Domingo. Lo que el jueves era probable, el viernes todavía más probable y el sábado prácticamente seguro se convirtió a lo largo de la noche en una verdad abrumadora que hizo que el domingo por la mañana todo el país se despertara frente a la impactante realidad de que se había ejecutado a un inocente. Los grandes periódicos, con el New York Times y el Washington Post al frente, echaban pestes y despotricaban, llegando a la misma conclusión: ya es hora de que dejemos de matar. La noticia apareció en primera plana de ambas publicaciones, y en decenas de otras, desde Boston hasta San Francisco. La historia del caso quedó reflejada en largos artículos, y sus personajes recibieron mucha publicidad, que en el caso de Robbie igualó a la atención dedicada a Donté. Varios editoriales destemplados pedían una moratoria de las ejecuciones. Se publicaron un sinfín de artículos de opinión firmados por expertos en leyes, abogados defensores, abolicionistas de la pena de muerte, profesores, activistas religiosos e incluso un par de reclusos del corredor de la muerte, y la conclusión era siempre la misma: ahora que tenemos pruebas irrefutables de que se ha producido una ejecución errónea, lo único justo y sensato es detenerlas para siempre o, si no es posible hacerlo, como mínimo frenarlas hasta que se pueda estudiar y revisar el sistema de la pena de muerte.
En Texas, el Houston Chronicle, periódico que había ido abandonando gradualmente la pena de muerte, pero que no había llegado a pedir su abolición, dedicó toda la portada a presentar el caso a lo grande. Era una versión condensada de la rueda de prensa, con grandes fotos de Donté, Nicole y Robbie en la página uno, y unas diez más en la cinco. Los artículos —seis en total— se cebaban en los errores cometidos y despellejaban a Drew Kerber, Paul Koffee y la jueza Vivian Grale. La identidad de los malos estaba clara. Las culpas eran ineludibles. Un reportero seguía el rastro del Tribunal Penal de Apelación de Texas, y era evidente que sus miembros no tendrían donde esconderse. Su presidente, Milton Prudlowe, no estaba localizable, ni hacía comentario alguno, al igual que los ocho jueces restantes. El secretario, Emerson Pugh, se negaba a hacer declaraciones. En cambio, quien tenía mucho que decir era Cicely Avis, la abogada del Defender Group que había intentado entrar en el despacho de Pugh el jueves a las cinco y siete de la tarde. Poco a poco iban conociéndose los detalles, y era previsible que apareciesen más novedades. Otro reportero del Chronicle pisaba los talones al gobernador y de su personal, todos ellos en plena retirada, evidentemente.
Las reacciones variaban a lo largo y a lo ancho del estado. Los periódicos que por norma general tenían fama de políticamente moderados —los de Austin y San Antonio— pedían una abolición sin reservas de la pena de muerte. El periódico de Dallas pidió públicamente una moratoria. En cuanto a los periódicos firmemente alineados a la derecha, se mostraban moderados en sus editoriales, pero no podían resistirse a informar largo y tendido sobre los sucesos de Slone.
Por televisión, todos los programas de entrevistas del domingo por la mañana hallaron espacio para la noticia, aunque el tema principal siguiera siendo la campaña de las presidenciales. Por cable, Donté Drumm llevaba veinticuatro horas siendo la principal noticia, desde la rueda de prensa de Robbie, y no daba muestras de bajar al segundo puesto. Como mínimo, una de las subtramas se había considerado bastante importante como para tener su propio título: cada media hora se podía ver «La búsqueda de Travis Boyette». En internet, la noticia hacía estragos y el número de visitas que recibía era cinco veces superior a cualquier otro tema. Los bloggers en contra de la pena de muerte despotricaban sin mesura.
Por trágica que fuese, la noticia supuso un regalo descomunal para la izquierda. En la derecha, como era de prever, reinaba la calma. Quienes apoyaban la pena de muerte era difícil que cambiasen de criterio, al menos de la noche a la mañana, aunque parecía imperar la sensación general de que lo mejor en aquel momento era no decir nada. Los programas por cable y los comentaristas de emisoras de onda media de la derecha pura y dura se limitaban a ignorar la noticia.
En Slone, el domingo seguía siendo día de culto. En la Iglesia Metodista Africana Bethel, el toque de las ocho de la mañana congregó a mucha más gente de lo habitual para una serie de actos que incluían catequesis, desayuno de oración para los hombres, prácticas de coro, clases de Biblia, café con donuts, y en último término la hora de culto, que se prolongaría mucho más allá de los sesenta minutos. Unos venían con la esperanza de ver a alguno de los Drumm, preferiblemente a Roberta, y darle —en la medida de lo posible— un pésame discreto, pero la familia Drumm necesitaba descansar, y se quedó en su casa. Otros acudían por necesidad de hablar, oír los cotilleos y prestar o recibir apoyo.
Motivos al margen, cuando el reverendo Johnny Canty subió al púlpito y dio una afectuosa bienvenida a los presentes, el santuario estaba a reventar. No tardó mucho en salir el tema de Donté Drumm. Habría sido fácil agitar a los fieles y atizar el fuego, disparando contra todas las dianas a su alcance, pero no era eso lo que deseaba el reverendo Canty. Lo que hizo fue hablar de Roberta, del buen talante con que había resistido la presión, de su angustia al ver morir a Donté, de su fortaleza y de su amor a sus hijos. Habló de la sed de venganza, y de la otra mejilla que ofreció Jesús. Rezó pidiendo paciencia, tolerancia y la sensatez propia de la gente de bien como respuesta a lo ocurrido. Habló también de Martin Luther King, y de su valor al desencadenar el cambio mediante el rechazo de la violencia. Contraatacar es algo natural en el ser humano, pero el segundo golpe lleva al tercero, y al cuarto. Agradeció a sus feligreses que hubieran depuesto las armas y hubieran abandonado las calles.
La noche, en Slone, había sido de una calma sorprendente. Canty recordó a los suyos que ahora el nombre de Donté Drumm era famoso, todo un símbolo que haría cambiar las cosas.
—No lo ensuciemos con más sangre ni violencia.
Tras media hora de calentamiento, los fieles se distribuyeron por la iglesia para realizar las actividades propias de cualquier mañana de domingo.
A menos de dos kilómetros, los miembros de la Primera Iglesia Baptista empezaron a llegar para una ceremonia anómala. Seguía habiendo cinta amarilla de la policía en los escombros de su santuario, donde no habían terminado aún las pesquisas. La novedad era una gran carpa blanca en un aparcamiento, bajo la que se alineaban las sillas plegables y las mesas llenas de comida. La gente iba vestida de manera informal, y el ambiente, por lo general, era optimista. Tras un desayuno rápido, entonaron himnos, viejas melodías religiosas cuyo ritmo y letra sabían de memoria. El presidente de los diáconos habló sobre el incendio, y de algo más importante: la nueva iglesia que edificarían. Tenían un seguro, tenían fe, y si era necesario pedirían préstamos, pero de las cenizas surgiría un santuario nuevo y hermoso, todo para gloria del Señor.
Reeva no estaba presente. No había salido de su casa, y a decir verdad no se la echó mucho de menos. Sus amigos eran conscientes de cuánto sufría ahora que habían encontrado a su hija, aunque en el caso de Reeva los nueve últimos años habían sido un sufrimiento constante. Como no podía ser de otra manera, se acordaron de las vigilias junto al Red River, de las sesiones maratonianas de oración, de las filípicas interminables en la prensa y de la aceptación entusiasta de la condición de víctima, todo lo cual formaba parte de un esfuerzo por vengarse del «monstruo» de Donté Drumm. Ahora que se habían equivocado de monstruo en la ejecución, y que Reeva había disfrutado viéndolo morir, pocos feligreses de su iglesia tenían ganas de verla. Por suerte, ella tampoco quiso verlos.
El hermano Ronnie estaba sumido en la desesperación. Había presenciado sin culpa alguna el incendio de su iglesia, pero también había visto morir a Donté, no sin cierto grado de satisfacción. Algo de pecaminoso tenía que haber en ello. Él era baptista, una rama que destacaba por su creatividad en la búsqueda de nuevas versiones del pecado, y necesitaba que lo perdonasen. Así se lo dijo a su congregación: les desnudó su alma, reconociendo haberse equivocado, y les pidió que rezasen por él. Se lo veía sinceramente humillado y angustiado.
Los preparativos del funeral de Nicole seguían en marcha. El hermano Ronnie explicó que había hablado por teléfono con Reeva —la cual no aceptaba visitas—, y que ya se colgarían los detalles en la web de la iglesia cuando lo decidiera la familia. Nicole seguía en Missouri, cuyas autoridades no habían dicho cuándo la entregarían.
La carpa estaba sometida a una estrecha vigilancia. Al otro lado de la calle, en un solar que no era propiedad de la iglesia, merodeaban más de veinte reporteros, la mayoría con cámaras. De no ser por la presencia de varios policías bastante suspicaces, los reporteros habrían estado dentro de la tienda, grabando todo lo que se dijera, y molestando.
Slone nunca estuvo más dividida que aquel domingo por la mañana, pero incluso en horas tan bajas se consiguió cerrar filas. Desde el jueves, el número de reporteros y de cámaras había aumentado gradualmente, y en la ciudad todos palpaban cierto ambiente de asedio. El hombre de la calle ya no hablaba con los periodistas. «Sin comentarios», era la única respuesta de las autoridades. A los funcionarios judiciales fue imposible sonsacarles ni una sola palabra; y en algunos sitios, la policía reforzó su presencia y endureció su actitud. Cualquier reportero que intentase acercarse al domicilio de los Drumm se exponía a ser tratado sin contemplaciones. La funeraria donde reposaba Donté era un territorio estrictamente prohibido. La casa de Reeva la vigilaban varios primos y amigos, aunque también la policía andaba cerca, por si se entrometía algún payaso con cámara. En cuanto a Robbie Flak, sabía cuidarse solo de sobra, pero en su casa y en su bufete había patrullas cada hora. Por eso el domingo por la mañana los cristianos devotos que participaron en el culto de la Iglesia Metodista Africana Bethel y en el de la Primera Iglesia Baptista pudieron hacerlo sin intrusos. De ello se ocupó la policía de Slone.
En la iglesia luterana de St. Mark, el reverendo Keith Schroeder subió al púlpito y sorprendió a sus feligreses con un sermón cuyo principio fue el más trepidante de su historia.
—El jueves pasado, el estado de Texas ejecutó a un inocente. Es casi imposible que se os haya pasado por alto la noticia. La mayoría ya conocéis los hechos, pero lo que no sabéis es que el verdadero asesino estuvo aquí el domingo pasado, sentado entre nosotros. Se llama Travis Boyette, y tiene más de una condena a sus espaldas; hace unas semanas salió de la cárcel de Lansing y fue asignado a una casa de reinserción de la calle Diecisiete, aquí, en Topeka.
De los doscientos asistentes, ni uno solo parecía respirar. Quienes venían con la intención de echar una cabezadita se despertaron de golpe. A Keith lo divirtieron las miradas raras que le dirigían.
—No, no es broma —prosiguió—. Y aunque me gustaría poder decir que lo que atrajo al señor Boyette a nuestra iglesia fue su fama de ofrecer buenos sermones, lo cierto es que vino porque estaba preocupado. Estuvo en mi despacho a primera hora del lunes para hablar de sus problemas. Después viajó a Texas, y trató de impedir la ejecución de Donté Drumm, pero no pudo. Luego, de alguna manera, se escapó.
El propósito inicial de Keith había sido describir sus aventuras en Texas, pronunciando sin duda el más fascinante de los sermones habidos y por haber. A él no le daba miedo la verdad. Quería contarla. Suponía que tarde o temprano su iglesia lo averiguaría, y estaba resuelto a dar la cara. Sin embargo, Dana había sostenido que lo más sensato era esperar a haberse reunido con un abogado. Reconocer un delito sin el asesoramiento de un letrado, sobre todo de manera tan pública, parecía arriesgado. Al final se salió con la suya, y Keith se decidió por un mensaje diferente.
Como pastor, se negaba en redondo a mezclar la política y la religión. En el púlpito se había mantenido al margen de cuestiones como los derechos de los homosexuales, el aborto y la guerra. Prefería transmitir las enseñanzas de Jesús: amar al prójimo, ayudar a los menos afortunados, perdonar a los demás porque se ha sido perdonado y acatar las leyes divinas.
Ahora bien, tras presenciar la ejecución Keith era una persona distinta, o en todo caso un predicador distinto. De pronto era mucho más importante abordar la injusticia social que hacer que sus feligreses se encontrasen a gusto cada domingo. Empezaría a tratar todos los temas, siempre desde la perspectiva cristiana, no la de los políticos, y si alguien se molestaba, peor para él. Estaba cansado de jugar sobre seguro.
—¿Jesús presenciaría una ejecución sin tratar de evitarla? —preguntó—. ¿Le parecerían bien a Jesús unas leyes que nos permiten matar a quienes han matado?
En ambos casos, la respuesta era no. Keith se pasó toda una hora explicando los motivos, en el sermón más largo de toda su carrera.
El domingo, antes de que anocheciera, Roberta Drumm salió con sus tres hijos, las parejas de estos y sus cinco nietos y caminó unas cuantas manzanas hacia el parque Washington. Era el mismo recorrido que habían hecho el día anterior, con la misma intención. Al llegar, y encontrarse con los jóvenes reunidos en el parque, les hablaron de la muerte de Donté, en conversaciones de tú a tú, y del efecto que estaba teniendo sobre todos. El rap dejó de sonar. La gente guardó un silencio respetuoso. En un momento dado, unas cuantas personas rodearon a Roberta y escucharon cómo pedía civismo.
—Por favor —dijo Roberta con voz fuerte y elocuente, señalando algunas veces con el dedo, para mayor énfasis—, no profanéis el recuerdo de mi hijo con más sangre derramada. No quiero que se recuerde el nombre de Donté Drumm como causante de disturbios raciales en Slone. Nada de lo que hagáis aquí en la calle ayudará a nuestra gente. La violencia engendra más violencia, y al final perderemos. Por favor, marchaos a casa y abrazad a vuestras madres.
Donté Drumm ya era una leyenda para los suyos. La valentía de su madre los impulsó a marcharse a sus casas.