A las diez de la mañana, el aparcamiento de la funeraria Lamb & Hijo estaba lleno, y la calle, bordeada de coches. El cortejo fúnebre, con sus mejores galas de domingo, formaba una hilera que empezaba en la puerta principal y, en fila de a tres o de a cuatro, cruzaba el pequeño césped, seguía por la calle y daba la vuelta a la esquina. Tristes y enojados, cansados y nerviosos, no sabían muy bien qué les pasaba, ni qué estaba ocurriendo en su tranquila ciudad. Finalmente, poco antes del amanecer, habían cesado las sirenas, los petardos, los disparos y el griterío en las calles, dejando unas horas de margen para descansar, aunque nadie esperaba que la normalidad volviese a las calles, ni el viernes ni durante el fin de semana.
Habían visto por la tele el inquietante rostro de Travis Boyette; habían oído su venenosa confesión, y la creían, porque siempre habían creído a Donté. Quedaban más cosas por contar, y si era cierto que a la chica la había matado Boyette, alguien lo pagaría muy caro.
En la policía de Slone había ocho agentes negros, todos los cuales se presentaron voluntarios para la misión. Aunque la mayoría llevara muchas horas sin dormir, estaban resueltos a rendir homenaje al difunto. Despejaron la calle de delante de la funeraria y desviaron el tráfico, pero lo que más les costó fue mantener a raya a los reporteros, que eran legión: todos en su sitio detrás del cordón policial, a una manzana de distancia.
Tras abrir con llave la puerta principal, Hubert Lamb saludó a la primera tanda de asistentes y les pidió que firmasen en el libro de visitas. La multitud empezó a moverse despacio, sin prisas. Se tardaría una semana en enterrar a Donté. Habría tiempo de sobra para presentarle los debidos respetos.
Donté estaba expuesto en la sala principal, con el ataúd abierto y cubierto de flores. Al pie del féretro, encima de un trípode, había una ampliación de su foto de último año de instituto: un chico de dieciocho años con americana y corbata, bien parecido. El retrato se lo habían hecho un mes antes de la detención. Sonreía, soñando aún con jugar a fútbol americano. Sus ojos estaban llenos de esperanza y ambición.
Su familia estaba cerca del ataúd, donde llevaban una hora tocándolo, llorando y tratando de ser fuertes por los invitados.
En la zona de acampada, Robbie describió la escena a Carlos y a los demás. Bryan Day quería ir a la tumba sin dilación, y filmarlo todo antes de que llegase la policía, pero Robbie no lo veía muy claro. Discutieron, aunque los dos eran conscientes de que la decisión final correspondía a Robbie. Fred Pryor estaba llamando por su móvil, tratando de localizar al sheriff del condado de Newton. Martha Handler hablaba con Aaron por móvil y tomaba notas. De repente se oyó un grito, un grito de angustia, a la vez que Boyette se caía al suelo y empezaba a temblar intensamente. Keith se arrodilló a su lado. Los otros acudieron a ver qué pasaba, impotentes. Hubo miradas de extrañeza. Al cabo de un minuto, aproximadamente, pareció que el ataque se le fuera pasando, y se atenuaron los temblores y las sacudidas. Boyette se cogió la cabeza con las manos, gimiendo de dolor. Después pareció que se moría. Se le quedó el cuerpo flácido, completamente inmóvil. Keith esperó. Después le tocó el hombro.
—¿Me oye, Travis? —preguntó.
Evidentemente, no lo oía. No hubo respuesta.
Keith se levantó.
—Se suele desmayar unos minutos.
—Vamos a ayudarlo a que no sufra —dijo Robbie—. Un tiro en la cabeza y listos. Cerca de aquí hay una tumba a punto de quedarse vacía.
—Vamos, Robbie —insistió Keith.
Pareció que a los demás les gustaba la idea. Se apartaron, y no tardaron mucho en encontrar otras ocupaciones. Pasaron cinco minutos. Boyette seguía sin moverse. Keith se arrodilló para tomarle el pulso. Era regular, pero débil.
—Robbie —dijo unos minutos más tarde—, creo que es grave. Está inconsciente.
—Yo no soy neurocirujano, Keith. ¿Qué quieres que haga?
—Necesita atención médica.
—Lo que necesita es un funeral, Keith. ¿Por qué no te lo llevas otra vez a Kansas, y lo entierras?
Keith se levantó y dio unos pasos hacia donde estaba Robbie.
—Eso es demasiado duro, ¿no te parece? —replicó.
—Perdona, Keith. Por si no te has dado cuenta, están pasando muchas cosas, y la salud de Boyette no forma parte de mis prioridades.
—Tampoco podemos dejar que se nos muera aquí.
—¿Por qué no? Total, ya está prácticamente muerto, ¿no?
Boyette gruñó y sufrió una convulsión de los pies a la cabeza, como si le atravesase una réplica. Después volvió a quedarse inmóvil.
Keith tragó saliva.
—Necesita un médico —dijo.
—Está bien, pues ve a buscar uno.
Los minutos pasaban lentamente, y Boyette no reaccionaba. A los demás les daba igual. Keith barajaba la posibilidad de irse solo en su coche, pero no era capaz de desatender a un moribundo. El vigilante de seguridad lo ayudó a subir a Boyette a la parte trasera del Subaru. Fred Pryor llegó del riachuelo.
—Era el sheriff —dijo—. Al final he conseguido hablar con él y convencerlo de que va en serio, que hemos encontrado un muerto en su jurisdicción. Viene para aquí.
Mientras Keith abría la puerta de su coche, Robbie se acercó.
—Llámame al llegar a un hospital —dijo—, y ten vigilado a Boyette; seguro que las autoridades de aquí quieren hablar con él. De momento no hay ninguna investigación abierta, pero podría haberla muy pronto, sobre todo si reconoce que mató a la chica en este estado.
—Casi no tiene pulso —informó el vigilante de seguridad desde el asiento trasero.
—No pienso montar guardia, Robbie —dijo Keith—. Yo ya he terminado. Me voy. Lo dejo en el hospital, sea donde sea, y me voy pitando a Kansas.
—Tienes nuestros números de móvil. Con que nos mantengas al corriente ya está bien. Seguro que en cuanto el sheriff vea la tumba enviará a alguien a ver a Boyette.
Se dieron la mano, sin saber si volverían a verse. La muerte crea extraños vínculos. Tenían la impresión de que se conocían desde hacía años.
Cuando el Subaru desapareció en el bosque, Robbie miró el reloj. Había tardado unas seis horas en venir desde Slone y encontrar el cadáver. Si Travis Boyette no se hubiera retrasado tanto, Donté Drumm estaría vivo, y a punto de que lo absolviesen. Escupió al suelo, y en su fuero interno deseó a Boyette una muerte lenta y dolorosa.
Durante los tres cuartos de hora en coche desde la zona de acampada —incluidas como mínimo cuatro paradas para preguntar por el camino—, Boyette no se había movido, ni había hecho ningún ruido. Parecía que estaba muerto. En la entrada de urgencias, Keith explicó a un médico que Boyette tenía un tumor, pero no entró en más detalles. El médico tuvo curiosidad por saber por qué un pastor de Kansas pasaba por Joplin con un enfermo grave que no era pariente ni feligrés suyo. Keith le dijo que era una historia muy larga, y que estaría encantado de contársela cuando tuviera tiempo. Ambos sabían que nunca lo tendrían, y que la historia quedaría sin contar. Tras colocar a Boyette en una camilla, con su bastón, se lo llevaron por el pasillo para que lo examinasen. Keith lo vio desaparecer al otro lado de una puerta basculante. Después buscó asiento en la sala de espera y llamó a Dana para dar señales de vida. La incredulidad de su mujer había aumentado con cada parte informativo, a cuál más impactante. Parecía insensible a cualquier novedad. Muy bien, Keith. Sí, Keith. Claro, Keith. Ven a casa, Keith, por favor.
A continuación, llamó a Robbie, para decirle dónde estaban. Boyette seguía vivo, y lo estaban examinando. Robbie aún esperaba que llegase el sheriff. Tenía muchas ganas de dejar el lugar del crimen en manos de profesionales, aunque era consciente de que tardarían un poco.
Keith llamó a Matthew Burns.
—Hombre, Matt, buenos días —dijo alegremente al oír su voz—. Ahora estoy en Missouri, donde hace una hora hemos abierto la tumba y hemos visto los restos de Nicole Yarber. No está mal esa noticia un viernes por la mañana…
—¿Qué otras novedades hay? ¿Cómo estaba ella?
—En los huesos, pero la identificación es terminante. Boyette dice la verdad. Se han equivocado de persona. Es increíble, Matt.
—¿Cuándo vuelves?
—Antes de comer. No tardaré, porque Dana ya está desesperada.
—Tenemos que vernos mañana a primera hora. He visto todas las noticias, sin perderme ni un minuto, y tú no salías ni una sola vez. Tal vez hayas pasado inadvertido. Tenemos que hablar. ¿Dónde está Boyette?
—En un hospital de Joplin, creo que muñéndose. Yo estoy con él.
—Déjalo, Keith. Quizá se muera. Que se preocupen otros. Tú sube al coche y arreando.
—Es lo que pienso hacer. Me quedaré hasta que me digan algo, y luego a conducir. Kansas queda a unos minutos.
Pasó una hora. Robbie llamó a Keith para informarle de que había llegado el sheriff, y de que ahora Roop’s Mountain estaba llena de policías. Dos agentes de la policía del estado iban de camino al hospital, para detener a Boyette. Keith accedió a esperarlos y a irse cuando llegasen.
—Gracias por todo, Keith —dijo Robbie.
—No ha sido suficiente.
—No, pero había que tener valor. Te has esforzado. Más no podías hacer.
—Seguimos en contacto.
Los policías del estado, Weshler y Giles, eran los dos sargentos. Después de las presentaciones, muy escuetas, preguntaron a Keith si estaba dispuesto a aclararles unas cuantas cosas. Por supuesto, cómo no. ¿Qué más se podía hacer en una sala de espera de urgencias? Era casi la una del mediodía. Compraron bocadillos en una máquina, y encontraron una mesa. Giles tomaba notas. De casi todas las preguntas se encargaba Weshler. Keith empezó por el lunes por la mañana, y desgranó los puntos culminantes de aquella semana tan inusual. A veces parecían dudar de su veracidad. Ellos no habían seguido el caso Drumm, pero desde que Boyette se había declarado públicamente culpable, y había comentado que el cadáver estaba enterrado cerca de Joplin, habían empezado a sonar los teléfonos. Entonces ellos se habían puesto al día, viendo más de una vez la cara y las declaraciones de Boyette. La aparición de un cadáver los situaba en pleno centro de una noticia que no dejaba de agrandarse.
Fueron interrumpidos por un médico, que explicó que Boyette estaba estable, descansando. Sus constantes vitales eran normales. La radiografía que le habían hecho en la cabeza confirmaba la presencia de un tumor del tamaño de un huevo. El hospital necesitaba ponerse en contacto con algún familiar. Keith trató de explicar lo poco que sabía sobre los parientes de Boyette.
—Lo único que sé es que tiene a un hermano en la cárcel, en Illinois —dijo.
—Bueno —respondió el médico, rascándose la mandíbula—, ¿cuánto tiempo quieren que nos lo quedemos?
—¿Cuánto tendrían que quedárselo?
—Hasta mañana. Más allá de eso, no estoy seguro de que podamos ayudarlo.
—Mío no es, doctor —dijo Keith—. Yo solo lo llevo en coche.
—¿También forma parte de esa historia tan larga?
Tanto Giles como Weshler asintieron. Keith propuso al médico que se pusiera en contacto con los médicos del hospital St. Francis de Topeka. Quizá el pequeño grupo pudiera idear algún plan para Travis Boyette.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Weshler.
—En una habitación pequeña de la segunda planta —contestó el médico.
—¿Podríamos verlo?
—Ahora no. Tiene que descansar.
—¿Y quedarnos a la puerta de la habitación? —preguntó Giles—. Tenemos previsto que se le acuse de un asesinato, y nos han ordenado que lo vigilemos.
—De aquí no va a salir.
Weshler se molestó. El doctor intuyó que era inútil discutir.
—Síganme —dijo.
—Eh, vosotros —dijo Keith cuando empezaban a alejarse—, yo puedo irme, ¿no?
Weshler miró a Giles; Giles escrutó a su compañero, y ambos miraron al doctor.
—Pues claro —dijo Weshler—, ¿por qué no?
—Es todo vuestro —dijo Keith, que ya se iba, caminando hacia atrás.
Cruzó la entrada de urgencias y apretó el paso hacia su coche, que estaba cerca, en un aparcamiento. Tras buscar seis dólares en sus menguantes reservas de dinero en efectivo, pagó al encargado y pisó el acelerador para salir a la calle. «Por fin, libre», se dijo. Nada más estimulante que mirar el asiento vacío y saber que con un poco de suerte nunca volvería a estar cerca de Travis Boyette.
A Weshler y Giles les dieron unas sillas plegables. Se apostaron en el pasillo, junto a la puerta de la habitación número ocho. Tras llamar a su superior, y ponerlo al corriente del estado de Boyette, empezaron a matar el tiempo leyendo revistas. Al otro lado de la puerta había seis camas, separadas entre sí por finas cortinas. Al fondo había una ventana grande que daba a un solar vacío y, junto a la ventana, una puerta que usaba a veces el personal de servicio.
Al cabo de un rato volvió el médico, que habló con los agentes y entró para echarle un vistazo a Boyette. Al apartar la cortina de la cama cuatro, se quedó de piedra.
Los tubos colgaban sueltos. Sobre la cama, muy bien hecha, había un bastón negro. Boyette había desaparecido.