Capítulo dos

El padre de Robbie Flak compró la antigua estación ferroviaria del centro de Slone en 1972, cuando Robbie aún iba al instituto, justo antes de que el ayuntamiento la derribase. El señor Flak padre había ganado algo de dinero demandando a empresas prospectoras, y necesitaba gastar una parte. Él y sus socios reformaron la estación y se establecieron allí durante veinte años francamente prósperos. No es que fueran ricos, al menos según criterios texanos, pero eran abogados de éxito, y el pequeño bufete tenía buena reputación en la ciudad.

Entonces llegó Robbie. Empezó a trabajar en el bufete antes de cumplir los veinte años, y los demás abogados no tardaron mucho tiempo en descubrir que era distinto. Mostraba poco interés por los beneficios, pero le consumía la injusticia social. Instaba a su padre a aceptar casos de derechos civiles, de discriminación por edad o sexo, de especulación inmobiliaria, de brutalidad policial… El tipo de trabajo que en una ciudad pequeña del Sur puede condenar al ostracismo. De gran inteligencia y desparpajo, Robbie se graduó en tres años, en el Norte, y sus estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad de Texas en Austin fueron un paseo. No hizo una sola entrevista de trabajo; ni una sola vez pensó en trabajar en otro sitio que en la estación ferroviaria del centro de Slone, donde había tanta gente a quien quería demandar, tantos clientes maltratados y humillados que lo necesitaban…

Con su padre todo fueron peleas desde el primer día. Los demás abogados, o bien se jubilaron o cambiaron de bufete. En 1990, a los treinta y cinco años, Robbie demandó al ayuntamiento de Tyler, Texas, por discriminación inmobiliaria. El juicio, celebrado en Tyler, duró un mes, y en un momento dado Robbie no tuvo más remedio que contratar guardaespaldas, porque las amenazas de muerte se habían vuelto demasiado verosímiles. El veredicto del jurado —noventa millones de dólares— convirtió a Robbie Flak en una leyenda, un hombre rico y un abogado radical sin cortapisas, que ahora tenía dinero para armar más ruido del que pudiera haberse imaginado. Su padre, para no ser un estorbo, se retiró y se dedicó a jugar al golf. La primera mujer de Robbie no vio la hora de volver a St. Paul con un pellizco del pastel.

El bufete de abogados Flak se convirtió en el principal destino de quienes, en mayor o menor medida, se consideraban desairados por la sociedad. Insultados, acusados, maltratados, heridos: todos acababan recurriendo al señor Flak. Para seleccionar los casos, Robbie contrató a montones de abogados jóvenes y a técnicos legales. Inspeccionaba a diario las redes, cogía las buenas piezas y el resto lo echaba al mar. Primero el bufete creció, y después sufrió una implosión. Volvió a crecer, y el núcleo se le fundió otra vez. El desfile de abogados era constante. Robbie los demandaba, y ellos a él. El dinero se evaporó, hasta que Robbie ganó una fortuna con otro caso importante. El punto más bajo de su pintoresca trayectoria fue cuando pilló a su contable en un desfalco, y lo golpeó con un maletín. Se salvó de una condena seria negociando una sentencia de treinta días de cárcel por un delito menor. La noticia salió en primera plana, y Slone la siguió hasta el menor detalle. A Robbie, ansioso —cómo no— de publicidad, le preocupó más la mala prensa que ir a la cárcel. El colegio de abogados de su estado hizo pública una reconvención y lo suspendió noventa días del ejercicio de su profesión. Era su tercer rifirrafe con el comité de ética, y se prometió que no sería el último. Su segunda esposa acabó marchándose con un buen cheque.

Su vida era tan caótica y escandalosa como su personalidad, en conflicto constante consigo mismo y con su entorno, pero nunca aburrida. A sus espaldas se le llamaba a menudo «Robbie Flake»,[1] y cuando empezó a beber más de la cuenta pasó a ser «Robbie Flask».[2] Sin embargo, a pesar de su vida tumultuosa, las resacas, mujeres locas, socios hostiles, economía precaria, causas perdidas y burlas de los poderosos, Robbie Flak llegaba cada mañana a primera hora a la estación con la férrea determinación de pasarse el día luchando por la gente corriente. Y no siempre esperaba a que lo buscaran. Si llegaba a sus oídos alguna injusticia, a menudo cogía el coche y salía en su busca. Este celo infatigable lo llevó al proceso judicial que más dio que hablar en toda su trayectoria.

En 1998, Slone quedó traumatizado por el crimen más sonado de su historia. Una alumna de último curso de instituto, Nicole Yarber, desapareció a los diecisiete años y no volvió a ser vista viva ni muerta. Durante dos semanas, la ciudad quedó en suspenso, mientras miles de voluntarios peinaban callejones, campos, zanjas y edificios abandonados. La búsqueda fue en vano.

Nicole era una chica popular, una alumna con buenas calificaciones, miembro de los clubes habituales y asidua al oficio religioso dominical de la Primera Iglesia Baptista, en cuyo coro juvenil cantaba a veces. Sin embargo, su máximo logro era ser animadora en el instituto de Slone. En último curso la habían nombrado capitana del equipo, tal vez el puesto más envidiado de todo el colegio, al menos para las chicas. Salía de modo intermitente con un chico, un jugador de fútbol americano que tenía grandes sueños pero un talento limitado. La noche de su desaparición acababa de hablar por el móvil con su madre, y le había prometido llegar a casa antes de las doce. Era un viernes de principios de diciembre. Los Slone Warriors no tenían más partidos por delante, y la vida había vuelto a la normalidad. Más tarde, la madre de Nicole declaró —y el registro telefónico así lo confirmó— que ella y Nicole hablaban como mínimo seis veces al día por el móvil. También se mandaban un promedio de cuatro mensajes de texto. Siempre estaban en contacto, y la idea de que Nicole se escapara sin decirle nada a su madre era inconcebible.

Nicole no tenía antecedentes de problemas emocionales, trastornos alimentarios, conducta desordenada, atención psiquiátrica o consumo de drogas. Sencillamente, desapareció. Sin testigos. Sin explicaciones. Nada. Se sucedieron las vigilias de oración en las iglesias y colegios. Se instauró una línea telefónica especial que tuvo gran afluencia de llamadas, aunque ninguna de ellas resultó ser creíble. También se creó una página web para supervisar la búsqueda y filtrar rumores. Llegaron a la ciudad una serie de expertos, reales y falsos, para dar consejo. Sin que nadie lo llamara apareció un médium, pero se marchó al ver que no conseguía dinero. A medida que se alargaba la búsqueda, la ciudad se convirtió en un hervidero de chismes, y apenas se hablaba de otra cosa. Frente a la casa de Nicole había un coche patrulla las veinticuatro horas del día, al parecer como consuelo para la familia. La única cadena de televisión de Slone contrató a otro reportero novato para que llegara al fondo del asunto. Los voluntarios buscaban debajo de las piedras, mientras la investigación se ampliaba a todo el entorno rural. Se instalaron cerrojos en puertas y ventanas. Los padres dormían con sus armas de fuego en la mesilla de noche. Los niños pequeños eran objeto de una estrecha vigilancia por parte de padres y canguros. Los predicadores reescribían sus sermones para subrayar su oposición al mal. Durante la primera semana, la policía daba partes diarios, pero al advertir que no había ninguna novedad empezó a hacerlo en días alternos. Aguardaban expectantes, a la espera de una pista: una llamada inesperada por teléfono, un delator en busca de la recompensa… Se rezaba por que hubiera alguna novedad.

Y llegó, dieciséis días después de la desaparición de Nicole. A las 4.33 de la madrugada sonó dos veces el teléfono del detective Drew Kerber, que al final lo cogió. Aunque estaba agotado, no había dormido bien. Apretó instintivamente un botón para grabar la llamada. He aquí la grabación, reproducida mil veces desde entonces:

La llamada se cortó. Siguieron su rastro hasta una cabina de una tienda abierta las veinticuatro horas de Slone, donde acababa la pista.

El detective Kerber ya conocía los rumores sordos de que Nicole salía con un jugador negro de fútbol americano, pero nadie había podido verificarlos. El novio de Nicole lo desmentía rotundamente. Según él, llevaban un año saliendo de modo intermitente, y estaba seguro de que Nicole aún no era sexualmente activa. Sin embargo, como tantos rumores demasiado soeces para no escucharlos, aquel no desapareció. Era tan repugnante, y con tanto potencial explosivo, que hasta entonces Kerber no había querido comentárselo a los padres de Nicole.

Kerber se quedó mirando el teléfono. Luego sacó la cinta, fue en coche a la comisaría de Slone, se preparó una cafetera y volvió a escuchar la grabación. Estaba eufórico, impaciente por dar la noticia a su equipo de investigación. Ahora encajaba todo: los amores adolescentes e interraciales —lo cual seguía siendo tabú en el este de Texas—, la tentativa de ruptura por parte de Nicole y la reacción violenta de su amante despechado. Tenía toda la lógica del mundo.

Ya tenían al culpable.

Dos días más tarde, Donté Drumm fue detenido y acusado del secuestro, violación con circunstancias agravantes y asesinato de Nicole Yarber. Confesó, y reconoció haber arrojado el cadáver al Red River.

Robbie Flak y el detective Kerber tenían a sus espaldas una relación rayana en lo violento. A lo largo de los años habían chocado varias veces en casos criminales. El odio de Kerber al abogado era el mismo que sentía por todos los sinvergüenzas que representaban a criminales. Flak, por su parte, consideraba a Kerber un matón, un policía sin escrúpulos y un hombre peligroso con placa y pistola, dispuesto a todo con tal de lograr una condena. Una vez, durante una declaración memorable ante un jurado, Flak pilló a Kerber mintiendo descaradamente, y para subrayar lo evidente le gritó al testigo:

—Usted es un mentiroso de mierda, ¿no, Kerber?

El resultado fue una amonestación, una acusación de desacato, la exigencia de que pidiera disculpas a Kerber y a los miembros del jurado y una multa de quinientos dólares, pero su cliente fue absuelto, que era lo único importante. En toda la historia del Colegio de Abogados del condado de Chester, ninguno de sus miembros había sido acusado tan a menudo de desacato como Robbie Flak, récord del que se enorgullecía claramente.

En cuanto oyó la noticia de la detención de Donté Drumm, empezó a llamar como un loco por teléfono, y salió para el barrio negro de Slone, que conocía bien. Lo acompañaba Aaron Rey, un antiguo pandillero que había estado en la cárcel por distribución de droga y que ahora tenía un trabajo remunerado para el bufete Flak como guardaespaldas, recadero, chófer, investigador y todo lo que Robbie pudiera necesitar. Rey llevaba como mínimo dos pistolas encima, y otras dos en una cartera; todas legales, ya que Flak le había devuelto sus derechos civiles, y ahora podía incluso votar. Si de algo andaba escaso Robbie Flak en Slone no era precisamente de enemigos, aunque todos ellos conocían a Aaron Rey.

La madre de Drumm trabajaba en el hospital. Su padre era camionero para una serrería del sur de la localidad. El matrimonio y sus cuatro hijos vivían en una casita de madera blanca con luces navideñas en torno a las ventanas y una guirnalda en la puerta. El pastor de la familia llegó poco después de Robbie. Estuvieron varias horas hablando. Los padres estaban desorientados, destrozados, furiosos y con un miedo cerval; también agradecidos por la visita del señor Flak. No sabían qué hacer.

—Puedo intentar que pongan el caso en mis manos —dijo Robbie.

Accedieron.

Nueve años más tarde seguía en las mismas manos.

El lunes 5 de noviembre, Robbie llegó temprano a la estación. Había trabajado el sábado y el domingo, y no se sentía nada descansado a causa del fin de semana. Estaba de un humor taciturno, por no decir de perros. Le esperaban cuatro días de puro caos, una vorágine de acontecimientos, algunos previstos, otros en absoluto. El jueves a las seis de la tarde, pasado el temporal, vio que probablemente tendría que ir a la cárcel de Huntsville y, en una sala de testigos llena a rebosar, cogerle a Roberta Drumm la mano mientras el estado de Texas le inyectaba a su hijo sustancias químicas en cantidad suficiente como para matar a un caballo.

Sería su segunda visita a Huntsville.

Apagó el motor de su BMW, pero no conseguía desabrocharse el cinturón. Con el volante en las dos manos, miraba sin ver por el retrovisor.

Llevaba nueve años peleándose por Donté Drumm. Jamás había librado una guerra tan feroz. Durante el absurdo juicio en el que habían declarado culpable del asesinato a Donté, Robbie había luchado como un loco. Había insultado a los tribunales de apelación, eludido la ética y esquivado la ley; había afirmado la inocencia de su cliente en artículos enervantes, y pagado a expertos para que pergeñasen novedosas teorías que no convencían a nadie. Había importunado al gobernador hasta el punto de que ya no le devolvía nadie sus llamadas, ni siquiera los últimos del escalafón. Había presionado a políticos, grupos pro inocencia,[3] asociaciones religiosas, colegios de abogados, defensores de los derechos civiles, la ACLU,[4] Amnistía Internacional, abolicionistas de la pena de muerte y todo aquel que pudiese hacer algo para salvar a su cliente, por remota que fuera la posibilidad; y ni por esas se paraba el reloj, sino que cada día era más fuerte su tictac.

Durante ese tiempo, Robbie Flak se había gastado todo su dinero, quemado todos los puentes e indispuesto con casi todos sus amigos, y estaba al borde del agotamiento y a punto de zozobrar. Llevaba tanto tiempo desgañitándose que ya no lo escuchaba nadie. Para la mayoría de los observadores solo era otro abogado gritón que pregonaba a los cuatro vientos la inocencia de su cliente, lo cual no era precisamente nada raro.

El caso lo había puesto al límite, y cuando se acabase, cuando el estado de Texas lograse al fin ejecutar a Donté, Robbie tenía serias dudas de poder seguir. Sus planes eran irse a vivir a otro lugar, vender sus fincas, jubilarse, mandar a la mierda a Slone y a Texas e instalarse en las montañas, por ejemplo en Vermont, donde en verano hacía fresco y donde estaba abolida la pena de muerte.

Se encendieron las luces de la sala de reuniones. Ya había alguien dentro, haciendo los preparativos para aquella semana infernal. Finalmente, Robbie bajó del coche y entró. Habló con Carlos, uno de sus técnicos legales de toda la vida, y estuvieron unos minutos tomando café. El tema de conversación pasó rápidamente al fútbol americano.

—¿Viste a los Cowboys? —preguntó Carlos.

—No, no pude. He oído que Preston tuvo el día.

—Más de doscientos metros. Tres touchdown.

—Yo ya no soy de los Cowboys.

—Yo tampoco.

Un mes antes, Rahmad Preston había estado en la sala de reuniones, firmando autógrafos y posando para las fotos. Primo lejano de un preso ejecutado en Georgia diez años atrás, había adoptado la causa de Donté Drumm y tenía grandes planes de enrolar a otros pesos pesados de los Cowboys y de la Liga Nacional de Fútbol (la NFL) que apoyasen la causa. Pensaba hablar con el gobernador, con la comisión de libertad condicional, con peces gordos del mundo empresarial, con políticos, con un par de raperos a quienes decía conocer bien y tal vez con gente de Hollywood. Encabezaría tal desfile que el estado no tendría más remedio que cambiar de postura. Al final, sin embargo, lo de Rahmad había resultado ser mera palabrería. Enmudeció de golpe; estaba «recluido», al decir de su agente, que lo atribuyó a que la causa distraería demasiado al gran jugador. Robbie, que veía conspiraciones por todas partes, sospechaba que la dirección de los Cowboys y su red de empresas patrocinadoras habían ejercido algún tipo de presión sobre Rahmad.

A las ocho y media toda la plantilla ya estaba en la sala, y Robbie dio por empezada la reunión. En aquel momento no tenía socios —el último se había ido por diferencias que aún estaban dirimiéndose en los tribunales—, pero sí a dos abogados a sueldo, dos técnicos legales, tres secretarias y Aaron Rey, que nunca se apartaba de su lado y que tras quince años con Robbie sabía más de derecho que la mayoría de los técnicos curtidos. También estaba en la reunión un abogado de Aranesty Now, un grupo pro derechos humanos con sede en Londres que había dedicado miles de horas de personal cualificado a las apelaciones del caso Drumm. Desde Austin participaba por teleconferencia un abogado, un letrado experto en apelaciones proporcionado por el Texas Capital Defender Group, el grupo texano de defensa de los condenados a muerte.

Robbie expuso sus planes para la semana. Quedaron definidos los deberes, distribuidas las tareas y aclaradas las responsabilidades. Intentó parecer optimista, esperanzado y confiado en la inminencia de un milagro.

El milagro se fraguaba lentamente a unos seis mil quinientos kilómetros al norte, en Topeka, Kansas.