Capítulo diecisiete

La familia Drumm pasó la noche en un motel económico de las afueras de Livingston, a menos de siete kilómetros en coche del correccional Alian B. Polunsky, donde llevaba más de siete años encerrado Donté. El motel hacía un negocio moderado con las familias de los presos, incluido un culto bastante curioso como era el de las extranjeras casadas con reclusos del corredor de la muerte. En todo momento había unos veinte condenados que se casaban con europeas a quienes no podían ni tocar. No eran bodas a las que el estado otorgase validez, pero las parejas se consideraban casadas y lo llevaban lo más lejos posible. Ellas se carteaban entre sí, y a menudo viajaban juntas a Texas para ver a sus maridos. Todas se alojaban en el mismo motel.

Por la noche cuatro de ellas habían cenado en una mesa cerca de los Drumm. Normalmente se las reconocía por su fuerte acento y su manera sugerente de vestir. Les gustaba llamar la atención. En sus países eran famosas de segunda fila.

Donté había rechazado todas las propuestas de matrimonio. Durante sus últimos días había desestimado ofertas de libros, peticiones de entrevistas, propuestas matrimoniales y la posibilidad de aparecer en Fordyce - ¡A por todas! No había querido reunirse ni con el capellán de la cárcel ni con su propio pastor, el reverendo Johnny Canty. Había renunciado a la religión. No quería saber nada de aquel Dios a quien con tanto fervor adoraban los devotos cristianos que se empeñaban en matarlo.

Roberta Drumm se despertó a oscuras en la habitación 109. Durante el último mes había dormido tan poco que ahora la mantenía despierta el cansancio. El médico le había dado somníferos, pero el efecto era el contrario: la ponían nerviosa. En la habitación hacía calor. Apartó las sábanas. En la otra cama, a un par de metros, estaba su hija Andrea, que parecía dormida. Sus hijos Cedric y Marvin estaban en la habitación de al lado. Las normas de la cárcel les permitían visitar a Donté desde las ocho de la mañana hasta la medianoche de aquel día, que para él sería el último. Tras la despedida final, se lo llevarían a la cámara de ejecuciones de la cárcel de Huntsville.

Faltaban varias horas para las ocho de la mañana.

Se seguía un horario fijo, en el que todos los movimientos los dictaba un sistema célebre por su eficacia. A las cinco de la tarde la familia se presentaba en un despacho de la cárcel de Huntsville; desde ahí, un breve trayecto en furgón los llevaba a la cámara de ejecuciones, donde se los conducía a una exigua sala de testigos, justo antes de que se administrasen las sustancias químicas. Veían al condenado sobre la camilla, ya con los tubos en los brazos; oían sus últimas palabras, esperaban unos diez minutos a que se le declarase oficialmente muerto y se iban rápidamente. Desde ahí se trasladaban a una funeraria de la zona, a recoger el cadáver para llevárselo a casa.

¿Era un sueño, una pesadilla? ¿Estaba realmente ahí, despierta, a oscuras, pensando en las últimas horas de su hijo? Pues claro. Ya hacía nueve años que vivía con la pesadilla, desde el día en que le habían dicho que Donté no solo estaba detenido, sino que había confesado. La pesadilla era un libro del grosor de su Biblia, en el que cada capítulo era otra tragedia, y cada página estaba llena de tristeza e incredulidad.

Andrea hizo crujir y temblar la cama barata al desplazarse de un lado a otro. Después se quedó quieta, respirando profundamente.

Para Roberta, aquello había sido una sucesión de horrores: el terrible impacto de ver por primera vez a su hijo en la cárcel, con mono naranja y los ojos desorbitados de miedo; el dolor de barriga al imaginárselo en prisión, lejos de su familia, rodeado de delincuentes; la esperanza de un juicio justo, antesala de la impresión que le produjo entender que de justo no tenía nada; su llanto en voz alta, desatado, al anunciarse la condena a muerte; la última imagen de su hijo cuando se lo llevaban de la sala los agentes, corpulentos, orgullosos de hacer aquel trabajo; el sinfín de apelaciones y esperanzas desvanecidas; las incontables visitas al corredor de la muerte, donde había asistido al lento deterioro de un joven fuerte y sano. Durante el proceso Roberta había perdido amigos, pero no le importaba, francamente. Algunos se tomaban con escepticismo las proclamas de inocencia; otros se cansaban de que hablase tanto sobre su hijo. Roberta, sin embargo, estaba consumida, y tenía poco más que decir. ¿Cómo podía saber alguien lo que era aquello para una madre?

Y la pesadilla no se acabaría nunca; ni hoy, cuando lo ejecutase finalmente el estado de Texas, ni la semana siguiente, cuando ella lo enterrase; tampoco en algún momento del futuro en que llegara a saberse la verdad, si se sabía.

Los horrores suman, y había muchos días en los que Roberta Drumm dudaba de tener la fuerza necesaria para levantarse de la cama. Estaba tan cansada de fingirse fuerte…

—¿Estás despierta, mami? —le preguntó Andrea en voz baja.

—Ya sabes que sí, cielo.

—¿Has dormido algo?

—No, creo que no.

Andrea apartó las sábanas con los pies y estiró las piernas. La habitación estaba muy oscura. No se filtraba ninguna luz de fuera.

—Son las cuatro y media, mami.

—Yo no veo nada.

—Es que mi reloj brilla en la oscuridad.

Entre los hijos de la familia Drumm, la única con título universitario era Andrea, maestra de parvulario en una localidad cercana a Slone. Estaba casada, y quería estar en su casa, en su cama, muy lejos de Livingston, Texas. Cerró los ojos, tratando de dormirse, pero a los pocos segundos ya miraba nuevamente el techo.

—Mami, tengo que decirte algo.

—¿Qué, cielo?

—Nunca se lo he contado, ni se lo contaré a nadie. Hace mucho, mucho tiempo que lo tengo en la conciencia, y quiero que lo sepas antes de que se lleven a Donté.

—Te escucho.

—Después del juicio, cuando ya se lo habían llevado, hubo un momento en que empecé a dudar de su versión. Creo que buscaba una razón para dudar de él. Lo que decían tenía cierta lógica. Yo me imaginaba a Donté tonteando con aquella chica, con miedo a que lo pillasen, y me la imaginaba a ella intentando romper sin que él quisiera. Aquella noche, mientras yo dormía, Donté podía haber salido sin que nadie lo notase. Luego, cuando oí su confesión durante el juicio, reconozco que me incomodó. Nunca llegaron a encontrar el cadáver. Quizá la razón de que no pudieran localizarlo fue que él lo tiró al río. Yo intentaba encontrar alguna lógica a todo lo que había pasado, y por eso me convencí de que probablemente fuera culpable, de que probablemente no se habían equivocado de persona. Le seguí escribiendo, y visitando, y todo eso, pero estaba convencida de que era culpable. Curiosamente, durante una temporada eso hizo que me sintiera mejor. Duró meses. Puede que todo un año.

—¿Qué te hizo cambiar de opinión?

—Robbie. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a Austin para la vista de apelación directa?

—Perfectamente.

—Fue un año después del juicio, más o menos.

—Yo estaba allí, cielo.

—Estábamos sentados en aquella sala tan grande, mirando a aquellos nueve jueces, todos blancos, con aspecto de importantes con sus togas negras y sus rostros imperturbables, y esos aires que se daban; al otro lado de la sala estaba la familia de Nicole, y la bocazas de su madre, y Robbie se levantó a hablar en nuestro favor. Lo hizo tan bien… Repasó el juicio, recalcando lo débiles que eran las pruebas. Se burló del fiscal y del juez. No tenía miedo de nada. Atacó la confesión, y por primera vez sacó a relucir el hecho de que la policía no le hubiera dicho nada sobre la persona anónima que había llamado por teléfono para acusar a Donté. Me quedé impactada. ¿Cómo podían reservarse pruebas la policía y el fiscal? En cambio, al tribunal aquello no le quitó el sueño. Recuerdo que, al ver la pasión que ponía Robbie en su argumentación, caí en la cuenta de que él, el abogado, el blanco rico de la parte rica de la ciudad, no tenía ninguna duda de que mi hermano era inocente. Y en ese mismo momento le creí. Qué vergüenza tuve por haber dudado de Donté…

—No pasa nada, cielo.

—No se lo digas a nadie, por favor.

—Descuida. Ya sabes que te puedes fiar de tu madre.

Se incorporaron, cada una al borde de su cama, y se cogieron de las manos, con las frentes en contacto.

—¿Quieres llorar o rezar? —dijo Andrea.

—Rezar lo podremos hacer luego, pero llorar no.

—Es verdad. Vamos a llorar como Dios manda.

El tráfico de las horas previas al alba fue aumentando a medida que se aproximaban a Oklahoma City. Boyette tenía la frente apoyada en la ventanilla derecha, y la boca abierta, en una mueca de baboso patetismo. Entraba en su segunda hora de sueño. Keith se alegraba de estar solo. Había parado cerca de la frontera del estado para comprar un café «para llevar», un mejunje de máquina espantoso que en circunstancias normales habría arrojado a la cuneta. Sin embargo, compensaba de sobra en cafeína sus carencias de sabor: Keith estaba a tope, con la cabeza dándole vueltas, y el indicador de velocidad exactamente trece kilómetros por hora encima del límite.

En la última parada, Boyette había pedido una cerveza. En vez de eso, Keith le había comprado una botella de agua. Encontró una emisora de bluegrass de Edmonton y la escuchó a bajo volumen. A las cinco y media llamó a Dana, que no dijo gran cosa. Al sur de Oklahoma City, Boyette se despertó de golpe.

—Creo que me he quedado dormido —dijo.

—La verdad es que sí.

—Pastor, estas píldoras que tomo afectan mucho a la vejiga. ¿Podemos hacer una parada?

—Sí, claro —convino Keith.

¿Qué iba a decirle? Estuvo pendiente del reloj. En algún punto al norte de Dentón, Texas, saldrían de la autopista y se dirigirían al este por carreteras de dos carriles. No tenía ni idea de cuánto tardarían. Según sus cálculos, llegarían a Slone entre las doce y la una del mediodía. Como era lógico, las paradas no los hacían ir más deprisa.

Pararon en Norman, y compraron más café y agua. Boyette logró quemar dos cigarrillos, chupando y soplando con la misma rapidez que si fueran los últimos, mientras Keith echaba gasolina a toda prisa. Un cuarto de hora más tarde volvían a estar en la interestatal 35, rumbo al sur por las llanuras de Oklahoma.

Como religioso, Keith se sintió obligado a explorar como mínimo el tema de la fe. Empezó con ciertos titubeos.

—Ya ha hablado de su niñez, Travis —dijo—. No hace falta volver sobre el tema, pero tenía curiosidad por saber si de pequeño tuvo algún contacto con una iglesia o un predicador.

Había vuelto el tic. También la reflexión.

—No —dijo Boyette. Al principio no parecía que fuera a decir más—. A mi madre nunca la vi ir a la iglesia. Casi no tenía familia. Yo creo que no venían porque se avergonzaban de ella. Está claro que Darrell no era religioso. Al tío Chett le habría ido bien una buena dosis de religión, pero estoy seguro de que a estas horas está en el infierno.

Keith vio una pequeña posibilidad.

—¿O sea que cree en el infierno?

—Supongo. Creo que después de morir vamos todos a algún sitio, y no me imagino que sea el mismo para usted y para mí. ¿Usted sí, pastor? Vaya, me he pasado casi toda la vida en la cárcel, y le aseguro que hay un tipo de humanidad que es subhumano. Es gente que nace mala. Son hombres crueles, desalmados y locos, a los que es imposible ayudar. A algún sitio malo tienen que ir cuando se mueran.

La ironía era casi cómica: un asesino confeso y violador en serie condenando a los hombres violentos.

—¿En su casa había una Biblia? —preguntó Keith, procurando no entrar en el tema de los crímenes abyectos.

—Yo nunca vi ninguna. Libros tampoco es que viera muchos. Me crié con porno, pastor, el que me daba el tío Chett, y el que tenía Darrell debajo de su cama. Mis lecturas infantiles no van más allá.

—¿Cree usted en Dios?

—Mire, pastor, no pienso hablar de Dios, Jesús, la salvación y todo eso. En la cárcel lo oía sin parar. Muchos, cuando los encierran, se exasperan y empiezan a darle mamporros a la Biblia. Supongo que algunos lo hacen en serio, pero también queda muy bien en las vistas para la condicional. La verdad es que yo nunca me he tragado eso.

—¿Está preparado para la muerte, Travis?

Se produjo una pausa.

—Mire, pastor, tengo cuarenta y cuatro años y mi vida ha sido un enorme choque de trenes. Estoy cansado de vivir en la cárcel. Estoy cansado de vivir con la culpa de lo que he hecho. Estoy cansado de oír las voces lastimeras de las personas a quienes he hecho daño. Estoy cansado de mucha mierda, ¿de acuerdo, pastor? Y perdone que hable tan mal. Estoy cansado de ser un degenerado que vive al margen de la sociedad. Estoy tan harto de todo… Estoy orgulloso de mi tumor, ¿queda claro? Aunque parezca mentira, cuando no me parte el cráneo me gusta, el condenado. Me dice lo que me queda por delante. Tengo los días contados, y eso no me preocupa. Así no le haré daño a nadie más. Nadie me echará en falta, pastor. Sin el tumor, me tomaría un frasco de pastillas y una botella de vodka y me iría flotando para siempre. Puede que aún lo haga.

En eso quedó la aguda conversación sobre el tema de la fe. Pasaron quince kilómetros.

—¿De qué le gustaría hablar, Travis? —dijo Keith.

—De nada. Solo quiero estar aquí, sentado, mirando la carretera sin pensar en nada.

—Me parece perfecto. ¿Tiene hambre?

—No, gracias.

Robbie salió de su casa a las cinco de la mañana, y dio un rodeo para ir al bufete. Tenía la ventanilla del coche bajada, para poder oler el humo. Ya hacía tiempo que habían apagado el incendio, pero el olor a madera recién chamuscada flotaba sobre Slone como una densa nube. No había viento. En el centro de la ciudad, policías nerviosos cerraban calles y desviaban el tráfico hacia la Primera Iglesia Baptista. Robbie solo pudo atisbar sus ruinas humeantes, iluminadas por el parpadeo de las luces de los vehículos de bomberos y de rescate. Fue por calles secundarias, y al aparcar en la antigua estación de tren y salir del coche el olor seguía tan punzante y fresco como antes. Al despertarse, todo Slone se encontraría con el ominoso vapor de un sospechoso incendio; y la pregunta sería obvia: ¿habrá más?

Fueron llegando sus empleados, todos faltos de sueño y con muchas ganas de ver si el día se apartaba drásticamente de la dirección en la que iba. Se congregaron en la sala principal de reuniones, en torno a la mesa larga, que aún estaba cubierta por los restos de la noche anterior. Carlos recogió las cajas de pizza vacías y las botellas de cerveza, mientras Samantha Thomas servía café y bagels. Robbie, que se esforzaba por mostrarse animado, les reprodujo su conversación con Fred Pryor sobre la grabación furtiva del club de strippers. Pryor aún no había llegado.

Empezó a sonar el teléfono. Nadie quería cogerlo. Todavía no había llegado la recepcionista.

—Que alguien active el «No Molesten» —dijo Robbie de malas maneras.

El teléfono dejó de sonar.

Aaron Rey iba de sala en sala, mirando por las ventanas. El televisor estaba encendido, pero sin volumen.

Bonnie entró en la sala de reuniones.

—Robbie —dijo—, acabo de escuchar los mensajes telefónicos de las últimas seis horas. Nada importante, solo un par de amenazas de muerte y uno o dos paletos felices de que por fin haya llegado el gran día.

—¿Ninguna llamada del gobernador? —preguntó Robbie.

—Todavía no.

—Qué sorpresa. Seguro que le ha costado dormir, como a nosotros.

Con el tiempo, Keith enmarcó la multa por exceso de velocidad, gracias a la cual siempre sabría exactamente qué había hecho el martes 8 de noviembre de 2007 a las seis menos diez de la mañana. La ubicación no estaba clara, porque no había ninguna población a la vista; solo un tramo largo y vacío de la interestatal 35 al norte de Ardmore, Oklahoma.

El policía estaba escondido entre unos árboles de la mediana. Nada más verlo, y tras echar un vistazo al indicador de velocidad, Keith supo que tenía problemas. Pisó el freno, redujo considerablemente la velocidad y esperó unos segundos.

—Mierda —dijo Boyette cuando aparecieron las luces azules.

—No sea malhablado.

Keith pisó a fondo el freno y se apresuró a arrimarse al arcén.

—Eso es lo último que debería preocuparle. ¿Qué le va a decir?

—Que lo siento.

—¿Y si pregunta qué estaba haciendo?

—Ir por la carretera; puede que un poco demasiado deprisa, pero no pasa nada.

—Creo que voy a decirle que me estoy saltando la condicional, y que usted me ayuda a fugarme.

—Vale ya, Travis.

A decir verdad, Travis parecía exactamente el tipo de personaje capaz de saltarse la condicional. Como salido de un casting. Keith paró el coche, apagó el motor y se levantó el alzacuellos, verificando que su visibilidad fuera máxima.

—Usted ni palabra, Travis —dijo—. Déjeme hablar a mí.

Mientras esperaban a un policía muy calmoso y resuelto, Keith logró divertirse a sí mismo admitiendo que estaba al lado de la carretera, practicando no una sino dos actividades delictivas, y que por alguna razón inconcebible había elegido como cómplice a un violador en serie y asesino. Miró a Travis.

—¿Se podría tapar el tatuaje? —le preguntó.

Lo tenía en la parte izquierda del cuello: un diseño en espiral que solo un anormal podía entender y llevar con orgullo.

—¿Y si le gustan los tatuajes? —dijo Travis, sin el menor ademán de tocarse el cuello de la camisa.

El policía se acercó con precaución, con una linterna larga.

—Buenos días —dijo hoscamente aunque sin apreciar peligro.

—Buenos días —respondió Keith, levantando la vista.

Le entregó el carnet de conducir, los documentos del coche y la tarjeta del seguro.

—¿Es usted sacerdote?

Parecía más bien una acusación. Keith dudó que hubiera muchos católicos en el sur de Oklahoma.

—Soy pastor luterano —dijo con una cálida sonrisa, viva imagen de la paz y los buenos modales.

—¿Luterano? —gruñó el policía, como si eso aún fuera peor que ser católico.

—Sí.

Enfocó el carnet con la linterna.

—Pues iba usted a ciento treinta y seis por hora, reverendo Schroeder.

—Sí, lo siento.

—Aquí el límite está en ciento veinte. ¿Qué prisa tiene?

—La verdad es que ninguna. Es que no me había fijado.

—¿Adónde va?

Keith tuvo ganas de replicar «¿A usted qué le importa?», pero en vez de eso dijo rápidamente:

—A Dallas.

—En Dallas vive un hijo mío —dijo el policía, como si eso tuviera alguna relevancia.

Volvió a su coche, entró, dio un portazo y empezó con el papeleo. Las luces azules chispeaban en la oscuridad, que se iba disipando.

Cuando se le asentó la adrenalina, y se aburrió de esperar, Keith decidió aprovechar el tiempo. Llamó a Matthew Burns, que debía de tener el móvil en la mano, y le explicó dónde estaba y qué le pasaba en aquel momento. Le costó convencerle de que era una simple y rutinaria multa por exceso de velocidad. Superando la exagerada reacción de Matthew, convinieron en empezar a llamar de inmediato al bufete de Robbie Flak.

Finalmente regresó el policía. Keith firmó la multa, recuperó su documentación y se disculpó de nuevo. Al cabo de veintiocho minutos volvieron a la carretera. La presencia de Boyette había pasado inadvertida.