Capítulo treinta y dos

Robbie Flak y su pequeño equipo se pasaron dos horas observando el circo. Poco después de que llegara el sheriff, y comprobase la existencia de una tumba, Roop’s Mountain atrajo a toda la policía de cien kilómetros a la redonda: la local, la del estado, el forense del condado, investigadores de la policía de tráfico del estado de Missouri, y por último un experto de la científica.

Ruido de radios, gritos, y por encima de todo un helicóptero. Al saberse que Boyette se había esfumado, los policías lo insultaron como si lo conociesen de toda la vida. Robbie marcó el número del móvil de Keith, para darle la noticia. Keith le explicó lo ocurrido en el hospital. No creía que en aquellas condiciones físicas pudiera ir muy lejos. Coincidieron en que lo cogerían, más pronto que tarde.

A las dos del mediodía, Robbie se cansó de estar allí. Él ya lo había contado todo, y había contestado a mil preguntas de los investigadores. No quedaba nada que hacer. Habían encontrado a Nicole Yarber, y estaban listos para regresar a Slone, donde les esperaban muchos temas por zanjar. Bryan Day tenía imágenes suficientes para una miniserie, aunque no tendría más remedio que guardárselas durante algunas horas. Robbie informó al sheriff que se marchaban. La caravana, de la que ya no formaba parte el Subaru, fue esquivando coches hasta volver a la carretera y poner rumbo al sur. Carlos envió decenas de fotos al bufete por correo electrónico, además del vídeo. Estaban montando una presentación.

—¿Podemos hablar? —preguntó Martha Handler después de unos minutos de camino.

—No —contestó Robbie.

—Ya has hablado con la policía. ¿Y ahora qué?

—Dejarán los restos en la caja de herramientas y se lo llevarán todo a Joplin, a un laboratorio móvil de criminología. Harán su trabajo, y luego ya veremos.

—¿Qué buscarán?

—Bueno, primero intentarán identificar el cadáver con el historial dental, que debería ser fácil; probablemente no tarden más que unas horas. Es posible que esta noche ya digan algo.

—¿Tienen el historial dental de Nicole?

—Yo les he dado una copia. Con anterioridad al juicio de Donté, la acusación nos dejó varias cajas de pruebas una semana antes de que seleccionásemos al jurado. El caso es que la fastidiaron, lo cual no tiene nada de raro, y que en una carpeta había unos rayos equis de los dientes de Nicole. Durante los primeros días de la investigación circulaban varias copias, y una la tenía Koffee, que nos la dio sin querer. No es que fuera gran cosa, porque en el juicio no se habló de su historial dental. Ya sabes que no había cadáver. La carpeta se la envié otra vez a Koffee un año más tarde, pero antes me hice una copia. Nunca se sabe lo que puedes necesitar.

—¿Él sabía que te habías quedado una copia?

—No me acuerdo, pero lo dudo. Tampoco es muy importante.

—¿No hay vulneración de la intimidad?

—Pues claro que no. ¿Qué intimidad, la de Nicole?

Martha tomaba notas, con la grabadora encendida. Robbie cerró los ojos, intentando no mostrar preocupación.

—¿Qué más buscarán? —preguntó Martha.

Robbie frunció el ceño, pero no abrió los ojos.

—Después de nueve años es imposible establecer la causa de la muerte en un estrangulamiento. Buscarán restos de ADN, tal vez en la sangre seca, o en el pelo. Nada más; ni semen, ni piel, ni saliva, ni cerumen, ni sudor. Nada de eso aguanta tanto tiempo en un cadáver en descomposición.

—¿El ADN es importante? Lo digo porque como sabemos quién la mató…

—Sí, lo sabemos, pero a mí me encantaría tener la prueba del ADN. Si la conseguimos, será el primer caso en toda la historia del país en que sepamos con pruebas de ADN que se ha ejecutado a un inocente. Hay unos diez casos en los que tenemos la firme sospecha de que el estado se equivocó al ejecutar al culpable, pero ninguno con pruebas biológicas claras. ¿Quieres beber algo? A mí me hace falta.

—No.

—¿Algo de beber, Carlos?

—Sí, para mí una cerveza.

—¿Aaron?

—Estoy conduciendo, jefe.

—Era broma.

Robbie sacó de la nevera dos cervezas, y le tendió una a Carlos. Después de echar un largo trago, volvió a cerrar los ojos.

—¿En qué piensas? —preguntó Martha.

—En Boyette, en Travis Boyette. Nos ha faltado tan poco… Si nos hubiera dado veinticuatro horas más, podríamos haber salvado a Donté. Ahora solo quedan las secuelas.

—¿Qué le pasará a Boyette?

—Lo acusarán de asesinato, aquí en Missouri; y si vive lo suficiente, lo encausarán.

—¿Y en Texas? ¿También lo encausarán?

—Claro que no. No reconocerán nunca en la vida haber matado a un inocente. Koffee, Kerber, la jueza Vivían Grale, el jurado, los jueces de apelación, el gobernador… Ni uno solo de los culpables de esta farsa admitirá alguna vez haberse equivocado. Mira cómo corren. Mira cómo señalan a otros. Quizá no nieguen sus errores, pero lo que está muy claro es que no los reconocerán. Sospecho que se estarán quietecitos y escondidos hasta que pase el temporal.

—¿Podrán?

Otro trago de la botella. Robbie sonrió a la cerveza, y se pasó la lengua por los labios.

—Nunca han enjuiciado a ningún poli por la condena de un inocente. Kerber debería ir a la cárcel, y Koffee lo mismo. Son directamente responsables de la condena de Donté, pero Koffee controla al gran jurado; es el que manda en el sistema, y así es difícil que haya algún encausamiento penal, a menos que yo pueda convencer al Departamento de Justicia de que investigue, claro. Intentarlo, claro que lo intentaré. Y aún nos quedan los tribunales civiles.

—¿Demandas?

—¡Por supuesto! Muchas. Demandaré a todo el mundo. Ya estoy impaciente.

—Creía que te ibas a vivir a Vermont.

—Eso quizá tenga que dejarlo para más tarde. Aún no he acabado del todo con el tema.

El viernes, a las dos del mediodía, el consejo escolar municipal de Slone celebró una reunión de emergencia. El orden del día tenía un solo punto: el partido. Estaba previsto que el equipo de Longview llegara a las cinco de la tarde, y que a las siete y media se pusiera en movimiento la pelota. La dirección y los entrenadores de Longview temían por la seguridad tanto de sus jugadores como de sus hinchas, y no les faltaba razón: ahora los disturbios de Slone recibían por sistema el calificativo de «raciales», una descripción sensacionalista tan inexacta como contagiosa.

Las llamadas amenazadoras a la comisaría de Slone y al instituto habían sido incesantes. Si intentaban jugar el partido, habría problemas, y muchos. El comisario jefe, Joe Radford, pidió al consejo que lo cancelase o que lo pospusiera. Cinco mil personas juntas, casi todas blancas, serían un blanco demasiado goloso para quienes buscaban trifulca. No menos inquietante era la perspectiva de que todas las casas de los espectadores se quedaran vacías y desprotegidas durante el partido. El entrenador reconocía que en el fondo tampoco quería jugar. Los chicos estaban demasiado inquietos; no solo eso, sino que sus mejores jugadores, negros todos ellos, hacían boicot. Su tailback estrella, Trey Glover, aún estaba en la cárcel. Ambos equipos contaban seis victorias y dos derrotas, y confiaban llegar a las finales del estado. El entrenador sabía que con un equipo blanco al cien por cien sus posibilidades eran nulas, pero no jugar equivalía a perder, lo cual le tenía tan perplejo como a todos los demás ocupantes de la sala.

El director describió la tribuna de prensa quemada, la tensión de los últimos dos días, la cancelación de clases y las amenazas telefónicas que había recibido su despacho durante todo el día. Estaba agotado, nervioso, y prácticamente suplicó al consejo que cancelase el partido.

En la reunión había un mando de la Guardia Nacional, que habría preferido estar en otro sitio. A él le parecía posible controlar la zona del estadio, y que se jugara el partido sin incidentes, pero compartía la preocupación del jefe por lo que pudiera pasar durante aquellas tres horas en el resto de la ciudad. Ante la insistencia en que se pronunciara, reconoció que lo más seguro era cancelarlo.

Entre ansias y desasosiegos, los miembros del consejo se pasaban papelitos. Para ellos, tratar de presupuestos, currículos, disciplina y otros muchos temas importantes era pura rutina, pero nunca se habían enfrentado a algo tan trascendental como anular un partido de instituto. Se presentaban a las elecciones cada cuatro años, y la perspectiva de enajenarse al electorado pesaba mucho. Si votaban a favor de la cancelación, y el equipo de Slone se veía obligado a no jugar, darían la imagen de ceder a los boicoteadores y los alborotadores. Si en cambio votaban por jugar, y pasaba algo malo, con heridos, sus adversarios les echarían la culpa.

Alguien sugirió un acuerdo, y la idea se impuso rápidamente. Una rápida serie de llamadas convirtió dicho acuerdo en realidad. En vez de jugarse aquella noche en Slone, el partido se disputaría el día siguiente, en alguna localidad próxima, sin que se concretase el lugar exacto. Longview accedió. Su entrenador, que estaba al corriente del boicot, olía sangre. La ubicación del terreno neutral se mantendría en secreto hasta dos horas antes del comienzo del partido. Tras una hora de viaje, aproximadamente, los dos equipos se enfrentarían sin espectadores y todo volvería a la normalidad. El acuerdo fue del agrado de todos salvo del primer entrenador, que apretó animosamente la mandíbula y pronosticó una victoria. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Durante toda la mañana, y parte de la tarde, la estación de trenes fue un imán para los reporteros. Era el último lugar donde había sido visto Boyette, un personaje que ahora era el centro de la atención. Su escalofriante confesión casi llevaba un día entero en el bucle de las cadenas de noticias, con la novedad de que ahora se añadía su pasado. Su pintoresco historial delictivo estaba en el candelero, y su credibilidad, en entredicho. Salían en directo expertos de todo pelaje, que emitían opiniones acerca de su infancia, su perfil y sus motivos. Un charlatán lo tachó directamente de mentiroso, y no se cansó de decir que «aquellos asquerosos» buscaban un cuarto de hora de fama y que disfrutaban torturando a las familias de las víctimas. Un ex fiscal de Texas opinó sobre la ecuanimidad del juicio y las apelaciones de Drumm, y aseguró a todos sus oyentes que el sistema funcionaba de maravilla. Evidentemente, Boyette estaba de psiquiatra.

La historia, al prolongarse, perdió cierta capacidad de impacto. Ya no estaba Boyette para añadir nuevos detalles, ni para defenderse. Tampoco estaba Robbie Flak. Los reporteros sabían que su coche no se encontraba en el bufete. ¿Adónde había ido?

Dentro de la estación, Sammie Thomas, Bonnie y Fanta adoptaron una mentalidad de asedio e intentaron trabajar, pero era imposible. Los teléfonos sonaban sin descanso, y cada hora, aproximadamente, alguno de los reporteros más osados estaba a punto de llegar hasta la puerta, antes de que se lo impidiera uno de los vigilantes de seguridad. Con el paso del tiempo, la multitud empezó a entender que Boyette no estaba dentro, ni tampoco Robbie.

Al final los reporteros se fueron, por aburrimiento, y recorrieron Slone en busca de algún incendio o pelea. En su deseo de llegar al fondo del asunto, entrevistaron a soldados de la Guardia Nacional que patrullaban por las calles, y filmaron varias veces las iglesias y edificios chamuscados. También hablaron con jóvenes negros indignados, frente a salas de billar y bares, y metieron sus micros en más de una camioneta para obtener jugosos comentarios de los vecinos que habían salido de patrulla. Después, como volvían a aburrirse, regresaron a la estación de trenes y esperaron noticias de Boyette. ¿Dónde narices estaba?

Al caer la tarde empezó una concentración en el parque Washington. La noticia circuló entre los medios de comunicación, que acudieron raudos. Su presencia atrajo a más jóvenes negros, y en poco tiempo el rap lo atronaba todo y saltaban los petardos. Era un viernes por la noche: día de cobro y de cerveza, principio del fin de semana, y momento de desfogarse un poco.

La tensión iba en aumento.

Unas cuarenta horas después de salir de la casa del pastor en compañía no deseada, Keith volvió a ella en solitario. Tras apagar el motor, se quedó un instante sentado en el coche, para situarse. Dana, que lo esperaba en la cocina, lo recibió con un abrazo y un beso.

—Pareces cansado —le dijo con dulzura.

—Estoy bien —respondió él—. Lo único que necesito es dormir toda la noche. ¿Dónde están los niños?

Los niños estaban en la mesa, comiendo raviolis, y se lanzaron encima de su padre como si llevase fuera todo un mes. Clay, el mayor, llevaba puesto su equipo de fútbol americano, listo para un partido. Tras un largo abrazo, la familia se sentó para acabar de cenar.

En el dormitorio, Keith, tras darse una ducha rápida, se vistió.

Dana lo observaba, sentada al borde de la cama.

—Aquí nadie ha hecho ningún comentario —dijo—. He hablado un par de veces con Matthew. Hemos estado mirando las noticias y llevamos horas en internet, pero tu nombre no ha salido en ningún sitio. Mil fotos, pero de ti ni rastro. La iglesia cree que has tenido que salir por alguna urgencia, o sea que por ese lado no hay sospechas. Quizá tengamos suerte.

—¿Qué noticias hay de Slone?

—No gran cosa. Han aplazado el partido de esta noche, y han dado la noticia como si se hubiera estrellado un avión de pasajeros.

—¿Ninguna noticia de Missouri?

—Nada.

—Ya saldrá dentro de poco. No puedo imaginarme la conmoción que habrá cuando anuncien que han encontrado el cadáver de Nicole Yarber. La ciudad explotará.

—¿Cuándo será?

—No lo sé. No tengo claro cuáles son los planes de Robbie.

—¿Robbie? Lo dices como si fuerais amigos de toda la vida.

—Es que lo somos. Lo conocí ayer, pero hemos hecho un largo viaje juntos.

—Estoy orgullosa de ti, Keith. Has hecho una locura, pero también has sido muy valiente.

—Yo no me siento valiente. Ahora mismo no estoy seguro de cómo me siento; más que nada, en estado de shock. Creo que aún me dura el aturdimiento. Ha sido una aventura bastante excepcional, pero hemos perdido.

—Al menos lo has intentado.

Keith se puso un jersey y se metió la camiseta por dentro del pantalón.

—Lo que espero es que cojan a Boyette. ¿Y si encuentra otra víctima?

—Vamos, Keith, se está muriendo.

—Pero se ha dejado el bastón, Dana. ¿Cómo explicas eso? Yo llevo cinco días paseándome con él, como si fuera un año, y le costaba caminar sin bastón. ¿Por qué iba a dejarlo?

—Tal vez haya pensado que con bastón lo reconocerían antes.

Keith se apretó el cinturón y lo abrochó.

—Tenía una fijación contigo, Dana. Te ha nombrado varias veces, diciendo algo así como «esa mujer tan mona que tiene».

—A mí no me preocupa Travis Boyette. Tendría que ser muy tonto para volver a Topeka.

—Cosas más tontas ha hecho. Fíjate en cuántas veces lo han detenido.

—Tenemos que irnos. El partido es a las seis y media.

—Ya tengo ganas de verlo. Necesito alguna distracción. ¿Tenemos alguna botella de vino de misa por aquí?

—Creo que sí.

—Me alegro. Necesito beber algo. Vamos a ver un poco de fútbol, y luego nos pasamos el resto de la noche poniéndonos al día.

—Quiero que me lo cuentes todo.