Capítulo veinte

Los rumores sobre la manifestación circulaban desde el lunes, pero los detalles aún no estaban ultimados. Al principio de la semana faltaban varios días para la ejecución, y en la comunidad negra existía la ferviente esperanza de que algún juez se despertase y la impidiera. A medida que se aproximaba la hora, los negros de Slone no pensaban quedarse cruzados de brazos, y menos los más jóvenes. El cierre del instituto les había infundido vigor y libertad para buscar el modo de armar ruido. Hacia las diez de la mañana la gente empezó a congregarse en el parque Washington, en la esquina de la calle Diez y el Martin Luther King Boulevard. Con la ayuda de los móviles y de internet, el gentío fue aumentando, y en poco tiempo eran un millar los negros que se arremolinaban inquietos, con la seguridad de que algo iba a pasar, pero sin saber exactamente qué. Llegaron dos coches de la policía, que aparcaron algo más lejos, a una distancia prudencial de la multitud.

Trey Glover era el tailback titular del instituto de Slone. Tenía un todoterreno con las lunas tintadas, unos neumáticos exageradamente grandes, unos tapacubos de cromo relucientes y un equipo de sonido capaz de romper cristales de las ventanas. Lo aparcó en la calle, abrió las cuatro puertas y puso White Man’s Justice, una airada canción rap de T. P. Slik. La canción electrizó a la multitud. Acudieron muchos otros, alumnos de instituto en su mayor parte, aunque el acto también atrajo a los parados, a algunas amas de casa y a unos cuantos jubilados. Con la llegada de cuatro miembros de la banda de los Warriors, con dos tambores y dos bombos, se formó un conjunto de percusión. Empezó a sonar a coro «Liberad a Donté Drumm», que fue propagándose por el barrio. Lejos del parque, en la distancia, alguien tiró petardos, y durante unas décimas de segundo todos pensaron que podían ser disparos. Se lanzaron bombas de humo, y la tensión creció en cuestión de minutos.

El ladrillo no fue arrojado desde el parque Washington, sino de detrás de los coches de la policía, al otro lado de una valla de madera contigua a una casa cuyo propietario, Ernie Shylock, veía caldearse los ánimos desde su porche. Shylock dijo que no sabía quién lo había lanzado. El ladrillo se empotró en el cristal trasero de un coche patrulla, puso al borde del pánico a los dos policías y provocó una ruidosa oleada de aprobación en la multitud. Durante unos segundos, los policías corrieron con las pistolas en la mano, listos para disparar a todo lo que se moviera, incluido el señor Shylock, el primer blanco posible. Shylock levantó las manos.

—¡No disparen! —gritó—. No he sido yo.

Un policía corrió detrás de la casa como si estuviera persiguiendo al agresor, pero a los cuarenta metros, al quedarse sin aliento, desistió. Minutos más tarde llegaron refuerzos. Al ver más coches de la policía, la muchedumbre se exaltó.

La marcha, finalmente, empezó cuando los percusionistas se metieron por el Martin Luther King Boulevard, rumbo al norte, más o menos hacia el centro. Trey Glover los seguía en su todoterreno, con las ventanillas bajadas y música rap a todo volumen. Detrás iban los otros, una larga fila de manifestantes, muchos con carteles que exigían que se hiciera justicia, que se impidiera aquel asesinato y que se dejara en libertad a Donté. Varios niños en bicicleta se sumaron a la fiesta. La comitiva iba creciendo a medida que avanzaba lentamente, al parecer sin destino determinado.

Nadie se había molestado en pedir una autorización, tal como requerían las ordenanzas de Slone. El acto del día anterior delante del juzgado se había hecho legalmente. Aquella marcha no. Aun así, la policía mantuvo la serenidad. Que protestasen. Que gritasen. Aquella misma noche, si las cosas iban bien, se acabaría todo. Bloquear el recorrido del desfile, o intentar dispersar a la multitud, o incluso arrestar a unos cuantos sería visto como una provocación y no haría más que empeorar las cosas. En consecuencia, la policía se mantuvo al margen, siguiendo en algunos casos a los manifestantes, y en otros yendo delante de ellos y desviando el tráfico para abrir paso.

Un policía negro frenó su moto al lado del todoterreno.

—¿Adónde vas, Trey? —vociferó.

—Volvemos al juzgado —respondió Trey, que al parecer era el cabecilla no oficial del acto.

—Si es de manera pacífica, no habrá problemas.

—Lo intentaré —dijo Trey, encogiéndose de hombros.

Tanto él como el policía eran conscientes de que en cualquier momento se podía complicar la situación.

El desfile torció por Phillips Street. Avanzaba despacio, como una multitud escasamente organizada de ciudadanos preocupados, orgullosos de su libertad de expresión y encantados con su protagonismo. Los percusionistas repetían una y otra vez los mismos ritmos, precisos e impactantes. El rap hacía vibrar el suelo con sus aturdidoras letras. Los estudiantes brincaban y se descoyuntaban a su aire, a la vez que entonaban diversos cantos de batalla. El ambiente era al mismo tiempo festivo y airado. Los chicos estaban orgullosos del vertiginoso aumento de sus efectivos, pero querían hacer algo más. Frente a ellos, la policía bloqueó la calle Mayor e hizo correr la voz entre los comerciantes del centro de que se acercaba una manifestación.

La llamada al 911 fue registrada a las 11.27. Se estaba quemando la Iglesia de Dios en Cristo de Mount Sinai, cerca del parque Washington. Según la persona que llamaba, detrás de la iglesia había una camioneta blanca con un logo y varios números de teléfono, y dos hombres blancos con uniformes como de fontaneros o de electricistas habían salido corriendo del edificio y se habían marchado en la camioneta. Al cabo de unos minutos ya había humo. La respuesta de primeros auxilios a la llamada había provocado un estallido de sirenas, mientras varios camiones de bomberos salían rugiendo de dos de los tres cuarteles de Slone.

Al llegar a la esquina de Phillips y la calle Mayor, la marcha se detuvo. Los percusionistas dejaron de tocar. El rap bajó de volumen. Vieron pasar los camiones de bomberos en dirección a sus barrios. El mismo policía negro de antes detuvo su moto al lado del todoterreno e informó a Trey de que ahora se estaba quemando una de sus iglesias.

—Vamos a dispersar ese pequeño desfile, Trey —dijo.

—Ni hablar.

—Pues habrá follón.

—Ya lo hay —repuso Trey.

—Tenéis que iros, antes de que todo esto se salga de madre.

—No, los que os tenéis que largar sois vosotros.

A quince kilómetros al oeste de Slone había una tienda, el Trading Post, donde vendían de todo un poco. Su dueño, Jesse Hicks, un hombre corpulento, locuaz y gritón, era primo segundo de Reeva. Hacía cincuenta años que su padre había abierto el Trading Post, y Jesse nunca había trabajado en ningún otro sitio. El Post —como lo llamaba la gente— era un criadero de rumores, al que se iba a comer, e incluso había acogido a algún político en barbacoas de campaña. El jueves estaba más animado que de costumbre. Pasaba mucha gente para ponerse al día de la ejecución. En la pared de detrás del mostrador, junto a los cigarrillos, Jesse tenía una foto de su sobrina favorita, Nicole Yarber, y hablaba sobre el caso con todos los que le escuchaban. Técnicamente era su prima en tercer grado, pero desde que era famosa, por decirlo de algún modo, él la llamaba sobrina. Jesse no veía la hora de que llegasen las seis de la tarde del jueves 8 de noviembre.

La tienda estaba en la parte delantera del edificio. Al fondo había un pequeño comedor, con una vieja estufa panzuda, y alrededor media docena de mecedoras, que cuando se acercaba la hora de comer estaban todas ocupadas. Jesse estaba en la caja, cobrando gasolina y vendiendo cerveza, mientras hablaba sin parar con su pequeña parroquia. Las pocas horas transcurridas desde los disturbios del instituto, el hecho de que los rescoldos de la Primera Iglesia Baptista aún echasen humo y, por supuesto, la inminencia de la ejecución alimentaban una conversación muy agitada, plagada de chismorreos. Entró un tal Shorty, y dio una noticia.

—Los africanos vuelven a manifestarse por el centro. Uno ha reventado el cristal de un coche de la policía con un ladrillo.

Sumada a todas las demás historias, aquella desencadenó poco menos que un alud informativo que urgía debatir, analizar y poner en perspectiva. Shorty gozó de unos minutos de protagonismo, pero no tardó en ser eclipsado por Jesse, que siempre dominaba las conversaciones. Se expusieron diversas opiniones sobre lo que debería hacer la policía, aunque nadie adujo que estuviera haciendo bien las cosas.

Jesse llevaba varios años jactándose de que presenciaría la ejecución de Donté Drumm, de que estaba impaciente por verla, y de que, si le dieran la oportunidad, él mismo habría pulsado el botón. Había dicho muchas veces que su querida Reeva insistía en su presencia, debido al cariño y la estrecha relación que lo unían a Nicole, su adorada sobrina. Todos los hombres, en sus mecedoras, lo habían visto emocionarse y secarse los ojos al hablar de la muchacha, pero finalmente un error burocrático de última hora le impediría ir a Huntsville. Había tantos periodistas, funcionarios de prisiones y otros peces gordos con ganas de ver la ejecución, que Jesse se había quedado sin plaza. Era lo más buscado del momento, y por alguna razón, pese a estar en la lista aprobada, él se quedaba fuera.

Entró un tal Rusty.

—¡Se está quemando otra iglesia! —anunció—. ¡Una de las negras, la de Pentecostés!

—¿Dónde?

—En Slone, cerca del parque Washington.

Al principio, la idea de un incendio como represalia les resultó inconcebible. Hasta Jesse se quedó de piedra. Sin embargo, cuanto más lo discutían y lo analizaban, más les gustaba la idea. ¿Por qué no? Ojo por ojo, y diente por diente. Si quieren guerra, la tendrán. Todos estuvieron de acuerdo en que Slone era un polvorín, y en que les espera una noche muy larga. Resultaba turbador, pero también estimulante. Todos los hombres sentados alrededor de la estufa llevaban como mínimo dos armas de fuego en sus camiones, y tenían algunas más en casa.

Dos desconocidos entraron en el Trading Post. Uno era un clérigo con alzacuellos y americana a azul marino, y el otro un lisiado de cabeza lisa que cojeabas con bastón. El pastor se acercó a una vitrina y sacó dos botellines de agua. El otro fue al baño.

Keith puso los dos botellines sobre el mostrador.

—Buenos días —le dijo a Jesse.

Detrás de él, todos los expertos de las mecedoras hablaban al mismo tiempo, sin que entendiera nada.

—¿Es de por aquí? —preguntó Jesse mientras le cobraba el agua.

—No, estoy de paso —dijo Keith.

Tenía una dicción clara y precisa, sin ningún acento. Yanqui.

—¿Es predicador?

—Sí. Soy pastor luterano —confirmó Keith, justo cuando un olor de aros de cebolla recién sacados de la grasa caliente asaltaba su nariz.

Le dio una punzada de hambre, que hizo flaquear sus rodillas. Estaba famélico y exhausto, pero no tenía tiempo de comer. Boyette se estaba acercando. Keith le tendió una botella.

—Gracias —dijo a Jesse, girándose hacia la puerta.

Boyette saludó con la cabeza.

—Que paséis buen día, chicos —les deseó Jesse.

Y así fue como habló con el asesino de su sobrina.

En el aparcamiento, un Audi frenó en seco al lado del Subaru, y bajaron dos hombres: Aaron Rey y Fred Pryor. Las presentaciones fueron rápidas. Aaron y Fred miraron atentamente a Boyette para hacerse una idea, preguntándose si era un mentiroso o no. Robbie querría saberlo en cuanto subieran otra vez al coche y lo llamaran.

—De aquí al despacho hay un cuarto de hora, más o menos —dijo Aaron—. Tendremos que dar un rodeo para no cruzar el centro, porque hay jaleo. No se separe de nosotros, ¿eh?

—Vamos —dijo Keith, con muchas ganas de poner punto final a aquel interminable viaje.

Salieron los dos coches, el Subaru pegado al Audi. Boyette parecía tranquilo, por no decir indiferente. Tenía el bastón entre las piernas, y dio golpes en el puño con los dedos, como llevaba haciendo durante las últimas diez horas.

—Creía que nunca volvería a ver este sitio —comentó al pasar junto al indicador del límite municipal de Slone.

—¿Lo reconoce?

El tic y la pausa.

—La verdad es que no. He visto muchos de estos sitios, pastor. Villorrios los hay por todas partes. Llega un momento en el que se confunden.

—¿Slone tiene algo especial?

—Nicole. La maté.

—¿Y es la única a la que ha matado?

—Yo no he dicho eso, pastor.

—¿O sea que hay otras?

—Tampoco lo he dicho. Vamos a cambiar de tema.

—¿De qué le apetece hablar, Travis?

—¿Cómo conoció a su mujer?

—Ya le he dicho que no la meta en esto, Travis. Le preocupa demasiado mi mujer.

—Es que es tan mona…

En la mesa de reuniones, Robbie pulsó el botón del interfono.

—Dime, Fred.

—Los hemos conocido. Ahora van detrás de nosotros, y tienen pinta de ser un sacerdote de verdad y un tipo raro donde los haya.

—Descríbeme a Boyette.

—Blanco. Muy guapo no es que sea. Alrededor de metro ochenta, unos setenta kilos, rapado al cero, con un tatuaje muy feo en el lado izquierdo del cuello y otros en los brazos. Parece un bicho raro que se ha pasado toda la vida entre rejas. Ojos verdes, huidizos, que apenas parpadean. Después de estrecharle la mano, me han dado ganas de lavarme la mía. Un apretón fofo, como de trapo de cocina.

Robbie respiró hondo.

—O sea que ya están aquí —dijo.

—Pues sí. Llegaremos dentro de unos minutos.

—Daos prisa. —Se volvió hacia el teléfono con altavoz y miró a su equipo, que lo observaba en torno a la mesa—. A Boyette podría intimidarle un poco entrar aquí y ver que le están mirando fijamente diez personas —observó—. Haremos como si fuera un día de trabajo normal. Yo me lo llevaré a mi despacho y le haré las primeras preguntas.

El expediente de Boyette se iba engrosando. Habían encontrado constancia de sus condenas en cuatro estados, y algunos detalles sobre sus etapas en la cárcel. También habían encontrado al abogado de Slone que se había ocupado de su defensa después de su arresto en la ciudad; se acordaba vagamente de él, y les había enviado su ficha. Por lo demás, tenían una declaración jurada de la dueña del Rebel Motor Inn; se llamaba Inez Gaffney, y no se acordaba de Boyette, pero sí encontró su nombre en un libro de registro viejo, de 1998. Por último, tenían el expediente de construcción de la nave de Monsanto en la que Boyette decía haber trabajado a finales de otoño del mismo año.

Carlos despejó la mesa de reuniones. Esperaron.

Al aparcar en la estación de trenes, y abrir la puerta, Keith oyó sirenas a lo lejos, olió a humo e intuyó problemas.

—Esta noche se ha quemado la Primera Iglesia Baptista —dijo Aaron al subir por la escalera del antiguo andén—. Ahora hay un incendio en una iglesia negra de por allá.

Señaló con la cabeza hacia la izquierda, como si Keith pudiera orientarse.

—¿Están quemando iglesias?

—Sí.

Boyette se apoyó en el bastón para subir los escalones con dificultad. Accedieron al vestíbulo. Fingiéndose ocupada con un procesador de textos, Fanta apenas levantó la vista.

—¿Dónde está Robbie? —preguntó Fred Pryor.

Ella señaló con la cabeza hacia el fondo.

Robbie los recibió en la sala de reuniones. Las presentaciones fueron algo violentas. Boyette era reacio a hablar o a dar la mano.

—Yo de usted me acuerdo —le dijo bruscamente a Robbie—. Lo vi en la tele después de que arrestaron al chico. Estaba tan disgustado que casi le gritaba a la cámara.

—Sí, era yo. ¿Usted dónde estaba?

—Aquí, señor Flak, viéndolo todo sin poder creer que se hubieran equivocado de persona.

—Exacto, se equivocaron.

Para alguien tan nervioso e irascible como Robbie Flak era difícil mantener la calma. Tuvo ganas de dar una bofetada a Boyette, de cogerle el bastón, pegarle hasta que se desmayase e insultarle por una larga lista de delitos. Tuvo ganas de matarlo con sus propias manos. En vez de eso, fingió serenidad y desapego. No ayudarían a Donté con malas palabras.

Salieron de la sala de reuniones para ir al despacho de Robbie. Aaron y Fred Pryor se quedaron fuera, preparados para lo que pudiera pasar. Robbie acompañó a Keith y a Boyette hacia una mesita del rincón. Se sentaron los tres.

—¿Quieren café, o algo de beber? —preguntó Robbie, casi con amabilidad.

Miró fijamente a Boyette, que no pestañeó ni se inmutó al sostener su mirada.

Keith carraspeó.

—Mira, Robbie —dijo—, no me gusta nada pedir favores, pero es que llevamos mucho tiempo sin comer y nos estamos muriendo de hambre.

Robbie cogió el teléfono, llamó a Carlos y pidió una bandeja de sándwiches y agua.

—No tiene sentido andarse por las ramas, señor Boyette. Oigamos lo que tiene que decir.

El tic, la pausa. Boyette cambió de postura, inquieto. De repente no podía mirar a los ojos.

—Bueno, lo primero que quiero saber es si hay alguna recompensa en dinero sobre la mesa.

Keith bajó la cabeza.

—Ay, Dios mío —dijo.

—No lo dirá en serio, ¿verdad? —preguntó Robbie.

—Yo diría que ahora todo va en serio, señor Flak —contestó Boyette—. ¿No le parece?

—Es la primera vez que se habla de una recompensa —dijo Keith, completamente exasperado.

—Yo tengo mis necesidades —replicó Boyette—. No dispongo de un chavo ni de perspectivas de ganarlo. Lo pregunto por pura curiosidad.

—¿Pura curiosidad? —repitió Robbie—. Faltan menos de seis horas para la ejecución, y tenemos poquísimas posibilidades de impedirla. Texas está a punto de ejecutar a un inocente, y yo aquí sentado, con el verdadero asesino, que de repente quiere que le paguen por lo que hizo.

—¿Quién dice que sea el verdadero asesino?

—Usted —soltó Keith—. Me dijo que la había matado, y que sabe dónde está enterrado el cadáver porque lo enterró usted mismo. No juegue con nosotros, Travis.

—Si no recuerdo mal, cuando intentaban encontrarla, el padre de la chica ofreció un buen pellizco; algo así como doscientos mil dólares, ¿no, señor Flak?

—De eso hace nueve años. Si cree que van a pagarle la recompensa, se equivoca del todo.

Robbie midió sus palabras, pero la explosión era inminente.

—¿Para qué quiere dinero? —preguntó Keith—. Según dijo usted mismo, dentro de unos meses se habrá muerto. El tumor, ¿se acuerda?

—Gracias por recordármelo, pastor.

Robbie fulminó a Boyette con una mirada de odio incontrolado. La verdad era que en aquel momento habría comprometido todos sus bienes a cambio de una buena declaración jurada que explicase la verdad y le permitiera salvar a su cliente. Durante un largo silencio, los tres meditaron sus siguientes pasos. Boyette hizo una mueca y empezó a frotarse el cuero cabelludo. Después se puso una palma en cada sien y apretó con todas sus fuerzas, como si una presión del mundo externo pudiera aliviar la que sentía dentro.

—¿Le está dando un ataque? —preguntó Keith, sin recibir respuesta—. Es que le dan ataques —dijo a Robbie, como si la explicación sirviera de algo—. Se los alivia la cafeína.

Robbie se levantó de un salto y salió de la sala.

—Quiere dinero, el muy hijo de puta —les dijo a Aaron y a Pryor fuera del despacho.

Fue a la cocina, cogió una cafetera que de fresca no tenía nada, encontró dos vasos de cartón y regresó a su despacho. Sirvió un vaso a Boyette, que estaba doblado por la cintura, con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos, gimiendo.

—Tenga, un poco de café.

Silencio.

—Voy a vomitar —anunció finalmente Boyette—. Necesito estirarme.

—Póngase en el sofá —dijo Robbie, señalando al otro lado de la habitación.

Boyette se levantó con dificultad, y con la ayuda de Keith llegó al sofá, donde se envolvió la cabeza con los brazos y pegó las rodillas al pecho.

—¿Podría apagar la luz? —pidió—. Se me pasará en un minuto.

—¡No tenemos tiempo! —dijo Robbie, a punto de perder los estribos.

—Solo un minuto, por favor —suplicó Boyette con patetismo, mientras le temblaba todo el cuerpo y respiraba con dificultad.

Keith y Robbie salieron del despacho y fueron a la sala de reuniones. Pronto se formó todo un grupo. Robbie hizo las presentaciones entre Keith y los demás. Trajeron la comida, que despacharon rápidamente.