Se cerraron las cortinas. La cámara de ejecuciones desapareció.
Reeva abrazó a Wallis, y Wallis a Reeva, y ambos a sus hijos. Se abrió la puerta de su sala de testigos, y un funcionario de prisiones les hizo cruzarla a toda prisa. Dos minutos después de que se anunciara la muerte, Reeva y su familia estaban otra vez en el furgón, que se los llevó con una eficacia sorprendente. Después de que se fueran, la familia Drumm fue acompañada por otra puerta, pero siguiendo la misma ruta.
Robbie y Keith se quedaron a solas durante unos segundos en la sala de testigos. Robbie tenía los ojos empañados y la cara pálida. Estaba completamente vencido, exhausto, pero al mismo tiempo buscaba a alguien a quien enfrentarse.
—¿Te alegras de haberlo visto? —preguntó.
—No.
—Yo tampoco.
En la estación de trenes, la noticia de la muerte de Donté fue recibida en silencio. Estaban demasiado estupefactos para hablar. En la sala de reuniones contemplaban el televisor y oían las palabras, pero seguían sin dar crédito a que el milagro se les hubiera escapado de las manos. Tres horas antes, solo tres, estaban trabajando como locos en las peticiones Boyette y Gamble, dos regalos de última hora caídos del cielo, que tan prometedores parecían; pero el Tribunal Penal de Apelación de Texas había desestimado la de Boyette, y a la de Gamble le había dado literalmente con la puerta en las narices.
Ahora Donté estaba muerto.
Sammie Thomas lloraba silenciosamente en un rincón. Carlos y Bonnie miraban fijamente la pantalla, como si la noticia pudiera tener un final feliz. Travis Boyette se frotaba la cabeza, encorvado, mientras Fred Pryor lo observaba. Estaban preocupados por Robbie.
De repente, Boyette se levantó.
—No entiendo nada —dijo—. ¿Qué ha pasado? No me han escuchado. Lo que explico es la verdad.
—Has llegado tarde, Boyette —replicó Carlos.
—Con nueve años de retraso —dijo Sammie—. Te pasas nueve años rascándote la barriga, encantado de que otro cumpla condena por ti, y de repente, cuando faltan cinco horas, te presentas y esperas que te escuche todo el mundo.
Carlos se acercó a Boyette, señalándolo con el dedo.
—Solo necesitábamos veinticuatro horas, Boyette. Si hubieras llegado ayer, podríamos haber buscado el cadáver; y encontrando el cadáver no habría habido ejecución. No la habría habido porque se habían equivocado de culpable. Y se habían equivocado de culpable porque son idiotas, pero también porque tú eres demasiado cobarde para dar la cara. Donté está muerto por tu culpa, Boyette.
Boyette se puso muy rojo. Quiso coger su bastón, pero Fred Pryor, más rápido, le cogió la mano y miró a Carlos.
—Tranquilos. Que se calme todo el mundo.
Sammie echó un vistazo a su móvil, que estaba sonando.
—Es Robbie —dijo.
Carlos se dio la vuelta. Boyette se sentó, con Pryor al lado. Tras escuchar unos minutos, Sammie dejó el teléfono y se secó una lágrima.
—Para variar, los medios no se han equivocado —dijo—. Está muerto. Dice que ha sido fuerte hasta el final, que ha proclamado su inocencia y que ha estado muy convincente. Ahora Robbie está saliendo de la cárcel. Cogerán un avión de vuelta y estarán aquí hacia las ocho. Le gustaría que lo esperásemos.
Hizo una pausa, y se secó otra vez las lágrimas.
Justo después de que la Guardia Nacional se desplegase por las inmediaciones de los parques Civitan (en la parte blanca) y Washington (en la negra), llegó la noticia de que habían ejecutado a Donté. En el parque Civitan, la multitud no había dejado de crecer durante toda la tarde, ocupando cada vez más espacio, y después fue avanzando y comenzó a empujar a la Guardia Nacional. Los soldados fueron objeto de provocaciones, palabrotas e insultos, y llegó a caer alguna piedra, pero la violencia latente no llegó a estallar. Oscurecía, y casi nadie dudaba de que la situación se deterioraría por la noche. En el parque Washington, la multitud era de edad más avanzada, y se componía esencialmente de vecinos. Los más jóvenes y belicosos cruzaron la ciudad dirigiéndose hacia allí donde había más posibilidades de disturbios.
Las casas se cerraron a cal y canto, y empezaron los turnos de vigilancia en los porches, con las armas a punto. Los centinelas redoblaron sus patrullas en todas las iglesias de Slone.
A unos quince kilómetros al sur, en la cabaña, reinaba un ambiente mucho más festivo. Juntos frente al televisor, con nuevas copas en la mano, todos acogieron la confirmación de la muerte con sonrisas de suficiencia. Paul Koffee brindó por Drew Kerber, y Drew Kerber por Paul Koffee. Los vasos entrechocaban. El titubeo desazonador que habían sentido con lo de Boyette quedó rápidamente en el olvido. Por lo menos de momento.
Al final se había impuesto la justicia.
Jeter acompañó a Robbie y Keith hasta la entrada de la cárcel, les dio la mano y se despidió. Robbie le dio las gracias por haber sido tan atento. Keith no sabía muy bien si darle las gracias o insultarle —su autorización de último minuto de Keith como testigo había desembocado en una experiencia horrible—, aunque, fiel a su manera de ser, acabó manteniendo los modales. Al cruzar la puerta principal vieron de dónde procedía el ruido. A tres manzanas a la derecha, más allá de un muro de policías locales y del estado, había una aglomeración de estudiantes que gritaban, agitando pancartas en medio de una calle acordonada. Detrás había una retención de tráfico. Una oleada de coches había intentado llegar a la cárcel, y al ver que no se podía pasar, los conductores se habían limitado a salir y unirse a la multitud. La operación Desvío había planeado taponar la cárcel a base de gente y de vehículos, y se estaba cumpliendo su objetivo. No se había alcanzado la meta de impedir la ejecución, pero al menos se había movilizado a los defensores de Donté, que se hacían oír.
Aaron Rey, que esperaba en la acera, llamó por señas a Keith y Robbie.
—Hemos encontrado una vía de escape —dijo—. Esto está a punto de explotar.
Corrieron al monovolumen, que se puso en marcha. El conductor empezó a cruzar una callejuela tras otra, esquivando coches aparcados y a estudiantes furiosos. Martha Handler escrutaba el rostro de Robbie, que no la miró en ningún momento.
—¿Podemos hablar? —preguntó ella.
Robbie sacudió la cabeza. Keith también. Los dos cerraron los ojos.
El contrato lo tenía una funeraria de Huntsville. Dentro de la Unidad de las Paredes, donde no podía verlo nadie, estaba uno de sus coches fúnebres, que cuando ya no quedaron testigos ni autoridades en el pabellón de ejecuciones cruzó la misma puerta por donde habían entrado y salido los furgones. Sacaron una camilla plegable, la extendieron y la llevaron rodando al interior de la cámara de ejecuciones, donde fue arrimada a la camilla en la que yacía inmóvil Donté, ya sin correas. Le habían quitado los tubos, que volvían a estar enrollados en la habitación oscura donde el farmacéutico, tan invisible como antes, cumplimentaba los formularios. Al contar hasta tres, cuatro vigilantes levantaron suavemente el cadáver y lo depositaron en la camilla plegable, donde volvió a quedar sujeto con correas, aunque algo más sueltas que la vez anterior. Le echaron encima una manta, propiedad de la funeraria, y cuando todo estuvo en su sitio empujaron la camilla hacia el coche fúnebre. Veinte minutos después de que se certificara la defunción, el cadáver salió de la Unidad de las Paredes por un recorrido distinto, a fin de esquivar a los manifestantes y a las cámaras.
Al llegar a la funeraria, el cadáver fue llevado a una sala de preparación. Allí lo esperaban Hubert Lamb y su hijo Alvin, dueños de la funeraria Lamb & Hijo de Slone, Texas, que al llegar a esta última localidad procederían a embalsamarlo en la misma mesa donde cinco años antes habían preparado a Riley Drumm. La diferencia era que Riley, en el momento de su defunción, era un hombre mayor, de cincuenta y cinco años, con el cuerpo encogido y deteriorado, y su muerte entraba dentro de lo previsto. Se podía explicar. La de su hijo no.
Como hombres que trataban con la muerte, y que manipulaban cadáveres constantemente, los Lamb creían haberlo visto todo, pero los impactó ver a Donté plácidamente tumbado en la camilla, con cara de satisfacción y el cuerpo intacto de un joven de veintisiete años. Lo conocían desde pequeño. Lo habían jaleado en el campo de fútbol, y le vaticinaban una larga y gloriosa trayectoria, como todo Slone. Después de su detención, habían participado en los susurros y las habladurías del resto de la ciudad. Su confesión los había dejado atónitos, y su retractación los había convencido enseguida. En aquel lado de la ciudad nadie se fiaba de la policía de Slone, y menos del detective Kerber. Al chico le habían tendido una trampa; lo habían hecho confesar a golpes, como en los viejos tiempos. Los Lamb habían asistido contrariados a su juicio y condena por un jurado blanco, y cuando ya estaba en la cárcel conservaban cierta esperanza —compartida con el resto de la ciudad— de que apareciese el cadáver de la joven, o la propia joven.
Con ayuda de dos empleados, levantaron a Donté de la camilla y lo depositaron suavemente en un bonito ataúd de roble, elegido el lunes por su madre. Roberta había dejado un poco de dinero a cuenta —tenía un seguro de entierro—, que los Lamb tenían pensado devolverle si al final no hacía falta el ataúd. Ellos se habrían alegrado de no tener que usarlo. Habían rezado por no estar donde estaban en aquel momento, por no recoger el cadáver, llevarlo a Slone y prepararlo para un velatorio, servicio fúnebre y entierro de lo más doloroso.
Los cuatro hombres cargaron con dificultad el ataúd en el coche fúnebre de Lamb & Hijo, y a las 19.02 Donté salió de Huntsville rumbo a su ciudad natal.
El plato de Fordyce - ¡A por todas! ocupaba la pequeña «sala de baile» de un motel barato perteneciente a una cadena, justo en el límite de Huntsville. Mientras preparaban para las cámaras a Reeva y Wallis, sentados en sillas de director, Sean Fordyce se paseaba de un lado a otro con la exaltación que lo caracterizaba. Acababa de llegar en avión de una ejecución en Florida, y aunque estuviera en Huntsville de milagro, se alegraba mucho, porque el caso de Nicole Yarber se había convertido en uno de los mejores de su vida. Durante la charla previa, mientras los técnicos trabajaban como posesos en el sonido, la iluminación, el maquillaje y el guión, Fordyce se dio cuenta de que Reeva aún no estaba al corriente de la aparición de Travis Boyette. La noticia la había pillado dentro de la cárcel, mientras se preparaba para el gran momento. Siguiendo su intuición, decidió no contárselo. Se lo reservaría para otro momento.
La entrevista posterior a la ejecución era la parte más dramática del programa. Si los abordabas a los pocos minutos de haber visto morir al cabrón, eran capaces de decir cualquier cosa. Fordyce gritó a un técnico, insultó a un cámara y bramó que estaba listo para empezar. Un último toque de polvos en la frente, y un cambio instantáneo de actitud al mirar a la cámara, sonreír y convertirse en un hombre de lo más compasivo. Con la cinta en marcha, explicó dónde estaba, dio la fecha y hora, subrayó la gravedad del momento y se acercó a Reeva.
—Ya se ha acabado, Reeva —dijo—. Cuéntanos qué has visto.
Reeva, con un kleenex en cada mano —desde la comida había gastado una caja entera—, se secó los ojos.
—Le he visto a él —dijo—. Por primera vez en ocho años he visto al hombre que mató a mi hija. Le he mirado a los ojos, pero él a mí no.
Hablaba con fuerza, sin venirse abajo, al menos de momento.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que lo sentía, lo cual se agradece.
Fordyce se acercó un poco más, frunciendo el ceño.
—¿Ha dicho que sentía haber matado a Nicole?
—Algo así —dijo ella.
Wallis, sin embargo, sacudió la cabeza y lanzó una mirada a su mujer.
—¿No está de acuerdo, señor Pike?
—Ha dicho que sentía lo ocurrido, no que se arrepintiera de algo —rezongó Wallis.
—¿Estás seguro? —le espetó Reeva a su marido.
—Estoy seguro.
—Pues eso no es lo que he oído yo.
—Cuéntenos cómo ha sido la ejecución y la muerte —le rogó Fordyce.
Reeva, que aún estaba enfadada con Wallis, sacudió la cabeza y se sonó con un kleenex.
—Demasiado fácil. Se ha dormido y ya está. Cuando han abierto las cortinas, ya estaba encima de la camilla, con todas las correas, y se le veía muy tranquilo. Ha hecho su última declaración y ha cerrado los ojos. Nosotros no hemos visto nada de nada, ninguna señal de que le hubieran administrado los fármacos ni nada. Se ha dormido y ya está.
—¿Y usted pensaba en Nicole, y en lo horrible que debió de ser su muerte?
—¡Sí, exacto! Ay, Dios mío… Mi pobre niña… Sufrió tanto… Un horror…
La voz de Reeva se quebró. La cámara hizo un zoom aún más pronunciado.
—¿Ha tenido ganas de que él sufriera? —preguntó Fordyce, pinchándola, azuzándola.
Reeva asintió enérgicamente, con los ojos cerrados.
—¿Qué ha cambiado, señor Pike? —preguntó Fordyce a Wallis—. ¿Qué significa esto para su familia?
Wallis reflexionó unos instantes.
—Significa mucho saber que está muerto —se lanzó Reeva mientras él reflexionaba—, y que lo han castigado. Yo creo que esta noche dormiré mejor.
—¿Ha dicho que se consideraba inocente?
—Sí, sí —contestó Reeva, que por un momento dejó de llorar—. El mismo rollo que oímos desde hace años. «¡Soy inocente!». Pues ahora está muerto. Es lo único que puedo decir.
—¿Se le ha ocurrido alguna vez que pudiera ser inocente, que a Nicole pudiera haberla matado otra persona?
—No, ni un segundo. El monstruo confesó.
Fordyce se apartó un poco.
—¿Le suena de algo el nombre de Travis Boyette?
Cara de perplejidad.
—¿Quién?
—Travis Boyette. Esta tarde, a las cinco y media, ha salido por la tele de Slone diciendo que él es el asesino.
—Tonterías.
—Aquí está la grabación —dijo Fordyce, señalando una pantalla de veinte pulgadas situada a su derecha.
Apareció inmediatamente el vídeo de Travis Boyette. El volumen estaba alto, y en el resto del plato reinaba el más absoluto silencio. Mientras Boyette hablaba, Reeva lo miraba atentamente, ceñuda, casi burlona. Sacudió la cabeza. Un idiota, un falsario. Ella sabía quién era el asesino. Sin embargo, en el momento en que Boyette sacó el anillo de graduación y lo enseñó ante las cámaras, diciendo que lo tenía desde hacía nueve años, Reeva palideció y se quedó boquiabierta, con los hombros caídos.
Aunque Sean Fordyce fuera un defensor acalorado de la pena de muerte, coincidía con la mayoría de sus colegas del amarillismo televisivo en no dejar nunca que la ideología fuera en detrimento de una historia sensacionalista. La posibilidad de que acabaran de ejecutar a un inocente supondría un duro golpe contra la pena de muerte, de ello no cabía duda, pero a Fordyce le daba completamente igual. Él tenía en sus manos la noticia más candente del momento —número dos en la página inicial de la CNN—, y pensaba exprimirla al máximo.
Por otro lado, no veía ningún inconveniente en tender una trampa a su propia invitada; no era la primera vez, ni —en aras del dramatismo— sería la última.
Boyette desapareció de la pantalla.
—¿Ha visto el anillo, Reeva? —tronó Fordyce.
Parecía que Reeva acabara de ver un fantasma. Luego se rehízo, y se acordó de que lo estaban filmando todo.
—Sí —logró decir.
—¿Y es el de Nicole?
—Bueno, vaya usted a saber. ¿Quién es ese tipo? ¿De dónde sale?
—Un violador en serie con una lista de antecedentes interminable. Eso es lo que es.
—Pues vaya. ¿Quién lo va a creer?
—¿O sea que usted no lo cree, Reeva?
—Claro que no. —Sin embargo, ya no le quedaban lágrimas ni fuerza. Se la veía confusa, desorientada y muy cansada. Cuando Fordyce se disponía a hacerle otra pregunta, ella le dijo—: Sean, ha sido un día muy largo. Nos vamos a casa.
—Claro, Reeva, no faltaba más. Solo una pregunta: ahora que ha visto una ejecución, ¿cree que deberían televisarlas?
Reeva se arrancó el micro de la chaqueta y se levantó de un salto.
—Vamos, Wallis. Estoy cansada.
Se había acabado la entrevista. Reeva, Wallis y sus dos hijos salieron del motel, seguidos por el hermano Ronnie. Se apretujaron en la furgoneta de la iglesia y se fueron a Slone.
En el aeropuerto, Keith llamó a Dana para ponerla al día de su viajecito. Ahora estaba en caída libre, sin la menor idea de adónde iba, ni un recuerdo claro de dónde había estado. Cuando explicó a Dana suavemente que acababa de asistir a la ejecución, ella se quedó sin palabras. Tampoco Keith las tenía. Dana le preguntó si estaba bien. Él contestó que no, en absoluto.
El King Air despegó a las siete y cinco, y no tardó en meterse entre nubarrones. Daba tantos bandazos como un camión viejo en una carretera llena de baches. «Turbulencias moderadas», había anunciado el piloto en el momento de embarcar. Entre el ruido de los motores, la sensación de vaivén y el caos visual y mental de las dos últimas horas, a Keith no le costó mucho cerrar los ojos y refugiarse en su burbuja.
También Robbie se encerró en sí mismo. Inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, la mano en la barbilla y los ojos cerrados, se abstrajo en recuerdos dolorosos. Martha Handler quería hablar, tomar notas y captar al máximo la densidad del momento, pero no había nadie a quien entrevistar. Aaron Rey miraba nerviosamente por la ventanilla, como si esperase que se rompiera un ala.
A cinco mil pies, el vuelo se suavizó un poco, y el ruido de la cabina disminuyó. Robbie se reclinó en su asiento y sonrió a Martha.
—¿Cuáles han sido sus últimas palabras? —preguntó ella.
—Que quiere a su madre y que es inocente.
—¿Ya está?
—Es bastante. Hay una web sobre el corredor de la muerte en Texas, una web oficial donde cuelgan todas las últimas declaraciones. Mañana a mediodía estará la de Donté. Ha sido muy bonito. Ha insultado a los malos: Kerber, Koffee, la jueza Grale, el gobernador… Precioso, precioso de verdad.
—¿O sea que ha luchado hasta el final?
—Luchar no podía, pero no ha cedido ni un centímetro.
El coche era un Buick viejo, propiedad de una anciana viuda, Nadine Snyderwine, y estaba aparcado frente a su modesto hogar, en una plataforma de cemento, al pie de un roble sauce. La señora Snyderwine lo cogía a lo sumo tres veces por semana, y era consciente de que le quedaban pocos días como conductora, porque ya no tenía buena vista. Nunca había trabajado fuera de casa, ni conocía a mucha gente, ni había provocado a nadie. Eligieron su coche porque era accesible, pero sobre todo porque estaba aparcado en una calle oscura y poco transitada, en una parte muy blanca de la ciudad. El Buick no estaba cerrado con llave; de todos modos, habría dado igual. Abrieron la puerta del lado del conductor, encendieron un cóctel Molotov y lo arrojaron dentro. Después los pirómanos desaparecieron en la noche sin dejar rastro. Un vecino vio un coche incendiado, y la llamada al 911 quedó registrada a las 19.28.
Si existía alguna posibilidad de un cortocircuito en el Buick, de una combustión espontánea del vehículo, quedó descartada a las 19.36, hora de la segunda llamada al 911. Otro coche incendiado, un Volvo familiar aparcado en una calle a medio camino entre el juzgado y el parque Civitan. Cinco camiones de bomberos ululaban de punta a punta de la ciudad, por el camino que les abría la policía. Las sirenas recibieron los aplausos de la multitud reunida en el parque, que iba creciendo a medida que avanzaba la noche, pero aparte de consumo de alcohol y posesión de marihuana entre menores no se cometían delitos. De momento. Si acaso, alteración del orden público, pero, dada la tensión del momento, la policía prefería no entrar en el parque para aguar la fiesta. Los ánimos beligerantes de la multitud se alimentaban con la noticia de la muerte de Donté, con las declaraciones de Travis Boyette, con el rap airado que escupían los equipos de los coches y con algo de droga y alcohol.
La policía lo observaba todo, valorando sus opciones. Formando piña con la Guardia Nacional, urdía su estrategia. Un paso equivocado podía provocar una reacción imprevisible, más que nada porque a aquellas alturas la multitud carecía de un auténtico líder, y no sabía adónde la llevaría la noche. Aproximadamente cada media hora, algún payaso encendía una traca, y durante unas décimas de segundo los policías y la Guardia Nacional se quedaban muy quietos, intentando distinguir si eran disparos. De momento, solo tracas.
La tercera llamada quedó registrada a las 19.40, y fue la más alarmante de las tres. De hecho, cuando el comisario jefe recibió los datos, se planteó la posibilidad de salir pitando de la ciudad. Al oeste de Slone, el aparcamiento de grava del bar de Big Louie estaba tan lleno como todos los jueves por la noche, que era cuando se iniciaba extraoficialmente el fin de semana. Para que empezara la marcha, Louie proponía toda una serie de ofertas en las copas, y los chavales respondían con entusiasmo. Prácticamente todos los vehículos aparcados frente al edificio de metal barato eran camionetas, Ford y Chevrolet, al cincuenta por ciento. Los pirómanos eligieron una de cada marca, reventaron los cristales, lanzaron los cócteles y desaparecieron en la oscuridad. A un cliente que llegó tarde en camioneta le pareció ver a «un par de chicos negros» que se iban corriendo, agachados, muy sospechosos. Pero no estaba cerca, ni les vio la cara; de hecho, ni siquiera estaba seguro de que fueran negros.
Al salir en estampida, y ver brotar llamas de las dos furgonetas, todos corrieron en busca de las suyas, y como huían del fuego como locos, cada uno por su cuenta, se organizó un lío enorme, poco menos que un concurso destinado a destrozar coches. Muchos de ellos, que obviamente ya no tenían sed, sino unas ganas enormes de llegar a casa, cerrar las puertas con llave y cargar las armas de fuego, se marcharon. Cada camioneta de las del bar de Big Louie tenía como mínimo una pistola debajo del asiento o en la guantera, y en muchos casos escopetas de caza en la parrilla de la luna trasera.
No era ese el mejor grupo al que buscar las pulgas. Si le quemas a alguien la camioneta, tendrá ganas de guerra.