Capítulo treinta y tres

La reunión la organizó el juez Elias Henry, que aunque carecía de autoridad para mover a la gente un viernes por la noche, tenía una capacidad de persuasión más que suficiente. Paul Koffee y Drew Kerber llegaron puntualmente a su despacho, a las ocho de la tarde. El siguiente en llegar fue Joe Radford. Los tres se sentaron juntos en un lado de la mesa de trabajo del juez. Robbie ya llevaba media hora en la sala, en compañía de Carlos, y el ambiente estaba cargado. No hubo saludos, apretones de manos ni cumplidos. Al cabo de un momento llegó el alcalde Rooney, que se sentó a solas, lejos de la mesa.

El juez Henry, con el traje negro, la camisa blanca y la corbata naranja de siempre, empezó hablando con solemnidad.

—Ya están todos aquí. El señor Flak tiene información.

Robbie estaba sentado enfrente de Kerber, Koffee y Radford, quietos y sumisos los tres como si esperasen una sentencia de muerte.

—Hemos salido de Slone hacia las cinco de la mañana —empezó a explicar—, y hemos ido al condado de Newton, Missouri. Nos acompañaba Travis Boyette. El viaje ha durado casi seis horas. Con las indicaciones de Boyette, hemos llegado a una zona apartada del condado, primero por carreteras secundarias y luego por caminos de tierra, hasta un sitio que los de allí llaman Roop’s Mountain; un sitio aislado, apartado y lleno de maleza. A ratos Boyette no se acordaba muy bien, pero al final nos ha llevado a donde dice que enterró a Nicole Yarber. —Hizo una señal con la cabeza a Carlos, que apretó una tecla de su ordenador portátil. Al fondo de la sala, en una pizarra, apareció una foto del claro lleno de hierbas. Robbie siguió hablando—. Hemos encontrado el punto exacto, y hemos empezado a cavar. —En la siguiente foto salían Aaron Rey y Fred Pryor con unas palas—. Cuando Boyette estuvo en Slone, en otoño de 1998, trabajó para una empresa de Fort Smith que se llamaba R. S. McGuire and Sons. En la parte trasera de su camioneta llevaba una caja grande de metal que había servido para guardar herramientas hidráulicas. Fue lo que usó para enterrarla. —Siguiente foto: la tapa de la caja de herramientas naranja—. El suelo no era duro. En diez o quince minutos encontramos esto. —Siguiente foto: la mitad superior de la caja de herramientas, con la inscripción R. S. MCGUIRE AND SONS—. Como ven, la caja se abría por arriba y tenía un pestillo lateral. En el pestillo había un candado de esos de combinación, que Boyette decía haber comprado en una ferretería de Springdale, Arkansas. Como se acordaba de la combinación, la abrió. —Siguiente foto: Boyette de rodillas al lado de la tumba, manipulando el candado. La cara de Koffee se puso muy pálida. Kerber tenía la frente sudada—. Al abrir la caja, encontramos esto. —Siguiente foto: el esqueleto—. Antes de abrirla, Boyette nos dijo que tenía que haber ropa doblada al lado de la cabeza. —Siguiente foto: la ropa junto al cráneo—. También nos dijo que dentro de la ropa encontraríamos el carnet de conducir y una tarjeta de crédito de Nicole, y tenía razón. —Siguiente foto: un primer plano de la MasterCard, donde se leía el nombre sin dificultades, a pesar de las manchas—. Boyette nos dijo que la mató estrangulándola con su propio cinturón, de cuero negro y con la hebilla plateada. —Siguiente foto: una tira de cuero negro parcialmente descompuesta, pero con una hebilla plateada—. Les he preparado un juego completo de las fotos, para que se las lleven a casa y las miren esta noche. En ese momento hemos llamado al sheriff del condado de Newton y hemos dejado el sitio en sus manos. —Siguiente foto: el sheriff y tres de sus ayudantes boquiabiertos ante los restos óseos—. El lugar se ha convertido enseguida en un hormiguero de policías e investigadores, y han tomado la decisión de dejar los restos en la caja y llevarla al laboratorio de criminología de Joplin, que es donde está ahora. Yo he dado a las autoridades una copia de las radiografías dentales de Nicole, una copia del mismo juego que entregaron ustedes sin darse cuenta cuando hacían truquitos con las pruebas, antes del juicio. He hablado con el laboratorio, y el caso tiene prioridad. Prevén acabar la identificación preliminar esta noche. Esperamos que nos llamen en cualquier momento. Examinarán todo el contenido de la caja de herramientas, y con algo de suerte encontrarán pruebas para los tests de ADN. No es muy probable, pero el ADN no es crucial. Está bastante claro a quién enterraron en la caja, y no hay dudas sobre la identidad del asesino. Boyette tiene un tumor mortal en el cerebro (es una de las razones de que diera la cara), y sufre ataques muy fuertes. Cuando estábamos allá se ha desmayado, y se lo han llevado a un hospital de Joplin. Se las ha arreglado para largarse del hospital sin llamar la atención, y ahora mismo nadie sabe dónde está. Se le considera sospechoso, aunque en el momento de desaparecer no estaba bajo arresto.

Durante su relato, Robbie miró fijamente a Koffee y Kerber, pero ellos eran incapaces de sostener su mirada. Koffee se pellizcaba el puente de la nariz, mientras Kerber se arrancaba pieles de las uñas. En el centro de la mesa había tres carpetas negras idénticas. Robbie las empujó con suavidad: una para Koffee, otra para Kerber y una tercera para Radford. Después siguió hablando.

—Aquí dentro hay un juego completo de fotos para cada uno de ustedes, y algunas cosillas más: la ficha de cuando arrestaron a Boyette en Slone, que demuestra que estaba aquí en el momento del asesinato. De hecho, lo tuvieron ustedes en la cárcel al mismo tiempo que a Donté. También hay una copia de su largo historial delictivo y carcelario. Está su declaración jurada, pero en el fondo no hace falta que lean eso. Es una relación detallada del rapto, las agresiones sexuales, el asesinato y el entierro, la misma historia que seguro que ya han visto unas cuantas veces por la tele. También hay una declaración jurada, firmada ayer por Joey Gamble, donde dice que mintió durante el juicio. ¿Alguna pregunta?

Silencio.

Siguió hablando.

—He decidido proceder de este modo por respeto a la familia de Nicole. Dudo que alguno de ustedes tenga agallas para ir a ver a Reeva esta noche y contarle la verdad, pero al menos tienen esa opción. Sería una pena que se enterase por terceros. Alguien tiene que explicárselo esta noche. ¿Algún comentario? ¿Algo que decir?

Silencio.

El alcalde carraspeó.

—¿Cuándo se hará público? —preguntó en voz baja.

—He pedido a las autoridades de Missouri que se lo reserven hasta mañana. A las nueve de la mañana daré una rueda de prensa.

—Robbie, por Dios, ¿es necesario? ¿De verdad? —preguntó el alcalde.

—Llámeme señor Flak, señor alcalde; sí, es totalmente necesario. Hay que contar la verdad. Lleva nueve años enterrada por la policía y el fiscal, así que es hora de contarla, sí. Por fin quedarán en evidencia las mentiras. Después de nueve años, y de la ejecución de un inocente, el mundo se enterará de que la confesión de Donté era una falsedad, y yo explicaré los métodos brutales que usó el detective Kerber para conseguirla. Pienso describir con todo detalle las mentiras que se usaron en el juicio (la de Joey Gamble, y el chivato de la cárcel al que acorralaron Kerber y Koffee, y con quien hicieron un pacto). Describiré todas las tácticas sucias empleadas en el juicio. Probablemente tenga la oportunidad de recordarle a todo el mundo que durante el juicio el señor Koffee se acostaba con la jueza, por si alguien lo ha olvidado. Lástima que el sabueso ya no esté vivo. ¿Cómo se llamaba?

—Yogi —dijo Carlos.

—¿Cómo se me puede haber olvidado? Lástima que el viejo Yogi no esté vivo, porque así podría enseñárselo al mundo, y volver a llamarle estúpido hijo de perra. Calculo que será una rueda de prensa larga. Están ustedes invitados. ¿Alguna pregunta? ¿Algún comentario?

Paul Koffee abrió un poco la boca, como si intentara decir algo, pero siguió en silencio. Robbie estaba lejos de haber terminado.

—Y para que sepan ustedes qué esperar de los próximos días, el lunes por la mañana presentaré como mínimo dos demandas: una aquí, en el juzgado del estado, que los identifica a ustedes como demandados, junto con el ayuntamiento, el condado y medio estado; y la otra, que presentaré en el juzgado federal, una acción de derechos civiles con una larga lista de alegaciones. También aparecerán sus nombres. Es posible que presente una o dos más, si encuentro base jurídica. Pienso ponerme en contacto con el Departamento de Justicia y solicitar una investigación. Por lo que a Usted respecta, Koffee, pienso presentar una queja al colegio de abogados del estado por violación de la ética; no es que espere que el colegio muestre gran interés, pero la maquinaria lo devorará. Quizá le convenga empezar a pensar en dimitir. En cuanto a usted, Kerber, habrá que plantear muy seriamente la jubilación anticipada. Deberían expulsarlo, pero dudo que el alcalde y el gobierno municipal tengan huevos para eso. Comisario, usted era comisario adjunto cuando esta investigación se salió de madre. También será nombrado entre los demandados, pero no lo tome como nada personal, porque voy a denunciar a todo el mundo.

El comisario se levantó despacio y fue hacia la puerta.

—¿Se marcha, señor Radford? —preguntó el juez en un tono que no dejaba dudas de que aquella repentina salida sería vista con malos ojos.

—Mi cargo no me exige quedarme sentado escuchando a gilipollas pretenciosos como Robbie Flak —replicó el comisario.

—La reunión aún no ha acabado —dijo, muy serio, el juez Henry.

—Yo que usted me quedaría —intervino el alcalde.

El comisario decidió quedarse. Se colocó junto a la puerta.

Robbie miró fijamente a Kerber y a Koffee.

—Anoche hicieron una fiestecita junto al lago, para celebrarlo —afirmó a continuación—. Supongo que ya ha terminado.

—Siempre habíamos pensado que Drumm tuvo un cómplice —logró articular de sopetón Koffee, aunque se le apagó la voz bajo el peso de la propia absurdidad de sus palabras.

Kerber asintió rápidamente, dispuesto a lanzarse sobre cualquier teoría nueva que pudiera salvarlos.

—¡Pero Paul, por Dios! —bramó incrédulo el juez Henry.

Robbie se reía. El alcalde se había quedado boquiabierto de sorpresa.

—¡Genial! —exclamó Robbie—. Maravilloso, brillante. De golpe una nueva teoría que nunca se había mencionado. Una teoría sin ninguna relación con la verdad. ¡Que empiecen las mentiras! Tenemos una página web, Koffee, y mi ayudante Carlos, aquí presente, llevará la cuenta de las mentiras: las de ustedes dos, las del gobernador, las de los tribunales y quizá hasta de la buena de la jueza Grale, si es que llegamos a encontrarla. Llevan nueve años mintiendo para matar a un inocente, y ahora que sabemos la verdad, ahora que quedarán en evidencia sus mentiras, insisten justamente en lo que siempre han hecho: ¡mentir! Me da ganas de vomitar, Koffee.

—¿Podemos irnos, señor juez? —preguntó Koffee.

—Un momento.

Sonó un teléfono. Lo cogió Carlos.

—Es del laboratorio de criminología, Robbie.

Robbie tendió la mano y lo cogió. La conversación fue breve, sin sorpresas.

—Identificación concluyente —dijo Robbie al acabar—: Es Nicole.

La sala quedó en silencio, mientras pensaban en la joven.

—Señores, me preocupa la familia de Nicole —dijo finalmente el juez Henry—. ¿Cómo le damos la noticia?

Drew Kerber estaba sudoroso, como al borde de algún tipo de ataque. Él no pensaba en la familia de Nicole. Tenía mujer, la casa llena de niños, muchas deudas y una reputación. Paul Koffee no se imaginaba ni remotamente una conversación con Reeva sobre aquel pequeño giro de la situación. No, él no lo haría. Prefería huir como un cobarde que tratar con aquella mujer. En esos momentos, reconocer que habían encausado y ejecutado a un inocente superaba con mucho los límites de su imaginación.

No hubo ningún voluntario.

—Conmigo obviamente no hay que contar, señor juez —dijo Robbie—. Tengo que hacer otro viaje: a casa de los Drumm, para darles la noticia.

—¿Señor Kerber? —preguntó el juez.

Kerber sacudió la cabeza.

—¿Señor Koffee?

Otro tanto.

—Bueno, pues yo mismo llamaré a la madre para comunicarle la noticia.

—¿Hasta cuándo puede esperar, señor juez? —preguntó el alcalde—. Si esto llega a la calle esta noche, que Dios nos coja confesados.

—¿Quién está enterado, Robbie? —preguntó el juez.

—Mi bufete, los siete que estamos en la sala y las autoridades de Missouri. También nos hemos llevado a un equipo de la tele, pero no emitirán nada hasta que yo se lo diga. Ahora mismo somos pocos.

—Esperaré dos horas —dijo el juez Henry—. Queda aplazada la reunión.

Roberta Drumm estaba en su casa, con Andrea y unos cuantos amigos. La mesa y los mármoles de la cocina estaban llenos de comida: cazuelas, fuentes de pollo frito, pasteles dulces y salados… Comida suficiente para cien personas. Robbie, que se había olvidado de cenar, picó algo mientras él y Martha esperaban a que se fuesen los amigos. Roberta estaba completamente agotada. Después de un día recibiendo a invitados en la funeraria, y llorando con la mayoría de ellos, estaba emocional y físicamente en el límite.

Por eso la noticia tuvo el efecto de empeorar mucho las cosas, aunque Robbie no tenía elección. Empezó por el viaje a Missouri y acabó con la reunión en el despacho del juez Henry. El y Martha ayudaron a Andrea a acostar a Roberta, que hacía un gran esfuerzo por estar consciente. Saber que Donté estuvo a punto de ser absuelto, y antes del entierro, era demasiado.

No se oyeron sirenas hasta las once y diez de la noche. Las hicieron saltar tres rápidas llamadas al 911. La primera informaba de un incendio en un centro comercial al norte de la ciudad; alguien, obviamente, había arrojado un cóctel Molotov por el escaparate de una tienda de ropa, y un motorista había visto llamas al pasar. La segunda llamada, anónima, informaba que se estaba quemando un autobús escolar detrás de la escuela de secundaria. La tercera, la más alarmante de las tres, procedía de un sistema de alarma antiincendios de una tienda de productos para el campo cuyo dueño era Wallis Pike, el marido de Reeva. La policía y la Guardia Nacional, que ya estaban en alerta máxima, reforzaron las patrullas y la vigilancia, y por tercera noche consecutiva Slone tuvo que soportar sirenas y humo.

Mucho después de que los niños se fueran a dormir, Keith y Dana, sentados a oscuras en el cuarto de la tele, bebían vino en tazas de café. Los detalles surgían en abundancia a medida que Keith contaba su historia, recordando hechos, sonidos y olores por primera vez. Le sorprendieron algunos detalles: los jadeos de Boyette en la hierba, junto a la carretera interestatal, la flema del policía al proceder a redactar la multa por exceso de velocidad, los montones de papeles sobre la larga mesa de la sala de reuniones de Robbie, las miradas de miedo de sus empleados, el olor antiséptico de la celda de detención del pabellón de ejecuciones, el pitido en sus propios oídos al ver morir a Donté, los vaivenes del avión al sobrevolar Texas y muchas cosas más. Dana lo acribillaba a preguntas, hechas al azar, pero con perspicacia. La aventura la intrigaba tanto como a Keith, y a veces la escuchaba con incredulidad.

Ya vacía la botella, Keith se tendió en el sofá y cayó en un profundo sueño.