Capítulo catorce

Gilí Newton llevaba cinco años como gobernador de Texas, y aunque las encuestas arrojasen índices de aceptación muy envidiables entre su electorado, se quedaban cortas ante la opinión del propio Newton sobre su popularidad. Era de Laredo, lo más al sur de Texas. Había crecido en un rancho propiedad de su abuelo, antiguo sheriff, y tras un arduo paso por el instituto y la Facultad de Derecho, en vista de que no había ningún bufete dispuesto a contratarlo se había hecho ayudante de fiscal en El Paso. A los veintinueve años le habían nombrado fiscal de distrito, la primera de muchas campañas coronadas por el éxito; de hecho, nunca había perdido ninguna. A los cuarenta ya había mandado a cinco hombres al corredor de la muerte. A dos de ellos los había visto morir como gobernador, alegando que era su deber, puesto que de la acusación se había ocupado él mismo. Aunque los archivos no fuesen muy fiables, tenía fama de ser el único gobernador de Texas que había asistido a una ejecución durante el ejercicio de su cargo, cosa que, ciñéndose a la época contemporánea, era verdad. En las entrevistas afirmaba que verlos morir le había dado la sensación de que pasaba página. «Recuerdo a las víctimas —decía—. Pensaba todo el rato en las víctimas. Eran crímenes horrendos».

Casi nunca desaprovechaba la oportunidad de ser entrevistado.

Descarado, gritón, vulgar (en privado), su enorme popularidad se debía a su retórica antigubernamental, al encastillamiento en sus ideas, a los comentarios escandalosos por los que nunca pedía perdón y a su amor a Texas y a su historia de independencia a toda costa. La gran mayoría de los votantes también compartían su cariño por la pena de muerte.

Ahora que Newton tenía asegurada su segunda y última legislatura, su mirada se proyectaba más allá de las fronteras de Texas, hacia una etapa de mayor trascendencia. Se le necesitaba.

El viernes a última hora de la tarde se reunió con sus dos asesores de mayor confianza, dos viejos amigos de la facultad que lo habían ayudado en todas sus decisiones importantes y en la mayoría de las secundarias. Wayne Wallcott era el abogado, o primer letrado, según proclamaba su membrete; Barry Ringfield era el portavoz, o director de comunicaciones. Un día de rutina en Austin, coincidieron los tres en el despacho del gobernador exactamente a las cinco y cuarto: se quitaron los abrigos, despidieron a las secretarias, cerraron la puerta con llave, y a las cinco y media sirvieron el bourbon, tras lo cual fueron al grano.

—Mañana se podría liar lo de Drumm —dijo Barry—. Los negros están cabreados, y tienen previstas manifestaciones en todo el estado para mañana mismo.

—¿Dónde? —preguntó el gobernador.

—Pues mira, aquí, para empezar, en el césped sur del Capitolio. Corre el rumor de que® vendrá el reverendo Jeremiah Mays en ese pedazo de avión que tiene, para alborotar a los indígenas.

—Me encanta —dijo el gobernador.

—Ya está presentada y tramitada la solicitud de suspensión —anunció Wayne, mirando unos papeles.

Bebió un poco. El bourbon, un Knob Creek, corría por pesados vasos de cristal Waterford que llevaban el sello del estado.

—Se nota que esta vez hay más interés —dijo Barry—. Montones de llamadas, cartas y correos electrónicos.

—¿Quién llama? —preguntó Newton.

—Los de siempre: el Papa, el presidente de Francia, dos parlamentarios holandeses, el primer ministro de Kenia, Jimmy Cárter, Amnistía Internacional, aquel bocazas de California que encabeza el grupo negro del Congreso en Washington… Mucha gente.

—¿Alguien importante?

—A decir verdad, no. Ha llamado dos veces el juez titular del condado de Chester, Elias Henry, y ha enviado un e-mail. Está a favor de suspender la ejecución. Dice que duda seriamente del veredicto del jurado. En Slone, de todos modos, la mayor parte del ruido son proclamas favorables a la ejecución. Allí al chico lo consideran culpable. Ha llamado el alcalde, preocupado por el hecho de que mañana por la noche pueda haber follón en esa localidad. Dice que es posible que llame para pedir ayuda.

—¿La Guardia Nacional? —preguntó Newton.

—Supongo.

—Me encanta. —Bebieron. El gobernador miró a Barry, que además de su portavoz era también su asesor de mayor confianza, y el más taimado—. ¿Tienes algún plan?

Barry siempre tenía alguno.

—Sí, claro, pero aún no está acabado. Me gusta lo de la manifestación de mañana. Esperemos que venga el reverendo Jeremiah a atizar el fuego. Una gran multitud, con africanos a patadas; una situación tensa de las de verdad. Entonces tú subes al podio, te quedas con ellos y hablas del curso ordenado de la justicia en este estado; el papel de siempre, vaya. Luego, ahí mismo, en los escalones, con las cámaras filmando, mientras la gente te silba y te abuchea, y a lo mejor hasta te tira alguna piedra, rechazas la solicitud de suspensión. La gente se exalta, y tú sales huyendo. Se necesitan huevos, pero la cosa no tiene precio.

—Uau —dijo Newton.

Wayne se rió en voz alta.

Barry siguió hablando.

—A las tres horas se lo cargan, pero en titulares saldrá una multitud de negros furiosos. Que conste que tú tienes el cuatro por ciento del voto negro, gobernador; el cuatro por ciento. —Una pausa y un trago, aunque aún no había terminado—. A mí también me gusta el toque de la Guardia Nacional. Un poco más tarde, pero antes de la ejecución, das una rueda de prensa y anuncias que mandarás a la Guardia para sofocar los disturbios en Slone.

—¿Estadísticas del condado de Chester?

—Tienes el setenta y uno por ciento, Gilí. Les encantas. Mandando a la Guardia los proteges.

—Pero ¿es necesaria la Guardia? —preguntó Wayne—. Si exageramos, se nos puede ir de las manos.

—Depende. Será cuestión de controlar la situación, y ya decidiremos.

—Sí, eso haremos —dijo el gobernador. La decisión ya estaba tomada—. ¿Hay alguna posibilidad de que el tribunal lo aplace en el último momento?

Wayne echó unos papeles sobre la mesa del gobernador.

—Lo dudo —dijo—. Esta mañana los abogados de Drumm han presentado una apelación, diciendo que está loco y que no advierte la gravedad de lo que va a pasar, pero son tonterías; hace una hora he hablado con Baker en la fiscalía, y él no ve nada en perspectiva. Tenemos luz verde en todas partes.

—Parece divertido —comentó el gobernador.

Por sugerencia, o insistencia, de Reeva se canceló la reunión del miércoles por la noche para rezar en la Primera Iglesia Baptista. Eso solo había pasado tres veces en la historia de la iglesia: la primera por una tormenta de hielo, la segunda por un tornado y la tercera por un apagón. Ante la incapacidad del hermano Ronnie de usar la palabra «cancelado», lo que hubo fue una mera reclasificación del acto como «vigilia de oración», y su «traslado» a otro lugar. También colaboró el tiempo, con cielos despejados y temperaturas superiores a los veinte grados.

Quedaron al anochecer en un pabellón reservado del Parque Nacional de Rush Point, a orillas del Red River, lo más cerca posible de Nicole. El pabellón estaba en un pequeño acantilado, con el río a sus pies, a unos cien metros del banco de arena, que aparecía y desaparecía en función del nivel del agua. Era donde habían encontrado los carnets del gimnasio y de estudiante de Nicole. Ya hacía tiempo que sus seres queridos lo consideraban el lugar de descanso de la chica.

En sus numerosas visitas a Rush Point, Reeva siempre había avisado previamente a todos los medios de comunicación con los que pudiera contactar en Slone, pero el paso de los años había mitigado el interés de los reporteros, y a menudo Reeva iba sola a sus visitas, a veces con Wallis tras de ella; nunca faltaba el día del cumpleaños de su hija, y casi nunca el 4 de diciembre, el de su desaparición. Aquella vigilia, sin embargo, era muy diferente. Había algo que celebrar. En representación de Fordyce - ¡A por todas! había un equipo de dos hombres con una cámara pequeña, el mismo que ya llevaba dos días siguiendo a Reeva y a un Wallis un poco harto. También había dos equipos de noticias de la tele, y media docena de reporteros de la prensa escrita. Tanta atención inspiró a los fieles, y al hermano Ronnie le satisfizo lo nutrido de la concurrencia. ¡A sesenta kilómetros de casa!

Mientras se ponía el sol cantaron unos cuantos himnos. Después encendieron velitas y se las pasaron unos a otros. Sentada en primera fila, Reeva lloraba sin cesar. El hermano Ronnie no pudo resistirse a la oportunidad de hacer un sermón. Su grey, por otra parte, no tenía prisa en irse. Se explayó acerca de la justicia, y recurrió a un alud de citas bíblicas en apoyo del mandato de Dios de que vivamos como ciudadanos respetuosos de la ley.

Rezaron varios diáconos, y no faltaron testimonios de amigos de Nicole; el propio Wallis —previo codazo en las costillas— logró ponerse en pie y pronunciar unas palabras. A modo de remate, el hermano Ronnie se embarcó en una larga súplica de compasión, misericordia y fortaleza. Pidió a Dios que acompañase hasta el final a Reeva, a Wallis y a su familia, y estuviera a su lado en la dura prueba de la ejecución.

Al salir del pabellón, se trasladaron en solemne procesión al sepulcro provisional; y ahí, más cerca de la orilla, depositaron flores al pie de una cruz blanca. Algunos se pusieron de rodillas y volvieron a rezar. Todos se desahogaron llorando.

El miércoles a las seis de la tarde Keith cruzó la puerta de Anchor House resuelto a acorralar a Travis Boyette, y a plantarle cara. Faltaban exactamente veinticuatro horas para la ejecución, y Keith pensaba hacer todo lo posible por impedirla. Parecía totalmente imposible, pero al menos lo intentaría. De la cena del miércoles en St. Mark se ocupaba un pastor subalterno.

Boyette parecía jugar al escondite, a menos que estuviera muerto. A lo largo del día no se había presentado a su supervisor, ni había vuelto a ser visto en Anchor House. No estaba obligado a ninguna de estas dos cosas, pero era preocupante que no diera señales de vida. Sin embargo, sí tenía la obligación de presentarse a las seis para pasar la noche y de no irse sin autorización expresa antes de las ocho de la mañana. A las seis de la tarde seguía sin aparecer. Keith esperó una hora, pero no había ni rastro de Boyette. El mostrador de la entrada estaba a cargo de un tal Rudy, ex presidiario.

—Más vale que salgas a buscarlo, tío —masculló.

—No sé por dónde empezar —dijo Keith.

Le dejó a Rudy su número de móvil y empezó por los hospitales. Conducía despacio, matando el tiempo en espera de una llamada de Rudy, y entre una y otra visita miraba la calle por si veía a algún blanco raro de unos cuarenta años, cojo y con bastón. Ninguno de los hospitales del centro tenía registrado a nadie con el nombre de Travis Boyette. Tampoco merodeaba por la estación de autobuses, ni bebía con los borrachos del río. A las nueve de la noche Keith regresó a Anchor House y se sentó en una silla del mostrador de la entrada.

—Ha desaparecido —dijo Rudy.

—¿Y ahora qué? —inquirió Keith.

—Si llega durante la noche lo pondrán de vuelta y media pero lo dejarán pasar, menos si está borracho o drogado, y entonces salta la liebre. Te dejan cagarla una vez. En cambio, si está fuera toda la noche lo más seguro es que le revoquen la condicional y lo manden otra vez a la cárcel. Estos tipos no se andan con bromas. ¿Qué le pasa a Boyette?

—A saber. Le cuesta decir la verdad.

—Me suena. Ya tengo su número. Si se presenta, lo llamo.

—Gracias.

Keith se quedó media hora más antes de irse en coche a su casa. Dana calentó lasaña. Comieron en la habitación de la tele, con bandejas. Los niños ya dormían. La tele estaba silenciada. Apenas hablaron. Hacía casi tres días que su vida estaba consumida por Travis Boyette, y estaban un poco cansados de él.

Ya de noche, quedó claro que no había nadie que quisiera salir de la estación de trenes. No había mucho trabajo jurídico que hacer, y a aquellas horas pocas cosas de peso se podían realizar en ayuda de Donté Drumm. El Tribunal Penal de Apelación de Texas no se había pronunciado sobre la alegación de trastorno mental. Fred Pryor seguía rondando por las afueras de Houston con la esperanza de tomarse alguna copa más con Joey Gamble, lo cual parecía dudoso. Podía ser perfectamente la última noche en la vida de Donté Drumm, y los miembros de su equipo jurídico necesitaban consolarse mutuamente.

Mandaron a Carlos por pizza y cerveza, y a su regreso usaron la mesa larga de la sala de reuniones para cenar. Más tarde llegó Ollie, y se montó una partida de póquer. Ollie Tufton, muy amigo de Robbie, era de los pocos abogados negros de Slone. Su cuerpo era redondo como una pelota, y aseguraba pesar ciento ochenta kilos, sin que estuviera clara su razón para querer presumir de ello. Era gritón, muy divertido y con apetitos desmesurados: comida, whisky, póquer y, por desgracia, cocaína. Robbie lo había salvado dos veces cuando estaban a punto de expulsarlo del colegio de abogados. De vez en cuando se ganaba un pellizco con accidentes de coche, pero el dinero casi siempre desaparecía. Cuando Ollie estaba en la sala, casi todo el ruido procedía de él. Se hizo con el control de la partida de póquer, encargó a Carlos dar la mano, fijó las reglas y contó sus últimos chistes verdes, sin dejar ni un momento de beber cerveza y de zamparse la pizza fría. Los jugadores eran Martha Handler (que solía ganar), Bonnie (la otra técnica), Kristi Hinze (que aún tenía miedo de jugar, y todavía más miedo de Ollie) y un investigador que también hacía de recadero a tiempo parcial llamado Ben Shoots.

Dentro de la chaqueta de Shoots, colgada en la pared, había una pistola. Robbie tenía otras dos en su despacho, ambas cargadas. Aaron Rey, siempre armado, se movía sin hacer ruido por la estación de trenes, atento a las ventanas y al aparcamiento. Como se habían recibido varias amenazas telefónicas durante el día, el bufete estaba en alerta máxima.

Robbie se llevó una cerveza a su despacho, dejó la puerta abierta y llamó a DeDe, la mujer con quien vivía; estaba haciendo yoga, y sentía una bendita indiferencia ante la ejecución que se avecinaba. Después de tres años juntos, Robbie casi estaba convencido de que la cosa tenía posibilidades. DeDe apenas manifestaba interés por las actividades de Robbie en el despacho, lo cual era beneficioso. La búsqueda de amor sincero por parte de Robbie estaba plagada de mujeres incapaces de aceptar que la convivencia estuviera muy sesgada en favor de él. La de ahora iba a la suya, y coincidían en la cama. Robbie le llevaba veinte años, y seguía loco por ella.

Llamó a un reportero de Austin, pero no dijo nada que pudiera citarse. Después habló con el juez Elias Henry y le dio las gracias por haber llamado al gobernador. Se desearon suerte, sabiendo que las siguientes veinticuatro horas tardarían mucho tiempo en olvidarse. El reloj de la pared parecía parado a las nueve y diez. Robbie siempre recordaría que fue exactamente a esa hora cuando entró Aaron Rey en su despacho y le dijo:

—Se ha incendiado la Primera Iglesia Baptista.

La batalla de Slone había empezado.