A las seis menos veinte, el Tribunal Supremo de Estados Unidos desestimó, por cinco votos contra cuatro, la alegación de demencia de Donté. Diez minutos más tarde, por otros cinco votos contra cuatro, denegó la providencia de remisión de la petición Boyette. Robbie respondió al teléfono fuera de la celda de detención. Apagó el móvil y se aproximó al director de la cárcel.
—Ya está. No hay más apelaciones —susurró.
Jeter asintió, muy serio.
—Tiene dos minutos —dijo.
—Gracias.
Robbie entró otra vez en la celda de detención y dio la noticia a Donté. Ya no había nada más que hacer. La lucha se había acabado. Donté cerró los ojos y respiró profundamente, tratando de asimilar la realidad. Hasta ese momento siempre había existido una esperanza, por lejana, remota e improbable que fuera.
A continuación tragó saliva, logró sonreír y se acercó un poco más a Robbie. Tenían las rodillas en contacto, y las cabezas a pocos centímetros.
—Oye, Robbie, ¿tú crees que pillarán alguna vez al que mató a Nicole?
Robbie volvió a tener ganas de hablarle de Boyette, pero la conclusión de aquella historia aún quedaba muy lejos. La verdad distaba mucho de estar clara.
—No lo sé, Donté. No puedo predecirlo. ¿Por qué?
—Voy a decirte lo que tienes que hacer, Robbie. Si no lo encuentran nunca, la gente siempre pensará que lo hice yo, pero si lo encuentran, tienes que prometerme que limpiarás mi nombre. ¿Me lo prometes, Robbie? Me da igual lo que tardes, pero tienes que limpiar mi nombre.
—Lo haré, Donté.
—Tengo la visión de que algún día mi madre y mis hermanos estarán al lado de mi tumba, celebrando que soy inocente. ¿A que será genial, Robbie?
—Yo también estaré allí, Donté.
—Montad una gran fiesta en el propio cementerio. Invitad a todos mis amigos, armadla bien gorda y que se entere todo el mundo de que Donté es inocente. ¿Lo harás, Robbie?
—Te doy mi palabra.
—Será genial.
Robbie cogió lentamente las dos manos de Donté y se las apretó.
—Tengo que irme, grandullón. No sé qué decir, salvo que para mí ha sido un honor ser tu abogado. Te he creído desde el primer día, y hoy te creo todavía más. Siempre he sabido que eras inocente, y odio a los hijos de puta que hacen que ocurra todo esto. Seguiré luchando, Donté. Te lo prometo.
Sus frentes se tocaron.
—Gracias por todo, Robbie —dijo Donté—. No te preocupes.
—Nunca te olvidaré.
—Cuida de mi madre, ¿de acuerdo, Robbie?
—Ya sabes que lo haré.
Se levantaron y se dieron un abrazo, largo, doloroso, al que ninguno de los dos quería poner fin. Ben Jeter esperaba al lado de la puerta. Al final, Robbie salió de la celda de detención y fue a la otra punta del corto pasillo, donde Keith, sentado en una silla plegable, rezaba con fervor. Robbie se sentó a su lado y empezó a llorar.
Ben Jeter preguntó por última vez a Donté si quería ver al capellán. No, no quería. El pasillo empezó a llenarse de vigilantes de uniforme, mozos altos y sanos, de cara seria y brazos gruesos: habían llegado los refuerzos, por si el recluso se negaba a ir pacíficamente a la cámara de ejecuciones. En unos instantes de ajetreo, todo quedó lleno de gente.
Jeter se acercó a Robbie.
—Vámonos —dijo.
Robbie se levantó despacio, dio un paso y se paró a mirar a Keith.
—Vamos, Keith —dijo.
Keith miró hacia arriba inexpresivamente, sin saber muy bien dónde estaba, con la seguridad de que pronto se acabaría su pequeña pesadilla y se despertaría en la cama, con Dana.
—¿Qué?
Robbie lo cogió del brazo y le dio un tirón.
—Vamos, es la hora de asistir a la ejecución.
—Pero…
—El director ha dado su permiso. —Otro tirón—. Al ser el consejero espiritual del condenado, cumples los requisitos para ser testigo.
—Creo que no, Robbie. Oye, no, prefiero esperar…
La discusión divirtió a varios de los vigilantes. Keith era consciente de sus sonrisitas, pero no le importaron.
—Vamos —dijo Robbie, arrastrando al clérigo—. Hazlo por Donté. Qué coño, hazlo por mí. Tú vives en Kansas, uno de los estados que aún tiene la pena de muerte. Ven a ver un poco de democracia en acción.
Keith se movía, y todo era borroso. Dejando atrás a las filas de vigilantes, y la celda de detención donde Donté miraba el suelo mientras volvían a esposarlo, llegaron a una puerta estrecha y sin letrero en la que Keith no se había fijado antes. Se abrió, y se cerró a su paso. Estaban en una habitación pequeña y cuadrada, con una iluminación tenue. Finalmente Robbie lo soltó y se acercó a la familia Drumm para repartir abrazos.
—Se acabaron las apelaciones —comunicó en voz baja—. Ya no hay nada que hacer.
Fueron los diez minutos más largos de la extensa carrera de Gilí Newton como funcionario. Desde las seis menos diez hasta las seis, vaciló como nunca. Por un lado —literalmente uno de los de su despacho—, Wayne insistía cada vez más en los treinta días de aplazamiento, alegando que la ejecución se podía posponer solo esos días mientras se asentaba la polvareda y se investigaban las afirmaciones del payaso de Boyette. Si decía la verdad, y se lograba hallar el cadáver, el gobernador sería un héroe; si resultaba ser un fiasco, como sospechaban ellos, Drumm viviría treinta días más antes de recibir la inyección letal. Políticamente, no habría daños a largo plazo. El único perjuicio se produciría si ignoraban a Boyette, ejecutaban a Drumm y aparecía el cadáver justo donde los llevase Boyette, cosa que sería fatal, y no solo para Drumm.
El clima era tan tenso que no se acordaban del bourbon.
Del otro lado, Barry alegaba que una marcha atrás, del tipo que fuera, solo sería una demostración de debilidad, sobre todo a la luz de la actuación del gobernador hacía menos de tres horas, ante los manifestantes. Las ejecuciones atraen a todo tipo de personas que buscan la atención, sobre todo si son ejecuciones de relieve. Boyette era un ejemplo perfecto. Saltaba a la vista que buscaba los focos, su cuarto de hora de escenario, y por ello permitir que desbaratase una ejecución con todas las de la ley era un error desde el punto de vista jurídico y aún más desde el político. Drumm había confesado ser el asesino, repetía Barry una y otra vez. No dejemos que empañe la verdad un pervertido en serie. ¡Había sido un juicio justo! ¡Las apelaciones, todas las apelaciones, habían confirmado la sentencia!
Wayne replicó que había que jugar sobre seguro. Solo treinta días. Quizá averiguasen algo nuevo sobre el caso.
Barry le rebatió diciendo que ya habían pasado nueve años, tiempo más que suficiente.
—¿Hay algún periodista fuera? —preguntó Newton.
—Sí, claro —dijo Barry—. Llevan todo el día rondando.
—Que hagan cola.
El último paseo fue corto: unos diez metros desde la celda de detención hasta la cámara de ejecuciones, por un camino bordeado todo él de vigilantes, algunos de los cuales miraban con el rabillo del ojo para ver la cara del muerto, mientras otros no apartaban la vista del suelo, como centinelas de un paso solitario. De un condenado se podían esperar tres caras: la más habitual era el ceño muy fruncido y los ojos muy abiertos, con una expresión de miedo e incredulidad; la segunda más frecuente era de rendición pasiva, con los ojos entreabiertos, como si las sustancias químicas ya estuvieran haciendo su efecto; la tercera, la menos habitual, era una expresión de rabia, la de alguien que, si tuviera un arma, se cargaría a todos los vigilantes a su alcance. Donté Drumm no se resistió, cosa que raramente ocurre. Con dos vigilantes sujetándolo por los codos, caminó con expresión serena, mirando al suelo. Ni estaba dispuesto a dejar que sus carceleros vieran el miedo que sentía, ni quería reconocer en modo alguno su presencia.
Para una sala tan famosa, la cámara de ejecuciones de Texas destaca por lo pequeña que es: una caja casi cuadrada de unos cuatro metros de anchura y de profundidad, con el techo bajo y una camilla metálica permanente en el centro, adornada para cada ocasión con sábanas blancas limpias. La camilla ocupa toda la sala.
La falta de espacio dejó atónito a Donté. En cuanto se sentó al borde de la camilla, acudieron raudos cuatro vigilantes que le giraron las piernas, se las extendieron y sujetaron metódicamente su cuerpo con cinco gruesas correas de cuero: una en el pecho, otra en el abdomen, otra en la entrepierna, otra en los muslos y otra en las pantorrillas. Los brazos se los colocaron sobre unas extensiones, en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto al cuerpo, y se los fijaron con más correas de cuero. Mientras lo preparaban, Donté cerró los ojos y escuchó y percibió el urgente trajín que le envolvía. Se oían gruñidos, y alguna palabra, pero eran hombres que conocían su trabajo. Era la última etapa de la cadena de montaje del sistema, cuyos operarios tenían experiencia.
Después de tensar todas las correas, los vigilantes se retiraron, y se acercó un técnico sanitario que olía a antiséptico.
—Voy a buscar la vena, primero en el brazo izquierdo y luego en el derecho —dijo—. ¿Lo ha entendido?
—No faltaría más —replicó Donté, abriendo los ojos.
El técnico le estaba haciendo fricciones de alcohol en el brazo. ¿Para impedir una infección? Qué atento. Tenía detrás una ventana oscura, y debajo una abertura por la que salían hacia la camilla dos tubos de mal agüero. A la derecha de Donté, lo observaba todo atentamente el director, viva imagen de la autoridad. Detrás del director había dos ventanas idénticas (las salas de testigos), cerradas con cortinas. De haber querido, y si no lo hubieran impedido las malditas correas, Donté podría haber alargado el brazo hasta tocar la más cercana de las dos.
Los tubos ya estaban en su sitio, uno en cada brazo, aunque solo utilizarían uno. El segundo era de refuerzo, por si acaso.
A las 17.59, el gobernador Gilí Newton se apresuró a colocarse ante las tres cámaras situadas fuera de su despacho, y dijo sin notas:
—Me reafirmo en mi negativa a un aplazamiento. Donté Drumm confesó este crimen atroz, y debe pagar el precio. Hace ocho años tuvo un juicio justo por un jurado popular; su caso lo han revisado cinco tribunales distintos y decenas de jueces, y todos han confirmado la sentencia. Sus protestas de inocencia no tienen credibilidad, como no la tiene esta intentona sensacionalista de última hora con la que sus abogados pretenden sacarse de la manga a un nuevo asesino. El sistema judicial de Texas no puede ser secuestrado por un criminal ávido de atención y por un abogado que, en su desesperación, estaría dispuesto a decir cualquier cosa. Que Dios bendiga a Texas.
Volvió a su despacho, sin prestarse a ningún turno de preguntas.
Bruscamente se abrieron las cortinas, y Roberta Drumm estuvo a punto de desmayarse al ver a su hijo pequeño fuertemente atado a la camilla, con tubos en los brazos. Se tapó la boca con las manos, sofocando un grito, y si no la hubieran sostenido Cedric y Marvin se habría caído al suelo. Nadie pudo sustraerse al impacto. Se juntaron aún más. Robbie se sumó a la piña, como muestra de apoyo.
Keith estaba demasiado impresionado para moverse. Se quedó a un par de metros. Tenía detrás a unos cuantos desconocidos, testigos que en algún momento habían entrado y que se acercaban poco a poco para ver mejor. Era jueves, el segundo de noviembre. En esos momentos, en la sacristía de la iglesia luterana de St. Mark, la clase bíblica para mujeres proseguía su estudio del Evangelio según San Lucas y, una vez finalizado, cenarían pasta en la cocina. Keith, Dana y los niños siempre estaban invitados a la cena, y solían ir. Keith echaba muchísimo de menos a su iglesia y a su familia. No supo muy bien por qué pensaba en ello al contemplar la oscurísima cabeza de Donté Drumm, en marcado contraste con la camisa blanca y las sábanas inmaculadas. Las correas de cuero eran de color marrón claro. Roberta sollozaba ruidosamente; Robbie murmuraba, y los testigos desconocidos de detrás de Keith se apretujaban para ver mejor. Tuvo ganas de gritar. Estaba cansado de rezar; de todos modos, sus oraciones no servían para nada.
Se preguntó si habría sentido otra cosa en caso de que Donté fuera culpable, pero lo dudó. Seguro que la culpabilidad habría mermado en algo su compasión por el joven, pero a medida que los preliminares iban avanzando le impresionaron la frialdad, la eficacia despiadada y la pulcritud aséptica de todo el proceso. Se parecía al sacrificio de un perro viejo, de un caballo cojo o de una rata de laboratorio. ¿Quién nos da derecho a matar, exactamente? Si está mal matar, ¿por qué lo tenemos permitido? Al mirar fijamente a Donté, Keith supo que jamás se le borraría aquella imagen. Y supo que él nunca sería el mismo.
También Robbie miraba a Donté (en el lado derecho de su cara), pensando en todo lo que habría cambiado. En cualquier juicio, el abogado toma una serie de decisiones inmediatas, y él las había revivido todas. Habría contratado a otro testigo pericial, habría llamado a testificar a otras personas, habría moderado su actitud hacia el juez y habría sido más amable con el jurado. Siempre se lo reprocharía, aunque no lo hiciese nadie más. No había podido salvar a un inocente. Era un peso demasiado grande. También estaba a punto de dejar atrás toda una etapa de su vida. Dudó que algún día pudiera ser el mismo.
En la estancia contigua, Reeva lloraba al ver tendido boca arriba al asesino de su hija, desvalido, desahuciado, esperando respirar por última vez e irse al infierno. Su muerte —rápida y más bien agradable— no era nada en comparación con la de Nicole. Reeva quería más sufrimiento, más dolor del que estaba a punto de presenciar. Wallis le prestaba el apoyo de un brazo en el hombro. Los dos hijos de Reeva la sostenían. Quien no estaba presente era el padre biológico de Nicole, algo que ella jamás le perdonaría.
Donté se giró mucho a la derecha, hasta que vio enfocarse la imagen de su madre. Entonces sonrió y levantó los pulgares, antes de volver a acostarse y cerrar los ojos.
A las 18.01, el director de la cárcel se acercó a una mesa y cogió un teléfono que tenía línea directa con la fiscalía general de Austin. Le informaron que todos los recursos de apelación habían sido desestimados, y que no había motivos para detener la ejecución. Jeter colgó el auricular y descolgó otro, idéntico al primero. Tenía línea directa con la oficina del gobernador. El mensaje fue el mismo: luz verde en todos los aspectos. A las 18.06 se acercó a la camilla.
—Señor Drumm —dijo—, ¿desea hacer alguna declaración?
—Sí —respondió Donté.
El director levantó una mano hacia el techo, cogió un pequeño micrófono y lo colocó a treinta centímetros del rostro de Donté.
—Adelante —dijo.
Había cables que lo conectaban a un pequeño altavoz en cada sala de testigos.
Donté carraspeó y se quedó mirando el micrófono.
—Quiero a mi madre y a mi padre —dijo—, y me entristece mucho que mi padre muriese sin haber podido despedirnos. El estado de Texas no me permitió asistir a su entierro. Cedric, Marvin, Andrea: os quiero. Ya nos encontraremos. Siento haberos hecho pasar por todo esto, pero no ha sido culpa mía. Robbie: te quiero, chico. Eres el mejor. A la familia de Nicole Yarber: siento muchísimo lo que le pasó. Era una chica encantadora, y espero que encuentren algún día al que la mató. Supongo que entonces tendréis que volver y hacer otra vez lo mismo.
Cerró los ojos para hacer una pausa.
—¡Soy inocente! —gritó—. ¡El estado de Texas me ha perseguido nueve años por un crimen que no cometí! Nunca toqué a Nicole Yarber, ni sé quién la mató. —Respiró, abrió los ojos y prosiguió—: Al detective Drew Kerber, a Paul Koffee, a la jueza Grale, a todos los fanáticos del jurado, a los cegatos de los tribunales de apelaciones y al gobernador Newton: se acerca el día del Juicio. Cuando encuentren al auténtico asesino, os perseguiré desde la tumba.
Se volvió y miró a su madre.
—Adiós, mamá. Te quiero.
Tras unos segundos de silencio, Ben Jeter empujó el micrófono hacia el techo, dio un paso atrás y le hizo una señal con la cabeza al farmacéutico sin rostro que estaba escondido detrás de la ventana negra de la izquierda de la camilla. Dio comienzo la inyección letal: tres dosis distintas, administradas en rápida sucesión. Cada una de ellas ya era mortal por sí misma. La primera era de tiopental sódico, un sedante muy potente. Donté cerró los ojos, para no volver a abrirlos. Dos minutos después, una dosis de bromuro de pancuronio, un relajante muscular, detuvo su respiración. La tercera inyección era de cloruro de potasio, y le paró el corazón.
Con tantas correas de cuero era difícil ver cuándo se detenía la respiración de Donté, pero en todo caso se detuvo. A las 18.19 apareció el técnico sanitario y examinó el cadáver con un estetoscopio. Hizo una señal con la cabeza al director, que a las 18.21 anunció que Donté Drumm estaba muerto.