Capítulo veinticuatro

La última comida, el último paseo, las últimas declaraciones. Donté nunca había entendido la importancia de aquellos detalles finales. ¿A qué venía tanta fascinación por lo que consumía un hombre justo antes de morir? Ni que los alimentos consolasen, o fortaleciesen el cuerpo, o pospusieran lo inevitable… Pronto, tanto la comida como los órganos serían barridos e incinerados. ¿De qué servía aquello? Tras décadas de dar rancho a un hombre, ¿a qué venía mimarlo con algo que pudiera disfrutar, justo antes de matarlo?

Recordaba vagamente los primeros tiempos en el corredor de la muerte, y su horror a lo que le pedían que comiese. A él lo había criado una mujer que valoraba la cocina y disfrutaba con ella, y aunque a Roberta se le fuera la mano con las grasas y la harina, también tenía huerto propio y era cuidadosa con los alimentos que tenían ingredientes procesados. Le encantaba usar hierbas, especias y pimientos, y sus pollos y carnes eran ricos en sazón. Supuestamente, la primera comida servida a Donté en el corredor de la muerte era un tajo de cerdo, totalmente desprovisto de sabor. Perdió el apetito la primera semana, y no volvió a recuperarlo.

Ahora, al final, esperaban que pidiera un festín, y agradeciese aquel único y último favor. Por tonto que pudiera parecer, prácticamente todos los condenados pensaban mucho su última comida. Tenían tan poco en que pensar… Donté ya había decidido días atrás que no quería que le sirviesen nada remotamente parecido a los platos que le preparaba su madre en otros tiempos, así que pidió una pizza de pepperoni y un vaso de zarzaparrilla. Se lo trajeron a las cuatro, en un carrito que dos vigilantes empujaron hasta la celda de detención. Se fueron sin que Donté les dirigiera la palabra. Llevaba toda la tarde dando cabezaditas, en espera de la pizza y de su abogado; de un milagro, aunque a las cuatro de la tarde ya lo daba por perdido.

En el pasillo, justo al otro lado de los barrotes, su público observaba en silencio: un celador, un funcionario judicial y el capellán que había intentado hablar con él dos veces, las mismas que Donté había rechazado la ayuda espiritual que le ofrecía. Sin estar muy seguro de por qué lo observaban tan atentamente, Donté supuso que era para evitar un suicidio. No estaba muy claro cómo podía matarse en aquella celda de detención. De haber querido, se habría suicidado hacía meses. Ahora se arrepentía de no haberlo hecho. Así ya no existiría, y su madre no lo vería morir.

Para un paladar neutralizado por pan blanco insípido, compota de manzana sosa y una interminable sucesión de carnes inidentificables, la pizza le resultó sorprendentemente deliciosa. Se la comió despacio.

Ben Jeter se acercó a los barrotes.

—¿Qué tal la pizza, Donté? —preguntó.

Donté no miró al celador.

—Muy buena —dijo en voz baja.

—¿Necesitas algo más?

Sacudió la cabeza. Necesito muchas cosas, muchacho, pero ninguna que tú puedes darme; y si pudieras, no me la darías, qué narices. Déjame en paz.

—Creo que está a punto de llegar tu abogado.

Donté asintió y cogió otro trozo de pizza.

A las 16.21, el tribunal de apelación del Distrito Quinto, con sede en Nueva Orleans, rechazó la petición de indulto por trastorno mental de Donté. El bufete de abogados Flak solicitó inmediatamente al Tribunal Supremo de Estados Unidos una providencia de remisión, es decir, que el tribunal atendiese la apelación y estudiase el valor de la solicitud. En caso de respuesta positiva, la ejecución se detendría y pasaría algún tiempo mientras la polvareda se asentaba y se tramitaban los papeles; en caso de respuesta negativa, la reclamación quedaría tan muerta como —con toda probabilidad— el reclamante. Ya no quedaban más instancias a las que apelar.

En Washington, en la sede del Tribunal Supremo, el «secretario de muertes» —como se le llamaba— recibió electrónicamente la solicitud, que distribuyó a las oficinas de los nueve jueces.

Sobre la petición Boyette, pendiente de que la resolviese el Tribunal Penal de Apelación de Texas, no se sabía nada.

Cuando el King Air tocó tierra en Huntsville, Robbie llamó al bufete, donde lo informaron del fallo adverso del Distrito Quinto. Joey Gamble todavía no había encontrado el bufete de Agnes Tanner en Houston. El gobernador había rechazado espectacularmente la suspensión de la pena. En esos momentos no había nuevos incendios en Slone, aunque la Guardia Nacional estaba en camino; una llamada deprimente, aunque Robbie no esperaba mucho más.

Él, Aaron, Martha y Keith subieron a un monovolumen conducido por un investigador que ya había colaborado antes con Robbie. Salieron disparados. La cárcel quedaba a un cuarto de hora. Keith llamó a Dana e intentó explicarle lo que le estaba pasando, pero la explicación se complicó, y había más personas escuchando. Dana, perpleja —por decirlo suavemente—, tenía la seguridad de que su marido cometía una estupidez.

Keith prometió llamarla en breve. Aaron telefoneó al bufete, y habló con Fred Pryor. Boyette estaba levantado, y caminaba, aunque despacio. Se quejaba de no haber hablado con ningún periodista. Se había creído que le contaría a todo el mundo su versión, pero no parecía haber nadie con ganas de escucharlo. Robbie andaba loco, tratando de localizar sin éxito a Joey Gamble. Martha Handler llenaba páginas de apuntes, como siempre.

A las cuatro y media, Milton Prudlowe, presidente del Tribunal Penal de Apelación de Texas, convocó a este último por teleconferencia para dirimir la petición Boyette en el caso de Donté Drumm. Boyette no había impresionado al tribunal. Según el parecer general, lo que buscaba era publicidad, y tenía graves problemas de credibilidad. Tras un breve debate, Prudlowe llamó a votar, y el resultado fue unánime: ni un solo juez votó a favor de conceder el indulto a Donté Drumm. El secretario del tribunal mandó la decisión por correo electrónico a la oficina del fiscal general (donde se combatían las apelaciones de Donté), a Wayne Wallcott (el abogado del gobernador) y al bufete de Robbie Flak.

Cuando Robbie recibió la llamada de Carlos, el monovolumen casi había llegado a la cárcel. Aunque había recordado durante toda la tarde que el indulto era improbable, se lo tomó muy mal.

—¡Hijos de puta! —espetó—. No han creído a Boyette. Desestimado, desestimado, desestimado, y asilos nueve. Hijos de puta.

—¿Y ahora qué? —preguntó Keith.

—Corriendo al Tribunal Supremo. Que vean ellos a Boyette, y a rezar por un milagro. Se nos están acabando las oportunidades.

—¿Han dado alguna razón? —preguntó Martha.

—No, no hace falta. El problema es que nosotros nos morimos de ganas de creer a Boyette, y a ellos, los nueve elegidos, no les interesa creerlo. Creer a Boyette trastocaría el sistema. Perdonad, es que tengo que llamar a Agnes Tanner. Seguro que Gamble está en un club de strippers pillando una curda mientras se lo camela una bailarina.

No fue cuestión de strippers, paradas ni rodeos; solo de equivocarse un par de veces de camino. Joey entró en el bufete de Agnes Tanner a las cinco menos veinte, y la encontró esperándolo en la puerta. Era una abogada dura, especialista en divorcios, que de vez en cuando, casi por aburrimiento, se ofrecía voluntaria para defender a un condenado a muerte. Conocía mucho a Robbie, aunque llevaban un año sin hablar.

Tenía la declaración en las manos. Después de un tenso saludo, llevó a Joey a una pequeña sala de reuniones. Tenía ganas de preguntarle de dónde venía, por qué había tardado tanto, si estaba borracho y si se daba cuenta de que se les acababa el tiempo; también por qué había mentido nueve años atrás, y desde entonces no había movido un dedo. Tenía ganas de someterlo a una hora de interrogatorio, pero no había tiempo; además, según Robbie era un chico temperamental e imprevisible.

—O lo lees, o te explico yo lo que pone —dijo agitando la declaración.

Joey se sentó en una silla, con la cara en las manos.

—Explíquemelo —dijo.

—Sale tu nombre, dirección y todo el rollo. Pone que en tal y cual fecha de octubre de 1999 testificaste en el juicio de Donté Drumm, que tu testimonio fue básico para el fiscal y que en ese testimonio le dijiste al jurado que la noche de la desaparición de Nicole, más o menos a la misma hora, viste que en el aparcamiento donde estaba estacionado el coche de ella pasaba una camioneta Ford verde sospechosa, que el conductor parecía un hombre negro y que la camioneta era muy semejante a la de Donté Drumm. Hay muchos más detalles, pero no tenemos tiempo. ¿Me sigues, Joey?

—Sí.

Se tapaba los ojos. Parecía que lloraba.

—Ahora te retractas de dicho testimonio, y juras que no es verdad. Estás diciendo que mentiste en el juicio. ¿Lo has pillado, Joey?

Movió afirmativamente la cabeza.

—Luego pone que fuiste tú quien hizo al detective Kerber la llamada anónima en la que le informabas de que el asesino era Donté Drumm. Otro montón de detalles, pero te los ahorro. Creo que lo entiendes, ¿no, Joey?

Se destapó la cara y se secó las lágrimas.

—Hace mucho tiempo que lo llevo encima —dijo.

—Pues arréglalo, Joey. —Tanner estampó la declaración sobre la mesa y acercó un bolígrafo a Joey—. Página cinco, abajo a la derecha. Deprisa.

Gamble firmó la declaración, que una vez autenticada se escaneó y mandó por correo electrónico a la oficina del Defender Group en Austin. Agnes Tanner esperó la confirmación, pero el mensaje rebotó. Llamó por teléfono a un abogado del Defender Group: no lo habían recibido. Tenían problemas con el servidor de internet. Agnes lo mandó otra vez, y tampoco lo recibieron. Pegó cuatro gritos a un secretario, que empezó a mandar las cinco páginas por fax.

Joey, a quien de pronto no hacían caso, salió del bufete sin que nadie se fijara en él. Había esperado que al menos alguien le diera las gracias.

A la cárcel de Huntsville la llaman la Unidad de las Paredes. Es la cárcel más antigua de Texas, y está construida a la antigua, con paredes altas y gruesas de ladrillo que justifican su apodo. Entre los reclusos de su accidentada historia hay varios forajidos y pistoleros que en su día gozaron de gran fama. Su cámara de ejecuciones se ha usado para ajusticiar a más hombres y mujeres que en cualquier otro estado. La Unidad de las Paredes está orgullosa de su historia. Se ha conservado un bloque de las celdas más antiguas, que permite retroceder en el pasado. Se pueden concertar visitas.

Robbie ya había estado allí dos veces, siempre con prisa, agobio y nulo interés por la historia de la Unidad de las Paredes. Al cruzar la puerta, él y Keith fueron recibidos por Ben Jeter, que logró sonreír.

—Hola, señor Flak —dijo.

—Hola, director —contestó Robbie muy serio, aferrado al maletín—. Le presento al consejero espiritual de Donté, el reverendo Keith Schroeder.

El director les estrechó la mano con cautela.

—No tenía constancia de que Drumm tuviera un consejero espiritual.

—Pues ahora lo tiene.

—Está bien. Denme algún documento.

Le entregaron sus permisos de conducir, que él dio a un vigilante, detrás de un mostrador.

—Síganme —dijo.

Jeter llevaba once años al frente de la Unidad de las Paredes, y le correspondían todas las ejecuciones, deber que aceptaba sin haberlo pedido, como una parte más de su trabajo. Se caracterizaba por el distanciamiento y la profesionalidad. Los movimientos eran siempre precisos, y los detalles se seguían sin ninguna variación. Texas era tan eficaz administrando la muerte que venían funcionarios de prisiones de otros estados para que los asesorasen; y si alguien podía enseñarles con exactitud el procedimiento era Ben Jeter.

Había preguntado a doscientos noventa y ocho hombres y tres mujeres si querían hacer alguna declaración final. Un cuarto de hora más tarde, los había declarado a todos muertos.

—¿Y las apelaciones? —inquirió mientras precedía un paso a Robbie y dos a Keith, todavía aturdido.

Iban lanzados por un pasillo con fotos desvaídas, en blanco y negro, de antiguos directores y gobernadores muertos.

—No tiene buena pinta —dijo Robbie—. Un par de globos en el aire, pero poca cosa.

—¿O sea que prevé que empezaremos a las seis?

—No lo sé —contestó Robbie, con pocas ganas de hablar.

«Empezar a las seis», se dijo Keith. Como quien coge un vuelo, o espera que empiece un partido.

Se pararon frente a una puerta. Jeter aplicó una tarjeta, y la puerta se abrió. Entraron, y seis metros más adelante penetraron en el pabellón de ejecuciones. A Keith le latía con fuerza el corazón, y estaba tan mareado que necesitaba sentarse. Dentro vio barrotes, hileras de barrotes en un bloque de celdas poco iluminado. Había celadores, dos hombres con trajes baratos y el director, todos con la mirada en la celda de detención.

—Donté, ha venido tu abogado —anunció Jeter como si le hiciera un regalo.

Donté se levantó y sonrió. La puerta se deslizó con un ruido metálico. Donté dio un paso. Robbie lo agarró, lo abrazó y le susurró algo al oído. Donté estrechó a su abogado: su primer contacto humano de verdad en casi una década. Al separarse, los dos lloraban.

Al lado de la celda de detención estaba la de visitas, un espacio idéntico a excepción de una pared de cristal detrás de los barrotes, que otorgaba intimidad a la última reunión entre abogado y cliente. El reglamento permitía una hora de visita. La mayoría de los condenados reservaban algunos minutos para su última oración con el capellán de la cárcel. Según el reglamento, la hora de visita era de cuatro a cinco, y al final el recluso se quedaba solo. Aunque era muy puntilloso con las normas, el director Jeter sabía cuándo tenía que flexibilizarlas. También sabía que Donté Drumm había sido un preso modelo, a diferencia de muchos, y eso en su oficio era muy importante.

Dio unos golpecitos en su reloj.

—Son las cinco menos cuarto, señor Flak; tiene sesenta minutos.

—Gracias.

Donté entró en la celda de visitas y se sentó al borde de la cama. Después entró Robbie, que lo hizo en un taburete. Un vigilante cerró la puerta de cristal y volvió a poner los barrotes en su sitio.

Estaban solos, con las rodillas en contacto. Robbie puso una mano en el hombro de Donté, y se esforzó por no perder la compostura. Le había costado mucho decidir si le hablaba de Boyette o no. Por un lado, Donté probablemente ya hubiera aceptado lo inevitable, y con una sola hora por delante estaba preparado para lo que viniera después. Desde luego, se le veía sereno. ¿De qué servía alterarlo con una historia nueva y disparatada? Por otro lado, quizá se alegrase de saber que al final se sabría la verdad. Sería rehabilitado, aunque fuese de manera póstuma. La verdad, sin embargo, distaba de estar clara, así que Robbie decidió no mencionar a Boyette.

—Gracias por venir, Robbie —susurró Donté.

—Te prometí que estaría aquí hasta el final. Siento no haber podido impedirlo, Donté; lo siento de verdad.

—Venga, Robbie, has hecho todo lo que has podido. Seguís luchando, ¿verdad?

—¡Por supuesto! Todavía circulan algunas apelaciones de última hora, o sea que hay posibilidades.

—¿Como cuántas, Robbie?

—Alguna. Joey Gamble ha reconocido que mintió en el juicio. Anoche se emborrachó en un club de strippers, y lo admitió todo. Nosotros lo grabamos en secreto, y esta mañana hemos cursado una petición, aunque el tribunal la ha desestimado. Luego, hacia las tres y media de esta tarde, Joey se ha puesto en contacto con nosotros, y dice que quiere reconocerlo.

La única reacción de Donté fue sacudir un poco la cabeza, en un gesto de incredulidad.

—Estamos intentando cursar otra petición, que incluye su declaración jurada, y eso nos da alguna posibilidad.

Susurraban, tan inclinados que sus cabezas casi se tocaban. Había tanto y tan poco que decir… Robbie estaba resentido con el sistema, rabioso hasta extremos violentos y agobiado por no haber tenido éxito en la defensa de Donté, pero en aquel momento la tristeza era lo que predominaba en él.

Para Donté, la breve estancia en la celda de detención tuvo efectos desorientadores. Delante, a menos de diez metros, había una puerta que llevaba a la muerte, y que él prefería no abrir. Detrás quedaba el corredor de la muerte y una vida exasperante de aislamiento en una celda que prefería no ver nunca más. Se creía preparado para la puerta, pero no lo estaba. Tampoco tenía ganas de volver a ver Polunsky.

—No te flageles, Robbie, no pasa nada.

Keith salió con permiso e intentó respirar. El lunes por la mañana había nevado en Topeka; ahora, en Texas, la temperatura parecía superar los veinticinco grados. Se apoyó en una valla y contempló la alambrada que tenía encima.

Llamó a Dana y le explicó dónde estaba, qué hacía y qué pensaba. Dana parecía tan estupefacta como él.

Resuelto lo de Drumm, el juez Milton Prudlowe salió de su despacho y se dio prisa en llegar al Rolling Creek Country Club, en el centro-oeste de Austin. A las cinco tenía un partido de tenis con un contribuyente de primera a sus campañas, las pasadas y las futuras. Mientras conducía, sonó su móvil. El secretario del tribunal le informó que habían recibido una llamada del Defender Group, y de que se fraguaba una nueva petición.

—¿Usted qué hora tiene? —quiso saber Prudlowe.

—Las cuatro cuarenta y nueve.

—Me agotan tantas chorradas —dijo Prudlowe—. Cerramos a las cinco. Lo sabe todo el mundo.

—Sí, señor —dijo el secretario, que conocía perfectamente la mala opinión del juez Prudlowe sobre las avemarías de última hora que arrojaban abogados defensores desesperados.

Los casos se arrastran durante años con poca actividad, y de pronto, cuando faltan pocas horas, van los abogados y se ponen las pilas.

—¿Tienes alguna idea de lo que piden? —preguntó Prudlowe.

—Creo que es lo mismo que han presentado esta mañana: un testigo presencial que se retracta. Tienen problemas informáticos.

—¡Vaya, qué original! Cerramos a las cinco. Yo a las cinco quiero la puerta cerrada, ni un minuto más tarde. ¿Me explico?

—Sí, señor.

A las cinco menos cuarto, Cicely Avis y dos técnicos legales salieron de las oficinas del Defender Group con la petición y la declaración jurada de Gamble, en doce copias. Mientras sorteaban el tráfico, Cicely llamó al secretario para avisar de que estaban en camino. Él le comunicó que las oficinas cerrarían a las cinco, la hora normal en días laborables.

—Es que tenemos una petición con una declaración jurada del único testigo presencial del juicio —insistió ella.

—Creo que ya la hemos visto —dijo el secretario.

—¡No, qué va! Esta es jurada.

—Acabo de hablar con el presidente. Cerramos a las cinco.

—¡Pero si solo llegaremos unos minutos tarde!

—Cerramos a las cinco.

Sentado junto a una ventana de la sala de reuniones, con el bastón en las rodillas, Travis Boyette asistía al caótico desfile de gente enloquecida que se hablaba a gritos. Otro que miraba era Fred Pryor, cerca de él.

Como no entendía nada, Boyette se levantó y se acercó a la mesa.

—¿Alguien puede decirme qué pasa? —preguntó.

—Sí, que estamos perdiendo —replicó Carlos.

—¿Y mi declaración? ¿Alguien me escucha?

—La respuesta es que no. Al tribunal no le ha impresionado.

—¿Creen que miento?

—Sí, Travis, creen que mientes. Lo siento. Nosotros te creemos, pero no tenemos voz ni voto.

—Quiero hablar con la prensa.

—Creo que están ocupados con los incendios.

Sammie Thomas miró su portátil, anotó algo y se lo dio a Boyette.

—Tenga, el número de móvil de uno de los idiotas de la tele local. —Señaló una mesa, cerca del televisor—. Aquello es un teléfono. Haga lo que quiera, señor Boyette.

Travis arrastró los pies hasta el teléfono, marcó los números y esperó, observado por Sammie, Carlos, Bonnie y Fred Pryor.

Se quedó mirando al suelo, con el teléfono en la mano. Luego dio un respingo.

—¿Oiga? ¿Es Garrett? Ah, de acuerdo. Mire, me llamo Travis Boyette y estoy en el bufete de Robbie Flak. Estuve implicado en el asesinato de Nicole Yarber, y me gustaría salir en directo y confesar. —Una pausa. El tic—. Quiero confesar que asesiné a la chica. Donté Drumm no tuvo nada que ver. —Pausa. Nuevo tic—. Sí, quiero decirlo en directo; esto y otras muchas cosas.

Los demás casi oían temblar de emoción la voz de Garrett. ¡Qué noticia!

—Conforme —dijo Boyette. Colgó y paseó la mirada por la sala de reuniones—. Llegarán en diez minutos.

—Fred —dijo Sammie—, ¿por qué no te lo llevas a la parte delantera, cerca de la plataforma, y buscas un buen sitio?

—Si quiero puedo irme, ¿no? —preguntó Boyette—. No tengo que quedarme aquí.

—Por lo que a mí respecta, es usted libre —respondió Sammie—. Haga lo que quiera. La verdad es que no me importa.

Boyette y Pryor salieron de la sala de reuniones y esperaron fuera de la estación de trenes.

Carlos cogió la llamada de Cicely Avis, que le explicó que al llegar al juzgado a las 17.07 se habían encontrado cerradas las puertas y las oficinas. Al llamar por teléfono al secretario, este le había dicho que no estaba en el trabajo, sino en el coche, de camino a casa.

La última petición de Donté no llegaría a tramitarse.

Según el registro del club, el juez Milton Prudlowe y su invitado jugaron al tenis en la pista ocho durante una hora, a partir de las 17.00.