Capítulo veinticinco

La cabaña de Paul Koffee estaba a orillas de un pequeño lago, a unos quince kilómetros al sur de Slone; la tenía desde hacía años, y la usaba como refugio, escondite y para ir de pesca. También la había empleado como nido de amor durante su aventura con la jueza Vivian Grale, desafortunado episodio cuyo fruto —un divorcio muy reñido— había estado a punto de arrebatarle la cabaña. En vez de eso, su ex mujer se había quedado con la casa.

El jueves, después de comer, salió de su despacho y fue en coche a la cabaña. La ciudad era un polvorín que empezaba a dar sensación de peligro; el teléfono sonaba a todas horas, y en su oficina no había nadie que hiciera el menor esfuerzo por parecer productivo. Huyendo del frenesí, llegó enseguida a la paz del campo, donde se preparó para la fiesta que había organizado la semana anterior: metió la cerveza en hielo, surtió el bar, hizo arreglillos en la cabaña y esperó a sus invitados. Empezaron a llegar antes de las cinco de la tarde; la mayoría habían salido pronto del trabajo, y todos querían beber algo. Se reunieron en una plataforma, casi al borde del agua: abogados jubilados y en activo, dos ayudantes de fiscal del despacho de Koffee, un investigador y amigos varios, vinculados prácticamente todos con la justicia.

También estaban Drew Kerber y otro detective. Todos querían hablar con Kerber, el policía que había resuelto el caso. Sin su hábil interrogatorio de Donté Drumm, no habría condena. Suyo era el mérito de encontrar a los sabuesos que habían reconocido el rastro de Nicole en la camioneta Ford verde, y el de manipular hábilmente a un chivato de la cárcel hasta obtener una confesión más de su sospechoso: trabajo policial serio, del bueno. El caso Drumm suponía un momento de gloria para Kerber, que estaba decidido a saborear sus instantes finales.

No por ello se desatendía a Paul Koffee, que no iba a ser menos. Le faltaban pocos años para jubilarse. Ahora tendría algo de lo que presumir en su vejez. Enfrentados a la feroz defensa orquestada por Robbie Flak y su equipo, Koffee y sus chicos habían luchado sin descanso, por la justicia y por Nicole. El hecho de que Koffee hubiera conseguido su preciada condena a muerte sin haber encontrado el cadáver era una razón de más para jactarse.

El alcohol limó tensiones, y todos se partieron de risa al oír cómo su querido gobernador se había enzarzado a gritos con la chusma negra y llamado monstruo a Drumm. Menor fue el bullicio cuando Koffee describió la petición, cursada no hacía ni dos horas, en la que un chiflado decía ser el asesino. Pero añadió que podían estar tranquilos, pues no había nada que temer: el tribunal de apelación ya había denegado el indulto. Solo quedaba una apelación pendiente, falsa («Como todas, qué leches»), aunque condenada a no prosperar en el Tribunal Supremo. Koffee tuvo el placer de asegurar a sus invitados que la justicia estaba a punto de vencer.

Intercambiaron anécdotas sobre los incendios de las iglesias, el de la algodonera, la manifestación del parque Civitan y la llegada de la caballería. Se esperaba a la Guardia Nacional a las seis de la tarde. No faltaron opiniones sobre si su presencia era necesaria o no.

Koffee hacía barbacoa, con pechugas y patas de pollo acompañadas de una salsa espesa, pero anunció que el plato estrella de la noche serían Drumm sticks.[8] Las risas resonaron por el lago.

También está en Huntsville la Universidad Estatal Sam Houston, cuyo número de alumnos asciende a mil seiscientos: ochenta y uno por ciento blancos, doce por ciento negros, seis por ciento hispanos y uno por ciento de otras etnias.

El jueves, a última hora de la tarde, muchos alumnos negros fueron hacia la cárcel, que quedaba en el centro de Huntsville, a unas ocho manzanas. Aunque la operación Desvío había fracasado en su tentativa de bloquear las carreteras, sí había conseguido armar un poco de jaleo. Las calles adyacentes a la cárcel estaban tomadas por la policía del estado y la municipal. Las autoridades preveían problemas, y en torno a la Unidad de las Paredes las medidas eran de alta seguridad.

Los estudiantes negros se reunieron a tres manzanas de la cárcel y empezaron a hacer ruido. Al salir del pabellón de ejecuciones para hablar por teléfono, Robbie oyó a lo lejos un coro organizado de mil voces.

—¡Donté! ¡Donté!

Él solo veía los muros exteriores y el perímetro de tela metálica del pabellón de ejecuciones, pero se dio cuenta de que estaban cerca.

¿Qué más daba? Ya era demasiado tarde para manifestaciones y desfiles. Escuchó un segundo antes de llamar al bufete. Sammie Thomas le soltó la respuesta a bocajarro.

—No nos han dejado tramitar la petición de Gamble. Han cerrado las puertas a las cinco en punto, Robbie, y nosotros hemos llegado siete minutos más tarde. De hecho, sabían que íbamos.

El primer impulso de Robbie fue estampar el teléfono contra el muro de ladrillo más cercano y verlo hacerse mil pedazos, pero estaba demasiado atónito para moverse.

—El Defender Group ha llamado al secretario pocos minutos antes de las cinco —añadió Sammie—. Ya estaban en el coche, yendo a toda pastilla para tramitar la petición. El secretario ha dicho que era una lástima, pero que había hablado con Prudlowe y las oficinas cerraban a las cinco. ¿Me oyes, Robbie?

—Sí. No. Sigue.

—Lo único que queda es la providencia de remisión que hemos solicitado al Supremo. Aún no han dicho nada.

Robbie intentó calmarse, apoyado en la tela metálica. De nada serviría enrabietarse. Mañana ya podría tirar cosas, y decir palabrotas, y quizá presentar alguna demanda. Ahora tenía que pensar.

—Yo del Tribunal Supremo no espero ninguna ayuda. ¿Y tú? —preguntó.

—No, la verdad es que no.

—Pues entonces casi hemos llegado al final.

—Sí, Robbie, por aquí es la sensación que se tiene.

—¿Sabes qué, Sammie? Solo necesitábamos veinticuatro horas. Si Travis Boyette y Joey Gamble nos hubieran dado veinticuatro horas, podríamos haber impedido esta barbaridad, y habría muchas posibilidades de que Donté saliera algún día de aquí. Veinticuatro horas.

—Estoy de acuerdo; y hablando de Boyette, ahora mismo está fuera, esperando a un equipo de televisión. Los ha llamado él, no nosotros, aunque yo le he dado el número. Quiere hablar.

—Pues que hable, coño. Que se lo diga a todo el mundo, a mí ya me da igual. ¿Carlos tiene el vídeo listo?

—Creo que sí.

—Pues que suelte la bomba. Quiero que ahora mismo reciban el vídeo todos los periódicos y las televisiones importantes del estado. Vamos a hacer todo el ruido que podamos. Si nos estrellamos, que sea a lo grande.

—Oído, jefe.

Robbie escuchó un instante los cánticos lejanos, con la mirada fija en el teléfono. ¿A quién podía llamar? ¿Había alguien en el mundo que pudiera ayudarlo?

Al cerrarse a sus espaldas los barrotes de metal, Keith se estremeció. No era la primera vez que iba a una cárcel, pero sí la primera que lo encerraban en una celda. Le costaba respirar, y se le hizo un nudo en el estómago, pero había rezado para tener fuerzas. Una oración muy corta: Dios, por favor, dame valor y sabiduría, y luego sácame de aquí, por favor.

Cuando Keith entró en la celda de visitas, Donté no se levantó, pero sí sonrió y le tendió la mano. Su apretón fue blando y pasivo.

—Soy Keith Schroeder —dijo, sentándose en el taburete con la espalda en la pared y los zapatos a pocos centímetros de los de Donté.

—Me ha dicho Robbie que es usted un buen tipo —respondió Donté.

Pareció fijarse en el alzacuellos, como si buscase la confirmación de estar en presencia de un clérigo.

Keith se quedó sin voz, pensando qué decir. Un solemne «¿Cómo estás?» parecía risible. ¿Qué se le dice a un joven que en menos de una hora estará muerto, cuya muerte es segura aunque se podría evitar?

Se le habla de la muerte.

—Robbie me ha dicho que no has querido hablar con el capellán de la cárcel —dijo.

—Trabaja para el sistema. El sistema lleva nueve años persiguiéndome, y pronto tendrá lo que quiere. Por eso yo no hago concesiones al sistema.

«Tiene toda la lógica del mundo», pensó Keith. Donté estaba más erguido, con los brazos cruzados, como si agradeciese un buen debate sobre religión, fe, Dios, el cielo, el infierno o cualquier otro tema que quisiera abordar Keith.

—No es usted de Texas, ¿verdad? —preguntó.

—De Kansas.

—Por el acento. ¿Usted cree que el estado tiene derecho a matar a alguien?

—No.

—¿Cree que a Jesús le parecería bien matar a presos como castigo?

—Claro que no.

—¿«No matarás» vale para todo el mundo, o es que a Moisés se le olvidó eximir de esta obligación a los gobiernos y sus instituciones?

—El gobierno es de la gente. El mandamiento vale para todo el mundo.

Donté sonrió y se relajó un poco.

—De acuerdo, aprobado. Podemos hablar. ¿En qué piensa?

Keith respiró con algo menos de dificultad, contento de haber superado el examen de ingreso. En parte había esperado encontrarse a un joven no del todo en sus cabales, pero se equivocaba. La afirmación de Robbie de que el corredor de la muerte había enloquecido a Donté parecía errónea.

Siguió adelante.

—Robbie me ha dicho que has tenido una educación religiosa, que te bautizaron de pequeño, que tenías mucha fe y que tus padres eran muy devotos.

—Todo eso es verdad. Yo estaba cerca de Dios, señor Schroeder, hasta que Dios me abandonó.

—Llámame Keith, por favor. Me acuerdo de un artículo sobre un hombre que estuvo justo aquí, en esta celda; se llamaba Darrell Clark, un chico del oeste de Texas, creo que de Midland. Mató a unos cuantos en un enfrentamiento relacionado con las drogas, y después de condenarlo lo mandaron al corredor de la muerte, en la unidad antigua, la de Ellis. Estando en el corredor de la muerte, alguien le dio una Biblia, y otro le explicó un testimonio sobre el cristianismo. Clark se hizo cristiano, y se acercó mucho a Dios. Se le agotaron las apelaciones, y quedó fijada la fecha de su ejecución. Y aceptó el final. Tenía ganas de morir, porque sabía el momento exacto en el que entraría en el reino de los cielos. No se me ocurre ninguna historia comparable a la de Darrell Clark.

—¿Y qué me quieres decir con eso?

—Pues que estás a punto de morir, y que sabes cuándo será. Eso lo sabe muy poca gente. Aunque los soldados en combate se sientan como muertos, siempre tienen posibilidades de sobrevivir. Supongo que las víctimas de crímenes horribles saben que les queda poco, pero lo saben con tan poca antelación… En cambio, tú conoces la fecha desde hace meses. Ahora que se acerca la hora, no es un mal momento para reconciliarse con Dios.

—Ya conocía la leyenda de Darrell Clark. Sus últimas palabras fueron estas: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»; Lucas, 23, versículo 46, las últimas palabras de Jesús antes de morir en la cruz, al menos según san Lucas. Pero te olvidas de algo, Keith: Clark mató a tres personas, como si fuera una ejecución, y desde que lo condenaron no dijo nunca en serio que fuera inocente. Él era culpable; yo no. Clark se merecía un castigo; no la pena de muerte, pero sí la cadena perpetua. Yo soy inocente.

—Sí, es verdad, pero la muerte es la muerte, y al final lo único que importa es tu relación con Dios.

—Vaya, intentas convencerme de que en el último minuto vuelva corriendo a Dios y me olvide de los últimos nueve años.

—¿Le echas a Dios la culpa de los últimos nueve años?

—Sí. A mí me ha pasado lo siguiente, Keith. Tenía dieciocho años, y era cristiano de toda la vida. Seguía participando en la iglesia, pero también hacía lo que la mayoría de los chavales: nada malo, pero cuando creces en un hogar tan estricto como el mío siempre te rebelas un poco, qué caray. Yo era buen alumno; lo del fútbol lo había dejado, pero no traficaba con drogas ni pegaba a nadie. Tampoco rondaba por las calles. Tenía ganas de entrar en la universidad. De repente, por alguna razón que supongo que nunca entenderé, un rayo me golpeó en la cabeza. Luego llevaba esposas, y estaba en la cárcel. Mi foto salía en las portadas. Me declararon culpable mucho antes del juicio. Doce blancos, la mayoría baptistas de bien, determinaron mi destino. El fiscal era metodista, y la jueza, presbiteriana, o al menos salían sus nombres en algún registro de la iglesia; estaban enrollados, aunque debilidades carnales supongo que las tenemos todos. O casi todos. Estaban enrollados, pero fingieron darme un juicio justo. Los del jurado eran un montón de paletos. Recuerdo que durante el juicio, al mirarles la cara mientras me condenaban a muerte (caras duras, implacables, cristianas), pensé: «No adoramos al mismo Dios». Y es verdad. ¿Cómo puede ser que Dios permita que los suyos maten tan a menudo? Contéstame, por favor.

—Los hijos de Dios se equivocan con frecuencia, Donté, pero el que no se equivoca nunca es Dios. No puedes echarle la culpa a él.

Se le pasaron las ganas de discutir. Volvió a sentir el peso del momento. Donté apoyó los codos en las rodillas, y bajó la cabeza.

—Yo era un fiel servidor, Keith, y mira qué recibo a cambio.

Robbie se acercó por fuera, y se quedó junto a la celda de visitas. A Keith se le había acabado el tiempo.

—¿Quieres rezar conmigo, Donté?

—¿Por qué? Ya recé durante los tres primeros años de cárcel, y lo único que pasó fue que las cosas empeoraron. Aunque hubiese rezado diez veces al día, seguiría aquí sentado, hablando contigo.

—Está bien. ¿Te importa que rece?

—Como quieras.

Keith cerró los ojos. En aquellas circunstancias —la mirada fija de Donté, la espera nerviosa de Robbie, el tictac cada vez más estruendoso del reloj—, le costaba rezar. Pidió a Dios que diera fuerza y valor a Donté, y que se apiadase de su alma. Amén.

Al acabar, se levantó y dio una palmada en el hombro a Donté. Seguía sin creer que le faltaba menos de una hora para morir.

—Gracias por venir —dijo Donté.

—Ha sido un honor conocerte, Donté.

Volvieron a darse la mano. Luego un ruido metálico y se abrió la puerta. Keith salió y entró Robbie. El reloj de la pared —el único importante, en realidad— marcaba las 17.34.

La ejecución inminente de alguien que proclamaba su inocencia suscitaba poco interés en los medios de comunicación nacionales. Ya era un lugar común. En cambio, el «ojo por ojo» que había atizado los incendios de iglesias en vísperas de la ejecución despertó el instinto de unos cuantos productores. Los tumultos en el instituto echaron algo más de leña al fuego, pero la posibilidad de disturbios raciales… eso ya era demasiado bueno para ignorarlo. Solo faltaba el dramatismo de la Guardia Nacional para que, al caer la tarde, Slone fuera un hormiguero de vistosas camionetas de televisión —llegadas desde Dallas, Houston y otras ciudades—, que en la mayoría de los casos transmitían en directo para canales en abierto y de pago. Cuando corrió la voz de que un hombre que se presentaba como el verdadero asesino quería confesar ante las cámaras, la estación de trenes se convirtió instantáneamente en un imán para los medios de comunicación. Con Fred Pryor al frente de todo —o como mínimo intentando mantener el orden—, Travis Boyette se colocó en el último escalón del andén y miró a los reporteros y a las cámaras. Lo apuntaron con micrófonos, como si se tratara de bayonetas. A su derecha, Fred llegó a empujar físicamente a algún reportero.

—¡Silencio! —les gritó, antes de hacerle una señal con la cabeza a Travis—. Adelante.

Travis estaba rígido como un ciervo ante los faros de un coche, pero tragó saliva y se lanzó.

—Me llamo Travis Boyette, y maté a Nicole Yarber. Donté Drumm no tuvo nada que ver con el asesinato. Lo hice yo solo. La rapté, la violé varias veces y la estrangulé hasta matarla. Luego me desprendí de su cadáver, que no está en el Red River.

—¿Dónde está?

—En Missouri, donde lo dejé.

—¿Por qué lo hizo?

—Porque no lo puedo evitar. He violado a otras mujeres, a muchas. A veces me han pillado, y otras no.

Aquello fue una sorpresa para los reporteros. La siguiente pregunta tardó unos segundos.

—¿O sea que es un violador convicto?

—Pues sí. Con cuatro o cinco condenas.

—¿Es de Slone?

—No, pero vivía aquí cuando maté a Nicole.

—¿La conocía?

Dana Schroeder llevaba dos horas inmóvil en el cuarto de la tele, pegada a la CNN en espera de nuevas noticias sobre Slone. De momento habían emitido dos reportajes, dos flashes sobre la agitación y la Guardia Nacional, y Dana había visto hacer el ridículo al gobernador, pero la noticia iba cobrando fuerza.

—Aquí está —dijo en voz alta al ver la cara de Travis Boyette en la pantalla.

Su marido estaba en el corredor de la muerte, consolando al hombre condenado por el asesinato, y ella contemplando a quien lo había cometido de verdad.

Joey Gamble se encontraba en un bar, el primero que había visto al salir del bufete de Agnes Tanner. Estaba borracho, pero consciente de lo que ocurría. Había dos televisores colgados del techo, uno en cada punta del local. En el primero estaba sintonizado SportsCenter, y en el segundo la CNN. Al ver el reportaje sobre Slone, se acercó más al aparato y oyó hablar a Boyette sobre la muerte de Nicole.

—Hijo de puta —masculló.

El encargado lo miró, extrañado.

Luego, sin embargo, Joey se sintió a gusto consigo mismo. Al final había dicho la verdad, y ahora salía a la palestra el auténtico asesino. Donté se salvaría. Pidió otra cerveza.

El juez Elias Henry estaba sentado con su esposa en el cuarto de la tele de su casa, que no quedaba lejos del parque Civitan. Tenían las puertas cerradas con llave, y las escopetas de caza cargadas y a punto. Cada diez minutos pasaba un coche de la policía. Un helicóptero lo vigilaba todo desde arriba. El aire olía mucho a humo, procedente de los petardos del parque y de los edificios destruidos. Se oía gritar a la gente. Durante la tarde no habían hecho más que aumentar los incansables tambores, el rap a todo volumen y los cantos estridentes. El juez y la señora Henry se habían planteado pasar la noche fuera. Tenían un hijo en Tyler, a una hora de camino. Él les aconsejaba huir, aunque solo fuera un par de horas. Pero al final habían decidido quedarse, más que nada porque eso habían hecho los vecinos, y en grupo eran más fuertes. Durante una charla con el juez, el comisario le había asegurado con cierto nerviosismo que la situación estaba controlada.

Tenían encendido el televisor: otra última hora desde Slone. El juez cogió el mando a distancia y subió el volumen. Apareció el hombre a quien había visto en el vídeo hacía menos de tres horas. Travis Boyette hablaba y daba detalles, con la mirada fija en un racimo de micrófonos.

—¿Conocía a la chica? —preguntó un reportero.

—Personalmente no, pero la había seguido. Sabía quién era, una animadora. La elegí.

—¿Cómo la raptó?

—Encontré su coche, aparqué al lado y esperé a que saliera del centro comercial. Usé una pistola, y ella no discutió. Ya lo había hecho otras veces.

—¿Lo han condenado alguna vez en Texas?

—No. Pero sí en Missouri, Kansas, Oklahoma y Arkansas. Puede comprobar los registros, si quiere. Estoy diciendo la verdad, y la verdad es que el crimen lo cometí yo, no Donté Drumm.

—¿Por qué confiesa ahora y no un año antes?

—Debería haberlo hecho, pero supuse que al final los tribunales de aquí se darían cuenta de que se habían equivocado. Acababa de salir de la cárcel, en Kansas, y hace unos días vi en el periódico que se estaban preparando para ejecutar a Drumm. Me sorprendió, y aquí estoy.

—Ahora mismo, la ejecución solo puede impedirla el gobernador. ¿Qué le diría usted?

—Le diría que está a punto de matar a un inocente. Si me da veinticuatro horas, le llevaré hasta el cadáver de Nicole Yarber. Solo veinticuatro horas, señor gobernador.

El juez Henry se rascó el mentón con los nudillos.

—La noche ya era mala, pero acaba de empeorar —dijo.

Barry y Wayne estaban en el despacho del gobernador, viendo a Boyette por la CNN. El gobernador estaba en el pasillo, donde era entrevistado por quinta o sexta vez desde su valeroso enfrentamiento con los exaltados.

—Más vale que vayamos a buscarlo —dijo Wayne.

—Ya voy yo. Tú mira esto.

Cinco minutos más tarde, el gobernador volvió a ver las imágenes de Boyette.

—Es evidente que está loco —espetó al cabo de unos segundos—. ¿Dónde está el bourbon?

Llenaron los vasos, y entre sorbos de licor oyeron hablar a Boyette sobre el cadáver.

—¿Cómo mató a Nicole?

Estrangulándola con su propio cinturón, uno negro, de cuero, con la hebilla redonda y plateada, que aún le rodeaba el cuello. Boyette metió la mano por debajo de su camisa, sacó un anillo y lo puso delante de las cámaras.

—Es de Nicole. Lo tengo desde la noche en que me la llevé. Salen sus iniciales y todo.

—¿Cómo se desprendió del cadáver?

—Digamos que está enterrado.

—¿A qué distancia de aquí?

—No sé, cinco o seis horas. Repito que si el gobernador nos diera veinticuatro horas lo podríamos encontrar. Así se demostraría que digo la verdad.

—¿Quién es este tipo? —preguntó el gobernador.

—Un violador en serie con unos antecedentes que resultan interminables.

—Parece mentira que siempre consigan presentarse justo antes de la ejecución —dijo Newton—. Probablemente cobre de Flak.

Los tres se rieron, nerviosos.

Las risas de los invitados a la reunión del lago se interrumpieron cuando uno de ellos pasó junto a un televisor, dentro de la cabaña, y vio lo que ocurría. Rápidamente entraron todos, y treinta personas se aglomeraron frente a la pequeña pantalla. Nadie decía nada. Era como si no respirasen, mientras Boyette, totalmente dispuesto a responder cualquier pregunta sin rodeos, hablaba sin cesar.

—¿Conoces de algo a este tipo, Paul? —preguntó uno de los abogados jubilados.

Paul sacudió la cabeza.

—Está en el bufete de Flak, la estación de trenes.

—Otra vez Robbie con sus trucos.

Ni una sola sonrisa, mueca burlona o risa forzada. Cuando Boyette sacó el anillo de Nicole, y lo enseñó tranquilamente a las cámaras, una ola de miedo pasó por la cabaña, y Paul Koffee buscó una silla.

La noticia no llegó a todos los oídos. En la cárcel, Reeva y los suyos estaban reunidos en un pequeño despacho, donde esperaban ser llevados en furgón hasta la cámara de ejecuciones. No estaba lejos la familia de Donté, que también esperaba. Durante la hora siguiente, los dos grupos de testigos se encontrarían a muy poca distancia, aunque escrupulosamente separados. A las seis menos veinte se hizo subir a los familiares de la víctima a un furgón blanco de la cárcel, sin identificar, que los llevó al pabellón de ejecuciones en un trayecto que duraba menos de diez minutos. Una vez allí, cruzando una puerta sin rótulo, accedieron a una salita cuadrada, de unos cuatro metros por cuatro. No había sillas, ni bancos. Tampoco había nada en las paredes. Tenían delante una cortina cerrada. Les habían dicho que la cámara de ejecuciones propiamente dicha estaba al otro lado. A las seis menos cuarto, la familia Drumm hizo el mismo recorrido y entró en su sala de testigos por otra puerta. Las dos salas de testigos eran contiguas. Una tos persistente se podía oír al otro lado.

Esperaron.