El primer viaje en helicóptero de Donté estaba pensado para ser el último. Por cortesía del Departamento de Seguridad Pública de Texas se movía por los aires a ciento cincuenta kilómetros por hora, mil metros por encima de un paisaje ondulado, y no veía el suelo. Estaba encajado entre dos vigilantes, unos chicos recios que miraban muy serios por las ventanillas, como si la operación Desvío pudiera tener en su arsenal uno o dos misiles tierra-aire. Delante había dos pilotos, muchachos de gesto adusto, entusiasmados por tener una misión tan emocionante. Durante el viaje, lleno de ruido y sobresaltos, Donté sintió náuseas; cerró los ojos, apoyó la cabeza en el plástico duro y procuró pensar en algo agradable. Pero no pudo.
Practicó sus últimas palabras, articulándolas en silencio, aunque el estruendo del helicóptero le habría permitido gritarlas sin que nadie se diera cuenta. Pensó en otros reclusos (algunos de ellos amigos, otros enemigos, casi todos culpables, excepto alguno que otro que proclamaba su inocencia), y en cómo habían afrontado la muerte.
El trayecto duró veinte minutos. Cuando el helicóptero aterrizó en la cárcel de Huntsville, en la antigua pista de rodeo, al preso le esperaba un pequeño ejército. Donté, cargado de cadenas y grilletes, prácticamente fue llevado en volandas a una furgoneta por sus celadores. Al cabo de unos minutos, la furgoneta se metió por un camino bordeado de tela metálica, recubierta por un grueso cristal y con una reluciente alambrada en lo alto. Hicieron salir a Donté de la furgoneta y lo acompañaron por una verja y un camino corto que llevaba al pequeño edificio de ladrillo de una planta donde Texas mata a los condenados.
Una vez dentro aguzó la vista, intentando captar lo antes posible su nuevo entorno. A su derecha había ocho celdas, cada una de las cuales desembocaba en un pasillo corto. También había una mesa con varias Biblias, una de ellas en español, y un puñado de guardias que en algunos casos, mientras daban vueltas, hablaban sobre el tiempo, como si en un momento así tuviera alguna importancia. Pusieron a Donté delante de una cámara y lo fotografiaron. Después le quitaron las esposas, y un técnico le informó que a continuación le tomarían las huellas dactilares.
—¿Por qué? —preguntó él.
—Puro trámite —fue la respuesta.
El técnico le cogió un dedo y lo hizo rodar sobre el tampón.
—No entiendo por qué tienen que tomarle las huellas a un hombre antes de matarlo.
El técnico no contestó.
—Ya lo entiendo —dijo Donté—: Quieren asegurarse de que no se equivocan de persona, ¿verdad?
El técnico le mojó otro dedo en la tinta.
—Pues esta vez sí que se han equivocado, se lo aseguro.
Después de tomarle las huellas, se lo llevaron a la celda de detención, una de las ocho que había. Las otras siete no estaban en uso. Donté se sentó al borde del catre, fijándose en lo brillante que estaba el suelo, lo limpias que estaban las sábanas y lo agradable que era la temperatura. Al otro lado de los barrotes, en el pasillo, había varios funcionarios de prisiones. Uno de ellos se acercó a los barrotes.
—Donté —dijo—, soy Ben Jeter, el director de Huntsville.
Donté asintió con la cabeza, pero no se levantó. Siguió mirando fijamente al suelo.
—Nuestro capellán se llama Tommy Powell. Está aquí, y se quedará toda la tarde.
—No necesito capellán —dijo Donté sin levantar la vista.
—Como usted quiera. Ahora escúcheme, porque voy a explicarle cómo funciona todo.
—Creo que ya sé cómo funciona.
—Bueno, pero se lo diré de todos modos.
Tras una serie de discursos, cada uno más estridente que el anterior, la manifestación perdió algo de gas. Delante del juzgado, los negros eran tantos que ocupaban parte de la calle Mayor, cerrada al tráfico. En vista de que nadie más cogía el megáfono, se despertó otra vez el cuerpo de tambores, y la muchedumbre siguió a la música por la calle Mayor, hacia el oeste, entre cánticos, despliegue de carteles y notas de We Shall Overcome. Asumiendo el papel de cabecilla de la marcha, Trey Glover maniobraba su todoterreno por delante de los percusionistas. El rap hacía temblar las tiendas y los bares del centro, cuyos dueños, dependientes y clientes se asomaban a las puertas y los escaparates. ¿Por qué estaban tan indignados los negros? El chico había confesado. Había matado a Nicole, según dijo él mismo. Ojo por ojo.
No hubo conflictos, pero la ciudad parecía a punto de explotar.
Al llegar a Sisk Avenue, Trey y los percusionistas no giraron a la izquierda, sino a la derecha. Girar a la izquierda habría encaminado la manifestación hacia el sur, que era aproximadamente su punto de partida. El giro a la derecha significaba que iban hacia la parte blanca. A pesar de todo, seguían sin verse objetos arrojadizos, y tampoco se oían amenazas. Algunos coches de la policía los seguían a bastante distancia, mientras otros vigilaban la manifestación desde las calles paralelas. Dos manzanas al norte de la calle Mayor, llegaron a la parte residencial más antigua. El ruido hacía salir a la gente a los porches, y lo que veían les hacía entrar de nuevo para ir directamente al armario de las armas. También cogían sus teléfonos para llamar al alcalde y al comisario jefe. Estaban perturbando la paz, eso estaba claro. ¿Qué indignaba tanto a toda aquella gente? El muchacho había confesado. Que hicieran algo.
El parque Civitan era un complejo de campos de baloncesto y softball para jóvenes, a cinco manzanas al norte de la calle Mayor, en Sisk Avenue. Trey Glover decidió que ya habían caminado bastante. La manifestación llegó a su fin, y el ruido de los tambores cesó. Ahora era una reunión, una mezcla volátil de juventud, rabia y la sensación de no tener nada mejor que hacer durante el resto de la tarde y la noche. Un capitán de la policía calculó que había unas mil doscientas personas, casi todas menores de treinta años. La mayoría de los negros de mayor edad habían vuelto a sus casas. Los móviles confirmaron los detalles, y coches llenos de más jóvenes negros salieron hacia el parque Civitan.
En la otra punta de la ciudad, otra multitud de negros airados asistía al salvamento por parte de las brigadas de bomberos de lo que quedaba de la Iglesia de Dios en Cristo de Mount Sinai. Gracias a la inmediatez de la llamada al 911, y a la rapidez de la respuesta, los daños no eran tan graves como los que había sufrido la Primera Iglesia Baptista, pero el interior del santuario estaba prácticamente destruido. Aunque las llamas se hubieran apagado, seguía saliendo humo por las ventanas, un humo que la ausencia de viento dejaba flotando sobre la ciudad, como otra capa adicional de tensión.
La partida de Reeva hacia Huntsville se grabó, como era de rigor. Invitó a algunos parientes y amigos a otra interpretación desgarradora, y todos pudieron disfrutar de sus llantos ante las cámaras. En ese momento, Sean Fordyce venía en avión desde Florida. Se reunirían en Huntsville para la entrevista previa a la ejecución.
Contando a Wallis, sus otros dos hijos y el hermano Ronnie, formaban un grupo de cinco, lo cual podía ser incómodo para un viaje de tres horas en coche, así que Reeva no solo persuadió a su pastor de que tomase prestada una de las camionetas de la iglesia, sino que además le insinuó que condujera él. Pese a sentirse agotado y emocionalmente sin fuerzas, el hermano Ronnie no estaba en situación de llevar la contraria a Reeva en un momento así, «el día más importante de su vida». En consecuencia, subieron todos y emprendieron el viaje, con el hermano Ronnie al volante de una camioneta de diez plazas en cuyos dos lados se leía en grandes letras PRIMERA IGLESIA BAPTISTA DE SLONE, TEXAS. Todos saludaron con la mano a sus amigos y a quienes les deseaban suerte. Todos saludaron a la cámara.
Reeva ya lloraba antes de llegar a las afueras.
Tras un cuarto de hora en el silencio y la penumbra del despacho de Robbie, Boyette, ya recuperado, se quedó en el sofá, aturdido de dolor, todavía con algunos temblores en los pies y las manos.
—Estoy aquí, pastor —dijo cuando Keith miró por la rendija de la puerta—. Aún estoy vivo.
Keith se acercó.
—¿Cómo se encuentra, Travis? —preguntó.
—Mucho mejor, pastor.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—Un café. Parece que alivia el dolor.
Keith se fue y cerró la puerta. Al encontrarse con Robbie, le informó de que Boyette aún estaba vivo. En esos momentos, la taquígrafa estaba transcribiendo la declaración. Sammie Thomas y los dos técnicos legales, Carlos y Bonnie, pergeñaban a toda prisa una instancia que ya se conocía como «la petición Boyette».
El juez Elias Henry entró en el bufete y fue a la sala de reuniones, pasando junto a la recepcionista.
—Aquí —dijo Robbie.
Llevó al juez a una pequeña biblioteca, cerró la puerta y cogió un mando a distancia.
—Tiene que verlo —dijo.
—¿Qué es? —preguntó el juez Henry, dejándose caer en una silla.
—Un momento. —Robbie enfocó el mando en la pantalla que había en una pared. Apareció Boyette—. Es el hombre que mató a Nicole Yarber. Lo acabamos de filmar.
El vídeo duraba catorce minutos. Lo miraron en silencio.
—¿Dónde está? —preguntó el juez Henry cuando la pantalla volvió a quedarse negra.
—En mi despacho, tumbado en el sofá. Tiene un tumor maligno en el cerebro, o eso dice, y se está muriendo. El lunes por la mañana entró en el despacho de un pastor luterano de Topeka, Kansas, y descargó su conciencia. Al principio se resistía, pero al final el pastor ha conseguido que subiera a un coche, y hace un par de horas que han llegado a Slone.
—¿Lo ha traído el pastor conduciendo hasta aquí?
—Sí. Un momento. —Robbie abrió la puerta y llamó a Keith. Se lo presentó al juez Henry—. Aquí lo tiene —dijo, dándole una palmada en la espalda—. Siéntate. El juez Henry es el juez titular de nuestro distrito. Si hubiera presidido el juicio de Donté Drumm, ahora no estaríamos aquí.
—Mucho gusto en conocerlo —dijo Keith.
—En buena aventura se ha metido, por lo que me han dicho.
Se rió.
—No sé dónde estoy ni qué hago —dijo.
—Pues entonces ha acertado con el bufete —comentó el juez Henry.
Se rieron un momento. Después el buen humor se disipó de golpe.
—¿Qué le parece? —preguntó Robbie al juez Henry, que se rascó la mejilla.
—La cuestión —dijo después de pensarlo a fondo— es lo que le parecerá al tribunal de apelación. Nunca se sabe. Odian a estos testigos sorpresa que aparecen en el último momento y empiezan a cambiar hechos con diez años de antigüedad. Además, un hombre que ha convertido la violación con agravantes en su modo de vida no tiene muchas posibilidades de que lo tomen en serio. Creo que tenéis pocas posibilidades de conseguir un aplazamiento.
—Es mucho más de lo que teníamos hace dos horas —repuso Robbie.
—¿Cuándo lo presentarás? Casi son las dos.
—En menos de una hora. Lo que quería preguntarle es si quiere que hablemos a la prensa del señor Boyette. Voy a mandar el vídeo al juzgado y al gobernador. También se lo podría entregar a la tele de aquí, o mandárselo a todas las cadenas de Texas. O mejor aún: organizar una rueda de prensa aquí o en el juzgado, y dejar que todo el mundo escuche cuál es la versión de Boyette.
—¿De qué serviría?
—Quizá quiero que el mundo se entere de que Texas está a punto de ejecutar a la persona equivocada. Mirad, el asesino es este. Escuchad lo que dice.
—Pero el mundo no puede parar la ejecución. Eso solo está en manos de los tribunales o del gobernador. Yo iría con cuidado, Robbie; ahora mismo el ambiente está muy cargado, y si la gente ve a Boyette responsabilizándose del crimen por la tele, podría saltar todo por los aires.
—Saltará igualmente.
—¿Quieres una guerra racial?
—Si matan a Donté, sí. No me molestaría una guerra racial. A pequeña escala.
—Vamos, Robbie, eso es jugar con dinamita. Piensa estratégicamente, no emocionalmente; y ten en cuenta que lo que dice ese hombre podría ser mentira. No sería la primera ejecución en la que un farsante se proclama culpable. La prensa no se puede resistir, el loco sale por la tele y todos quedan como tontos.
Robbie daba vueltas: cuatro pasos en una dirección y cuatro en la otra. Estaba inquieto, e incluso frenético, pero mantenía la claridad mental. Sentía una gran admiración por el juez Henry, y era bastante inteligente para saber que en esos momentos necesitaba que lo aconsejaran.
Dentro de la habitación, todo era silencio. Al otro lado de la puerta las voces se oían tensas, y sonaban los teléfonos.
—Supongo que no se podría buscar el cadáver —dijo el juez Henry.
Robbie sacudió la cabeza y cedió la palabra a Keith.
—Ahora no. Hace dos días, creo que el martes, aunque no estoy seguro (tengo la sensación de llevar todo un año viviendo con ese hombre, pero bueno, el martes), dije que la mejor manera de impedir la ejecución era encontrar el cadáver, y Boyette contestó que sería difícil. La enterró hace nueve años en una zona aislada, llena de bosques. También dijo que ha vuelto varias veces a visitarla, aunque no sé muy bien qué significa eso, ni he tenido muchas ganas de averiguarlo, la verdad. Después perdí el contacto con él. Lo estuve buscando sin descanso. Tenía decidido acorralarlo, e insistir en que lo notificásemos a las autoridades, las de aquí y las de Missouri, si es allí donde está enterrada Nicole, pero él no accedió. Después volvimos a perder el contacto. Es un tipo raro, rarísimo. Esta medianoche me ha llamado por teléfono. Yo ya estaba en la cama, profundamente dormido. Me ha dicho que quería venir a contar su historia y parar la ejecución, y me ha parecido que yo no tenía alternativa. Le aseguro que es la primera vez que hago algo así. Ya sé que está mal ayudar a un presidiario a infringir la libertad condicional, pero bueno, qué se le va a hacer. El caso es que hemos salido de Topeka a la una de la madrugada de hoy. Yo le he vuelto a proponer que lo notificásemos a las autoridades, y que empezásemos a buscar el cadáver, como mínimo, pero él se ha cerrado en banda.
—No habría servido de nada, Keith —dijo Robbie—. Las autoridades de aquí son un caso perdido. Se reirían de ti. Ellos ya tienen al culpable. El caso ya está resuelto; supongo que casi cerrado. En Missouri nadie movería un dedo, porque no hay ninguna investigación en activo. No se puede llamar a un sheriff así como así y aconsejarle que vaya al bosque con sus chicos para empezar a cavar en un barranco. Las cosas no funcionan así.
—Pues entonces, ¿quién buscará el cadáver? —preguntó Keith.
—Nosotros, supongo.
—Me voy a casa, Robbie. Mi mujer me ha dicho de todo. Tengo un amigo abogado que se cree que estoy loco. Yo también lo creo. Más no puedo hacer. Quédate tú con Boyette; a mí me tiene harto.
—Relájate, Keith. Ahora te necesito.
—¿Para qué?
—Tú quédate, ¿entendido? Boyette se fía de ti. Además, ¿cuándo habías tenido entradas de primera fila para un disturbio racial?
—No tiene gracia.
—Resérvate el vídeo, Robbie —dijo el juez Henry—. Enséñaselo al tribunal y al gobernador, pero no lo hagas público.
—Puedo controlar el vídeo, pero no al señor Boyette. Si quiere hablar con la prensa, yo no se lo puedo impedir. Cliente mío no es, eso está claro.
A las dos y media de la tarde del jueves, todas las iglesias de Slone, negras y blancas, estaban vigiladas por predicadores, diáconos y catequistas, todos ellos varones, armados hasta los dientes y bien visibles. Se sentaban en la escalinata y hablaban nerviosos, con las escopetas sobre las rodillas. Se sentaban a la sombra de los árboles, cerca de la calle, y saludaban con la mano a los coches que pasaban, recibiendo muchos bocinazos de solidaridad. Patrullaban las puertas traseras y las fincas colindantes, fumando, mascando chicle y prestando atención a cualquier movimiento. En Slone no habría más incendios de iglesias.
La algodonera llevaba dos décadas abandonada, desde que la habían sustituido por otra nueva al este de la ciudad. Era una ofensa a la vista, un edificio viejo y muy deteriorado, cuyo incendio, en circunstancias normales, habría sido aplaudido. La llamada al 911 se registró a las 14.44. Una adolescente que pasaba por allí vio mucho humo, y llamó con el móvil. Los atribulados bomberos salieron a toda prisa hacia la algodonera, y cuando llegaron las llamas ya atravesaban el tejado. Al tratarse de un edificio vacío y abandonado, que en ningún caso constituía una gran pérdida, lo tomaron con calma.
El humo negro subía en remolinos hacia el cielo. Lo vio el alcalde desde su despacho del primer piso, cerca de los juzgados, y tras una consulta al comisario jefe llamó a la oficina del gobernador. La situación en Slone tenía pocos visos de mejorar. Los ciudadanos corrían peligro. Necesitaban a la Guardia Nacional.