Ahora que había salido el sol, y que la ciudad se despertaba ansiosa, la policía de Slone estaba en alerta máxima, con las pistoleras preparadas, las radios encendidas y un desfile de coches patrulla por las calles, mientras todos los agentes buscaban indicios de los siguientes problemas. Se esperaba que los hubiera en el instituto. El jefe, por si acaso, envió a media docena de hombres el jueves a primera hora. Cuando llegaron los alumnos para entrar en clase, vieron coches de la policía aparcados cerca de la entrada principal, una señal de mal agüero.
Todo Slone sabía que los jugadores negros habían boicoteado el entrenamiento del miércoles, y se habían comprometido a no jugar el viernes. No cabía mayor insulto para una población muy apegada a su equipo de fútbol americano. Los hinchas se sentían traicionados, cuando solo una semana antes eran el colmo del fervor y de la lealtad. Reinaba una gran exaltación, y en todo Slone las emociones estaban en carne viva. Del lado blanco de la ciudad, la amargura tenía como causa el fútbol, y ahora el incendio de una iglesia; del lado negro, todo era por la ejecución.
Como ocurre con la mayoría de los conflictos súbitos y violentos, nunca se sabría cómo empezaron exactamente los disturbios. En el aluvión de explicaciones posteriores quedaron claras dos cosas: que los alumnos negros echaban la culpa a los alumnos blancos, y que los blancos se la echaban a los negros. Cronológicamente, estaba algo más claro. A los pocos segundos de que sonara el primer timbre, el de las ocho y cuarto, pasaron varias cosas a la vez. Explotaron bombas de humo en los lavabos de chicos de la planta baja y del primer piso. Se lanzaron petardos, de los redondos, en el pasillo principal, y explotaron como obuses bajo las taquillas metálicas. Cerca de la escalera central explotó una traca que hizo cundir el pánico en todo el instituto. La mayoría de los alumnos negros salieron de clase y se reunieron en los pasillos. En un aula de tercero se armó una pelea porque dos exaltados, uno negro y otro blanco, se insultaron y empezaron a darse puñetazos. No tardaron en formarse dos bandos. El profesor salió corriendo del aula, pidiendo ayuda a gritos. Una pelea desencadenó otras varias, y en poco tiempo los alumnos salían corriendo del colegio para ponerse a salvo. Algunos gritaban «¡Fuego, fuego!», a pesar de que no se veían llamas. La policía pidió refuerzos y camiones de bomberos. Por toda la planta baja y el primer piso explotaban petardos. El humo se hizo cada vez más denso a medida que cundía el pánico. Cerca de la entrada del gimnasio, una pandilla de blancos sorprendió a unos chicos negros saqueando las vitrinas de trofeos, y estalló otra pelea que se propagó por el aparcamiento contiguo al gimnasio. El director se quedó en su despacho, gritando por megafonía sin parar, pero nadie hacía caso de sus advertencias, que solo sirvieron para agravar la confusión. A las ocho y media anunció que se suspendían las clases durante todo aquel día y el siguiente. Al final la policía, que había pedido refuerzos, puso orden y evacuó el instituto. No había fuego, solo humo, y un olor punzante de explosivos baratos. Todo quedó en cristales rotos, váteres embozados, taquillas volcadas, mochilas robadas y el destrozo de una máquina expendedora de refrescos. Tres alumnos —dos blancos y uno negro— tuvieron que ser llevados al hospital, donde los atendieron por cortes. Hubo muchas heridas y morados de los que no se informó. Como suele ocurrir en estas refriegas, fue imposible determinar quién era el causante de los problemas y quién trataba de escapar, por lo cual de momento no hubo detenciones.
Muchos de los mayores, tanto negros como blancos, se fueron a casa a buscar sus pistolas.
En el control de seguridad del edificio de entrada de Polunsky dejaron pasar a Roberta, Andrea, Cedric y Marvin, que fueron llevados por un supervisor a la sala de visitas, proceso —y recorrido— que habían soportado muchas veces durante los últimos siete años; y aunque siempre hubieran odiado la cárcel, en todos sus aspectos, comprendieron que pronto formaría parte de su pasado. Polunsky, como mínimo, era el lugar donde vivía Donté. Faltaban pocas horas para que dejara de serlo.
En la zona de visitas hay dos salas privadas para uso de los abogados. Son algo más amplias que las cabinas para visitas, y al ser espacios totalmente cerrados nadie puede escuchar lo que se dice, ni los vigilantes, ni el personal de la cárcel, ni otros presos o letrados. El último día, los condenados tienen derecho a ver a su familia y a sus amigos en una de las salas de abogados. También hay una separación de plexiglás, y todas las conversaciones se realizan mediante los teléfonos negros dispuestos a ambos lados. Imposible tocarse.
Los fines de semana, en la sala de visitas hay mucho ruido y ajetreo; en cambio, los laborables tienen poco movimiento. Los miércoles están reservados a los medios de comunicación. Lo típico es que un hombre «con fecha» sea entrevistado por un par de reporteros de la localidad en la que se produjo el asesinato. Donté había rechazado todas las peticiones para entrevistarlo.
A las ocho de la mañana, cuando la familia entró en la zona de visitas, había una sola persona, una tal Ruth, vigilante. La conocían mucho. Era una persona atenta, que tenía simpatía por Donté. Les dio la bienvenida y les hizo saber cuánto lo sentía.
Cuando entraron Roberta y Cedric, Donté ya estaba en la cabina de abogados. Detrás de él, por la ventana de una puerta, se veía a un vigilante. Como siempre, Donté aplicó la palma izquierda al plexiglás y Roberta hizo lo mismo al otro lado. Aunque el contacto nunca llegara a producirse, ellos lo veían como un abrazo largo y afectuoso. Donté no había tocado a su madre desde el último día de su juicio, en octubre de 1999, cuando un vigilante les había permitido un breve abrazo mientras a él se lo llevaban de la sala de vistas.
Donté cogió el teléfono con la mano derecha.
—Hola, mamá —dijo, sonriendo—. Gracias por venir. Te quiero.
Sus manos seguían juntas, presionando el cristal.
—Yo también te quiero, Donté —dijo Roberta—. ¿Cómo estás hoy?
—Igual. Ya me he duchado y afeitado. Todos me tratan muy bien. Me he puesto ropa limpia y calzoncillos nuevos. Es todo muy bonito. Aquí, justo antes de matarte, se ponen de lo más simpáticos.
—Te veo muy bien, Donté.
—Yo a ti también, mamá. Estás tan guapa como siempre.
Durante una de sus primeras visitas, Roberta había llorado tanto que no podía parar. Después Donté le había explicado por carta lo angustioso que era verla tan destrozada. En la soledad de su celda, Donté lloraba horas y horas, pero no soportaba ver a su madre en la misma situación. Quería que lo visitase siempre que fuera posible, pero el llanto le resultaba más perjudicial que beneficioso. Ya no había habido más lágrimas, ni por parte de Roberta, Andrea, Cedric y Marvin, ni de ningún otro pariente o amigo. Roberta se lo dejaba bien claro a cada visitante: si no te puedes controlar, vete.
—Esta mañana he hablado con Robbie —dijo Roberta—, y tiene uno o dos planes más para las últimas apelaciones. Además, el gobernador aún no se ha pronunciado sobre tu petición de aplazamiento, o sea que aún hay esperanza, Donté.
—No hay ninguna esperanza, mamá; no te engañes.
—No podemos rendirnos, Donté.
—¿Por qué? No podemos hacer nada. Cuando Texas quiere matar a alguien, lo hace. La semana pasada mataron a uno, y tienen a otro en capilla para este mismo mes. Lo de aquí es una cadena de montaje. No hay quien lo pare. De vez en cuando, si tienes suerte, lo aplazan; a mí hace dos años me pasó, pero tarde o temprano se te acaba el tiempo. A ellos les da igual que seas culpable o inocente, mamá; lo único que les importa es demostrarle al mundo lo duros que son. En Texas no se andan con tonterías. Con Texas no se juega. ¿Te suena?
—No quiero que te enfades, Donté —dijo ella suavemente.
—Lo siento, mamá, pero moriré enfadado. No puedo evitarlo. Aquí algunos se van de manera pacífica, cantando himnos, recitando la Biblia y suplicando perdón. La semana pasada un tipo dijo: «Padre, te encomiendo mi espíritu». Otros no dicen ni mu; solo cierran los ojos y esperan el veneno. Luego hay algunos que se van dando guerra. Todd Willingham, que murió hace tres años, siempre repitió que era inocente. Decían que había quemado a sus tres hijas pequeñas incendiando la casa, pero él también estaba dentro, y sufrió quemaduras. Era un luchador. Aprovechó sus últimas palabras para ponerlos de vuelta y media.
—Tú no hagas eso, Donté.
—No sé qué haré, mamá. Puede que nada. Puede que me quede tumbado, con los ojos cerrados, empiece a contar y, al llegar a cien, me vaya flotando. Pero tú no estarás allí, mamá.
—Ya lo hemos hablado, Donté.
—Pues volvemos a hacerlo. No quiero que lo veas.
—Yo tampoco quiero, te lo aseguro, pero sí estaré.
—Voy a hablar con Robbie.
—Ya he hablado yo con él, Donté. Sabe cómo me siento.
Donté apartó lentamente su mano izquierda del cristal, lo mismo que Roberta, que dejó el teléfono en la repisa y se sacó del bolsillo una hoja de papel. A partir del mostrador de entrada estaba prohibido llevar bolso. Desdobló el papel y cogió el teléfono.
—Donté —dijo—, esto es una lista de las personas que han llamado o han pasado preguntando por ti. Les había prometido que te lo comunicaría.
Donté asintió con la cabeza e intentó sonreír. Roberta leyó los nombres: vecinos, amigos de toda la vida, de la misma calle, compañeros de clase, feligreses queridos y algunos parientes lejanos. Donté escuchaba en silencio, aunque se le veía distraído. Roberta siguió leyendo. Añadía a cada nombre un comentario o una anécdota sobre la persona.
La siguiente fue Andrea. Cumplido el ritual de las manos, describió el incendio de la iglesia baptista, la tensión en Slone y los temores de que la situación empeorase. Donté parecía contento con la idea de que los suyos ofrecieran pelea.
Hacía años que la familia había aprendido que era importante llegar a la sala de visitas con los bolsillos llenos de monedas. Había máquinas expendedoras por todas las paredes, y los vigilantes entregaban la comida y la bebida a los presos durante las visitas. Donté había perdido mucho peso en la cárcel, pero le volvían loco unos bollos de canela muy glaseados. Mientras Roberta y Andrea se ocupaban de la primera tanda de visitas, Marvin compró dos bollos y un refresco, y Ruth se los llevó a Donté. La comida basura lo animó.
Mientras Cedric leía el periódico cerca de la sala de abogados, el director salió a saludarlo amablemente. Quería comprobar que todo funcionaba bien, y que en su cárcel todo iba sobre ruedas.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó, como si se acercaran las elecciones.
Se esforzaba mucho por dar una imagen comprensiva. Cedric se levantó, reflexionó un poco y luego exteriorizó su enfado.
—¿Me toma el pelo? Está a punto de acabar con la vida de mi hermano por algo que no hizo y ahora me viene con la chorrada de que quiere ayudar.
—Nos limitamos a hacer nuestro trabajo.
Ruth se estaba acercando.
—Mentira, a menos que su trabajo les permita matar a gente inocente. Si quiere ayudar, pare esa ejecución de mierda.
Marvin se interpuso entre los dos.
—No perdamos la calma —dijo.
El director se apartó y dijo algo a Ruth, con quien habló en tono serio al ir hacia la puerta. No tardó en irse.
El Tribunal Penal de Apelación de Texas (TPAT) tiene competencia exclusiva en los casos de asesinato castigados con la muerte, y es el tribunal de última instancia en ese estado antes de que un preso pase a la justicia federal. Tiene nueve miembros, todos electos, y todos con el requisito de presentarse en el ámbito estatal. En 2007 aún se ceñía a una regla tan arcaica como que todas las alegaciones, peticiones, apelaciones, documentos y demás tuvieran que presentarse en papel. De presentación electrónica, nada de nada: tinta negra sobre papel blanco, a toneladas. Cada presentación de un documento tenía que incluir doce copias, una por juez, una para el escribano, otra para el secretario y otra para el archivo oficial.
Era un trámite extraño y farragoso. El tribunal federal del distrito oeste de Texas, situado a pocas manzanas del TPAT, adoptó la presentación electrónica de documentos a mediados de la década de 1990. Con el cambio de siglo, y los avances tecnológicos consiguientes, las presentaciones en papel se estaban quedando rápidamente obsoletas. En el ámbito jurídico, tanto el de los tribunales como el de los bufetes, el archivo electrónico adquirió una popularidad mucho mayor que la del papel.
El jueves a las nueve de la mañana se notificó al bufete Flak y a los letrados del Defender Group que el TPAT había desestimado la alegación de demencia. El tribunal no consideraba que Donté estuviera mentalmente enfermo. Era lo previsto. Minutos después de que se recibiera la notificación, la petición idéntica fue archivada electrónicamente en el juzgado federal del distrito este de Texas, en Tyler.
A las nueve y media, una letrada del Defender Group, Cicely Avis, entró en el despacho del secretario del TPAT con el último alegato de los abogados de Donté Drumm. Era una petición de inocencia nada menos, basada en las declaraciones de Joey Gamble grabadas en secreto. Cicely, como era de rigor, se presentó con alegatos similares. Ella y el secretario se conocían bien.
—¿Qué falta ahora? —preguntó el segundo al procesar la petición.
—Seguro que algo habrá —dijo Cicely.
—Suele haberlo.
Una vez terminado el papeleo, el escribano devolvió a Cicely una copia sellada y le dio los buenos días. En vista de la evidente urgencia del asunto, entregó a mano una copia de la petición en los despachos de los nueve jueces. Resultó que tres de ellos se encontraban en Austin, mientras que los otros seis estaban desperdigados por el resto del estado. El juez presidente, un tal Milton Prudlowe, llevaba mucho tiempo formando parte del tribunal y, aunque viviera la mayor parte del año en Lubbock, tenía un pequeño apartamento en Austin.
Prudlowe y su pasante leyeron el alegato, prestando especial atención a las ocho páginas de grabación transcrita del desahogo que había tenido Joey Gamble la noche anterior, la del club de strippers de Houston. Entretenida lo era, pero distaba mucho de constituir un testimonio bajo juramento, y apenas cabía duda de que Gamble negaría haber hecho tales declaraciones al ser confrontado con ellas. Se habían grabado sin ningún tipo de consentimiento, y todas ellas olían a sordidez. Se notaba que el joven bebía mucho. Además, aunque se pudieran presentar sus declaraciones, y aunque fuera cierto que había mentido durante el juicio, ¿qué demostraba eso? En opinión de Prudlowe, casi nada. Donté Drumm había confesado. Así de fácil y sencillo. A Milton Prudlowe nunca le había preocupado el caso Drumm.
Siete años antes, él y sus colegas habían sido los primeros en estudiar la apelación directa de Donté Drumm. Se acordaban muy bien, no por la confesión, sino porque el cadáver no había aparecido. Aun así, se confirmó la sentencia con el parecer unánime del tribunal. Ya hacía tiempo que la jurisprudencia de Texas tenía zanjado el tema de los juicios por asesinato sin pruebas claras de este último. Algunos de los elementos habituales no eran necesarios, y punto.
Prudlowe y su pasante estuvieron de acuerdo en que aquel último alegato carecía de valor. Acto seguido, el pasante consultó a los de los otros jueces, y en una hora ya se hizo circular una denegación preliminar.
Boyette estaba en el asiento trasero, donde llevaba casi dos horas. Se había tomado una pastilla, que evidentemente surtía un magnífico efecto. No se movía, ni hacía el menor ruido, aunque la última vez que Keith lo había mirado parecía respirar.
Para no dormirse, y para hacer hervir su sangre, Keith llamó dos veces a Dana. Discutieron, y ninguno de los dos se retractó ni pidió disculpas por haberse pasado de la raya. Después de cada conversación, Keith se sintió muy despierto, echando chispas. Llamó a Matthew Burns, que estaba en su despacho del centro de Topeka, con muchas ganas de ayudar. Pero poco podía hacer él.
Keith se despertó de golpe en el momento en que el Subaru empezaba a deslizarse por el arcén derecho de una carretera de dos carriles, cerca de Sherman, Texas. Estaba furioso. Paró en la primera tienda de veinticuatro horas y pidió un vaso grande de café bien cargado. Echó tres sobres de azúcar y dio cinco vueltas a la tienda. Al regresar al coche, vio que Boyette no se había movido. Se bebió rápidamente el café caliente y salió disparado. Su móvil empezó a sonar. Lo cogió del asiento del copiloto.
Era Robbie Flak.
—¿Dónde estás? —preguntó.
—No sé. En la carretera 82, yendo hacia el oeste, en las afueras de Sherman.
—¿Por qué tardas tanto?
—Hago lo que puedo.
—¿Qué posibilidades tengo de hablar ahora mismo por teléfono con Boyette?
—Pocas. Está roque en el asiento trasero, y sigue muy mareado. Además, ha dicho que no hablará antes de llegar.
—Es que no puedo hacer nada hasta que hable con él, ¿sabes, Keith? Tengo que saber lo que está dispuesto a decir. ¿Reconocerá haber matado a Nicole Yarber? ¿Tú me puedes contestar?
—Pues mira, Robbie, la cosa está así. Hemos salido de Topeka en plena noche. Estamos corriendo como locos para llegar a tu bufete, y el único objetivo de Boyette, según dijo al salir de Topeka, era descargar su conciencia, reconocer la violación y el asesinato e intentar salvar a Donté Drumm. Eso es lo que ha dicho. Ahora bien, con este tipo no hay nada previsible. Que yo sepa, ahora mismo podría estar en coma.
—¿Y si le tomaras el pulso?
—No, no le gusta que lo toquen.
—Bueno, pues date prisa, puñeta.
—No digas palabrotas, por favor. Soy pastor, y no me gustan.
—Perdón. Date prisa, por favor.