Con permiso del juez Henry, la rueda de prensa se celebró en la sala principal del juzgado del condado de Chester, en la calle Mayor del centro de Slone. Los planes de Robbie eran realizarla en su bufete, pero cambió de idea al darse cuenta de que la asistencia sería multitudinaria. Quería asegurarse de que cupieran absolutamente todos los reporteros, pero no estaba dispuesto a que un montón de curiosos merodeasen por su estación.
A las nueve y cuarto de la mañana, Robbie subió al podio situado frente al banco del juez Henry y contempló a la multitud. Las cámaras disparaban sin cesar. Las grabadoras se encendían para recoger palabra por palabra sus declaraciones. Robbie llevaba un terno oscuro, el mejor que tenía, y, aunque agotado, estaba en ascuas. Fue al grano sin perder tiempo.
—Buenos días, y gracias por venir —dijo—. Ayer por la mañana se encontraron los restos óseos de Nicole Yarber en una zona apartada del condado de Newton, Missouri, al sur mismo de la localidad de Joplin. Estábamos presentes algunos de mis empleados y yo, acompañando a un tal Travis Boyette. Boyette nos llevó a donde había enterrado a Nicole, hace casi nueve años, dos días después de raptarla aquí, en Slone. Anoche, gracias al historial dental, el laboratorio de criminología de Joplin hizo una identificación concluyente. Ahora están trabajando contrarreloj en el examen de los restos, y deberían terminarlo en un par de días. —Hizo una pausa y bebió un poco de agua, observando a la gente. El silencio era absoluto—. Mirad, yo no tengo prisa. Pienso entrar en bastantes detalles, y después responderé a todas vuestras preguntas.
Hizo una señal con la cabeza a Carlos, sentado cerca, con su ordenador portátil. Al lado del podio había una gran pantalla en la que apareció una foto de la tumba. Robbie se embarcó en una descripción metódica de lo que habían encontrado, ilustrándola con una sucesión de fotos. Los restos óseos no los mostró, en cumplimiento de un acuerdo con las autoridades de Missouri. Estaban tratando la zona como un lugar del crimen. Sí utilizó las fotos del carnet de conducir y la tarjeta de crédito de Nicole, y las del cinturón usado por Boyette para estrangularla. Habló de este último, y explicó su desaparición en pocas palabras. Aún no había orden de detención, así que no era prófugo.
Saltaba a la vista que Robbie disfrutaba del momento. Estaban emitiendo en directo su actuación. Tenía al público en el bolsillo, hipnotizado y sediento de detalles. No podían interrumpirlo, ni cuestionarlo en ningún punto. Era su rueda de prensa, y por fin tenía la última palabra. Aquella circunstancia era el sueño de cualquier abogado.
Durante la mañana hubo variad ocasiones en las que Robbie se explayó sobre algún tema, empezando por sus sentidas divagaciones acerca de Donté Drumm, pero el público no sucumbía al aburrimiento. Finalmente llegó al crimen, haciendo aparecer una foto de Nicole como alumna de instituto, muy guapa y con aspecto saludable.
Reeva lo estaba mirando. La habían despertado las llamadas telefónicas. En la tienda de material agrícola llevaban toda la noche en vela, apagando el incendio, que tardó poco en estar controlado y que podría haber sido mucho más grave. Era un incendio provocado, sin la menor duda; un delito cometido con certeza por gamberros negros que querían vengarse de la familia de Nicole Yarber. Wallis todavía estaba en la tienda, y Reeva se encontraba a solas.
Lloró al ver la cara de su hija, mostrada por un hombre a quien odiaba. Lloró, rabió y lo pasó mal. Estaba confusa, atormentada y presa del mayor desconcierto. La llamada telefónica de la noche anterior, la del juez Henry, había provocado un brusco aumento de su tensión arterial, por lo que tuvo que ir a urgencias. Solo faltaba el incendio para que Reeva estuviera a punto de delirar.
Al juez Henry le hizo muchas preguntas. ¿La tumba de Nicole? ¿Sus restos óseos? ¿Su ropa, su carnet de conducir, su cinturón y su tarjeta de crédito, todo en Missouri? ¿No la habían tirado al río cerca de Rush Point? Y lo peor de todo: ¿Drumm no era el asesino?
—Es verdad, señora Pike —dijo pacientemente el juez—. Todo es verdad. Lo siento. Me doy cuenta de que para usted es un shock.
¿Un shock? Reeva no podía creerlo. Se negó a creerlo durante muchas horas. Durmió poco, no comió nada, y aún buscaba a tientas las respuestas cuando, al poner la tele, vio al gallito de Flak hablando en directo de su hija por la CNN.
Fuera, en el camino de entrada, había reporteros, pero la casa estaba cerrada con llave, las cortinas corridas, las persianas bajadas, y en el porche delantero estaba un primo de Wallis con una escopeta de calibre doce. Reeva se había hartado de los medios. No tenía nada que comentar. Atrincherado en un motel al sur de la ciudad, Sean Fordyce echaba humo porque Reeva se negaba a hablar con él ante las cámaras, pero ya la había dejado una vez en ridículo.
—Pues denúncieme, Fordyce —contestó Reeva cuando él le recordó el acuerdo que tenían y el contrato firmado.
Por primera vez, al ver a Robbie Flak, se permitió pensar lo impensable: ¿y si Drumm era inocente? ¿Y si ella se había pasado los últimos nueve años odiando a quien no tenía que odiar? ¿Y si había visto morir a la persona equivocada?
¿Y el funeral? Ahora que habían encontrado a su niña, habría que enterrarla como estaba mandado. Pero la iglesia ya no existía. ¿Dónde se celebraría el funeral? Se secó la cara con un trapo húmedo y masculló algo para sus adentros.
Finalmente, Robbie llegó al tema de la confesión. En ese momento se embaló, consumido por una rabia controlada. Fue muy eficaz. El silencio de la sala era absoluto. Carlos proyectó una foto del detective Drew Kerber, mientras Robbie hacía un anuncio de gran dramatismo:
—Y aquí está el principal responsable de la condena equivocada.
Drew Kerber lo veía desde la oficina. Había pasado una noche espantosa en su casa. A la salida del despacho del juez Henry había dado una larga vuelta en coche, mientras trataba de imaginarse un final más feliz para aquella pesadilla, pero no se le ocurría ninguno. Hacia medianoche se sentó con su mujer a la mesa de la cocina y se confesó: la tumba, los huesos, la identificación, la idea innombrable de que «evidentemente» se habían equivocado de individuo… También Flak, y sus demandas, y sus amenazas de justiciero sobre una denuncia que lo seguiría hasta la tumba, a él, Kerber, que tantas probabilidades tenía de quedarse en paro, recibir autos judiciales y ser juzgado… Kerber descargó en su pobre esposa la inmensa pena que sentía, pero no le contó toda la verdad. El detective Kerber no había reconocido nunca, ni reconocería jamás, haber obtenido a la fuerza la confesión de Donté.
Como detective jefe con dieciséis años de experiencia, ganaba cincuenta y seis mil dólares al año. Tenía tres hijos adolescentes y otro de nueve años, una hipoteca, dos coches a plazos, un plan de pensiones de unos diez mil dólares y una cuenta de ahorro de ochocientos. Si lo echaban, o lo jubilaban, tendría derecho a una pequeña pensión, pero no sobreviviría económicamente. Y ya podía despedirse de seguir en la policía.
—Drew Kerber es un policía sin principios, con varias confesiones falsas a sus espaldas —dijo Robbie con vigor.
Kerber se estremeció. Estaba delante de su mesa, en un despacho pequeño cerrado con llave, completamente solo. Su mujer tenía instrucciones de apagar todas las teles de la casa, como si se pudiera esconder de algún modo la noticia a sus hijos. Tras insultar a Flak, Kerber vio horrorizado que aquella sanguijuela le explicaba al mundo entero cómo había conseguido la confesión.
La vida de Kerber se había acabado. Tal vez él personalmente se encargase del final.
Robbie pasó a hablar del juicio, y presentó a otros personajes: Paul Koffee y la jueza Vivían Grale. Fotos, por favor. Carlos las proyectó una al lado de otra en la gran pantalla, como si aún estuvieran juntos, y Robbie atacó a ambos por su relación. Se burló de la «brillante decisión de trasladar el juicio a Paris, Texas, a setenta y nueve kilómetros de aquí». Remachó que él había intentado valerosamente que la confesión no llegase a manos del jurado, mientras Koffee ponía el mismo empeño en sacarla a la luz. La jueza Grale se había puesto del lado de la acusación y de «su amante, el honorable Paul Koffee».
Paul Koffee lo contemplaba todo, indignado. Cuando vio su cara junto a la de Vivían se encontraba completamente a solas en la cabaña del lago, asistiendo a la «cobertura exclusiva en directo» del show de Robbie Flak por la cadena local. Flak despotricaba contra un jurado tan blanco como una reunión del Ku Klux Klan, porque Paul Koffee había usado sistemáticamente su derecho de veto para eliminar a los negros, y su novia en la judicatura, como era de esperar, le había seguido el juego. «Justicia al estilo de Texas», se lamentaba una y otra vez Robbie.
Al final, dejó los temas más escabrosos de la relación entre la jueza y el fiscal, y se encontró en su salsa al clamar contra la falta de pruebas. El rostro de Grale desapareció de la pantalla, y el de Koffee aumentó de tamaño. Ni pruebas tangibles, ni cadáver; solo una confesión trucada, un chivato de cárcel, un sabueso y un testigo mentiroso, de nombre Joey Gamble. Entretanto, Travis Boyette estaba libre, y seguro que no tenía ningún miedo de que lo cogieran. Con aquellos payasos…
Koffee llevaba toda la noche tratando de idear una teoría renovada que vinculase de algún modo a Donté Drumm y a Travis Boyette, pero le falló la ficción. Se sentía fatal. Le dolía la cabeza por exceso de vodka, y le latía muy deprisa el corazón, mientras hacía el esfuerzo de respirar bajo el peso insoportable de una carrera en ruinas. Estaba acabado, cosa que le preocupaba mucho más que la idea de haber ayudado a matar a un joven inocente.
Tras cebarse en el preso chivato y en el sabueso, Robbie atacó a Joey Gamble y su testimonio fraudulento. Con un sentido perfecto del tiempo, Carlos hizo aparecer la declaración jurada de Gamble, la que había firmado el jueves en Houston una hora antes de la ejecución. Las frases en las que Joey admitía haber mentido en el juicio, y haber sido el primero en insinuar que el asesino era Donté Drumm, estaban resaltadas.
Joey Gamble lo veía. Estaba en casa de su madre, en Slone. Su padre se había ido. Su madre lo necesitaba. Joey ya le había contado la verdad, que fue mal acogida. Ahora recibía el impacto de ver y oír sus infracciones en directo, de aquella manera tan alarmante. Él había supuesto que después de dar la cara sentiría cierto grado de vergüenza, pero no hasta aquel extremo.
—Joey Gamble mintió repetidamente —anunció Flak, lanzado. Joey estuvo a punto de coger el mando a distancia—. ¡Y ahora lo reconoce!
La madre de Joey estaba arriba, en su dormitorio, demasiado disgustada para quedarse con él.
—Has ayudado a matar a aquel chico —le había dicho más de una vez, como si fuera necesario recordárselo.
Robbie siguió con sus declaraciones.
—Ahora, para no hablar más de la investigación incompetente, del simulacro de juicio y de la condena injusta, me gustaría hacer algunos comentarios sobre el Tribunal Penal de Apelación de Texas. Fue el tribunal que dirimió la primera apelación de Donté en febrero de 2001, cuando aún no había aparecido el cadáver de Nicole Yarber. El tribunal hizo constar la falta de pruebas físicas durante el juicio. Se manifestó ligeramente inquieto por las mentiras del chivato de la cárcel. También dio unos cuantos mordisquitos a la confesión de Donté, pero se negó a criticar a la jueza Grale por haber permitido que la oyese el jurado. Por otra parte, al comentar el uso del testimonio del sabueso, dijo que quizá no fuera la «mejor prueba» para un juicio serio, pero en resumidas cuentas no vio nada malo en ello. La votación fue de nueve a favor de corroborar la sentencia y cero a favor de revocarla.
El presidente del tribunal, Milton Prudlowe, era uno de los espectadores de la rueda de prensa, de la que le había puesto al corriente una llamada angustiada de su pasante. Estaba con su esposa, en su pequeño apartamento de Austin, pegado a la CNN. Si era cierto que Texas había ejecutado a un inocente, Prudlowe sabía que a su tribunal le esperaría un alud de críticas feroces. Flak parecía dispuesto a encabezar el ataque.
—El jueves pasado —dijo Robbie—, exactamente a las 15.35, los abogados de Donté Drumm presentamos una solicitud de aplazamiento a la que adjuntamos un vídeo recién filmado en el que Travis Boyette confesaba la violación y el asesinato. Fue dos horas y media antes de la ejecución. Supongo que el tribunal tomó el asunto en consideración, y que ni el vídeo ni la declaración jurada causaron gran impresión en él, ya que una hora más tarde desestimó el aplazamiento y se negó a parar la ejecución. También en este caso fue por nueve a cero. —Carlos hizo aparecer oportunamente las horas y los actos del tribunal. Robbie siguió adelante—. El tribunal interrumpe sus actividades cada día a las cinco de la tarde, aunque haya una ejecución en espera. Nuestra última instancia fue la declaración jurada y la retractación de última hora de Joey Gamble. En Austin, los abogados de Donté llamaron por teléfono al secretario judicial, cuyo nombre es Emerson Pugh, y le informaron que iban de camino con la petición. Él dijo que el tribunal cerraría a las cinco, y no mentía: a las cinco y siete minutos, cuando llegaron los abogados, la puerta estaba cerrada. No se pudo tramitar la petición.
La mujer de Prudlowe lo miró con cara de pocos amigos.
—Espero que sea mentira.
A Prudlowe le habría gustado poder asegurarle que sí, que aquel abogado bocazas mentía, por supuesto, pero titubeó. Flak era demasiado astuto para hacer unas declaraciones tan comprometidas en público sin que lo respaldasen los hechos.
—Milton, dime que ese hombre está mintiendo.
—Pues mira, cariño, ahora mismo no estoy seguro.
—¿No estás seguro? ¿Qué sentido tenía cerrar el tribunal si los abogados intentaban presentar algo?
—Pues… esto…
—Tartamudeas, Milton, señal de que te cuesta decir algo que quizá sea toda la verdad, o no. ¿Viste el vídeo de Boyette dos horas antes de la ejecución?
—Sí, me lo pasaron…
—¡Dios mío, Milton! ¿Y por qué no lo paraste un par de días? Tú eres el presidente del tribunal, Milton; puedes hacer lo que quieras. Las ejecuciones se aplazan constantemente. ¿Por qué no les diste treinta días más, por no decir un año?
—Aquello nos pareció falso. Es un violador en serie, sin ninguna credibilidad.
—Pues ahora mismo tiene bastante más credibilidad que el Tribunal Penal de Apelación de Texas. El asesino confiesa y, como nadie lo cree, enseña el sitio exacto donde enterró el cadáver. A mí me suena muy creíble.
Robbie hizo una pausa para beber agua.
—En cuanto al gobernador, su oficina recibió una copia del vídeo de Boyette a las tres y once minutos de la tarde del jueves. No estoy seguro de que él viera el vídeo. Lo que sabemos es que a las cuatro y media dirigió la palabra a un grupo de manifestantes y negó públicamente un aplazamiento a Donté.
El gobernador estaba delante de la tele, en su despacho de la Mansión del Gobernador, vestido para una partida de golf que no llegaría a jugar, con Wayne a un lado y Barry al otro.
—¿Es verdad? —exigió saber durante una pausa de Robbie—. ¿Teníamos el vídeo a las tres y once?
El primero en mentir fue Wayne.
—No lo sé. Estaban pasando tantas cosas… Presentaban basura a toneladas.
La segunda mentira la dijo Barry.
—Es la primera vez que lo oigo.
—¿Cuando llegó el vídeo, lo vio alguien? —preguntó el gobernador, cuya irritación creía por momentos.
—No lo sé, jefe, pero lo averiguaremos —dijo Barry.
El gobernador no apartaba la vista de la pantalla. Le dio vueltas la cabeza al tratar de aprehender la gravedad de lo que estaba oyendo.
—Aunque ya hubiera denegado clemencia —decía Robbie—, el gobernador seguía con derecho a replanteárselo y parar la ejecución, pero no quiso.
El gobernador susurró la palabra «gilipollas».
—¡Llegad ahora mismo hasta el fondo! —gritó a continuación.
Carlos cerró su ordenador portátil, dejando la pantalla en blanco. Robbie hojeó su libreta para cerciorarse de que lo había dicho todo. Después bajó la voz.
—En suma —dijo en tono grave—, está claro que al final lo hemos hecho. Los que estudian la pena de muerte, y los que luchamos contra ella, temíamos desde hace tiempo que llegaría el día en que ocurriría esto, en que nos daríamos cuenta de algo tan horrible como haber ejecutado a la persona equivocada, con pruebas claras y convincentes del error. No es la primera vez que se ejecuta a un inocente, pero hasta ahora las pruebas no estaban claras. En el caso de Donté no existen dudas. —Una pausa. La sala seguía en silencio—. Lo que verán durante los siguientes días será un juego patético de acusaciones mutuas, mentiras y elusión de responsabilidades. Yo acabo de darles los nombres, y algunas de las caras, de los culpables. Vayan a buscarlos, y oigan sus mentiras. Esto no tenía por qué pasar. No era un error inevitable. Ha sido un desprecio intencionado a los derechos de Donté Drumm. Que en paz descanse. Gracias.
Antes del aluvión de preguntas, Robbie se acercó a la baranda y cogió la mano de Roberta Drumm, que se levantó y fue al podio con paso rígido, acompañada por él. Bajó un poco el micrófono.
—Me llamo Roberta Drumm —dijo—. Donté era hijo mío. En este momento tengo poco que decir. Mi familia está de luto. Nos hemos quedado conmocionados, pero les ruego, suplico a la gente de esta ciudad, que pare la violencia. Basta de incendios, piedras, peleas y amenazas. Basta, por favor. Eso no sirve de nada. Estamos rabiosos, sí; estamos dolidos, sí, pero la violencia no sirve de nada. Apelo a los míos a que depongan las armas, respeten a todo el mundo y abandonen la calle. La violencia solo sirve para perjudicar el honor de mi hijo.
Robbie la acompañó de vuelta a su asiento, y sonrió a la multitud.
—Bueno —dijo—, ¿alguien quiere preguntar algo?