El tema del dinero se perdió en el frenesí de la partida. Al pagar seis dólares por el festín de Boyette en el Blue Moon, Keith se dio cuenta de que andaba mal de efectivo, pero después se le olvidó. Volvió a acordarse cuando ya iban por la carretera y necesitaban repostar. Pararon en una gasolinera de camioneros de la interestatal 335, a la una y cuarto de la madrugada. Era el jueves 8 de noviembre.
Mientras llenaba el depósito, Keith era consciente de que faltaban unas diecisiete horas para que Donté Drumm fuera atado con correas a la camilla de Huntsville; y aún lo era más de que el hombre a quien habría correspondido pasar por el trance de aquellas últimas horas estaba tranquilamente sentado a un par de metros de él, en la comodidad del coche, con los fluorescentes reflejándose en su cabeza blanca y lisa. Estaban justo al sur de Topeka. Texas quedaba a un millón de kilómetros. Pagó con tarjeta, y al hacer el recuento del dinero en efectivo, de su bolsillo delantero izquierdo salieron treinta y tres dólares. Se reprochó no haber utilizado el fondo de emergencia que guardaban él y Dana en un armario de la cocina. Dentro de la caja de puros solía haber unos doscientos dólares.
Una hora al sur de Topeka, el límite de velocidad aumentó hasta ciento diez kilómetros por hora, y Keith y el viejo Subaru fueron incrementando la suya hasta casi ciento veinte. Hasta entonces Boyette no había dicho nada; parecía a gusto, con las manos en las rodillas y la mirada perdida en la ventanilla derecha. Keith opto por ignorarlo. Prefería el silencio. En circunstancias normales ya era una lata estar sentado doce horas seguidas al lado de un desconocido; pero hacerlo codo a codo con alguien tan violento y raro como Boyette convertiría el viaje en algo tenso y aburrido.
Justo cuando Keith se instalaba en un silencio confortable, le acometió una oleada de sopor y se le cerraron de golpe los párpados, que se reabrieron de inmediato por una sacudida de cabeza. Su visión era borrosa, confusa. El Subaru se fue aproximando al arcén. Keith giró otra vez hacia la izquierda. Se pellizcó las mejillas. Parpadeó con toda la fuerza que pudo. Si hubiera estado solo, se habría dado bofetadas. Travis no se fijó.
—¿Ponemos un poco de música? —dijo Keith.
Con tal de espabilar su cerebro… Travis se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Algo en especial?
—El coche es suyo.
En efecto. La emisora de radio favorita de Keith era la de rock clásico. Subió el volumen, y poco después aporreaba el volante, daba golpes en el suelo con el pie izquierdo y movía la boca sin cantar. El ruido despejó su cabeza. Aun así, seguía atónito por la rapidez con la que había estado a punto de quedarse grogui.
Solo faltaban once horas. Pensó en Charles Lindbergh, y en su vuelo a París en solitario: treinta y tres horas y media seguidas, sin haber dormido la noche antes de despegar de Nueva York. Más tarde, Lindbergh escribió que había estado sesenta horas despierto. Al hermano de Keith, que era piloto, le encantaba contar anécdotas.
Pensó en su hermano, en su hermana y en sus padres, y cuando ya empezaba a vencerle el sueño, habló.
—¿Usted cuántos hermanos tiene, Travis?
«Hable conmigo, Travis. Diga lo que sea para mantenerme despierto. A conducir no puede ayudarme, porque no tiene carnet, ni seguro; el volante no lo va a tocar, o sea que ayúdeme antes de que nos estrellemos».
—No lo sé —dijo Travis, tras el obligatorio período de ensimismamiento.
La respuesta tuvo más eficacia para mantenerlo despierto que cualquier canción de Springsteen o de Dylan.
—¿Cómo que no lo sabe?
Un ligero tic. La mirada de Travis se había desplazado desde la ventanilla lateral hasta el parabrisas.
—Bueno… —contestó. Una pausa—. Poco después de que naciera yo, mi padre abandonó a mi madre y no he vuelto a verlo. Mi madre se enrolló con un tal Darrell, y al ser el primer hombre del que me acordaba, supuse que era mi padre. Mi madre me dijo que lo era. Yo lo llamaba papá. Tenía un hermano mayor que también lo llamaba así. Darrell era buen tío; nunca me pegó, ni nada, pero tenía un hermano que abusó de mí. La primera vez que me llevaron a juicio (creo que a los doce años), me di cuenta de que Darrell no era mi padre de verdad, y me sentó fatal. Me quedé hecho polvo. Luego Darrell desapareció.
Como tantas respuestas de Boyette, suscitaba más misterios de los que resolvía. También sirvió para poner a pleno rendimiento el cerebro de Keith. De pronto estaba completamente despejado, y resuelto a descifrar el enigma de aquel psicópata. ¿Qué otra cosa tenía que hacer durante las doce horas siguientes? Estaban en su coche. Podía preguntar lo que quisiera.
—O sea que tiene un hermano.
—Más de uno. Mi padre, el de verdad, se fue a Florida y se lió con otra mujer. Tenían la casa llena de niños, o sea que supongo que tengo medios hermanos y medias hermanas. También se ha rumoreado siempre que mi madre tuvo un hijo antes de casarse con mi padre. Me ha preguntado cuántos. Elija un número, pastor.
—¿Con cuántos tiene contacto?
—Yo no lo llamaría contacto, aunque a mi hermano le he escrito algunas cartas. Está en Illinois. En la cárcel.
Qué sorpresa.
—¿Por qué está en la cárcel?
—Por lo mismo que están en la cárcel todos los demás: drogas y alcohol. Como necesitaba dinero para su adicción, entró a robar, se equivocó de casa y acabó dando una paliza a un hombre.
—¿Él le contesta?
—A veces. Nunca saldrá.
—¿De él también abusaron?
—No, era mayor, y que yo sepa mi tío lo dejó en paz. Nunca hemos hablado del tema.
—¿Era el hermano de Darrell?
—Sí.
—¿O sea que no era su tío de verdad?
—Yo creía que sí. ¿Por qué hace tantas preguntas, pastor?
—Intento pasar el rato, Travis, y no quedarme dormido. Desde que lo conocí, el lunes por la mañana, he dormido muy poco. Estoy agotado, y aún nos queda mucho camino.
—No me gustan tantas preguntas.
—¿Y qué cree que oirá en Texas? Llegamos, usted se presenta como el verdadero asesino y luego anuncia que no le gustan nada las preguntas. Vamos, Travis.
Pasaron varios kilómetros en completo silencio. Travis miraba fijamente a su derecha, donde solo había oscuridad, mientras daba golpecitos con los dedos en el bastón. Llevaba como mínimo una hora sin manifestar ningún dolor intenso de cabeza. Al mirar el indicador de velocidad, Keith cayó en la cuenta de que iba a ciento treinta, veinte más de la cuenta: motivo de multa en cualquier lugar de Kansas. Frenó un poco, y para mantener su actividad mental se imaginó una escena en que lo paraba un policía, examinaba su documento de identidad, luego miraba el de Boyette y pedía refuerzos. Un delincuente prófugo, ayudado por un pérfido pastor luterano. La carretera llena de luces azules. Esposas. Una noche en la cárcel, quizá en la misma celda que su amigo, un hombre a quien no le molestaría para nada otra noche entre barrotes. ¿Qué les diría Keith a sus muchachos?
Volvió a asentir con la cabeza. Tenía pendiente una llamada, y no encontraba el momento de hacerla. Era una llamada que indiscutiblemente pondría su cerebro a tantas revoluciones que por un momento se le olvidaría el sueño. Se sacó el móvil del bolsillo y marcó la tecla abreviada para llamar a Matthew Burns. Casi eran las dos de la madrugada. Evidentemente, Matthew tenía el sueño pesado, porque no se puso hasta el octavo pitido.
—Ojalá valga la pena —gruñó.
—Buenos días, Matthew. ¿Has dormido bien?
—Estupendamente, padre. ¿Por qué demonios me llamas por teléfono?
—No seas malhablado, hijo. Escucha. Voy en coche para Texas con un tal Travis Boyette, un señor muy amable que vino a nuestra iglesia el pasado domingo. Puede que lo vieras. Va con bastón. El caso es que Travis tiene que confesar algo a las autoridades de Texas, en un pueblecito que se llama Slone, y que vamos pitando para impedir una ejecución.
La voz de Matthew se despejó enseguida.
—¿Te has vuelto loco, Keith? ¿Tienes dentro del coche al tío ese?
—Pues sí, hará una hora que salimos de Topeka. La razón de que te llame, Matt, es que necesito tu ayuda.
—Voy a ayudarte, Keith, con un consejo gratis: da media vuelta y arrea para aquí.
—Gracias, Matt, pero es que necesito que dentro de un par de horas hagas unas llamadas a Slone, Texas.
—¿Qué dice Dana de todo esto?
—Muy bien, muy bien. Necesito que llames a la policía, al fiscal y quizá a un abogado defensor. Yo también los llamaré, Matt, pero quizá a ti te hagan más caso, por algo eres fiscal.
—¿Aún estás en Kansas?
—Sí, en la interestatal 35.
—No cruces la frontera, Keith, por favor.
—Bueno, es que entonces sería un poco difícil llegar a Texas, ¿no te parece?
—¡No cruces la frontera del estado!
—Duerme un poco. Te llamo otra vez a las seis y empezamos con los teléfonos, ¿de acuerdo?
Keith cerró su móvil, activó el buzón de voz y esperó. Sonó a los diez segundos. Era Matthew.
Habían cruzado Emporia, e iban lanzados hacia Wichita.
El relato surgió por sí solo. Quizá a Boyette también le hubiera dado sueño, o simplemente se aburriese, aunque cuanto más lo oía hablar Keith, más se daba cuenta de que estaba oyendo la retorcida autobiografía de un moribundo, un hombre consciente de que su vida no había tenido ningún sentido, pero que aun así deseaba intentarlo.
—El hermano de Darrell, lo llamábamos tío Chett, me llevaba con él a pescar; eso era lo que les decía a mis padres. No llegué a pescar el primer pez, ni a mojar el primer anzuelo. Nos íbamos a la casita que tenía en el campo, con un estanque detrás, que era donde se suponía que estaban todos los peces, aunque hasta ahí nunca llegamos. Me daba un cigarrillo y me dejaba probar su cerveza. Yo al principio no sabía qué hacía. Ni la menor idea. Era un niño de ocho años. Tenía demasiado miedo para moverme o resistirme. Recuerdo que me dolía mucho. Tenía porno infantil a montones: revistas, películas… Porquerías que tenía la generosidad de dejarme ver. Si a un niño le metes toda esa basura en la cabeza, no tarda mucho en aceptarla. Pensé que eso debía de ser lo que hacían los niños; mejor dicho, lo que les hacían los adultos a los niños. Parecía legítimo, normal. No me trataba mal; de hecho me compraba helados y pizzas, y todo lo que quisiera. Después de ir a pescar, siempre me llevaba en coche a casa, y justo antes de llegar se ponía muy serio, en plan malo y amenazador. Me decía que era muy importante que yo guardase nuestro pequeño secreto. Hay cosas que son privadas. Dentro de la camioneta tenía un arma, una pistola que brillaba mucho; más tarde me enseñó a utilizarla, pero al principio la sacaba, la dejaba encima del asiento y me explicaba que le encantaban sus secretos, y que si alguna vez llegaban a revelarse no tendría más remedio que hacerle daño a alguien. Yo incluido. Si yo se lo decía a alguien, él no tendría más remedio que matarme, y luego a cualquier persona a quien se lo hubiera dicho, incluidos Darrell y mi madre. La treta era muy eficaz. Nunca se lo dije a nadie.
»Seguimos pescando. Yo creo que mi madre lo sabía, pero tenía sus propios problemas, sobre todo con la bebida. Se pasaba casi todo el tiempo borracha. No lo dejó hasta mucho después, cuando ya era demasiado tarde para mí. Yo tendría unos diez años cuando mi tío me dio un porro, y empezamos a fumar los dos juntos. Luego pastillas. No estaba del todo mal. Yo me veía muy enrollado: un gamberrillo que fumaba cigarrillos y porros, bebía cerveza y miraba porno. La otra parte nunca fue agradable, pero tampoco duraba mucho. Entonces vivíamos en Springfield, y un día mi madre me dijo que teníamos que irnos. Mi padre, su marido o quien narices fuera había encontrado trabajo cerca de Joplin, Missouri, donde nací yo. Hicimos las maletas en un santiamén, lo cargamos todo en un camión de alquiler y nos fugamos en plena noche. Yo estoy seguro de que tuvo algo que ver con que no habían pagado el alquiler, y probablemente con muchas otras cosas: facturas, demandas, órdenes de arresto, autos de procesamiento… A saber.
El caso es que por la mañana me desperté en una caravana de doble ancho, muy chula. El tío Chett se quedó atrás. Seguro que se le partió el alma. Al final nos encontró, cuando hacía más o menos un mes que nos habíamos ido. Me preguntó si quería ir a pescar, y yo le dije que no. Como no tenía adónde llevarme, se quedó por la casa, sin quitarme la vista de encima. Los adultos bebían, y al cabo de un rato se empezaron a pelear por dinero. El tío Chett se fue, echando pestes. No volví a verlo, pero el daño estaba hecho. Ahora, si lo viera, cogería un bate de béisbol y le esparcería los sesos por los aires. De niño me dejó bien jodido, y supongo que aquello no lo he superado nunca. ¿Puedo fumar?
—No.
—Entonces, ¿podemos parar al menos un minuto para que fume?
—Sí, claro.
Lo hicieron unos kilómetros más adelante, en un área de descanso. Durante la pausa sonó otra vez el teléfono de Keith: otra llamada perdida de Matthew Burns. Boyette se fue a dar un paseo. Keith lo vio por última vez entre los árboles, detrás de los lavabos, seguido por una nube de humo. Keith daba vueltas por el aparcamiento, tratando de hacer circular la sangre mientras vigilaba a su pasajero. Cuando Boyette desapareció en la oscuridad, Keith llegó a pensar que se había marchado. Estaba cansado del viaje. ¿Qué más daba una fuga en aquel punto? Volvería a casa, en deliciosa soledad, y aguantaría el rapapolvo de Dana y los reproches de Matthew. Con algo de suerte, nadie se enteraría de la frustrada misión. Boyette haría lo que siempre había hecho: ir de un lado para otro hasta que se muriese o volvieran a detenerlo.
Pero ¿y si le hacía daño a alguien? ¿Compartiría Keith la responsabilidad criminal?
Pasaron los minutos sin que se moviera nada entre los árboles. En un extremo del aparcamiento había una docena de tráilers aparcados, juntos, con los generadores zumbando y los camioneros dormidos.
Apoyado en su coche, Keith esperó. Estaba acobardado, con ganas de irse a casa. Deseó que Boyette se quedara en el bosque, que se adentrase entre los árboles hasta que ya no hubiera vuelta atrás y desapareciese tal cual. Entonces pensó en Donté Drumm.
De entre los árboles salió una bocanada de humo. Su pasajero no se había escapado.
Estuvieron varios kilómetros sin hablar. Boyette parecía contento de olvidarse del pasado, pese a que minutos antes se hubiera prodigado en detalles. Al primer asomo de modorra, Keith insistió.
—Estaba usted en Joplin. El tío Chett había venido y se había ido.
El tic, y diez segundos.
—Sí… Mmm… Vivíamos en una caravana, en un barrio pobre de las afueras. Siempre vivíamos en barrios pobres, aunque recuerdo que yo estaba orgulloso de tener una caravana bonita; de alquiler, aunque entonces no lo supiera. Al lado del cámping de caravanas había una carretera pequeña y asfaltada que recorría durante kilómetros las colinas del sur de Joplin, en el condado de Newton. Había riachuelos, valles y caminos de tierra; el paraíso para un niño. —Nos pasábamos horas yendo en bicicleta por los caminos, donde no podía encontrarnos nadie. A veces robábamos cerveza y alcohol de la caravana, o incluso de alguna tienda, y nos íbamos de fiesta a las colinas. Una vez, un niño que se llamaba Damian se trajo una bolsa de costo que había robado a su hermana mayor, y nos flipamos tanto que no nos aguantábamos sobre las bicicletas.
—¿Es donde está enterrada Nicole?
Keith contó hasta once antes de oír la respuesta de Boyette.
—Supongo. Está en algún sitio de por ahí. Si quiere que le diga la verdad, no estoy seguro de poder acordarme. Estaba bastante borracho, pastor. He intentado hacer memoria, y el otro día hasta traté de hacer un mapa, pero será difícil. Eso si llegamos tan lejos.
—¿Por qué la enterró allí?
—No quería que la encontrase nadie, y funcionó.
—¿Cómo sabe que funcionó? ¿Cómo sabe que no han encontrado su cadáver? La enterró hace nueve años, y los últimos seis los ha pasado en la cárcel, sin enterarse de lo que ocurría en el exterior.
—Pastor, le aseguro que no la han encontrado.
Keith se tranquilizó. Él creía a Boyette; de hecho era frustrante creer hasta ese punto a un criminal empedernido. Llegó a Wichita totalmente despierto.
Boyette se había retirado a su triste caparazón. De vez en cuando se frotaba las sienes.
—¿Fue a juicio a los doce años? —le preguntó Keith.
El tic apareció de nuevo.
—Algo así. Sí, tenía doce. Me acuerdo de que el juez hizo algún comentario en el sentido de que era demasiado joven para embarcarme en una nueva carrera como delincuente. Qué sabría él…
—¿Por qué delito fue?
—Entramos en una tienda y nos llevamos todo lo que pudimos: cerveza, cigarrillos, caramelos, embutidos, patatas chips… Luego nos pegamos un banquete en el bosque y nos emborrachamos. Todo fue bien, hasta que a alguien se le ocurrió mirar el vídeo. Como era mi primer delito, quedé en libertad vigilada. El otro acusado era Eddie Stuart, que tenía catorce años. Pero para él no era su primer delito, así que lo mandaron al reformatorio y no lo he vuelto a ver. Era un barrio duro, con gamberros por todas partes. Cuando no armábamos alguna, nos metíamos en líos. Darrell me gritaba, pero no siempre estaba con nosotros. Mi madre hacía lo que podía, pero no conseguía dejar de beber. A mi hermano lo encerraron a los quince años. A mí, a los trece. ¿Ha estado alguna vez en un reformatorio, pastor?
—No.
—Ya me lo parecía. Son los niños que no quiere nadie. La mayoría no son malos, al menos al entrar; es una cuestión de falta de oportunidades. Primero estuve cerca de Saint Louis. Era como todos los reformatorios, una cárcel para niños y punto. Me asignaron la litera de arriba de una sala larga, repleta de niños de las calles de Saint Louis. La violencia era brutal. Nunca había bastantes vigilantes o supervisores. Íbamos a clase, pero la educación era de chiste. Para sobrevivir tenías que entrar en alguna pandilla. Alguien miró mi ficha y vio que había sufrido abusos sexuales, así que fui presa fácil de los vigilantes. Después de dos años de infierno, me soltaron. Dígame usted, pastor, qué puede hacer un quinceañero al volver a la calle después de dos años de tortura…
Miró a Keith, como si esperase una respuesta. Keith se encogió de hombros, con la vista al frente.
—El sistema de justicia para menores solo es un caldo de cultivo de delincuentes profesionales. La sociedad quiere encerrarnos para siempre, pero es demasiado estúpida para darse cuenta de que algún día acabaremos saliendo; y cuando salimos no es nada bonito. Fíjese en mí, por ejemplo. Me gusta pensar que a los trece años, cuando entré, no era un caso perdido. Ahora bien, deje pasar otros dos años llenos de violencia, odio, palizas y abusos, y a los quince, cuando salga, la sociedad tendrá un problema. Las cárceles son fábricas de odio, pastor, y la sociedad siempre quiere que haya más. Eso no funciona.
—¿Está culpando a otros por lo que le pasó a Nicole?
Boyette espiró, apartando la vista. Era una pregunta cuyo peso lo hizo flaquear.
—No lo entiende, pastor —contestó por fin—. Lo que hice estuvo mal, pero no pude evitarlo. ¿Y por qué no lo pude evitar? Pues por lo que soy. Yo no nací así. No me convertí en un hombre con muchos problemas por mi ADN, sino por las exigencias de la sociedad: encerradlos, castigadlos hasta que se queden tiesos, y si de paso os salen unos cuantos monstruos, pues mala suerte.
—¿Y el otro cincuenta por ciento?
—¿A quiénes se refiere?
—La mitad de los presos que salen en libertad condicional no vuelven a meterse en líos, ni vuelven a ser detenidos.
A Boyette no le gustó la estadística. Cambió de postura, y clavó la vista en el retrovisor de la derecha. Se metió en su caparazón, y ya no dijo nada más. Se durmió cuando iban por el sur de Wichita.
A las 3.40 de la madrugada volvió a sonar el teléfono. Era Matthew Burns.
—¿Dónde estás, Keith? —quiso saber.
—Duerme un poco, Matthew. Perdona que te haya molestado.
—Me está costando dormir. ¿Dónde estás?
—A unos cincuenta kilómetros de la frontera de Oklahoma.
—¿Aún llevas a tu amigo?
—Sí, sí. Ahora duerme. Yo solo echo cabezaditas.
—He hablado con Dana y está muy preocupada, Keith. Yo también. Nos parece que estás perdiendo la cabeza.
—Es probable. Eso me conmueve. Relájate, Matthew, estoy haciendo lo que tengo que hacer, y pase lo que pase sobreviviré. Ahora mismo, en quien pienso es en Donté Drumm.
—No cruces la frontera del estado.
—Ya te había oído.
—Me alegro. Solo quería que constase en acta que te aviso otra vez.
—Me lo apunto.
—Bueno, Keith, escúchame. No tenemos ni idea de lo que puede pasar cuando lleguéis a Slone y tu colega empiece a soltar la lengua. Doy por supuesto que atraerá a las cámaras como los bichos muertos de la carretera llaman a los cuervos. Tú quédate al margen, Keith. No llames la atención, ni hables con ningún periodista. Está claro que pasará una de dos cosas. Primera hipótesis: la ejecución se hará tal como está previsto. En ese caso habrás hecho todo lo posible, y será el momento de volver corriendo a casita. Boyette tiene la opción de quedarse o buscar a alguien que lo traiga. A ti, en el fondo, no te importa. Vuelve y ya está. Hay bastantes posibilidades de que nadie se entere de tu aventurilla en Texas. Segunda hipótesis: que se posponga la ejecución. En ese caso habrás ganado, pero no lo celebres. Mientras las autoridades cogen a Boyette, tú te vas disimuladamente y vuelves a casa. En ambos casos, es mejor que no te dejes ver. ¿Queda claro?
—Creo que sí. Una pregunta: ¿adónde voy cuando lleguemos a Slone? ¿A la fiscalía, a la policía, a la prensa, a la defensa…?
—A ver a Robbie Flak, que es el único que quizá te haga caso. Ni la policía ni el fiscal tienen ningún motivo para escuchar a Boyette. Ellos ya tienen al culpable, y solo esperan la ejecución. El único que podría creeros es Flak, y parece muy capaz de armar follón, eso está claro. Si Boyette cuenta una buena historia, Flak ya se ocupará de la prensa.
—Es lo que había pensado. Pienso llamar a Flak a las seis. Dudo que esté durmiendo mucho.
—Antes de empezar a hacer llamadas, habla conmigo.
—De acuerdo.
—Ah, Keith. Sigo pensando que estás loco.
—No lo dudo, Matthew.
Keith se guardó el teléfono en el bolsillo. Pocos minutos más tarde, el Subaru salió de Kansas y entró en Oklahoma. Keith iba a ciento treinta por hora. Por otra parte, llevaba su alzacuellos, y se había convencido de que ningún policía decente haría demasiadas preguntas a un clérigo cuyo único delito era el exceso de velocidad.