Capítulo treinta

El viernes, antes del amanecer, una pequeña comitiva de vehículos salió de la ciudad en dirección al este. La encabezaba la camioneta personalizada de Robbie, con Aaron Rey al volante y Carlos como copiloto. Robbie, en su asiento favorito, tomaba café, echaba un vistazo a la prensa y no le hacía mucho caso a Martha Handler, que bebía café a espuertas, mientras tomaba notas e intentaba despertarse del todo. Detrás de ellos iba el Subaru, donde además de Keith, el conductor, estaba Boyette, aferrado a su bastón, con la mirada perdida en la oscuridad. Tras el Subaru iba una camioneta con capacidad para unos ochocientos kilos, conducida por Fred Pryor. Sus pasajeros eran dos vigilantes de seguridad privados que llevaban unos años trabajando a temporadas en la protección del bufete y el domicilio de Robbie. La camioneta, que era de Fred, transportaba palas, linternas y otros utensilios. Iba seguida por otra, blanca y sin rotular, propiedad de la cadena de televisión de Slone, y conducida por un director de informativos que tenía por nombre Bryan Day y por apodo Hairspray Day, por motivos obvios.[9] Le acompañaba un cámara llamado Buck.

Los cuatro vehículos se habían reunido en el largo camino de entrada de la casa de Robbie a las cinco en punto de la mañana, y habían conseguido salir a hurtadillas, con sigilo, por calles secundarias. El bufete había recibido bastantes llamadas y correos electrónicos para convencer a Robbie de que podía haber gente curiosa por saber adónde se dirigiría el viernes.

Él había dormido cinco horas, y aun esas con somníferos. Estaba más que exhausto, pero quedaba mucho por hacer. A la salida de Lamb & Hijo, tras ver brevemente el cadáver, se había llevado a todos sus acompañantes a su casa, donde DeDe había conseguido sacar bastante comida para alimentarlos a todos. Keith y Boyette habían dormido en el sótano, en un par de sofás, mientras una criada les lavaba y planchaba la ropa.

Todos estaban agotados, pero a nadie le costó saltar de la cama.

Carlos, al móvil, escuchaba más que hablaba. Al final de la llamada dio una noticia.

—Era mi contacto en la emisora de radio. Ha habido unas cuarenta detenciones y más de veinte heridos, pero ninguna víctima mortal, lo cual es un milagro. Tienen cerrado casi todo el centro. De momento la cosa se ha calmado. Hay muchos incendios, tantos que no se pueden ni contar. Han venido camiones de bomberos de Paris, Tyler y otros sitios. Como mínimo han tirado cócteles Molotov (que se ha vuelto el arma favorita) a tres coches de la policía. También le han pegado fuego a la tribuna de prensa del campo de fútbol americano, que aún se está quemando. La mayoría de los incendios son en edificios vacíos. Por ahora no se ha quemado ninguna casa. Se rumorea que el gobernador va a enviar a más efectivos de la Guardia Nacional, aunque no hay nada confirmado.

—¿Y si encontramos el cadáver? —preguntó Martha.

Robbie sacudió la cabeza, y reflexionó unos instantes.

—Pues entonces lo de esta noche habrá sido un juego de niños.

Habían discutido las múltiples combinaciones y preparativos para el viaje. Para asegurarse de que Boyette no se esfumara, Robbie lo quería en su camioneta, a buen recaudo, ante la atenta mirada de Aaron Rey y Fred Pryor, pero la idea de compartir durante varias horas un espacio pequeño con aquella mala bestia le resultaba insoportable. Keith no estaba dispuesto a prescindir de su Subaru, más que nada por su firme decisión de estar en Topeka el viernes a última hora de la tarde, con Boyette o sin él. Tenía tan pocas ganas como Robbie de estar sentado al lado de él, pero como ya lo había hecho antes, le aseguró a Robbie que podía volver a hacerlo.

Fred Pryor había propuesto meter a Boyette en el asiento trasero de su camioneta y apuntarlo con pistolas. En el equipo de Robbie había muchas ganas de venganza, y si era cierto que Boyette los conducía hasta el cadáver, costaría poco convencer a Fred Pryor y a Aaron Rey de que se lo llevasen a algún sitio entre los árboles y pusieran fin a sus dolores. Así lo intuía Keith, cuya presencia inspiraba respeto. No habría violencia.

La incorporación de Bryan Day había sido compleja. Robbie no se fiaba de los reporteros. Así de claro. Ahora bien, si encontraban lo que buscaban sería necesario grabarlo debidamente por alguien ajeno a su círculo. Day, como era lógico, tenía muchas ganas de acompañarlos, pero lo obligaron a aceptar toda una lista de condiciones, básicamente para impedir que informase de nada hasta que se lo indicase Robbie Flak. Si lo intentaba, él y Buck, el cámara, tendrían muchas posibilidades de recibir una paliza, un tiro o ambas cosas. Day y Buck se daban cuenta de que había mucho en juego. Las normas serían respetadas. Como Day era el director de informativos de la cadena, logró irse sin dejar ninguna pista en el estudio.

—¿Podemos hablar? —preguntó Martha.

Llevaban media hora de camino, y al fondo el cielo se empezaba a teñir de naranja.

—No —respondió Robbie.

—Ya hace casi doce horas que se ha muerto. ¿En qué piensas?

—Estoy para el arrastre, Martha. No me funciona el cerebro. No pienso en nada.

—¿Pues en qué pensaste al ver su cadáver?

—Muy enfermo tiene que estar el mundo para que matemos a alguien partiendo del supuesto de que tenemos derecho a matarlo. He pensado que tenía muy buen aspecto ese chico tan guapo allí dormido, sin heridas visibles ni señales de haberse resistido; sacrificado como un perro viejo por unos fanáticos y unos idiotas demasiado vagos y tontos para darse cuenta de lo que hacen. ¿Sabes qué pienso de verdad, Martha?

—Dímelo tú.

—Te lo voy a decir: estoy pensando en Vermont. Veranos frescos, nada de humedad y sin ejecuciones. Un sitio civilizado. Una cabaña al borde de un lago. Aprendería a quitar la nieve con una pala. Si lo vendo todo, y cierro el bufete, puede quedarme un millón neto. Me retiraré a Vermont y escribiré un libro.

—¿Sobre qué?

—No tengo ni idea.

—Eso no se lo cree nadie, Robbie. Tú nunca te irás. Quizá te tomes un descanso para recobrar el aliento, pero no tardarás en encontrar otro caso, indignarte y poner una demanda, o diez. Lo harás hasta los ochenta años, y luego te sacarán de la estación en camilla.

—A los ochenta no llegaré. Voy por los cincuenta y dos y ya me siento un viejo.

—A los ochenta estarás poniendo demandas.

—No sé.

—Yo sí. Te leo el corazón.

—Ahora mismo, el corazón lo tengo partido, y lo que me apetece es no seguir adelante. Hasta el abogado más inútil podría haber salvado a Donté.

—¿Y qué podría haber hecho de otra manera ese abogado tan inútil?

Robbie enseñó las palmas.

—Ahora no, Martha, por favor —dijo.

En el coche de detrás se pronunciaron las primeras palabras.

—¿De verdad que asistió a la ejecución? —preguntó Boyette.

Keith bebió café y esperó un poco.

—Sí. No lo tenía planeado. Fue en el último momento. Yo no quería asistir.

—¿Preferiría no haberlo visto?

—Muy buena pregunta, Travis.

—Gracias.

—Por un lado, me gustaría no haber visto morir a un hombre, y menos a alguien que se proclamaba inocente.

—Es inocente, o lo era.

—Intenté rezar con él, pero no quiso; dijo que no creía en Dios, aunque antes sí que había creído. Para un pastor es muy difícil estar con alguien que se va a morir y no cree en Dios, o en Cristo, o en el cielo. Yo he estado en camas de hospital, y he visto morir a feligreses míos, y siempre es reconfortante saber que a sus almas les espera un más allá glorioso. No es el caso de Donté.

—Ni el mío.

—Por otro lado, en la cámara de ejecución vi algo que debería ver todo el mundo. ¿Qué sentido tiene esconder lo que hacemos?

—¿O sea que vería otra ejecución?

—Yo no he dicho eso, Travis.

Era una pregunta a la que Keith no podía contestar. Aún estaba asimilando lo de su primera ejecución, y no podía imaginarse la siguiente. Pocas horas antes, a falta de segundos para conciliar el anhelado sueño, se le había aparecido la imagen de Donté atado con correas a su lecho de muerte. La reprodujo otra vez a cámara lenta. Recordó haber mirado fijamente el pecho de Donté, que se levantaba un poco y luego bajaba. Arriba y abajo, de manera casi imperceptible. Hasta pararse. Acababa de ver exhalar el último suspiro a una persona. Keith sabía que la imagen jamás se le iría de la cabeza.

Al este, el cielo estaba más luminoso. Entraron en Oklahoma.

—Supongo que es mi último viaje a Texas —dijo Boyette.

A Keith no se le ocurrió nada como respuesta.

El helicóptero del gobernador aterrizó a las nueve en punto de la mañana. Dada la gran antelación con que se había avisado a los medios, que esperaban impacientes, el gobernador, Barry y Wayne discutieron a fondo los detalles del aterrizaje. Finalmente, de camino, se decidieron por el aparcamiento contiguo al campo de fútbol americano. Puestos al corriente, los medios de comunicación acudieron a toda prisa al instituto de Slone para cubrir aquella noticia de última hora. La tribuna de prensa estaba en muy mal estado, quemada y chamuscada. Aún había bomberos que limpiaban los escombros. Al salir de su helicóptero, Gilí Newton fue recibido por la policía del estado, varios coroneles de la Guardia Nacional y algunos bomberos especialmente elegidos, y también cansados. Les dio efusivamente la mano, como si fueran marines de vuelta del combate. Barry y Wayne inspeccionaron el terreno sin perder ni un segundo, y organizaron la rueda de prensa de modo que el telón de fondo fuera el campo de fútbol, y sobre todo la tribuna de prensa quemada. El gobernador iba en tejanos y botas de vaquero, sin corbata y con cazadora: un auténtico trabajador.

Con cara de preocupación, pero con el ánimo entusiasta, se puso ante las cámaras y ante los reporteros para condenar la violencia y los disturbios. Prometió proteger a los ciudadanos de Slone y anunció que traería a más efectivos de la Guardia Nacional; si hacía falta, movilizaría a toda la de Texas. Habló de la justicia, tal como se entendía en ese estado. Recurrió a ciertas dosis de provocación racial exhortando a los líderes negros a contener a los vándalos, mientras en ese sentido no decía nada sobre los alborotadores blancos. Despotricó de lo lindo, y al acabar se apartó de los micrófonos sin aceptar preguntas. Ni él, ni Barry ni Wayne tenían ganas de pronunciarse sobre el tema de Boyette.

Se pasó una hora yendo y viniendo por Slone en un coche patrulla, entre pausas para tomar café con los soldados y los policías, charlar con los vecinos y contemplar muy serio, dolorido el semblante, las ruinas de la Primera Iglesia Baptista; todo ello con las cámaras en marcha, grabándolo por la importancia del momento, pero también para futuras campañas.

Finalmente, después de cinco horas, la caravana se detuvo en una tienda al norte de Neosho, Missouri, a unos treinta kilómetros al sur de Joplin. Tras una pausa para ir al baño y tomar más café, pusieron rumbo al norte, ahora con el Subaru en cabeza, seguido de cerca por los otros vehículos.

El nerviosismo de Boyette era patente, y su tic estaba más activo. Sus dedos daban golpes en el bastón.

—Nos estamos acercando al desvío —dijo—. Es a la izquierda.

Estaban en la 59, una carretera muy transitada del condado de Newton que tenía dos carriles. Giraron a la izquierda al pie de una colina, junto a una gasolinera.

—Parece que vamos bien —decía Travis, que obviamente estaba inquieto por el sitio donde los llevaba.

Iban por una carretera de condado, con puentes sobre riachuelos, curvas muy marcadas y cuestas empinadas. La mayoría de las viviendas eran caravanas, con alguna que otra casa cuadrada de ladrillo rojo de los años cincuenta.

—Parece que vamos bien —comentó Boyette.

—¿Y por aquí vivió usted, Travis?

—Sí, aquí mismo.

Justo después de asentir con la cabeza, Boyette empezó a frotarse las sienes. «No, por favor, otro ataque no —pensó Keith—; ahora no». Pararon en un cruce, en medio de un pequeño asentamiento.

—Siga todo recto —dijo Boyette. Un centro comercial, con un colmado, una peluquería y un videoclub. El aparcamiento era de grava—. Parece que vamos bien.

Keith quería formular unas preguntas, pero apenas dijo nada. ¿Cuándo Nicole pasó en coche por aquí aún estaba viva, Travis? ¿O ya le había quitado la vida? ¿En qué pensaba usted hace nueve años, al pasar por aquí con esa pobre chica atada, amordazada y llena de moratones, traumatizada por un largo fin de semana de agresiones sexuales?

Doblaron a la izquierda por otra carretera, asfaltada pero más estrecha, y al cabo de casi dos kilómetros pasaron junto a una casa.

—Aquí tenía una tienda el viejo Deweese —dijo Travis—. Me imagino que no estará. Cuando yo era pequeño, ya tenía noventa años.

Se pararon en una señal de stop, delante de la tienda de Deweese.

—Una vez entré a robar aquí —comentó Travis—. Creo que no tenía más de diez años. Me metí por una ventana. Lo odiaba, al muy cabrón. Siga recto.

Keith siguió sus indicaciones sin decir nada.

—La última vez que estuve era de grava —precisó Boyette, como quien evoca un agradable recuerdo de infancia.

—¿Y eso cuándo fue? —preguntó Keith.

—No lo sé, pastor; en mi última visita para ver a Nicole.

«Tío asqueroso», pensó Keith. La carretera tenía curvas muy pronunciadas, tanto que a veces Keith creyó que darían una vuelta completa y harían un trombo. Las tres camionetas los seguían de cerca.

—Busque un riachuelo con un puente de madera —dijo Boyette—. Parece que vamos bien. —Cien metros después del puente, volvió a hablar—: Ahora más despacio.

—Vamos a quince por hora, Travis.

Boyette miraba a su izquierda, donde la carretera estaba rodeada por una densa maleza.

—Por aquí hay un camino de grava —advirtió—. Más despacio.

Los parachoques casi se tocaban.

—Vamos, Travis, sabandija —dijo Robbie dentro de su camioneta—, no nos dejes como unos mentirosos.

Keith giró a la izquierda por un camino de grava, con robles y álamos que se enlazaban por encima, dándole sombra. Era estrecho y oscuro como un túnel.

—Es aquí —dijo Boyette, aliviado (de momento)—. Este camino sigue más o menos el riachuelo. Un poco más lejos, a la derecha, hay una zona de acampada, o la había.

Keith miró el cuentakilómetros. Condujeron casi a oscuras durante cerca de dos kilómetros, viendo de vez en cuando el agua. No había tráfico, ni sitio para que lo hubiera; tampoco señales de vida humana en las proximidades. La zona de acampada solo era una explanada con espacio para pocas tiendas y coches, y parecía abandonada. Las hierbas llegaban hasta la rodilla. Había dos mesas de picnic de madera rotas y volcadas.

—Cuando era pequeño acampábamos aquí —puntualizó Boyette.

A Keith casi le dio lástima. Intentaba recordar algo agradable y normal de su desdichada infancia.

—Creo que deberíamos parar aquí —dijo Boyette—. Ahora se lo explico.

Los cuatro vehículos frenaron. Todos se reunieron delante del Subaru. Boyette usó el bastón como puntero.

—Hay un camino de tierra que sube por aquella colina —explicó—. Desde aquí no se ve, pero está, o estaba. Solo puede subir la camioneta. Los otros vehículos tendrán que quedarse aquí.

—¿Está muy lejos? —preguntó Robbie.

—No miré el cuentakilómetros, pero diría que a unos cuatrocientos metros.

—¿Y qué encontraremos al llegar, Boyette? —preguntó Robbie.

Boyette se apoyó en su bastón, contemplando la maleza que tenía a sus pies.

—Es donde está la tumba, señor Flak. Es donde encontrarán a Nicole.

—Explíquenos algo de la tumba —insistió Robbie.

—Está enterrada en una caja de metal, una caja de herramientas grande que me llevé de la obra donde trabajaba. La tapa de la caja está a más de medio metro de la superficie. Como han pasado nueve años, todo está muy crecido, y será difícil de localizar, pero creo que podré acercarme. Ahora que estoy aquí me viene todo a la memoria.

Tras discutir sobre la logística, decidieron que Carlos, Martha Handler, Day, Buck y uno de los vigilantes de seguridad, que iba armado, se quedasen en la zona de acampada. El resto se apretujaría en la camioneta de Fred y asaltaría la colina con una cámara de vídeo.

—Una cosa más —dijo Boyette—: Hace años, a este terreno lo llamaban «Roop’s Mountain», y los dueños, la familia Roop, eran de armas tomar. No les gustaban nada los intrusos ni los cazadores, y tenían fama de echar a los que hacían acampada. Es una de las razones de que eligiese este sitio, porque sabía que estaría poco transitado. —Se produjo una pausa, en la que hizo muecas y se frotó las sienes—. Bueno, el caso es que los Roop eran muchos, o sea que me imagino que el terreno todavía será de la familia. Si nos encontramos a alguien, mejor que estemos preparados para lo peor.

—¿Dónde viven? —preguntó Robbie con cierto nerviosismo.

Boyette señaló en otra dirección con el bastón.

—Bastante lejos. No creo que nos oigan ni nos vean.

—Vamos —dijo Robbie.

Allí estaba el fruto de lo que había empezado el lunes por la mañana con una entrevista pastoral que parecía de rutina: Keith montado en la parte trasera de una camioneta y dando brincos por la ladera de Roop’s Mountain —poco más que una colina de medianas dimensiones, densamente poblada de kudzu, hiedra venenosa y bosque espeso—, con la perspectiva nada irreal de un conflicto armado con unos terratenientes que tenían malas pulgas y seguro que Hipados de meta, dentro del esfuerzo final por averiguar si Travis Boyette decía realmente la verdad. Si no encontraban los restos de Nicole, Boyette sería un falsario, Keith un tonto, y Texas acabaría de ejecutar con toda probabilidad al auténtico culpable, Donté.

Ahora bien, si encontraban el cadáver…, a Keith se le escapaba lo que pasaría. La certeza se había convertido en un concepto borroso. Aun así, estaba razonablemente seguro de que a alguna hora de esa misma noche estaría en su casa. No se imaginaba ni remotamente qué sucedería en Texas, pero estaba seguro de que él no lo vería de cerca, sino por la tele, a una distancia prudencial. Estaba bastante seguro de que los hechos causarían sensación, y probablemente fueran históricos.

Boyette iba en el asiento delantero frotándose la cabeza mientras se esforzaba por ver algo que le resultara conocido. Señaló a su derecha. (Estaba seguro de que la tumba quedaba a la derecha del camino).

—Creo que esto me suena —dijo.

Era una zona de hierbas y arbolillos muy tupidos. Frenaron, bajaron y cogieron dos detectores de metales. Durante un cuarto de hora barrieron el denso sotobosque en busca de pistas, y esperando que sonaran los detectores. Tras ellos cojeaba Boyette, dando golpes de bastón a las hierbas, seguido por Keith y observado por todos.

—Busquen un neumático viejo, de tractor —repitió varias veces.

Sin embargo, por allí no había ningún neumático, y los detectores tampoco emitían ningún ruido. Volvieron a ocupar sus puestos en la camioneta y subieron muy despacio por la cuesta, siguiendo un camino de leñadores que no mostraba indicios de haber sido transitado durante décadas. Primer intento.

El camino desapareció. Fred Pryor hizo avanzar la camioneta unos veinte metros a través de la vegetación, haciendo muecas cada vez que las ramas y las zarzas la rascaban. Los de la parte trasera se agacharon para protegerse de los latigazos de las ramas. Justo cuando Fred estaba a punto de parar, reapareció el camino, vagamente.

—Siga —dijo Boyette.

Después se bifurcaba. Fred paró, mientras Boyette inspeccionaba la bifurcación y sacudía la cabeza. «No tiene ni idea», se dijo Fred. En la parte de atrás, Robbie miró a Keith y meneó la cabeza.

—Por aquí —dijo Boyette, señalando a la derecha.

Fred siguió aquella dirección.

El bosque se volvía más espeso, y los árboles más jóvenes, muy apretados. Como un sabueso, Boyette levantaba la mano y señalaba. Fred Pryor apagó el motor. La partida se esparció por el terreno en busca de un neumático de tractor, o lo que fuera. Una lata de cerveza hizo saltar uno de los detectores, y por unos instantes la tensión sufrió un aumento brusco. Pasó un pequeño avión, volando bajo. Todos se quedaron muy quietos, como si alguien los vigilase.

—Boyette —dijo Robbie—, ¿recuerda si la tumba está debajo de los árboles o en una zona despejada?

Parecía una pregunta razonable.

—Creo que más bien despejada —contestó Boyette—, pero en nueve años han crecido los árboles.

—Genial —masculló Robbie, antes de seguir pisoteando hierba con la mirada fija en el suelo, como si tuviera la pista perfecta a un solo paso.

—No es aquí —dijo Boyette después de media hora—. Sigamos.

Segundo intento.

Keith se encogió en la parte trasera de la camioneta. Robbie y él se miraban, como si ambos dijeran: «Hemos hecho el tonto», pero ninguno de los dos habló. No hablaban porque no había absolutamente nada que decir. Mil pensamientos les rondaban por la cabeza.

El camino giraba. En la siguiente recta, Boyette volvió a señalar.

—Es aquí —dijo, abriendo la puerta de golpe antes de que se apagase el motor.

Se lanzó a un claro de hierba que le llegaba hasta la cintura, mientras los demás lo seguían corriendo. Keith dio unos cuantos pasos y se cayó al tropezar con algo. Al ponerse en pie y limpiarse de bichos y de hierbajos, vio qué le había hecho tropezar: los restos de un neumático de tractor, prácticamente hundido en la vegetación.

—Aquí hay un neumático —anunció.

Los otros dejaron de avanzar. Boyette estaba a pocos metros.

—Vayan a por los detectores de metales —dijo.

Fred Pryor tenía uno, que en cuestión de segundos chasqueó y zumbó, con claras señales de mucha actividad. Aaron Rey sacó dos palas.

El terreno estaba lleno de pedruscos, pero la tierra era blanda y húmeda. Después de diez minutos cavando como un loco, la pala de Fred Pryor chocó con algo que sonaba claramente a metal.

—Vamos a parar un segundo —decidió Robbie.

Tanto Fred como Aaron necesitaban un respiro.

—Bueno, Boyette —dijo Robbie—, explíquenos qué vamos a encontrar.

El tic, y la pausa.

—Es una caja de metal para herramientas hidráulicas, que pesa una barbaridad, la muy jodida; casi me destrozo la espalda al arrastrarla hasta aquí. Es de color naranja, con el nombre de la empresa, R. S. McGuire and Sons, Fort Smith, Arkansas, pintado en la parte de delante. Se abre por arriba.

—¿Y dentro?

—Ahora, solo huesos. Han pasado nueve años. —Boyette hablaba con aires de autoridad, como si no fuera su primera tumba secreta—. La ropa la tenía doblada, al lado de la cabeza. Tiene un cinturón alrededor del cuello. Debería estar intacto.

Se le apagó la voz, como si de alguna manera aquello le doliese. Durante la pausa, los otros se miraron. Luego Travis carraspeó y siguió hablando.

—Dentro de la ropa deberíamos encontrar su carnet de conducir y una tarjeta de crédito. No quise que me pillaran con eso encima.

—Describa el cinturón —dijo Robbie.

El vigilante de seguridad le pasó una cámara de vídeo.

—Negro, de unos cinco centímetros de ancho, con la hebilla redonda y plateada. Es el arma del crimen.

Siguieron cavando, mientras Robbie lo grababa con la cámara.

—Tendrá un metro y medio de largo —dijo Boyette señalando la silueta de la caja.

Ahora que su forma estaba clara, cada paletada de tierra revelaba algún detalle más. Era naranja, en efecto. Al profundizar se hizo visible el nombre «R. S. McGuire and Sons, Fort Smith, Arkansas».

—Ya está bien —dijo Robbie. Dejaron de cavar. Aaron Rey y Fred Pryor sudaban, y les costaba respirar—. No vamos a sacarla.

La caja de herramientas planteaba un claro reto, que se había hecho cada vez más evidente. La tapa superior estaba fijada con un pestillo, y este con un candado de los de combinación, de esos baratos que se encuentran en todas las ferreterías. Fred carecía de las herramientas necesarias para cortar el candado, pero no cabía duda de que al final conseguirían forzarlo. Habiendo llegado tan lejos, no se quedarían sin ver el interior. Los seis hombres, muy juntos, contemplaron la caja de herramientas naranja y el candado de combinación.

—Bueno, Travis —dijo Robbie—, ¿cuál es la combinación?

Aunque pareciera mentira, Travis sonrió, como si por fin fueran a darle la razón. Se agachó al borde de la tumba, tocó la caja como si fuera un altar y, suavemente, cogió la cerradura y sacudió la tierra. Después giró un par de veces el disco para poner el mecanismo a cero, lo giró lentamente a la derecha, hasta el 17, luego a la izquierda, hasta el 50, otra vez a la derecha, hasta el 4, y por último a la izquierda, hasta el 55. Después de un titubeo, bajó la cabeza, como si escuchase algo, y estiró con fuerza. Se oyó un suave clic, y el candado se abrió.

Robbie lo filmaba a un metro y medio de distancia. A pesar de donde estaba, y de lo que estaba haciendo, a Keith se le escapó una sonrisa.

—No lo abráis —dijo Robbie.

Pryor fue rápidamente a la camioneta, de la que trajo un paquete. Distribuyó guantes y mascarillas médicas, y cuando se los hubo puesto todo el mundo, Robbie dio la cámara a Pryor con instrucciones de que empezara a rodar. Después indicó a Aaron que bajase y abriese lentamente la tapa. Aaron lo hizo. No había ningún cadáver, solo huesos: los restos de una persona, supusieron que Nicole. Tenía las manos y los dedos entrelazados por debajo de las costillas, pero los pies estaban cerca de las rodillas, como si Boyette no hubiera tenido más remedio que doblarla para que cupiese en la caja de herramientas. En la calavera, intacta, solo faltaba un molar. Tenía una dentadura perfecta. Lo sabían por las fotos. Alrededor del cráneo había largas hebras de pelo rubio, y entre el cráneo y el hombro una tira de cuero negro, supusieron que el cinturón. Junto al cráneo, en una esquina de la caja, se veía algo que parecía ropa.

Keith cerró los ojos y rezó.

Robbie también cerró los suyos y lanzó una maldición.

Boyette retrocedió y se sentó al borde del neumático de tractor, entre las hierbas, donde empezó a frotarse la cabeza.

Mientras Fred seguía rodando, Robbie dio instrucciones a Aaron de que sacara con cuidado el rollo de ropa. Los artículos estaban intactos, si bien desgastados en algunos bordes, y con cierto número de manchas. Una blusa azul y amarilla, con algún tipo de fleco, y un agujero grande y feo, obra de los insectos o de la carne en putrefacción. Una falda blanca corta, muy manchada. Sandalias marrones. Sostén y bragas a juego, azul oscuro. Y dos tarjetas de plástico: el carnet de conducir y una MasterCard. Las cosas de Nicole fueron depositadas ordenadamente junto a su tumba.

Boyette volvió a la camioneta y se sentó en el asiento delantero, dándose un masaje en la cabeza. Robbie estuvo dando órdenes y haciendo planes durante diez minutos. Hicieron decenas de fotos, pero no tocaron nada más. Ahora era un lugar del delito, del que se ocuparían las autoridades locales.

Aaron y el vigilante de seguridad se quedaron, mientras el resto bajaba otra vez de Roop’s Mountain.