Acabaron la instancia justo antes de las tres. Contando la declaración de Boyette, sumaba treinta páginas. Boyette juró haber dicho la verdad por escrito, y Sammie Thomas envió la petición por correo electrónico al Defender Group de Austin, cuyo personal ya la esperaba. Fue impresa, copiada doce veces y entregada a Cicely Avis, que salió volando del despacho, montó en su coche y fue disparada al Tribunal Penal de Apelación de Texas. La instancia se tramitó a las 15.35.
—¿Qué es? —preguntó el secretario, con un disco en la mano.
—Un vídeo de una confesión del verdadero asesino —contestó Cicely.
—Qué interesante. Supongo que querréis que los jueces lo vean bastante pronto.
—Ahora mismo, por favor.
—Pongo manos a la obra.
Tras unos segundos de conversación, Cicely salió del despacho. El secretario entregó inmediatamente la solicitud a las oficinas de los nueve jueces. En la del juez titular, habló con el pasante.
—Quizá sea mejor empezar por el vídeo. Un tipo acaba de confesar el asesinato.
—¿Y dónde está ese tipo? —preguntó el pasante.
—Según la letrada del Defender Group, en Slone, en el bufete del abogado de Donté Drumm.
—¿O sea que Robbie Flak ha encontrado un nuevo testigo?
—Eso parece.
Al salir de la sede del tribunal de apelación, Cicely Avis dio un rodeo de dos manzanas y pasó junto al Capitolio del estado. En el césped sur, la «Manifestación por Donté» estaba siendo todo un éxito de concurrencia. Había policías por todas partes. El acto estaba autorizado, y parecía que la Primera Enmienda era respetada.
Cada vez llegaba más gente, casi toda negra. La autorización tenía validez para tres horas, desde las tres de la tarde hasta las seis (la hora de la ejecución), pero saltaba a la vista que todo iba todo retrasado; en Austin, pero no en Huntsville, en absoluto.
El gobernador estaba en una reunión, una reunión importante que no tenía nada que ver con Donté Drumm. A las 15.11 había recibido el vídeo una auxiliar que tramitó las peticiones de aplazamiento, y que lo vio entero antes de decidir qué hacía. Hasta cierto punto, la confesión de Boyette le parecía verosímil y escalofriante, pero al mismo tiempo su historial —y lo oportuno de su súbito deseo de limpiar su conciencia— le producía un cierto escepticismo. Fue en busca de Wayne Wallcott, el abogado (y amigo íntimo) del gobernador, y le describió el vídeo.
Tras escuchar atentamente, Wallcott cerró la puerta de su despacho y le dijo que se sentara.
—¿Quién ha visto el vídeo? —preguntó.
—Solo yo —contestó la auxiliar—. Lo han mandado por e-mail del bufete del señor Flak, con una contraseña. Lo he mirado enseguida, y aquí estoy.
—¿Lo confiesa todo?
—Sí, sí, con muchos detalles.
—¿Y usted se cree lo que dice?
—Yo no he dicho eso. He dicho que parece que sabe de qué habla. Es un violador en serie, y estaba en Slone cuando desapareció la chica. Lo confiesa todo.
—¿Habla de Drumm?
—¿Por qué no mira el vídeo?
—¿Le he pedido consejo? —replicó Wallcott—. Limítese a contestar.
—Perdone. —La auxiliar respiró hondo. De pronto estaba nerviosa e incómoda. Wallcott escuchaba, pero al mismo tiempo maquinaba—. Solo habla de Drumm para decir que él no lo conoce, y que no tiene nada que ver con el crimen.
—Es obvio que es un mentiroso. No pienso molestar al gobernador con esto. Guárdese el vídeo. Yo no tengo tiempo de mirarlo, y el gobernador tampoco. ¿Me entiende?
No, no lo entendía, pero asintió con la cabeza.
Wallcott frunció el ceño, con mirada suspicaz.
—Me entiende, ¿no? —preguntó, muy serio—. El vídeo se queda en su ordenador.
—Sí, señor.
En cuanto se fue la auxiliar, Wallcott corrió prácticamente a las oficinas de Barry Ringfield, principal portavoz del gobernador, y su mejor amigo. Salieron a dar una vuelta por el pasillo, porque los despachos estaban a rebosar de personal, fijo o en prácticas.
Después de hablar unos minutos sobre las posibilidades que tenían, acordaron que el gobernador no viese el vídeo. Si Boyette mentía, la grabación sería irrelevante, y se estaría ejecutando al auténtico culpable; en cambio, si Boyette decía la verdad —cosa de la que ellos dudaban mucho—, y se estaba ejecutando a la persona equivocada, las consecuencias podían ser muy graves. La única manera de proteger al gobernador Gilí Newton era que uno de los dos, o la auxiliar, cargase con la culpa reconociendo haber retenido el vídeo o incluso haberlo perdido. Gilí Newton nunca había aplazado una sentencia de muerte, y con el revuelo que estaba armando el caso Drumm difícilmente daría su brazo a torcer. Aunque mirase el vídeo, aunque diera crédito a Boyette, no se retractaría.
Wayne y Barry fueron al despacho del gobernador, donde se los esperaba a las cuatro, cuando todavía faltaban dos horas para la ejecución. Del vídeo no le dirían nada.
A las tres y media, los miembros del bufete Flak se sentaron de nuevo en torno a la mesa de reuniones. No se echaba a nadie en falta, ni siquiera a Keith, a quien, aunque estaba muy cansado, le resultaba inverosímil haber conseguido entrada para aquel circo. El y el juez Henry se sentaron apartados de la mesa, contra una pared. Aaron Rey y Fred Pryor leían la prensa en la otra punta de la sala. Travis Boyette seguía vivo, descansando a oscuras en el sofá de Robbie.
Ya iba siendo hora de que Robbie saliese para Huntsville, y se le notaba la tensión. Pero aún no se podía ir; la «petición Boyette» había revigorizado al equipo, infundiéndole nuevas esperanzas.
Robbie fue tachando cosas de una lista; en un bloc amarillo, como siempre. Sammie Thomas y Bonnie harían el seguimiento de la «petición Boyette» en el tribunal de apelación, además de seguir presionando a la oficina del gobernador sobre la suspensión de la pena capital. Gilí Newton aún no se había decantado por el sí o por el no. Solía esperar hasta el último momento. Le encantaba el dramatismo, y ser el centro de atención. De seguir la alegación de demencia, que aún estaba en el Distrito Quinto judicial, en Nueva Orleans, se ocuparía Carlos. Si se la denegaban, apelarían ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Fred Pryor se quedaría en el bufete, cuidando a Boyette, que no parecía tener intenciones de marcharse, aunque nadie supiera qué hacer con él. Aaron Rey acompañaría a Robbie a Huntsville, como siempre. También iría Martha Handler, para observar y tomar nota. Robbie daba órdenes a grito pelado, contestaba preguntas y arbitraba conflictos. De repente miró al reverendo.
—Keith —dijo—, ¿podrías venir a Huntsville con nosotros?
El reverendo tardó unos segundos en poder hablar.
—¿Por qué, Robbie? —consiguió preguntar.
—Le podrías hacer falta a Donté.
Se quedó boquiabierto, sin palabras. Todos estaban en silencio, mirándolo.
—Ha ido a la iglesia desde muy pequeño —insistió Robbie—, pero ahora reniega de la religión. En su jurado había cinco baptistas, dos de la iglesia de Pentecostés y uno de la de Cristo. Los otros supongo que estarían perdidos. Desde hace unos años, se ha convencido de que la razón de que esté en el corredor de la muerte son los cristianos blancos. No quiere saber nada de su Dios. Yo veo difícil que cambie de postura, pero es posible que al final de todo se alegre de poder rezar con alguien.
Lo que quería Keith era una buena cama en un motel limpio, y dormir doce horas, pero como religioso no podía negarse. Asintió lentamente.
—De acuerdo.
—Muy bien. Saldremos dentro de cinco minutos.
Keith cerró los ojos y se frotó las sienes, diciéndose a sí mismo: «Pero ¿qué hago aquí, Dios mío? Ayúdame».
Fred Pryor se levantó bruscamente de su silla, con el móvil a una distancia prudencial, como si estuviese al rojo vivo.
—¡Caray! —dijo en voz alta—. Es Joey Gamble. Quiere firmar la declaración y retractarse de su testimonio.
—¿Está al teléfono? —inquirió Robbie.
—No, es un mensaje de texto. ¿Lo llamo?
—¡Pues claro! —replicó Robbie.
Pryor se acercó al centro de la mesa y apretó los botones del interfono. El teléfono sonó varias veces, sin que nadie se moviera. Por fin, alguien respondió tímidamente:
—¿Diga?
—Joey, soy Fred Pryor. Te llamo de Slone. Acabo de oír tu mensaje. ¿Qué narices pasa?
—Pues que quiero que me ayude, señor Pryor. Estoy muy angustiado.
—Si tú estás angustiado, imagínate Donté. Le quedan dos horas y media de vida y tú te despiertas ahora con ganas de ayudar.
—Estoy muy desorientado —dijo Joey.
Robbie se inclinó, tomando el mando.
—Joey, soy Robbie Flak. ¿Te acuerdas de mí?
—Sí, claro.
—¿Dónde estás?
—En Mission Bend, en mi piso.
—¿Estás dispuesto a firmar una declaración en la que admitas que mentiste en el juicio de Donté?
—Sí —dijo Joey sin vacilar.
Robbie cerró los ojos y bajó la cabeza. La mesa se llenó de puñetazos silenciosos, rezos rápidos de gratitud y muchas sonrisas cansadas.
—Muy bien, pues te explico el plan. En Houston hay una abogada que se llama Agnes Tanner. Tiene el bufete en el centro, en Clay Street. ¿Conoces la ciudad?
—Supongo.
—¿Sabrías localizar un bufete del centro?
—Tengo mis dudas. No sé si debería coger el coche.
—¿Estás borracho?
—Borracho no, pero he bebido.
Robbie miró instintivamente su reloj. Aún no eran ni las cuatro, y a Joey ya le costaba hablar.
—Coge un taxi, Joey. Ya te lo pagaré. Es crucial que llegues lo antes posible al bufete de Tanner. Enviaremos una declaración jurada por correo electrónico. Tú la firmas, y nosotros la presentamos en Austin. ¿Te ves capaz de hacerlo, Joey?
—Lo intentaré.
—Es lo mínimo que puedes hacer, Joey. Ahora mismo Donté está en la celda de detención de Huntsville, a diez metros de la salita donde matan a la gente, y tus mentiras han ayudado a que esté donde está.
—Lo siento mucho.
La voz de Joey temblaba.
—El bufete está en el 118 de Clay Street. ¿Lo has pillado, Joey?
—Creo que sí.
—Pues vete para allá. Los papeles te estarán esperando. No hay ni un minuto que perder, ¿lo entiendes, Joey?
—Está bien, está bien.
—Llámanos dentro de diez minutos.
—Tranquilo.
Después de colgar, Robbie vociferó unas cuantas órdenes, y todos se pusieron en marcha.
—Vamos, Keith —dijo al ir hacia la puerta.
Subieron a la camioneta. Martha Handler tuvo que correr para no quedarse atrás en el momento en que Aaron Rey salía pitando. Robbie llamó a Agnes Tanner a Houston, y le confirmó con urgencia los detalles.
Keith se inclinó para mirar a Aaron por el retrovisor.
—Alguien ha dicho que Huntsville queda a tres horas en coche.
—Sí —respondió Aaron—, pero nosotros no vamos en coche.
El aeropuerto municipal de Slone estaba a unos tres kilómetros al este de la ciudad. Tenía una sola pista, de oeste a este, dos hangares pequeños, la típica colección de Cessnas viejos alineados en la pista y un bloque metálico que era la terminal. Aparcaron, cruzaron corriendo el pequeño vestíbulo y, tras saludar con la cabeza al mozo de detrás del mostrador, salieron a la pista, donde los esperaba un reluciente bimotor King Air, propiedad de un abogado rico, amigo de Robbie y gran amante de los aviones, que los hizo subir a bordo, cerró la portezuela, les pidió que se abrocharan los cinturones, hizo lo propio y empezó a accionar interruptores.
Keith llevaba varias horas sin hablar con su mujer, y todo ocurría tan deprisa que no sabía muy bien por dónde empezar. Dana contestó a la primera, como si hubiera estado contemplando el móvil. Los motores se pusieron en marcha. De repente había mucho ruido en la cabina, que temblaba.
—¿Dónde estás? —preguntó Dana.
—En un avión, saliendo de Slone para Huntsville con el fin de conocer a Donté Drumm.
—Casi no te oigo. ¿De quién es el avión?
—De un amigo de Robbie Flak. Oye, Dana, yo tampoco te oigo. Ya te llamaré cuando aterricemos en Huntsville.
—Ten cuidado, Keith, por favor.
—Te quiero.
Keith estaba sentado hacia delante, con las rodillas casi pegadas a las de Martha Handler. Vio que el piloto hacía las últimas comprobaciones durante el trayecto hasta la pista de despegue. Tanto Robbie como Martha y Aaron hablaban por teléfono. A Keith le pareció mentira que pudieran sostener una conversación con semejante estruendo. Al final de la pista, el King Air giró ciento ochenta grados y quedó mirando al oeste. El piloto dio potencia a los motores. El avión temblaba cada vez más, como si fuera a explotar.
—¡Agarraos! —gritó el piloto al soltar los frenos.
Zarandeados, los cuatro pasajeros cerraron los ojos a la vez, y en cuestión de segundos estaban en el aire. Se oyó el impacto del tren de aterrizaje al replegarse, pero Keith no tenía ni idea de qué oía. En plena confusión, cayó en la cuenta de que nunca había volado en un avión pequeño.
Tampoco había estado nunca en Texas, ni había hecho de chófer para un violador y asesino en serie, ni había oído su escalofriante confesión, ni había asistido al caos de un bufete de abogados que intentaba salvar a un inocente, ni se había pasado cuatro días sin apenas dormir, ni le habían multado por exceso de velocidad en Oklahoma, ni había accedido a rezar con un hombre pocos minutos antes de su muerte.
Sobrevolaron Slone a dos mil pies, en ascenso. De la algodonera, que aún estaba incendiada, brotaba un humo denso, que iba formando una nube.
Keith volvió a cerrar los ojos, e intentó convencerse de que estaba donde estaba y hacía lo que hacía. Pero no lo logró. Rezó, y pidió a Dios que lo tomase de la mano y lo guiase, porque él no tenía ni idea de lo que había que hacer. Dio las gracias a Dios por aquella situación tan peculiar, reconociendo que solo podía deberse a la intervención divina. A cinco mil pies, con la barbilla apoyada en el pecho, el cansancio, finalmente, pudo más que él.
Normalmente, el bourbon era Knob Creek, pero en ocasiones especiales sacaban del cajón el bueno de verdad. Un chupito de Pappy Van Winkle para cada uno. Al beber, los tres hicieron ruido con los labios. Era un poco temprano para empezar, pero el gobernador había dicho que necesitaba un trago a palo seco, y Barry y Wayne nunca se negaban. Iban sin americana, arremangados, con la corbata floja: hombres ocupados, con muchas cosas en que pensar. De pie en un rincón, junto a la cajonera, bebían mirando la manifestación en un pequeño televisor. Abriendo una ventana habrían oído el ruido. Se sucedían oradores, a cual más prolijo en sus ataques a la pena de muerte, al racismo y al sistema judicial texano. Se usaba a mansalva la expresión «linchamiento judicial». De momento, todos los oradores habían exigido que el gobernador detuviese la ejecución. El equipo de seguridad del Capitolio calculaba una asistencia de diez mil personas.
A espaldas del gobernador, Barry y Wayne se miraron nerviosos. Si la multitud veía el vídeo, habría disturbios. ¿Le decían algo? No; quizá más tarde.
—Gilí, tenemos que tomar una decisión sobre la Guardia Nacional —dijo Barry.
—¿Qué está pasando en Slone?
—Hasta hace media hora habían incendiado dos iglesias, una blanca y otra negra. Ahora se está quemando un edificio abandonado. Esta mañana han suspendido las clases en el instituto a causa de las peleas. Los negros se están manifestando, y van buscando guerra por la calle. Han reventado el cristal trasero de un coche de la policía con un ladrillo, pero de momento no ha habido más violencia. El alcalde tiene miedo; según él, después de la ejecución la ciudad podría explotar.
—¿Quién está disponible?
—Se está preparando la unidad de Tyler, que podría desplegarse en una hora. Seiscientos guardias. Debería ser suficiente.
—Pues adelante, y convocad una rueda de prensa.
Barry salió del despacho a toda prisa. Wayne bebió otro sorbo.
—Gilí —dijo sin vacilar—, ¿no nos tendríamos que plantear al menos lo de los treinta días de aplazamiento? Para que todo se enfríe un poco.
—¡Qué va! No podemos dar marcha atrás solo porque los negros se hayan molestado. Si damos señales de debilidad, la próxima vez harán más ruido. Si esperamos treinta días, volverán a empezar con toda esta mierda. Yo ni me inmuto. Ya me conoces.
—De acuerdo, de acuerdo. Solo quería comentártelo.
—Pues no vuelvas a hacerlo.
—Bueno.
—Aquí está —dijo el gobernador, acercándose al televisor.
El reverendo Jeremiah Mays fue aclamado al subir al podio. Era el radical negro que más se hacía oír en el país, y tenía el don de incrustarse —sin saber muy bien cómo— en todos los conflictos o episodios que tuvieran tintes raciales. Con las manos en alto, pidió silencio y se embarcó en una florida oración en la que rogaba a Dios todopoderoso que volviera la vista hacia las pobres almas erradas que administraban el estado de Texas, les abriera los ojos, les infundiese sabiduría y les tocara el corazón, a fin de que se pudiera poner coto a tamaña injusticia. Solicitó la intervención divina, un milagro en rescate de su hermano Donté Drumm.
Cuando Barry volvió, sus manos temblaban ostensiblemente al llenar los vasos de chupito.
—Ya está bien de tonterías —dijo el gobernador. Pulsó el botón de silencio—. Lo quiero ver una vez más.
Ya «lo» habían visto varias veces juntos, y a cada visionado se les borraban los últimos residuos de incertidumbre. Fueron al otro lado del despacho, donde había un segundo televisor. Barry cogió el mando a distancia.
Donté Drumm, 23 de diciembre de 1998. Estaba situado frente a la cámara, con una lata de Coca-Cola y un donut intacto sobre la mesa. No se veía a nadie más. Estaba apagado, cansado y temeroso. Hablaba con voz lenta y monocorde, sin mirar directamente a la cámara.
—Se te han leído tus derechos según la ley Miranda. ¿Correcto? —dijo la voz en off del detective Drew Kerber.
—Sí.
—Y esta declaración la haces por tu propia voluntad, sin ningún tipo de amenaza ni promesa, ¿verdad?
—Verdad.
—Bueno, pues explícanos qué pasó el viernes 4 de diciembre por la noche, hace diecinueve días.
Donté se apoyó en los codos, como si fuera a desmayarse, y se quedó mirando un punto de la mesa, al que se dirigió al hablar.
—Bueno, Nicole y yo habíamos estado haciendo el tonto sin que nadie lo supiera, acostándonos juntos y pasándolo bien.
—¿Desde cuándo?
—Tres o cuatro meses. Ella a mí me gustaba, y yo a ella también. La cosa se empezaba a poner seria, y ella tuvo miedo de que los demás se enterasen. Nos empezamos a pelear; ella quería romper, pero yo no. Creo que estaba enamorado. Luego ya no quiso verme, y me puse como un loco. Solo pensaba en ella, en lo estupenda que era. La quería más que nada en el mundo. Estaba obsesionado. Estaba loco; no soportaba la idea de que pudiera tenerla otro, así que el viernes por la noche fui a buscarla. Sabía a qué sitios le gustaba ir. Vi su coche en el centro comercial, en el lado este del centro.
—Perdona, Donté, pero creo que antes has dicho que su coche estaba aparcado en el lado oeste del centro comercial.
—Sí, eso, el oeste. Estuve esperando un buen rato.
—¿Conducías una camioneta Ford verde de tus padres?
—Exacto. Serían sobre las diez del viernes por la noche, y…
—Perdona, Donté —dijo Kerber—, pero antes has dicho que ya iban para las once.
—Sí, eso, las once.
—Sigue. Estabas en la camioneta verde, buscando a Nicole, y viste su coche.
—Sí, eso, tenía muchas ganas de verla. Total, que íbamos buscando su coche y…
—Perdona, Donté, pero acabas de decir «íbamos», y antes has dicho…
—Sí, íbamos Torrey Pickett y yo…
—Pero antes has dicho que ibas solo, y que a Torrey lo dejaste en casa de su madre.
—Sí, eso; lo siento. Exacto, en casa de su madre. Total, que iba yo solo por el centro comercial, y al ver el coche de ella aparqué y me quedé esperando. Cuando salió Nicole, vi que estaba sola. Hablamos un minuto. Le pedí que subiera, y se montó en la camioneta. La habíamos usado un par de veces, cuando salíamos a escondidas. Total, que hablamos mientras yo conducía. Nos disgustamos los dos. Ella estaba decidida a romper, y yo a seguir. Hablamos de fugarnos, de salir de Texas e ir a California, donde no nos molestaría nadie, ¿de acuerdo?, pero ella no quería escucharme. Se puso a llorar, y me hizo llorar a mí. Aparcamos detrás de la iglesia de Shiloh, en Travis Road, uno de nuestros sitios favoritos. Yo le dije que quería que nos acostásemos una última vez. Al principio no pareció que la idea le disgustase. Empezamos a enrollarnos. Luego ella se apartó y dijo que ya estaba bien, que no, que quería volver porque sus amigas estarían buscándola, pero yo ya no podía parar. Empezó a empujarme, y yo me enfadé, me enfadé de verdad; de repente la odié porque me rechazaba, porque no podía tenerla. Siendo blanco habría podido, pero como soy negro no doy la talla, ¿sabe? Nos empezamos a pelear, y en un momento dado ella se dio cuenta de que yo no pararía. No se resistió, pero tampoco se entregó. Al acabar se enfadó, pero de verdad; me dio una bofetada, y me dijo que la había violado. Entonces pasó algo; me dio un ataque, o no sé qué, pero el caso es que me volví loco. Aún la tenía debajo, y… mmm… le pegué, varias veces; me parecía mentira que estuviera dando golpes a aquella cara tan bonita, pero si no podía tenerla yo, entonces nadie podría tenerla. Me dio un ataque de rabia, como si fuera un salvaje, y sin darme cuenta le agarré el cuello con las dos manos. Empecé a sacudir, una y otra vez, hasta que se quedó inmóvil. Estaba todo muy quieto. Al recuperar el juicio me quedé mirándola, y en un momento dado me di cuenta de que no respiraba. [Donté bebió el primer y único trago de la lata de Coca-Cola.] Empecé a conducir, sin tener ni idea de adónde iba. Esperaba que Nicole se despertase, pero no se despertó. Yo la llamaba, pero no contestaba. Supongo que me dio pánico. No sabía la hora que era. Fui hacia al norte, y al darme cuenta de que salía el sol volví a tener pánico. Vi un cartel del Red River. Yo iba por la carretera 344, y…
—Perdona, Donté, pero antes has dicho que era la 244.
—Sí, eso, la 244. Me acerqué al puente. Aún era de noche. No se veía ningún faro, ni se oía nada. La saqué de la parte trasera de la camioneta y la eché al río. Al oírla chocar con el agua, sentí náuseas. Recuerdo que me pasé todo el viaje de vuelta llorando.
El gobernador se acercó al televisor y lo apagó.
—Chicos, a mí no me hace falta ver nada más.
Los tres se arreglaron las corbatas, se abrocharon los puños, se pusieron las americanas y salieron del despacho. En el pasillo los recibió un destacamento de seguridad reforzado para la ocasión. Subieron por la escalera hasta el nivel de la calle y caminaron deprisa hacia el Capitolio, donde esperaron sin ser vistos por la multitud a que el reverendo Jeremiah Mays pusiera término a su soflama incendiaria. Su despedida, en la que prometió venganza, fue aclamada por la muchedumbre. Cuando de pronto apareció en el podio el gobernador, los ánimos sufrieron un cambio radical. Al principio los presentes quedaron confundidos, pero al oír las palabras «Soy Gilí Newton, gobernador del gran estado de Texas» lo sepultaron en un alud de abucheos.
—Gracias por venir —vociferó él como respuesta—, y expresar el derecho de reunión que os confiere la Primera Enmienda. Que Dios bendiga a América. —Abucheos aún más fuertes—. Lo que hace grande a nuestro país es nuestro amor a la democracia, el mejor sistema del mundo. —Sonoros abucheos a la democracia—. Hoy estáis aquí reunidos porque creéis que Donté Drumm es inocente; pues bien, yo he venido a deciros que no lo es. Se le condenó en un juicio justo. Tuvo un buen abogado, y confesó el crimen. —Los abucheos y silbidos ya no cesaban, y Newton se vio obligado a gritar por el micrófono—. Su caso lo han revisado decenas de jueces de cinco tribunales distintos, estatales y federales, y todas las sentencias contra él han sido unánimes.
Cuando el vocerío ya era demasiado fuerte para continuar, Newton se irguió y sonrió con suficiencia: un hombre con poder frente a otros hombres desprovistos de él. Un gesto con la cabeza fue el acuse de recibo del odio que le tenían. Cuando el ruido remitió ligeramente, Newton se acercó al micrófono y, con todo el dramatismo el que fue capaz, y con plena conciencia de que sus palabras serían reproducidas en todas las noticias vespertinas y nocturnas de Texas, dijo:
—Me niego a conceder el indulto a Donté Drumm. Es un monstruo. ¡Es culpable!
La multitud se adelantó con un nuevo clamor. Antes de irse, el gobernador saludó con la mano a las cámaras. Su equipo de seguridad lo rodeó y se lo llevó a un lugar seguro. Tras él fueron Barry y Wayne, que no pudieron disimular una sonrisa. Su jefe acababa de coronar otro espléndido número circense, que sin la menor duda le haría ganar todas las elecciones venideras.