Capítulo veintiuno

Pasaron a buscar a Donté a las doce del mediodía, ni un minuto antes ni uno después: todo exacto y bien ensayado. Se oyeron golpes en la puerta metálica que tenía a su espalda. Tres impactos fuertes. Estaba hablando con Cedric, pero al saber que era la hora pidió ver a su madre. Roberta estaba detrás de Cedric, de pie, entre Andrea y Marvin: los cuatro cabían a duras penas en aquella salita, y los cuatro lloraban sin hacer el menor esfuerzo por contener las lágrimas. Llevaban cuatro horas mirando el reloj, y ya no quedaba nada por decir. Cedric cambió de sitio con Roberta, que cogió el teléfono y puso la palma sobre el plexiglás. Donté hizo lo mismo por su lado. Sus tres hermanos se abrazaron por detrás de su madre, formando un grupo de cuatro muy unido, con Andrea en medio, a punto de desmayarse.

—Te quiero, mamá —dijo Donté—. Y siento mucho lo que pasa.

—Yo también te quiero, hijo. Y no digas que lo sientes, porque tú no has hecho nada malo.

Donté se pasó una manga por las mejillas.

—Siempre deseé haber salido de la cárcel antes de que se muriera papá. Quería que me viese libre. Quería que supiera que yo no había hecho nada malo.

—Ya lo sabía, Donté. Tu padre nunca dudó de ti. Murió sabiendo que eras inocente. —Roberta se secó la cara con un kleenex—. Yo tampoco he dudado nunca de ti, hijo.

—Ya lo sé. Supongo que a papá voy a verlo muy pronto.

Roberta asintió con la cabeza, pero no fue capaz de contestar. En ese momento se abrió la puerta de detrás de Donté y apareció un celador alto y corpulento. Donté colgó el teléfono, se levantó y puso las dos palmas en el plexiglás. Su familia hizo lo mismo. Después del último abrazo se fue.

Se lo llevaron del ala de visitas, nuevamente con las manos esposadas, y cruzando una serie de puertas de metal que se abrían con un chasquido salieron del edificio a un césped surcado por un zigzag de caminitos. Desde ahí entraron en un ala donde lo condujeron por última vez a su celda. Ahora todo era la última vez, y al sentarse en su catre y mirar fijamente la caja de sus pertenencias, Donté estuvo a punto de convencerse de que irse sería un alivio.

A su familia le dejaron cinco minutos para reponerse. Al salir con ellos de la sala, Ruth les dio un abrazo, y dijo que lo sentía. Ellos le agradecieron su amabilidad.

—¿Vais para Huntsville? —dijo justo cuando cruzaban una puerta metálica.

Sí, claro que sí.

—Pues igual sería mejor ir tirando. Dicen que podría haber problemas en las carreteras.

Asintieron sin saber muy bien qué contestar. Después pasaron por el control de seguridad del pabellón de entrada, recogieron los carnets de conducir y los bolsos y salieron por última vez de Polunsky.

Los «problemas en las carreteras» mencionados por Ruth eran una conspiración clandestina por Facebook que impulsaban dos alumnos negros de la Universidad Estatal Sam Houston de Huntsville. El nombre en clave era Desvío, y el plan era tan simple y tan inteligente que atrajo a decenas de voluntarios.

En 2000, poco después de que Donté llegase al corredor de la muerte, los reclusos fueron trasladados de Hunstville a Polunsky; fueron trasladados ellos, pero no la cámara de ejecuciones. Durante siete años —y doscientas ejecuciones—, hubo que llevar a los condenados desde Polunsky hasta Huntsville. Se planearon y se pusieron en práctica desplazamientos enrevesados, pero después de unas cuantas decenas de traslados sin emboscadas, ni esfuerzos heroicos por rescatar a los condenados, ni ningún otro indicio sospechoso, las autoridades se dieron cuenta de que no había observadores. En el fondo, aquello no le importaba a nadie. Desde entonces, prescindiendo de complicaciones, se usó la misma ruta para cada traslado: salían de la cárcel a la una del mediodía, giraban a la izquierda por la 350, luego otra vez a la izquierda por la 190 (una carretera de cuatro carriles, con mucho tráfico), y en una hora se acababa el viaje.

A los reclusos los metían en la parte trasera de un furgón sin identificar, rodeados por una cantidad de músculos y de armamento digna de la protección que se dispensa a un presidente; y como escolta, por si acaso, añadían otro furgón idéntico con otra escuadra de vigilantes aburridos, cuya esperanza era encontrar animación.

La última inyección letal la había recibido Michael Richard el 25 de septiembre. Diez estudiantes, todos ellos miembros de la operación Desvío, usaron cinco vehículos y una gran cantidad de teléfonos móviles para rastrear los movimientos de los dos furgones blancos desde Polunsky hasta Huntsville. Los estudiantes no fueron detectados. Nadie sospechaba de ellos. Nadie los buscaba. A principios de noviembre ya tenían ultimado el plan, y sus operativos se morían de ganas de armar bronca.

A la una menos diez del mediodía, un vigilante, negro y que sentía simpatía por Donté, dio un chivatazo a un miembro de la operación Desvío. Estaban cargando los dos furgones blancos; había empezado el traslado. A la una en punto, las camionetas salieron de la cárcel por una vía de servicio, cerca de la unidad de máxima seguridad, y se metieron en la carretera 350 en dirección a Livingston. Había poco tráfico. A tres kilómetros de la cárcel, el tráfico se hizo más denso, hasta que se paralizó por completo. Un coche se había quedado parado en el carril derecho, delante de los furgones. Curiosamente, también había otro coche parado en el carril izquierdo, y uno más en el arcén. Los tres coches no dejaban pasar a nadie. Los conductores estaban fuera, mirando el motor. A esos tres coches se añadieron otros tres, igualmente parados, dispuestos en hilera de un lado a otro de la carretera. Los furgones no se movían. No parecían tener prisa. Tras ellos, se paró otro coche en el carril derecho. La conductora, una chica negra, hizo abrirse el capó, salió y fingió exasperación por haberle fallado su Nissan. Justo al lado, en el carril izquierdo, un Volkswagen Beetle sufrió una avería de lo más oportuna, y se le levantó el capó. Fueron apareciendo de la nada otros vehículos, que se acumularon por detrás de la primera serie, bloqueando por completo la carretera, los arcenes y todas las entradas y salidas. En cinco minutos se había formado un atasco de veinte vehículos como mínimo. Los furgones blancos estaban rodeados de coches y todoterrenos averiados, todos con el capó levantado, mientras los conductores perdían el tiempo, conversaban entre ellos, se reían y hablaban por el móvil. Varios de los estudiantes varones iban de coche en coche para dejarlos inutilizados arrancando los cables de la tapa del delco.

En cuestión de minutos llegó la policía, la del estado y la local: decenas de coches patrulla con las sirenas a tope, seguidos por una brigada de grúas formada en Livingston a toda prisa. La operación Desvío había dado buenas instrucciones a sus voluntarios. Todos los conductores juraron y perjuraron que se les había calado el coche, lo cual, en Texas, no era ningún delito. Estaba claro que se mandarían órdenes judiciales por bloquear el tráfico, pero la operación Desvío había encontrado a un abogado dispuesto a contestarlas en los tribunales. Los policías no tenían derecho a coger por sí mismos las llaves para verificar el estado de los motores; y si lo intentaban, se encontrarían los motores muertos. Los estudiantes tenían instrucciones de resistirse a que les registrasen los vehículos, oponerse pacíficamente a cualquier tentativa de arresto, anunciar medidas legales si eran detenidos y, en caso de arresto, considerarlo un honor, una medalla en el combate contra la injusticia. La operación Desvío tenía a dos abogados que se ocuparían de todas las denuncias. A los estudiantes les encantaba la idea de ser encarcelados; la veían como un acto de desafío, algo de lo que podrían hablar durante años.

Mientras los coches de la policía y las grúas aparcaban sin orden ni concierto en las inmediaciones del atasco, y mientras los primeros policías se acercaban a los estudiantes, empezó a funcionar a la perfección la segunda fase del plan. Otra oleada de estudiantes en coche llegó a la carretera 350 desde Livingston, y no tardó en aproximarse al tumulto. Aparcaron detrás de las grúas, de tres en tres, a lo ancho y a lo largo. Se abrieron todos los capós: más averías en medio de la carretera. Como estaba previsto que los conductores de las grúas pudieran reaccionar con enfado —y quizá con violencia— al hecho de verse inmovilizados, la segunda oleada de conductores se quedó en sus coches, con las ventanillas subidas y los seguros puestos. La mayoría de los coches estaban llenos de estudiantes, y gran parte de ellos eran jóvenes sanos, muy capaces de defenderse. No les importaría tener que pelear. Ya venían previamente dispuestos a ello.

El conductor de una grúa se acercó al primer coche aparcado tras él, y al darse cuenta de que estaba lleno de negros empezó a decir palabrotas y a proferir amenazas. Un policía estatal lo hizo callar a gritos. Era el sargento Inman, y se encontraba al frente de una situación realmente excepcional, en la que de momento estaban implicados ocho coches de la policía, siete grúas, al menos treinta vehículos «averiados» y dos furgones de prisiones, uno de los cuales llevaba a un hombre hacia la muerte. Para empeorar las cosas, la gente de la zona acostumbrada a usar la carretera 350 estaba dando marcha atrás, sin saber que habían elegido el peor momento para ir de un sitio a otro. La carretera estaba embotellada sin remedio.

Inman era un profesional que no perdía los papeles, y que sabía algo que los estudiantes ignoraban. Al cruzar el atasco hacia los furgones, saludaba amablemente con la cabeza a los estudiantes y les preguntaba sonriendo si lo estaban pasando bien. Mientras tanto, de los furgones bajaron los destacamentos de seguridad para Donté, hombres fornidos con uniformes azules como los de las fuerzas especiales, y dotados de armas automáticas. La mayoría de los estudiantes se estaban aproximando a los furgones. Había uno que parecía el cabecilla. Inman se le acercó con la mano tendida.

—Soy el sargento Inman —dijo educadamente—. ¿Me puede decir su nombre?

—Quincy Mooney.

Mooney le dio la mano a regañadientes.

—Siento que se le haya averiado el coche, señor Mooney.

—No me hable.

Inman miró a su alrededor, sonriendo a los demás estudiantes.

—¿Todas estas personas son amigos suyos?

—No los conozco de nada.

Inman sonrió.

—Mire, señor Mooney, es que necesitamos sacar estos coches de la carretera. Se está acumulando el tráfico. Está todo bloqueado.

—Pues habrá que llamar a los mecánicos, supongo.

—No, Quincy, habrá que remolcarlos, a menos que quieran ahorrarse cien billetes, arrancar y marcharse. Si optasen por eso, no estaríamos obligados a poner tantas multas. Cien billetes más por coche.

—Ah, ¿acaso es ilegal que se te averíe el coche?

—No, pero usted sabe tan bien como yo por qué está aquí, y el juez también lo sabrá.

—Yo ya lo sé. ¿Y usted por qué está?

—Estoy haciendo mi trabajo, Quincy: controlar el tráfico y mantener la paz. —Inman asintió con la cabeza—. Acompáñeme.

Quincy lo siguió hasta el primer furgón. La doble puerta lateral estaba abierta. Inman miró por ella e invitó a Quincy a hacer lo propio. El furgón estaba vacío. Fueron al segundo y miraron; también estaba vacío. Los vigilantes de seguridad se aguantaban la risa. Se oía el ruido sordo y rítmico de un helicóptero.

—¿Dónde está Donté Drumm? —inquirió Quincy, estupefacto.

—¿Verdad que no está aquí? —preguntó Inman con una sonrisita.

Quincy se quedó mirando las ventanas tintadas del furgón vacío. Volvieron delante del primero. Inman miró el cielo en dirección a Polunsky. Todos esperaron a ver qué ocurría. Al cabo de unos segundos oyeron por encima de sus cabezas el estruendo de un helicóptero.

Inman señaló hacia él.

—Ahí va Donté.

Quincy se quedó boquiabierto, con los hombros caídos. Entre los estudiantes corrió la voz, y hubo miradas de sorpresa e incredulidad. Se había puesto en jaque una operación perfecta. Donté Drumm llegaría a la cámara de ejecuciones antes de lo estipulado.

—Demasiado rollo de internet —dijo Inman—. Te explico el trato, Quincy: tenéis un cuarto de hora para despejar la carretera y marcharos. Dentro de un cuarto de hora empezaremos a poner multas y a remolcar coches. Y para que lo sepas, no habrá detenciones, o sea que no nos provoquéis. ¿Me explico?

Quincy se alejó, completamente derrotado.

Después de un sándwich y tres vasos de café, Boyette se encontraba mejor. Estaba sentado delante de la mesa, con la luz encendida y las persianas levantadas. Robbie y Keith lo miraban fijamente. Nadie sonreía. Evidentemente, Boyette había dejado de lado el tema del dinero, al menos por el momento.

—Bueno, y si le cuento qué le pasó a Nicole, ¿a mí qué me pasará? —preguntó, mirando a Robbie.

—Nada, al menos durante mucho tiempo. La policía y los fiscales ya tienen a su hombre. Si esta noche lo matan, nunca se plantearán la posibilidad de acusar a nadie más. En cambio, si Donté consigue un aplazamiento, no estoy seguro de lo que harán, pero tardarán mucho en reconocer que a Nicole la mató otra persona. Se juegan demasiado con su condena injusta.

—¿O sea que no me detendrán ni hoy, ni mañana, ni pasado mañana?

—Yo de estos payasos no puedo responder, señor Boyette. No sé qué harán. Aquí, por norma general, los policías son tontos, y el detective Kerber es un gilipollas, pero detenerlo a usted sería reconocer que se han equivocado con Donté, y eso no lo harán. Si entrase ahora mismo en la comisaría, jurase sobre la Biblia y les explicase hasta el último detalle del rapto, violación y asesinato, lo tomarían enseguida por un loco. No tienen ningunas ganas de creerlo, señor Boyette. Su confesión los destroza.

El tic y la pausa. Robbie se inclinó y miró a Boyette con cara de enfado.

—Se ha acabado el tiempo, señor Boyette. Quiero oírlo. Dígame la verdad. ¿Mató a la chica?

—Sí, ya se lo dije a Keith: la rapté, la violé durante dos días, la estrangulé y escondí el cadáver.

—¿Dónde está el cadáver? Le aseguro que encontrarlo evitaría la ejecución. ¿Dónde está?

—En las colinas del sur de Joplin, Missouri. Lejos de todo.

—De aquí a Joplin hay como mínimo cinco horas.

—Más. Yo fui en coche con Nicole.

—O sea que al salir de Texas estaba viva.

El tic y la pausa.

—Sí, la maté en Missouri. De camino la violé.

—¿Sería posible llamar a las autoridades de Joplin y explicarles cómo encontrar el cadáver?

Boyette logró reírse de aquella insensatez.

—¿Se cree que soy tonto? ¿Por qué la iba a enterrar donde pudieran encontrarla? Después de tantos años, ni siquiera estoy seguro de poder encontrarla yo.

Robbie, que se lo esperaba, no se inmutó.

—Pues entonces tenemos que tomarle declaración, por vídeo y cuanto antes.

—De acuerdo. Estoy preparado.

Fueron a la sala de reuniones, donde Carlos esperaba con una cámara y una taquígrafa. Pusieron a Boyette en una silla, frente a la cámara. La taquígrafa se sentó a su derecha, y Robbie a su izquierda. La cámara la manejaba Carlos. De golpe aparecieron los otros miembros del bufete —a quienes Robbie quería como testigos— y se sentaron a tres metros, con Keith. De pronto, al mirarlos, Boyette se puso nervioso. Se sentía como si estuviera ante su propia ejecución, con un nutrido público. La taquígrafa le pidió que levantase la mano derecha y jurase decir la verdad. Boyette lo hizo. Robbie empezó con las preguntas. Nombre, lugar de nacimiento, dirección, ocupación, situación actual como preso en libertad condicional y antecedentes penales. Le preguntó si declaraba voluntariamente. No le habían prometido nada. ¿Vivía en Slone en diciembre de 1998? ¿Por qué? ¿Cuánto tiempo?

Las preguntas de Robbie eran amables, pero eficaces. Boyette miraba directamente a la cámara, sin flaquear ni pestañear, como si fuera cogiéndole el gusto. Curiosamente, el tic desapareció.

Háblenos de Nicole.

Tras pensarlo un segundo, se embarcó en su relato: los partidos de fútbol americano, la fascinación por Nicole, la obsesión, el seguimiento y por último el rapto fuera del centro comercial sin un solo testigo. En el suelo de su furgoneta le puso una pistola en la cabeza y la amenazó con matarla si hacía ruido. Después le ató las muñecas y los tobillos con cinta americana. También le puso cinta en la boca. Salió con ella al campo, no sabía muy bien dónde, y después de violarla por primera vez estuvo a punto de dejarla en una zanja, herida pero no muerta. Sin embargo, quiso volver a violarla. Salieron de Slone. Como el móvil del bolso de ella no dejaba de sonar, al final Boyette paró en un puente sobre el Red River, sacó el dinero, la tarjeta y el carnet de conducir y tiró el bolso por el puente. Condujo sin rumbo por el sudeste de Oklahoma. Justo antes del amanecer, cerca de Fort Smith, vio un motel barato donde ya había estado a solas. Pagó una habitación en efectivo e hizo entrar a Nicole sin que la vieran, apuntándola en la cabeza. Volvió a ponerle cinta en las muñecas, los tobillos y la boca, y le dijo que se durmiera. Él durmió un par de horas, pero no estaba seguro de que ella hubiera hecho lo mismo. Pasaron un largo día en el motel. Boyette la convenció de que la soltaría si cooperaba, si le daba lo que quería, pero ya sabía la verdad. Después de oscurecer siguieron hacia el norte. El domingo, al salir el sol, estaban al sur de Joplin, en una zona aislada, de bosques densos. Pese a las súplicas de Nicole, la mató. No fue fácil. Ella se resistió mucho, y le hizo sangre con sus arañazos.

Boyette embutió el cadáver en una caja de herramientas grande, y lo enterró. Nunca la encontraría nadie. Después volvió en coche a Slone y se emborrachó.

Robbie tomaba notas. La taquígrafa pulsaba las teclas de su estenotipo. Nadie más se movía. Parecía que nadie respirase.

Concluido su relato, Boyette se quedó en silencio. Su manera distante de contar las cosas, y su dominio del detalle, ponían los pelos de punta. Más tarde, Martha Handler escribió: «Al ver los ojos y la cara de Boyette mientras hablaba de sus crímenes, desaparecía cualquier duda de que estábamos en presencia de un asesino despiadado. Lo que nunca sabremos, y tal vez prefiramos no saber, es la historia de lo que sufrió la pobre chica durante su suplicio».

Robbie, tranquilo, pero también impaciente por llegar al final del testimonio, insistió.

—¿Hacia qué hora del domingo la mató?

—Casi no había salido el sol. Esperé a poder distinguir las cosas, ver dónde estaba y encontrar el mejor sitio para esconderla.

—¿Y era el domingo 6 de diciembre de 1998?

—Si usted lo dice… Sí.

—¿O sea que el sol debió de salir hacia las seis y media?

—Yo diría que sí.

—¿Y adónde fue al volver a Slone?

—Me fui a mi habitación del Rebel Motor Inn, después de haberme comprado una caja de cervezas con el dinero que le quité a Nicole.

—¿En el Rebel Motor Inn se emborrachó?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo vivió en Slone después del asesinato?

—No lo sé; puede que un mes y medio. Me detuvieron en enero. Ya tiene usted la ficha. Al salir de la cárcel, me fui.

—Después de matarla, ¿cuándo se enteró de que habían detenido a Donté Drumm?

—Exactamente no lo sé. Lo vi en la tele. Le vi a usted gritar ante las cámaras.

—¿Qué pensó cuando lo arrestaron?

Boyette sacudió la cabeza.

—Pensé que vaya pandilla de memos. El chico no tenía nada que ver. Se habían equivocado de tipo.

Era el momento perfecto para dejarlo.

—Ya está —dijo Robbie.

Carlos acercó la mano a la cámara.

—¿Cuánto tardaremos en tener la transcripción? —preguntó Robbie a la taquígrafa.

—Diez minutos.

—Muy bien. Dese prisa.

Robbie se amontonó con los demás en torno a la mesa de reuniones. Hablaron todos a la vez, y por unos instantes Boyette quedó olvidado, aunque Fred Pryor no le quitaba ojo de encima. Boyette pidió agua, y Pryor le dio un botellín. Keith salió a llamar a Dana y Matthew Burns, y a respirar aire fresco, pero el aire no era precisamente refrescante, sino que estaba cargado de humo y de tensión.

Se oyó un fuerte impacto, seguido por un grito: Boyette se había caído de la silla, chocando con el suelo. Se cogió la cabeza y, con las rodillas contra el pecho, empezó a temblar, presa de un ataque. Fred Pryor y Aaron Rey se arrodillaron a su lado sin saber qué hacer. Robbie y los demás formaron un corro y asistieron horrorizados a un ataque tan virulento que parecía hacer temblar el viejo suelo de madera. Hasta se compadecieron de él. Al oír el ruido, Keith se sumó al grupo.

—Necesita un médico —dijo Sammie Thomas.

—¿Verdad que lleva medicinas, Keith? —preguntó Robbie en voz baja.

—Sí.

—¿Tú ya lo habías visto alguna vez?

Boyette seguía retorciéndose, entre gruñidos lastimeros.

Seguro que se estaba muriendo. Fred Pryor le daba palmaditas en el brazo.

—Sí —dijo Keith—, hace unas cuatro horas, en alguna parte de Oklahoma. Primero se ha pasado un siglo vomitando, y luego se ha quedado inconsciente.

—¿Deberíamos llevarlo al hospital? Bueno, Keith, lo digo porque… Quizá se esté muriendo.

—No lo sé, no soy médico. ¿Qué más necesitáis de él?

—Nos hace falta su firma en la declaración, y que lo haga bajo juramento. —Robbie se apartó y llamó a Keith por señas. Hablaron en voz baja—. Luego está el tema de encontrar el cadáver. Esta declaración no garantiza que el tribunal pare la ejecución. El gobernador seguro que no. En todo caso, hay que encontrar el cadáver, y pronto.

—Vamos a ponerlo en el sofá de tu despacho —dijo Keith—, con las luces apagadas. Le daré un calmante. Quizá no se esté muriendo.

—Buena idea.

Era la una y veinte del mediodía.