Capítulo veintiocho

A las ocho ya no quedaban patas de pollo, se había consumido demasiado alcohol y la mayoría de los invitados de Koffee estaban impacientes por volver a la ciudad y enterarse de la gravedad de la situación. Los equipos de televisión iban de un lado para otro, tratando de seguir el ritmo a los pirómanos, y fueron los incendios los que, en definitiva, pusieron fin a la celebración que tenía lugar en el lago. Drew Kerber se quedó, matando el tiempo en espera de que se fuera todo el mundo.

—Tenemos que hablar —le dijo a Paul Koffee, abriendo otra cerveza.

Se acercaron al borde del estrecho embarcadero, lo más lejos posible de la cabaña, aunque no quedara nadie. También Koffee tenía una botella de cerveza. Apoyados en la baranda, miraron el agua a sus pies.

Kerber escupió y bebió un traguito de cerveza.

—¿A ti te preocupa ese tal Boyette? —preguntó.

Koffee se mostró sorprendido, o al menos lo intentó.

—No, pero es evidente que a ti sí.

Otro trago largo y lento de cerveza.

—De niño, yo vivía en Dentón —dijo Kerber—, y en el barrio había unos cuantos Boyette. Tenía un amigo que se llamaba Ted Boyette. Acabamos juntos el instituto. Luego entró en el ejército y desapareció. Oí que se había metido en líos, pero cambié de casa, acabé aquí y ya no me acordé más de él. Bueno, ya sabes lo que pasa con los amigos de la infancia: nunca te olvidas del todo, pero tampoco los ves. El caso es que en enero de 1999 (me acuerdo del mes porque es cuando encerramos a Drumm) estaba en comisaría cuando algunos de los chicos se empezaron a reír de un chorizo al que habían pillado en una camioneta robada. Consultaron su ficha: lo habían condenado tres veces por agresión sexual. Fichado por delitos sexuales en tres estados, y solo tenía treinta y cinco años. Los polis se preguntaban cuál era el récord, quién era el pervertido fichado en mayor número de estados. Alguien quiso saber cómo se llamaba, y otro dijo: «T. Boyette». Yo no abrí la boca, pero tuve curiosidad por saber si era el chico de nuestro barrio. Consulté su ficha policial y vi que se llamaba Travis, pero seguí teniendo curiosidad. Un par de días más tarde, lo llevaron al juzgado para que compareciera un momento ante el juez. Yo no quería que me viese, para no incomodarlo si resultaba ser mi viejo amigo. En la sala había mucha gente; costaba poco pasar inadvertido, pero no era él: era Travis Boyette, el mismo que ahora está en la ciudad. Lo he reconocido nada más verlo en la tele, por la cabeza rapada y el tatuaje en la izquierda del cuello. Estuvo aquí, Paul, en Slone; en la cárcel, aproximadamente cuando desapareció la chica.

Koffee reflexionó intensamente por espacio de unos segundos.

—De acuerdo —dijo—, supongamos que estuvo aquí. Eso no quiere decir que sea verdad que la mató.

—¿Y si dice la verdad?

—¡No lo preguntarás en serio!

—Sígueme la corriente, Paul. ¿Y si la dice? ¿Y si Boyette cuenta la verdad? ¿Y si es cierto que tiene el anillo de la chica? ¿Y si Boyette los lleva hasta el cadáver? ¿Entonces qué, Paul? Ayúdame, el abogado eres tú.

—Me estoy quedando alucinado.

—¿Nos podrían acusar?

—¿De qué?

—¿Homicidio, por ejemplo?

—¿Estás borracho, Kerber?

—He bebido demasiado.

—Pues duerme aquí, y no cojas el coche. ¿Por qué no estás en la ciudad, con todos los demás polis?

—Soy detective, no poli de calle; y me gustaría no quedarme sin trabajo, Paul. Hipotéticamente, ¿qué pasaría si Boyette estuviera diciendo la verdad?

Koffee se acabó la botella y la tiró al lago. Después encendió un cigarrillo y exhaló un largo rastro de humo.

—No pasaría nada. Tenemos inmunidad. Como yo controlo al gran jurado, también puedo controlar a quién se acusa de qué. Nunca ha habido ningún caso de detective o fiscal acusados por una mala condena. Somos el sistema, Kerber. Podrían demandarnos en un tribunal civil, pero tampoco es muy probable. Además, el ayuntamiento nos tiene asegurados. Así que no te preocupes, porque estamos muy protegidos.

—¿A mí me despedirían?

—No, porque te perjudicaría a ti y al ayuntamiento en la demanda civil, pero probablemente te ofreciesen una jubilación anticipada. Ya se ocuparía de ti el ayuntamiento.

—¿O sea que no nos pasará nada?

—Nada. Y haz el favor de callarte, ¿de acuerdo?

Kerber sonrió, respiró hondo y se bebió otro largo trago.

—Solo era curiosidad —dijo—. Nada más. No es que me preocupe de verdad.

—Pues lo parecía.

Estuvieron unos instantes contemplando el agua, ensimismados, pero pensando en lo mismo.

—Boyette estuvo encarcelado aquí —dijo finalmente Koffee—, en libertad condicional de otro estado, ¿no?

—Sí, creo que de Oklahoma, o puede que de Arkansas.

—Entonces, ¿cómo se escapó?

—No me acuerdo de todo, pero ya consultaré el expediente mañana por la mañana. Parece que pagó la fianza y desapareció. Yo no tenía nada que ver con el caso, y en cuanto vi que era otro Boyette, me olvidé. Hasta hoy.

Otra pausa en la conversación.

—Tranquilo, Kerber —dijo Koffee—. Tú construiste bien la acusación; él tuvo un juicio justo, y todos los tribunales refrendaron su culpabilidad. ¿Qué más podemos esperar? El sistema ha funcionado. ¡Caramba, Drew, el chico confesó!

—Pues claro, pero yo me he preguntado muchas veces qué habría pasado sin la confesión.

—No te preocupará la confesión, ¿verdad?

—No, no. Seguí las reglas al pie de la letra.

—Oye, Drew, no le des más vueltas, eso se ha acabado; se ha acabado del todo. Es demasiado tarde para cuestionar lo que hicimos. El chico va de camino a casa en una caja.

El aeropuerto de Slone estaba cerrado. El piloto encendió las luces de aterrizaje por señal de radio, desde sus controles, y no hubo sobresaltos al tocar la pista. Rodaron hasta la pequeña terminal, y en cuanto se pararon las hélices salieron rápidamente del avión. Robbie dio las gracias al piloto, y prometió llamarlo. El piloto le dio el pésame. Cuando subieron a la camioneta, Aaron ya había hablado por teléfono con Carlos y estaba informado de todo.

—Hay incendios por toda la ciudad —dijo—. Están quemando coches. Carlos dice que en el aparcamiento del bufete hay tres equipos de televisión. Quieren hablar contigo, Robbie, y ver otra vez a Boyette.

—¿Por qué no queman las furgonetas de la tele? —preguntó Robbie.

—¿Piensas hablar con ellos?

—No lo sé. Que esperen. ¿Qué hace Boyette?

—Ver la tele. Carlos dice que está cabreado porque no le hicieron ni caso, y se niega a contar nada más a los reporteros.

—¿Me harás el favor de no dejar que lo mate si lo ataco con un bate de béisbol?

—No —dijo Aaron.

Al entrar en el término municipal, los cuatro se esforzaron en buscar señales de disturbios. Aaron evitaba las calles principales, y también las del centro. Al cabo de unos minutos llegaron a la estación de tren. Todas las luces estaban encendidas, y el aparcamiento, lleno, con tres camionetas de la tele, efectivamente. Cuando Robbie salió, lo esperaban los reporteros. Él les preguntó educadamente de dónde eran y qué querían. Uno de los equipos era de Slone, otro de un canal de Dallas y el otro de Tyler. Había varios reporteros de prensa, incluido uno de Houston. Robbie les propuso un trato: si él organizaba una rueda de prensa fuera, en el andén, y respondía a sus preguntas, ¿se irían de una vez por todas? Les recordó que estaban en una propiedad privada, y que en cualquier momento podían pedirles que se fueran. Ellos aceptaron el trato. Nadie rechistó.

—¿Qué pasa con Travis Boyette? —preguntó un reportero.

—Yo no soy responsable del señor Boyette —respondió Robbie—. Tengo entendido que sigue dentro, y que no quiere decir nada más. Voy a hablar con él, a ver qué intenciones tiene.

—Gracias, señor Flak.

—Vuelvo dentro de media hora.

Subió por la escalera, seguido por Keith, Aaron y Martha. Al entrar en la sala de reuniones, y ver a Carlos, Bonnie, Sammie Thomas, Kristi Hinze, Fanta y Fred Pryor, las emociones se desbordaron, con abrazos, palabras de pésame y lágrimas.

—¿Dónde está Boyette? —preguntó Robbie.

Fred Pryor señaló la puerta cerrada de un pequeño despacho.

—Muy bien. Que no salga. Vamos a la mesa de reuniones. Quiero explicarlo mientras aún lo tengo fresco. Quizá quiera ayudarme el reverendo Keith, que también estaba. Ha pasado un rato con Donté y lo ha visto morir.

Keith ya estaba sentado en una silla, contra la pared, exhausto, sin fuerzas y hecho polvo. Lo miraron con incredulidad. Él asintió sin sonreír.

Robbie se quitó la americana y se aflojó la corbata. Bonnie trajo una bandeja de bocadillos, que le puso delante. Aaron cogió uno, al igual que Martha. Keith los rechazó por señas. Había perdido el apetito. Cuando estuvieron todos listos, Robbie empezó a hablar.

—Ha estado muy valiente, pero esperaba un milagro en el último minuto. Supongo que todos lo esperan.

Y, como un profesor de historia de tercero, les explicó la última hora de la vida de Donté. Al final, todos lloraban otra vez.

Empezaron a llover piedras, que en algunos casos eran arrojadas por adolescentes escondidos detrás de grupos de otros adolescentes, y en otros por personas invisibles. Las piedras caían por Walter Street, donde la policía y la Guardia Nacional formaban una línea defensiva. La primera lesión le tocó a un policía de Slone, que recibió una pedrada en la boca y, para regocijo de la multitud, se cayó al suelo. Ver caerse a un policía motivó nuevos lanzamientos de piedras. Ahora sí que explotaba el parque Civitan. Un sargento de la policía tomó la decisión de dispersar a la gente, y amenazó por megáfono con realizar detenciones si no se marchaban. Se produjo una reacción airada, con nuevos lanzamientos de piedras y escombros. La multitud se burlaba de la policía y de los soldados, y les lanzaba palabras malsonantes y amenazas, sin dar muestras de acatar la orden. Policías y soldados, con cascos y escudos, formaron una barrera, cruzaron la calle y penetraron en el parque. Varios estudiantes —entre ellos Trey Glover, el tailback que había sido el primer cabecilla de la manifestación— se adelantaron con las manos tendidas, ofreciéndose voluntariamente a ser detenidos. Mientras Trey era esposado, una piedra rebotó en el casco del policía que lo estaba arrestando. El agente gritó, dijo unas cuantas palabrotas y, olvidándose de Trey, salió en persecución del chico que había tirado la piedra. Algunos manifestantes se dispersaron y corrieron por las calles, pero la mayoría de ellos persistieron en la lucha, arrojando todo lo que encontraban. Las casetas de uno de los campos de béisbol eran de bloques de hormigón, perfectos para ser desmenuzados y para lanzar los trozos a los uniformados de ambos sexos. Un estudiante envolvió un palo con una traca, encendió la mecha y lo tiró todo contra la barrera policial. Las explosiones hicieron que los policías y soldados rompieran filas y se pusieran a cubierto. La multitud estaba enfervorizada. Desde algún punto de detrás de la barrera cayó del cielo un cóctel Molotov, que aterrizó en el techo de un coche de la policía vacío y sin identificar, aparcado al borde de Walter Street. Las llamas se propagaron con rapidez, prendiendo en la gasolina derramada por todo el vehículo. El resultado fue otra salva de gritos por parte de la multitud, que jaleaba, presa del delirio. Al caldearse los ánimos, llegó una furgoneta de la tele. La reportera, una rubia circunspecta que debería haber seguido presentando el tiempo, se apeó como pudo micro en mano, pero se encontró con un policía enfadado que le exigió volver a la furgoneta y salir pitando. La furgoneta, pintada de blanco, con grandes letras rojas y amarillas, era un blanco fácil, y pocos segundos después de que frenase ya la acribillaban con piedras y escombros. De pronto, el cogote de la reportera recibió el impacto de un trozo afilado de hormigón, que le hizo un buen tajo y la dejó inconsciente. Más hurras y obscenidades. Mucha sangre. El cámara la arrastró a un lugar seguro, mientras la policía pedía una ambulancia. Para mayor diversión y frenesí, empezaron a tirar bombas de humo a la policía y a los soldados, y fue entonces cuando se tomó la decisión de contraatacar con gases lacrimógenos. El lanzamiento de los primeros botes hizo cundir el pánico entre la multitud, que empezó a dispersarse. La gente se escapaba corriendo por el barrio. En las calles adyacentes al parque Civitan, los vecinos habían salido al porche para escuchar el caos y ver si había señales de movimiento o disturbios. Con las mujeres y los niños dentro, a salvo, montaban guardia con sus escopetas y rifles, en espera de que apareciese algún negro. Cuando Hermán Grist, del 1485 de Benton Street, vio ir por el medio de la calle a tres negros jóvenes, desde el porche disparó dos tiros de escopeta al aire, y les gritó que volvieran a su parte de la ciudad. Los chicos se fueron corriendo. Los disparos reverberaron en la noche, como grave señal de que las patrullas vecinales habían entrado en la reyerta. Por suerte, Grist no volvió a disparar.

La multitud seguía dispersándose, mientras algunos arrojaban piedras en plena retirada. A las nueve de la noche el parque estaba controlado, y la policía y los soldados caminaban entre los escombros: latas y botellas vacías, envases de comida rápida, colillas, envoltorios de petardos y basura como para llenar todo un vertedero. De las dos casetas de béisbol no quedaba nada salvo los bancos de metal. Habían forzado el puesto de comida y bebida, pero no había nada que llevarse. El rastro de los gases lacrimógenos había dejado varios vehículos abandonados, entre ellos el todoterreno de Trey Glover. Este, y una docena más, ya estaban en la cárcel. Cuatro se habían dejado detener, y al resto los habían pillado. También había varias personas en el hospital, a causa de los gases lacrimógenos, y tres policías heridos, aparte de la reportera.

El parque estaba impregnado del olor penetrante de los gases. Cerca, sobre los campos de deporte, flotaba una nube gris, causada por las bombas de humo. Parecía un campo de batalla, pero sin bajas.

El hecho de que la manifestación se hubiera dispersado implicaba que en aquel momento había sobre un millar de negros airados que vagaban por Slone sin la menor intención de irse a sus casas ni de hacer nada constructivo. Estaban indignados por que la policía había recurrido a los gases lacrimógenos. Habían crecido viendo los vídeos en blanco y negro de los perros de Selma, las mangueras de Birmingham y el gas lacrimógeno de Watts. Aquella lucha épica formaba parte de su educación, de su ADN; era un capítulo glorificado de su historia, y de repente ellos estaban en la calle, manifestándose, luchando y siendo gaseados, igual que sus antepasados. No tenían ninguna intención de detener la lucha. Si los polis querían jugar sucio, allá ellos.

El alcalde, Harris Rooney, supervisaba el deterioro de la situación de su pequeña ciudad desde la comisaría, convertida en el centro de mando. Él y el comisario jefe, Joe Radford, habían tomado la decisión de dispersar a la gente en el parque Civitan para despejar la zona, y habían estado de acuerdo en el uso de gases lacrimógenos. Ahora, por radio y por móvil, llegaban partes de que los manifestantes recorrían la ciudad en pandillas, rompiendo ventanas, amenazando a gritos a los conductores que pasaban, tirando piedras y escombros y comportándose como gamberros.

A las nueve y cuarto, Rooney llamó al reverendo Johnny Canty, pastor de la Iglesia Metodista Africana Bethel, con quien ya se había reunido el martes. Entonces el reverendo Canty le había rogado al alcalde que intercediese ante el gobernador en defensa de un aplazamiento de la ejecución, y el alcalde se había negado. Rooney no conocía al gobernador, ni tenía la menor influencia sobre él; además, con Gilí Newton era una pérdida de tiempo suplicar la suspensión de una pena de muerte. Canty había advertido al alcalde del riesgo de disturbios si tenía lugar la ejecución de Donté. El alcalde lo había tomado con escepticismo.

Ahora, todo el escepticismo se había convertido en miedo.

Se puso al teléfono la señora Canty, que explicó que su marido no estaba en casa, sino en la funeraria, aguardando el regreso de la familia Drumm. Dio al alcalde un número de móvil. Al final contestó el reverendo Canty.

—Hombre, señor alcalde, buenas noches —dijo suavemente, con su voz sonora de predicador—. ¿Cómo va todo?

—Ahora mismo la cosa está muy animada, reverendo. ¿Y usted qué tal?

—He tenido días mejores. Estamos aquí, en la funeraria, esperando a que vuelva la familia con el cadáver, o sea que ahora mismo no es que esté muy bien. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Tenía usted razón sobre los disturbios, reverendo. Me arrepiento de no haberlo creído. Debería haberle hecho caso, pero no se lo hice. Ahora parece que la cosa va de mal en peor. Ha habido ocho incendios, creo, unos diez arrestos y media docena de heridos, y no hay motivos para prever que esas cifras no vayan en aumento. Se ha dispersado a la multitud del parque Civitan, pero la del parque Washington crece por momentos. No me sorprendería que pronto matasen a alguien.

—Ya han matado a alguien, señor alcalde. Yo estoy esperando el cadáver.

—Lo siento.

—¿Para qué me llamaba, señor alcalde?

—Usted es un líder muy respetado en su comunidad. Es el pastor de los Drumm. Me gustaría que fuera al parque Washington e hiciera un llamamiento a la calma. A usted lo escucharán. Esta violencia y estos disturbios no conducen a nada.

—Le haré una pregunta, señor alcalde: ¿su policía ha usado gases lacrimógenos contra los chicos del parque Civitan? Acabo de oír el rumor hace unos minutos.

—Pues sí. Se ha considerado necesario.

—No, no era necesario; ha sido un error garrafal. Gaseando a nuestros chicos, la policía ha empeorado aún más la situación. Ahora no espere que yo vaya corriendo a arreglar lo que han estropeado ustedes. Buenas noches.

La llamada se cortó.

Robbie, con Aaron Rey a un lado y Fred Pryor al otro, respondía preguntas delante de los micrófonos y las cámaras de televisión. Explicó que Travis Boyette seguía en el edificio, pero que no quería hablar con nadie. Un reportero le pidió permiso para entrar en el bufete y entrevistar a Boyette. Solo si quiere que lo detengan, y tal vez que le peguen un tiro, fue la brusca respuesta de Robbie. No se acerque al edificio. Le preguntaron por la última comida de Donté Drumm, la visita, las declaraciones y todo eso. ¿Quiénes habían sido los testigos? ¿Algún contacto con la familia de la víctima? Preguntas inútiles, en opinión de Robbie, aunque en esos momentos parecía que nada tenía valor.

Después de veinte minutos les dio las gracias, y ellos a él. Robbie les pidió que se fuesen y que no volvieran. En caso de que Boyette cambiara de opinión y quisiera hablar, él, Robbie, le daría un teléfono y un número.

Keith presenció la rueda de prensa desde un punto oscuro del andén, fuera del bufete pero dentro de la galería. Mientras hablaba por teléfono con Dana, y le explicaba lo sucedido ese día, ella, de repente, le dijo que en la tele salía Robbie Flak. Dana tenía puestas las noticias por cable, y ahí estaba Flak, en directo desde Slone, Texas.

—Yo estoy detrás, en la sombra, a unos quince metros —dijo Keith, bajando la voz.

—Se le ve cansado —comentó ella—; cansado y no sé si un poco loco.

—Las dos cosas. El cansancio va y viene, pero sospecho que loco siempre lo está un poco.

—Parece un hombre desesperado.

—Está para que lo encierren, pero debajo de la superficie hay una persona tierna.

—¿Dónde está Boyette?

—En una habitación, dentro del edificio, con un televisor y algo de comer. Prefiere no salir. Mejor. Esta gente conocía a Donté, y lo quería. Por aquí Boyette no tiene amigos.

—Hace unos minutos han enseñado los incendios y han hablado con el alcalde. Parecía un poco nervioso. ¿Tú estás a salvo, Keith?

—Sí, claro. Oigo sirenas a lo lejos, pero no se acercan.

—Ten cuidado, por favor.

—No te preocupes, estoy bien.

—Bien no estás; estás hecho polvo, y se te nota. Duerme un poco. ¿Cuándo volverás?

—Tengo la intención de salir por la mañana.

—¿Y Boyette? ¿El también volverá?

—De eso no hemos hablado.