoría de los alumnos negros no les seducía la idea de seguir con la violencia. Ellos tenían las mismas rutinas y actividades que sus amigos blancos, y también querían volver a la normalidad.

La dirección del instituto volvió a reunirse con el alcalde y con la policía. Una de las palabras más socorridas para describir el ambiente en Slone era «polvorín». El número de exaltados era suficiente en ambos bandos para causar problemas. Seguían grabándose llamadas anónimas. Había amenazas de violencia en cuanto reabriese el instituto, y al final se decidió que lo más seguro era esperar hasta después del funeral de Donté Drumm.

A las nueve de la mañana, el equipo de fútbol americano se reunió con sus entrenadores en el vestuario del campo. Fue una reunión a puerta cerrada a la que acudieron los veintiocho jugadores negros, así como sus compañeros blancos, sumando un total de cuarenta y uno. La idea de la reunión era de Cedric y de Marvin Drumm, ex jugadores de los Warriors (aunque a un nivel muy inferior al de su hermano). Juntos, dirigieron unas palabras al equipo. Agradecieron a los jugadores blancos la valentía de haberse unido a la protesta de los de Longview. Hablaron de su hermano con cariño, emocionados, y dijeron que no le habría parecido bien ninguna división. El equipo era el orgullo de la ciudad, y si lograba curar sus heridas habría esperanza para todos. Ambos apelaron a la unidad.

—Os pido que vengáis todos al entierro de Donté —dijo Cedric—. Será muy importante para nuestra familia, y también para el resto de nuestra comunidad.

Denny Weeks, hijo de un policía de Slone, y el primer jugador que se había quitado el casco y la camiseta para sentarse con los de Longview, pidió permiso para hablar. Colocándose frente al equipo, empezó por describir lo asqueado que estaba por la ejecución y por sus consecuencias. Tanto él como la mayoría de sus conocidos blancos siempre habían creído que Donté era culpable, y que se llevaría su merecido. ¡Qué error tan increíble! Siempre se sentiría culpable. Se disculpó por haberlo creído, y por haber estado a favor de la ejecución. Luego se emocionó, aunque intentase no perder la compostura, y acabó diciendo que esperaba que Cedric y Marvin, el resto de la familia y sus compañeros negros de equipo tuvieran fuerzas para perdonarlo. Fue la primera de varias confesiones, que convirtieron la reunión en un esfuerzo largo y fructífero de reconciliación. Formaban un equipo; un equipo con sus rencillas y sus rivalidades enconadas, pero la mayoría de los chicos habían jugado juntos desde los doce o los trece años, y se conocían mucho. No ganaban nada con dejar que se enquistase la amargura.

Las autoridades del estado aún no habían resuelto las dudas turbadoras que planteaba el empate con Longview. La previsión más extendida era que se daría por perdedores a los dos equipos, pero que la temporada seguiría con normalidad. Al calendario le quedaba un solo partido. El entrenador lo planteó en términos de todo o nada: si no eran capaces de unirse como equipo, renunciarían al último partido. Con Cedric y Marvin delante, los jugadores no tuvieron elección. No podían decirles que no a los hermanos de Donté Drumm. Al cabo de dos horas, se dieron la mano y decidieron quedar por la tarde para realizar un largo entrenamiento.

El espíritu de reconciliación no había llegado al bufete Flak, ni lo haría ya probablemente. Revigorizado por un domingo tranquilo, y enfrentado a una montaña de trabajo, Robbie exhortó a sus tropas a prepararse para un asalto en varios frentes. La prioridad número uno era el litigio civil. Robbie estaba resuelto a presentar aquel mismo día una demanda, tanto en los tribunales del estado como en los federales. La demanda al estado, alegando muerte por negligencia, sería una andanada contra el ayuntamiento de Slone, su policía, el condado, el fiscal del distrito, el estado, sus jueces, sus autoridades penitenciarias y los jueces de su tribunal de apelación. Pese a la inmunidad de que gozaban los miembros de la judicatura, Robbie pensaba denunciarlos. También denunciaría al gobernador, cuya inmunidad era absoluta. Gran parte de la demanda acabaría desmontada, y en último término desestimada, pero a él le daba igual; quería vengarse, y le encantaba la idea de poner en evidencia a los culpables, obligándolos a contratar abogados. Era un amante del litigio a puñetazo limpio, sobre todo si los daba él, y tenía a la prensa como público. Sus clientes, los Drumm, se oponían con sinceridad a que siguiera habiendo violencia por las calles, y Robbie también, pero él sabía crearla en los tribunales. El litigio se prolongaría varios años, y lo consumiría, pero confiaba en que acabaría ganando.

La demanda ante la justicia federal sería por derechos civiles, y en gran parte con los mismos acusados. En aquel caso no perdería el tiempo en demandar a los jueces y al gobernador, sino que se cebaría en el ayuntamiento de Slone, su policía y Paul Koffee. Por lo que había quedado de manifiesto, preveía un acuerdo lucrativo, pero a largo plazo. El ayuntamiento, el condado, y sobre todo sus compañías de seguros, no se expondrían jamás a que en un caso de tal notoriedad se aireasen trapos sucios delante de un jurado. Una vez al desnudo, los actos de Drew Kerber y Paul Koffee dejarían aterrados a los abogados de las aseguradoras, que cobraban lo suyo. Robbie estaba obsesionado con la venganza, pero también olía a dinero.

Entre las otras estrategias puestas sobre la mesa estaba una querella contra Paul Koffee por falta de ética profesional. En ese caso, ganar implicaba su expulsión del colegio de abogados y una nueva humillación, aunque Robbie no era demasiado optimista. También había pensado interponer una demanda ante la Comisión Estatal de Conducta Judicial contra Milton Prudlowe, el presidente del tribunal de apelación, aunque eso le llevaría más tiempo. Aún se conocían muy pocos hechos sobre las razones de no haber tramitado la instancia, aunque todo indicaba que irían surgiendo, y pronto: el Tribunal Penal de Apelación de Texas ya sufría el ataque de algo similar a un avispero de periodistas. Robbie se conformaba con quedarse sentado, viendo cómo la prensa sacaba la verdad a relucir.

Se puso en contacto con el Departamento de Justicia, en Washington. Recibió llamadas de gente que se oponía a la pena de muerte de todo el país. Conversó con reporteros. Su bufete era un caos, en el que Robbie se crecía.

El bufete en el que entraron Keith y Dana el lunes por la mañana se parecía muy poco al último que había visto Keith. El de Flak estaba lleno de gente, tensión y actividad. El de Elmo Laird era pequeño y tranquilo. El informe previo de Matthew describía a Elmo como un profesional que trabajaba a solas, un sesentón veterano de los juzgados penales que daba consejos acertados, aunque rara vez iba a juicio. Era amigo de Matthew, pero lo más importante era que jugaba al golf con el fiscal del distrito.

—Nunca había tenido un caso así —reconoció tras escuchar a Keith unos minutos.

Había hecho los deberes y, como todos los que disfrutan leyendo el periódico por la mañana, conocía lo esencial del lío que había montado el caso Drumm, allá en Texas.

—Bueno, para mí también es bastante nuevo —dijo Keith.

—No hay ninguna ley clara al respecto. Usted prestó ayuda a un hombre que estaba decidido a infringir la libertad condicional saliendo de esta jurisdicción. No es lo que se dice un delito mayor, pero podrían juzgarlo por obstrucción a la justicia.

—Hemos leído el código —intervino Dana—. Nos lo ha enviado Matthew, con unos cuantos casos de otros estados, y no hay nada claro.

—Yo no he sabido encontrar ninguno parecido en Kansas —dijo Laird—, aunque eso tampoco quiere decir nada. Si el fiscal del distrito decide actuar, diría que tiene buenos elementos. Usted lo reconoce todo, ¿no?

—Sí, claro —convino Keith.

—Pues entonces le aconsejo que nos planteemos la conformidad del imputado, y cuanto antes mejor. Boyette anda suelto. Podría volver a atacar o no; esta misma semana o nunca. A usted le beneficia llegar a un acuerdo, un buen acuerdo, antes de que Boyette se meta en nuevos líos. Si le hace daño a alguien, usted sería más culpable, y se complicaría un caso que es sencillo.

—¿Qué es un buen acuerdo? —preguntó Keith.

—No ir a la cárcel y un tirón de orejas —dijo Elmo, encogiéndose de hombros.

—¿Y eso qué quiere decir?

—No gran cosa. Presentarse un momento en el juzgado, pagar una pequeña multa, y nada de cárcel, esto está claro.

—Esperaba que lo dijera —dijo Dana.

—Y yo, pasado un tiempo, probablemente pudiera borrar sus antecedentes penales —añadió Elmo.

—Pero quedaría constancia pública de la condena, ¿no? —preguntó Keith.

—Sí, eso ya es más preocupante. Esta mañana, aquí en Topela, ha salido Boyette en primera plana, y sospecho que se seguirá hablando de él algunos días. Es nuestro pequeño vínculo con un episodio que ha causado sensación. Si viniera husmeando un reportero, podría toparse con la condena. Bien pensado, la noticia no está mal: pastor local ayuda al verdadero asesino, y bla-bla-bla. Yo me imagino que eso salpicaría mucho a la prensa, pero dudo que el perjuicio fuera permanente. Lo más gordo se publicaría si Boyette cometiera otro delito. Entonces el fiscal ya se acaloraría un poco más, y sería más difícil tratar con él.

Keith y Dana se miraron, dudando. Era su primera visita en común a un bufete de abogados, y esperaban que fuese la última.

—¹Mire, señor Laird —dijo Keith—, la verdad es que no quiero tenerlo sobre mi cabeza. Soy culpable de lo que hice. Si he cometido un delito, aceptaré el castigo. Nuestra pregunta es muy sencilla: ¿ahora qué?

—Déjenme unas horas para que hable con el fiscal del distrito. Si él está dispuesto, llegaremos enseguida a un acuerdo, y no habrá más que hablar. Con algo de suerte, pasará usted inadvertido.

—¿Cuándo podría ser eso?

Elmo se encogió de hombros nuevamente.

—Esta semana.

—¿Y me promete que Keith no irá a la cárcel? —preguntó Dana, casi en tono de súplica.

—Prometerlo no, pero es muy poco probable. Nos vemos mañana a primera hora y lo hablamos.

Sentados en el coche, ante el bufete de Laird, Keith y Dana contemplaron el lateral del edificio.

—Me parece mentira que tú y yo estemos aquí, hablando de declararte culpable y preocupados por que te puedan meter en la cárcel —dijo ella.

—¿A que es genial? A mí me encanta.

—¿Cómo dices?

—Mira, Dana, tengo que decirte que, aparte de nuestra luna de miel, esta última semana ha sido la más genial de mi vida.

—Tú estás enfermo. Has pasado demasiado tiempo con Boyette.

—La verdad es que echo un poco de menos a Travis.

—Conduce, Keith. Estás perdiendo la chaveta.

Oficialmente, el gobernador estaba enfrascado en los presupuestos del estado, y tenía demasiado trabajo para hacer comentarios sobre el caso Drumm; por lo que a él respectaba, era un caso cerrado.

Extraoficialmente estaba encerrado en su despacho con Wayne y Barry, los tres aturdidos y con resaca, devorando analgésicos y rezongando sobre las decisiones a tomar. La prensa había acampado frente al edificio, hasta el punto de filmar su salida de la Mansión del Gobernador a las siete y media de la mañana, junto a su brigada de seguridad —cosa que hacía cinco días por semana—, como si ahora aquel movimiento fuera un notición. En la oficina estaban hasta arriba de llamadas, faxes, correos electrónicos, cartas, gente y hasta paquetes.

—Estamos con la mierda hasta el cuello —dijo Barry—, y la cosa empeora sin parar. Ayer, treinta y un editoriales de costa a costa, y hoy diecisiete más. A este ritmo, habrá salido uno en todos los periódicos del país. Por cable se pasan el día de cháchara. Salen expertos en cantidad, dando consejos sobre lo que hay que hacer ahora.

—¿Y qué hay que hacer ahora? —preguntó el gobernador.

—Moratorias, moratorias. Renunciar a la pena capital, o como mínimo estudiarla a fondo.

—¿Y las encuestas?

—Según las encuestas estamos jodidos, pero aún es demasiado pronto. Deja que pasen unos días y que se diluya el impacto, y nos meteremos otra vez en el mercado, poco a poco. Yo sospecho que perderemos unos cuantos puntos, pero calculo que al menos el sesenta y cinco por ciento sigue a favor de la inyección letal. ¿Wayne?

Wayne estaba enfrascado en su portátil, pero no perdía palabra.

—Sesenta y nueve, que sigue siendo mi número favorito.

—Ni uno ni otro —dijo el gobernador—: Sesenta y siete. ¿Todos de acuerdo?

Barry y Wayne levantaron enseguida los pulgares. Ya estaba en marcha la apuesta estándar: cada uno de los tres ponía cien dólares.

El gobernador se acercó por enésima vez a su ventana favorita, pero no vio nada.

—Tengo que hablar con alguien. Aquí dentro, ignorando a la prensa, parece que me esconda.

—Es que te escondes —dijo Barry.

—Concertadme una entrevista con alguien de confianza.

—Siempre nos queda la Fox. Hace dos horas he hablado con Chuck Monahand, y estaría encantado de que charles con él. Es inofensivo, y tiene unos índices de audiencia bastante buenos.

—¿Nos dará las preguntas con antelación?

—Pues claro. Está dispuesto a todo.

—Me gusta. ¿Wayne?

Wayne hizo crujir los nudillos con fuerza suficiente como para romperlos.

—No tan deprisa —dijo—. ¿Qué urgencia tienes? Pues claro que estás atrincherado, pero deja que amaine la tormenta. Vamos a pensar dónde estaremos dentro de una semana.

—Yo diría que aquí mismo —replicó Barry—, encerrados con llave, devanándonos los sesos para decidir qué hacemos.

—Es que es un momento tan importante… —precisó el gobernador—. Me da mucha rabia dejar que pase.

—Deja que pase —dijo Wayne—. Ahora mismo tienes mala imagen, jefe; eso no hay quien lo arregle. Lo que nos hace falta es tiempo, mucho tiempo. Yo digo que bajemos la cabeza, esquivemos las balas y dejemos que la prensa se cebe en Koffee, la poli y el tribunal de apelación. Que pase un mes. Agradable no será, pero el reloj no se parará.

—Yo digo que vayamos a la Fox —comentó Barry.

—Y yo que no —replicó Wayne—. Propongo que nos montemos una misión comercial a China y pasemos diez días fuera. Así exploramos mercados extranjeros, más salidas para los productos texanos y más puestos de trabajo para nuestra gente.

—Ya lo hice hace tres meses —protestó Newton—. Odio la comida china.

—Darías una imagen de debilidad —repuso Barry—. Escaparse justo cuando surge la mayor noticia desde el último huracán… Mala idea.

—Estoy de acuerdo. No nos vamos.

—¿Así que puedo ir yo a China? —preguntó Wayne.

—No. ¿Qué hora es?

El gobernador llevaba un reloj de pulsera, y en el despacho había como mínimo tres relojes más. Aquella pregunta, al caer la tarde, solo podía significar una cosa. Barry se acercó al mueble bar y sacó una botella de bourbon Knob Creek.

El gobernador se sentó detrás de su gran escritorio y bebió un trago.

—¿Cuándo tendrá lugar la siguiente ejecución? —preguntó a Wayne.

Su abogado tecleó y miró fijamente su portátil.

—Dentro de dieciséis días.

—Vaya por Dios —dijo Barry.

—¿Quién es? —preguntó Newton.

—Drifty Tucker —contestó Wayne—. Hombre, blanco, cincuenta y un años, del condado de Panola. Mató a su mujer al pillarla en la cama con el vecino. También le disparó al vecino, ocho veces. Tuvo que recargar.

—¿Eso es delito? —preguntó Barry.

—Para mí no —respondió Newton—. ¿No ha alegado inocencia?

—No, demencia. Pero parece que lo que le ha fastidiado es lo de recargar.

—¿Podríamos hacer que lo suspendiese algún tribunal? —preguntó Newton—. Yo preferiría ahorrármelo.

—Lo estudiaré.

El gobernador bebió un poco más y sacudió la cabeza.

—Justo lo que nos falta ahora —masculló—: Otra ejecución.

De repente, Wayne reaccionó como si le hubieran dado una bofetada.

—Fijaos en esto: Robbie Flak acaba de poner una demanda en el tribunal del estado del condado de Chester en la que cita a varios acusados, entre ellos el honorable Gilí Newton, gobernador. Cincuenta millones de dólares en concepto de daños y perjuicios por la ejecución indebida de Donté Drumm.

—No puede —dijo el gobernador.

—Pues acaba de hacerlo. Parece que ha mandado una copia por correo electrónico a todos los acusados, y a todos los periódicos del estado.

—Yo tengo inmunidad.

—Pues claro, pero te ha demandado igualmente.

Barry se sentó, y empezó a rascarse el pelo. El gobernador cerró los ojos y masculló algo para sus adentros. Wayne miraba el portátil, boquiabierto. Acababa de empeorar un día ya malo de por sí.