Capítulo dieciocho

En algún momento de su borroso pasado, Donté había sabido el número exacto de días que llevaba en la celda número 22F del corredor de la muerte de la Unidad Polunsky. Era un recuento practicado por la mayoría de los presos. Sin embargo, con el tiempo había perdido la cuenta, por la misma razón por la que había perdido por completo el interés en leer, escribir, hacer ejercicio, comer, cepillarse los dientes, afeitarse, ducharse, intentar comunicarse con los otros presos y obedecer a los guardias. Podía dormir, soñar, y en caso de necesidad usar el váter; aparte de eso, ni podía ni quería esforzarse mucho más.

—Ha llegado el gran día, Donté —dijo el celador al introducir en la celda la bandeja del desayuno: otra vez creps con salsa de manzana—. ¿Cómo estás?

—Bien —masculló él.

Hablaban por una estrecha rendija en la puerta metálica. El celador era Mouse,[7] un negro muy menudo, de los más amables. Se fue, dejando a Donté con la vista clavada en la comida (que no tocó). Volvió al cabo de una hora.

—Vamos, Donté, tienes que comer.

—No tengo hambre.

—¿Y tu última comida? ¿Ya lo tienes pensado? El encargo tendrás que hacerlo dentro de un par de horas.

—¿Qué hay de bueno? —preguntó Donté.

—No estoy muy seguro de que haya algo bueno como última comida, pero me han dicho que la mayoría comen como limas. Bistec, patatas, bagre, gambas, pizza… Todo lo que quieras.

—¿Y fideos fríos y cuero hervido, como cualquier otro día?

—Lo que tú quieras, Donté. —Mouse se acercó unos centímetros más, bajó la voz y dijo—: Pensaré en ti, Donté, ¿me oyes?

—Gracias, Mouse.

—Te echaré de menos, Donté. Eres un buen tipo.

A Donté le hizo gracia la idea de que alguien fuese a echarlo de menos en el corredor de la muerte. No contestó. Mouse se fue.

Donté estuvo mucho tiempo sentado al borde de su catre, contemplando una caja de cartón que habían traído el día anterior. Dentro había dispuesto ordenadamente todas sus pertenencias: una docena de libros de bolsillo, que no leía desde hacía años, dos blocs, sobres, un diccionario, una Biblia, un calendario de 2007, una bolsa con cremallera donde guardaba su dinero (dieciocho dólares con cuarenta), dos latas de sardinas y un paquete de galletas saladas y ya rancias de la cantina, además de una radio que solo captaba una emisora cristiana de Livingston y otra de country de Huntsville. Cogió un bloc y un lápiz, y empezó a hacer cálculos. Tardó un poco, pero al final llegó a un total que le pareció bastante exacto.

Siete años, siete meses y tres días en la celda 22F: total, dos mil setecientos setenta y un días. Antes de eso había pasado unos cuatro meses en el antiguo corredor de la muerte de Ellis. Lo habían detenido el 22 de diciembre de 1998, y llevaba en la cárcel desde entonces.

Casi nueve años entre rejas. Era una eternidad, pero no un número impresionante. A cuatro puertas de distancia de su celda, Oliver Tyree, de sesenta y cuatro años, llevaba treinta y un años en el corredor de la muerte, sin fecha de ejecución en el calendario. Había varios veteranos que pasaban de los veinte, aunque la situación empezaba a cambiar: a los recién incorporados les esperaban otras reglas. Había plazos más rigurosos para las apelaciones. Para los condenados después de 1990, la espera media antes de la ejecución era de diez años, la más corta del país.

Durante sus primeros años en la 22F, Donté esperaba continuamente noticias de los tribunales, que al parecer iban a paso de tortuga. Después, nada: ni más peticiones que cursar, ni más jueces y magistrados que atacar por parte de Robbie. En retrospectiva, parecía que las apelaciones hubieran pasado volando. Se estiró en la cama y trató de dormir.

Cuentas los días, y ves pasar los años. Te dices que preferirías estar muerto, y te lo crees. Prefieres mirar a la muerte a los ojos, valientemente, y te dices que estás preparado porque lo que te espera al otro lado forzosamente tiene que ser mejor que envejecer en una jaula de dos por tres, sin nadie con quien hablar. En el mejor de los casos, te consideras medio muerto. Llevaos la otra mitad, por favor.

Has visto irse a docenas que no han vuelto, y aceptas que algún día vendrán a por ti. Tú no eres más que una rata en su laboratorio, un cuerpo desechable que usarán como prueba de que su experimento funciona. Ojo por ojo: hay que vengar todas las muertes. Si matas bastante, te convences de que matar es bueno.

Cuentas los días, hasta que ya no queda ninguno. En tu última mañana te preguntas si estás realmente preparado. Buscas coraje, pero el valor se diluye.

En realidad, cuando de verdad llega el final, nadie quiere morirse.

También era un gran día para Reeva, y para mostrar al mundo que sufría volvió a invitar a su casa, a la hora del desayuno, a los de Fordyce - ¡A por todas! Vestida con su más elegante traje pantalón, preparó huevos con beicon y se sentó a la mesa con Wallis y los dos hijos del matrimonio, Chad y Marie, ambos en la fase final de la adolescencia. A ninguno de los cuatro les hacía falta un desayuno abundante. Deberían haberse abstenido de comer, pero las cámaras estaban en marcha, y así, mientras comía, la familia charló sobre el incendio que había destruido su querida iglesia, y de cuyos rescoldos aún salía humo. Estaban atónitos y enfurecidos. Tenían la certeza de que había sido un incendio provocado. Aun así, lograron contenerse y no formular acusaciones contra nadie; eso para las cámaras, porque fuera de ellas estaban seguros de que el incendio lo habían provocado unos golfos negros. Reeva era miembro de la iglesia desde hacía más de cuarenta años. Allí se había casado con sus dos maridos, y allí habían sido bautizados Chad, Marie y Nicole. Wallis era diácono. Aquello era una tragedia. Poco a poco pasaron a temas más importantes. Todos estuvieron de acuerdo en que era un día triste, una ocasión triste; triste, pero muy necesaria. Llevaban casi nueve años esperando aquel día, para que a su familia le llegara finalmente la justicia, a su familia y a todo Slone, sí.

Sean Fordyce aún andaba liado con una ejecución complicada en Florida, pero había dejado claros sus planes: por la tarde llegaría en avión privado al aeropuerto de Hunstville, para hacerle a Reeva una entrevista rápida antes de que ella asistiese a la ejecución; y estaría presente, cómo no, cuando todo hubiera acabado.

En ausencia del presentador, el desayuno se alargaba. Fuera de cámara, un ayudante de producción incitaba a la familia con perlas como esta: «¿Creen que la inyección letal es demasiado humana?». Reeva respondió que sí, con toda seguridad.

Wallis se limitó a gruñir. Chad siguió masticando su beicon. Marie, tan parlanchina como su madre, dijo entre bocados que Drumm debería sufrir un dolor físico intenso mientras agonizaba, igual que Nicole.

—¿Les parece que habría que hacer públicas las ejecuciones?

Reacciones diversas en la mesa.

—El condenado tiene derecho a una declaración final. Si ustedes pudieran hablar con él, ¿qué le dirían?

Reeva se echó a llorar mientras masticaba, y se tapó los ojos.

—¿Por qué? Pero ¿por qué? —gimió—. ¿Por qué mataste a mi nenita?

—Esto a Sean le encantará —susurró el ayudante de producción al cámara.

Los dos disimulaban la sonrisa.

Reeva recuperó la compostura, y, mal que bien, la familia siguió desayunando.

—¡Wallis! —espetó Reeva en un momento dado a su marido, que apenas hablaba—. ¿En qué piensas?

Wallis se encogió de hombros, como si no pensara en nada.

Justo al final del desayuno se presentó por casualidad el hermano Ronnie. Se había pasado toda la noche viendo arder su iglesia, y necesitaba dormir, pero la familia de Reeva también lo necesitaba a él. Le preguntaron por el incendio. Se le veía claramente angustiado. Fueron al fondo de la casa, a la habitación de Reeva, donde se sentaron muy juntos en torno a una mesita de centro. Mientras se cogían todos de la mano, el hermano Ronnie dirigió la oración. Haciendo un esfuerzo de dramatismo, con la cámara a poco más de medio metro de su cabeza, imploró fortaleza y valor para que la familia soportase lo que le esperaba en aquel día tan difícil. Dio gracias a Dios por la justicia. Rezó por su iglesia, y por sus miembros.

No mencionó a Donté Drumm ni a su familia.

Tras unas diez incursiones en el buzón de voz, por fin respondió una persona de carne y hueso.

—Bufete de abogados Flak —dijo rápidamente.

—Con Robbie Flak, por favor —respondió Keith, animándose.

Boyette se volvió a mirarlo.

—El señor Flak está reunido.

—Claro, claro. Mire, es que es muy importante. Me llamo Keith Schroeder. Soy pastor luterano en Topeka, Kansas. Ayer hablé con el señor Flak. Ahora mismo voy para Slone, y tengo en mi coche a un hombre que se llama Travis Boyette. El señor Boyette violó y mató a Nicole Yarber, y sabe dónde está enterrado el cadáver. Lo llevo a Slone para que pueda explicar su versión. Es imprescindible que hable con Robbie Flak. Ahora mismo.

—Ah, de acuerdo. ¿Puedo dejarlo en espera?

—Yo no se lo puedo impedir.

—Un momentito.

—Dese prisa, por favor.

Lo puso en espera, salió de detrás del mostrador, junto a la puerta principal, y corrió por la estación de trenes, reuniendo al personal. Robbie estaba en su despacho, con Fred Pryor.

—Robbie, tienes que oír esto —dijo ella.

Su expresión y su voz eran inequívocas: había que oírlo. Todos fueron a la sala de reuniones y se apiñaron en torno a un teléfono con altavoz. Robbie pulsó un botón.

—Soy Robbie Flak —dijo.

—Señor Flak, soy Keith Schroeder. Hablamos ayer por la tarde.

—Sí. El reverendo Schroeder, ¿verdad?

—Sí, pero ahora Keith a secas.

—Le he puesto por el altavoz. ¿Le importa? Está conmigo todo mi bufete, y algunas personas más. Unas diez en total. ¿Le importa?

—No, tranquilo.

—Y está encendida la grabadora. ¿Le importa?

—No, no. ¿Algo más? Mire, es que llevamos toda la noche de viaje. Deberíamos llegar a Slone hacia mediodía. Traigo a Travis Boyette, que está dispuesto a contar su historia.

—Háblenos de Travis —dijo Robbie.

En torno a la mesa no se movía nadie. Todos contenían la respiración.

—Tiene cuarenta y cuatro años. Nació en Joplin, Missouri, se ha pasado la vida delinquiendo y está fichado por delitos sexuales como mínimo en cuatro estados. —Keith echó un vistazo a Boyette, que miraba por la ventanilla como si estuviese en otra parte—. El último sitio donde ha estado es una cárcel de Lansing, Kansas. Ahora se halla en libertad condicional. En la época de la desaparición de Nicole Yarber vivía en Slone, en el Rebel Motor Inn. Seguro que lo conocen. En enero de 1999 lo detuvieron en Slone por conducir borracho. Hay copia de su arresto.

Carlos y Bonnie tecleaban como locos en sus portátiles, rastreando internet a toda prisa para encontrar información sobre Keith Schroeder, Travis Boyette y el arresto en Slone.

Keith siguió hablando.

—De hecho, estuvo encarcelado en Slone mientras tenían detenido a Donté Drumm. Boyette pagó la fianza, salió y se escapó de la ciudad. De ahí pasó a Kansas, donde lo pillaron tras haber intentado violar a otra mujer. Ahora está acabando la condena.

En la mesa hubo miradas tensas. Todos respiraron.

—¿Y ahora por qué ha decidido hablar? —preguntó Robbie, acercándose más al altavoz.

—Se está muriendo —respondió Keith sin rodeos. A esas alturas ya no tenía ningún sentido suavizar las cosas—. Dice que tiene un tumor cerebral, un glioblastoma de grado cuatro que no se puede operar. Según él, los médicos le han dicho que le queda menos de un año de vida. Asegura que quiere cumplir con su deber. Cuando estaba en la cárcel perdió de vista el caso Drumm. Dice que suponía que las autoridades de Texas acabarían dándose cuenta de que se habían equivocado de persona.

—¿Está en el coche, con usted?

—Sí.

—¿Puede oír nuestra conversación?

Keith conducía con la mano izquierda, y tenía el móvil en la derecha.

—No —dijo.

—¿Tú desde cuándo lo conoces, Keith?

—Desde el lunes.

—¿Y le crees? Si es verdad que es violador en serie, y que ha delinquido toda la vida, preferirá mentir a decir la verdad. ¿Cómo sabes que tiene un tumor cerebral?

—Lo he comprobado. Es verdad. —Keith miró a Boyette, que seguía con la mirada perdida en la ventanilla—. Yo creo que todo es verdad.

—¿Qué quiere?

—De momento, nada.

—¿Dónde estáis ahora?

—En la interestatal 35, no muy lejos de la frontera con Texas. ¿Cómo funciona eso, Robbie? ¿Hay alguna posibilidad de impedir la ejecución?

—Sí, hay una posibilidad —dijo Robbie, mirando a los ojos a Samantha Thomas, que se encogió de hombros, asintió y pronunció un débil «quizá».

Robbie se frotó las manos.

—Está bien, Keith —dijo—, te cuento lo que tenemos que hacer: reunirnos con Boyette y hacerle muchas preguntas. Si sale bien, prepararemos una declaración jurada para que la firme y la presentaremos junto con una petición. Tenemos tiempo, pero no demasiado.

Carlos dio a Samantha una foto de Boyette, recién impresa de una web de la Dirección General de Prisiones de Kansas. Ella señaló la cara.

—Que se ponga —susurró.

Robbie asintió con la cabeza.

—Keith —dijo—, me gustaría hablar con Boyette. ¿Me lo podrías pasar?

Keith bajó el móvil.

—Travis —dijo—, es el abogado. Quiere hablar con usted.

—Yo no —contestó Boyette.

—¿Por qué? Estamos yendo a Texas para hablar con él. Pues aquí lo tenemos.

—No. Ya hablaremos al llegar.

La voz de Boyette se oía claramente por el altavoz. A Robbie y los demás les alivió saber que Keith iba efectivamente acompañado. Quizá no fuera un loco que les tomaba el pelo en el último momento.

Robbie insistió.

—Si pudiéramos hablar con él ahora, empezaríamos a trabajar en su declaración; así ahorraríamos tiempo, que no es algo que nos sobre.

Keith se lo comunicó a Boyette, cuya reacción fue sorprendente: lanzó el tronco bruscamente hacia delante, a la vez que se cogía la cabeza con las manos. Intentó sofocar un grito, pero se le escapó un «¡Aaahhh!» muy fuerte, seguido por arcadas guturales, como si estuviera muriéndose entre horrendos dolores.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Robbie.

Keith conducía, hablaba al mismo tiempo por teléfono, y ahora de repente le distraía otro ataque de Boyette.

—Ya te llamaré —dijo.

Dejó el teléfono.

—Voy a vomitar —anunció Boyette, buscando la manilla de la puerta.

Keith pisó el freno y llevó el Subaru hasta el arcén. Detrás, un tráiler lo esquivó e hizo sonar el claxon. Finalmente se pararon. Boyette tiró del cinturón. Al soltarse, se inclinó por el resquicio de la puerta y empezó a vomitar. Keith salió y se acercó al parachoques trasero, decidido a no mirar. Boyette estuvo un buen rato vomitando. Al final, Keith le tendió una botella de agua.

—Tengo que acostarme —dijo Boyette. Subió a la parte trasera—. No mueva el coche —ordenó—, que aún estoy mareado.

Keith se apartó un par de metros y llamó a su mujer.

Después de otro ruidoso acceso de arcadas y vómitos, pareció que Boyette se serenaba. Volvió al asiento trasero, dejando abierta la puerta de la derecha y los pies fuera.

—Tenemos que seguir, Travis. Slone no vendrá a nosotros.

—Un momento, ¿de acuerdo? Aún no estoy preparado para seguir.

Boyette se frotaba las sienes. Su reluciente cráneo parecía a punto de partirse. Keith lo observó un minuto, pero como le violentaba presenciar tanto dolor, rodeó el vómito y se apoyó en el capó del coche.

Sonó su teléfono. Era Robbie.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Seguía en la mesa de reuniones, pero sentado. Casi no se había ido nadie. Carlos ya estaba preparando una declaración. Bonnie, que había encontrado la ficha del arresto de Boyette en Slone, trataba de averiguar qué abogado lo había representado. Hacia las siete y media llegó Kristi Hinze, que no tardó en darse cuenta de que echaba en falta una cierta emoción. Martha Handler tecleaba como una posesa: otro episodio en su cambiante artículo sobre la ejecución. Aaron Rey y Fred Pryor merodeaban por la estación de trenes, tomando una taza de café tras otra mientras miraban nerviosos todas las puertas y ventanas. Por suerte ya había salido el sol, y en el fondo no esperaban nada grave, al menos en el bufete.

—Es que tiene ataques —dijo Keith, justo cuando pasaba un tráiler que le alborotó el pelo—. Supongo que es el tumor, pero dan bastante miedo. Lleva veinte minutos vomitando.

—¿El coche avanza, Keith?

—No. Saldremos dentro de un minuto.

—Los minutos van pasando, Keith. Lo entiendes, ¿verdad? A Donté lo ejecutarán a las seis de la tarde.

—Sí, eso ya lo sé. Acuérdate de que ayer intenté hablar contigo y me mandaste a freír espárragos.

Robbie respiró hondo, viendo cómo lo miraban todos los de la mesa.

—¿Ahora te oye?

—No; está tumbado en el asiento de atrás, frotándose la cabeza y con miedo a moverse. Yo estoy sentado en el capó, esquivando tráilers.

—Explícanos por qué le crees.

—Pues… A ver por dónde empiezo. Sabe mucho del crimen. Estaba en Slone cuando pasó. Obviamente, es capaz de tanta violencia. Se está muriendo. La única prueba contra Donté Drumm es la confesión. Y Boyette lleva colgado del cuello el anillo de graduación de Nicole. A más no llego, Robbie; y reconozco que hay alguna posibilidad de que todo sea una gran mentira.

—Pero lo estás ayudando a saltarse la condicional. Estás cometiendo un delito.

—No me lo recuerdes, ¿entendido? Acabo de hablar con mi mujer, y resulta que también lo ha comentado.

—¿Cuánto tardarás en llegar?

—No lo sé; puede que tres horas. Hemos parado dos veces a tomar café porque llevo tres noches sin dormir. Me han multado por exceso de velocidad, y la multa me la ha puesto el policía más lento de Oklahoma. Ahora Boyette está vomitando, y prefiero que lo haga en la cuneta, no dentro de mi coche. No sé, Robbie. Hacemos lo que podemos.

—Date prisa.