Capítulo doce

Miércoles por la mañana. Seis horas después de salir del bufete a medianoche, Robbie volvía a estar en la sala de reuniones, preparándose para otro día frenético. La noche no había dado buenos frutos. La sesión de copas entre Fred Pryor y Joey Gamble había tenido un único resultado: el reconocimiento por parte de Joey de que Koffee lo había llamado para recordarle la pena por perjurio. Robbie había escuchado toda la sesión. Pryor, que con los años se había vuelto un maestro de los aparatos de grabación, había usado la misma pluma-micro para transmitir la conversación por un teléfono móvil. La calidad de sonido era notable. Robbie los había acompañado con un par de copas, desde su despacho, mientras Martha Handler tomaba sorbitos de bourbon y Carlos, el técnico, bebía cerveza y controlaba el «manos libres». En todos los casos, los placeres del alcohol habían durado dos horas: para Joey y Fred, en un falso saloon de las afueras de Houston, y para el bufete Flak (inmerso en el trabajo), en su oficina de la antigua estación de trenes. Sin embargo, al cabo de dos horas, Joey ya no quería más (ni siquiera cerveza), y dijo estar cansado de que lo presionasen. No podía aceptar que una declaración de última hora, firmada de su puño y letra, revocase su testimonio en el juicio. No quería llamarse a sí mismo mentiroso, aunque hubiera estado a punto de reconocer que había mentido.

—Donté no debería haber confesado —dijo varias veces, como si una falsa confesión fuera base suficiente para una condena a muerte.

Pero Pryor estaba decidido a no despegarse de él durante todo el miércoles y el jueves, si hacía falta. Aún veía un resquicio de esperanza, que aumentaba con el paso de las horas.

A las siete de la mañana el bufete se congregó en la sala de reuniones para el informe diario. Estaban todos, exhaustos, con ojos de cansancio, listos para el esfuerzo final. Después de trabajar toda la noche, la doctora Kristi Hinze tenía su informe a punto. Hizo un breve resumen, mientras los demás tomaban café y pastas a espuertas. Era un informe de cuarenta y cinco páginas, más de las que leería el tribunal, pero tal vez suficientes para que alguien se fijara. Las conclusiones no sorprendieron a nadie, al menos entre los componentes del bufete Flak. La doctora describió su examen de Donté Drumm. Había consultado el historial médico y psicológico correspondiente a su estancia en la cárcel, y leído doscientas sesenta cartas escritas por Drumm durante los ocho años que llevaba en el corredor de la muerte. Sufría esquizofrenia, psicosis, ideas delirantes y depresión, y no entendía lo que le pasaba. La doctora procedió a condenar la incomunicación como modalidad de encarcelamiento, que volvió a calificar de forma cruel de tortura.

Robbie pidió a Sammie Thomas que mandase la petición de indulto al bufete de Austin con el que colaboraban, adjuntando el informe completo de la doctora Hinze. Durante los ocho años del proceso de apelación, el bufete de Robbie había recibido el apoyo del Texas Capital Defender Group, más conocido como Defender Group, una organización sin ánimo de lucro que representaba aproximadamente al veinticinco por ciento de los reclusos del corredor de la muerte. El Defender Group se dedicaba en exclusiva a las apelaciones de condenados a muerte, y lo hacía con gran conocimiento del tema y enorme diligencia. Las instrucciones de Sammie eran enviar la petición y el informe por vía electrónica. A las nueve de la mañana, el Defender Group mandaría copias impresas al Tribunal Penal de Apelación.

Al faltar tan poco para la ejecución, el tribunal estaba sobre aviso, listo para zanjar con rapidez las peticiones de última hora. Si eran denegadas —como solía ser el caso—, Robbie y el Defender Group podrían acudir al tribunal federal y seguir cuesta arriba con la esperanza de que en algún momento se produjese un milagro.

Robbie analizó estas estrategias y se cercioró de que todos sabían qué hacer. El día siguiente sería Carlos quien se ocupase de la familia Drumm, aunque sin salir de Slone: se aseguraría de que llegasen a Polunsky a tiempo para su última visita. Ahí estaría Robbie, para acompañar a su cliente en sus últimos pasos y para presenciar la ejecución. Sammie Thomas y la otra abogada se quedarían en el bufete, coordinando las peticiones con el Defender Group. Bonnie, la técnica legal, se mantendría en contacto con las oficinas del gobernador y del fiscal general.

La solicitud de suspensión ya se había presentado en la oficina del gobernador. Ahora esperaban una negativa. La petición de Kristi Hinze estaba lista para ser cursada. Mientras Joey Gamble no cambiara de idea (si es que lo hacía), no habría nuevas pruebas que anunciar a bombo y platillo. A medida que se alargaba la reunión, quedó de manifiesto que quedaba poco sustancial por hacer. La conversación se fue apagando. El frenesí empezaba a decaer. De repente, todos estaban cansados. Empezaba la espera.

En 1994, el año de su elección como jueza, Vivían Grale había centrado su campaña en una serie de puntos: tener criterios morales elevados, anteponer las leyes de Dios a todo lo demás, encarcelar durante más tiempo a los delincuentes y, cómo no, hacer un uso más eficaz de la sala de ejecución de Huntsville. Ganó por treinta votos, derrotando a un tal Elias Henry, juez sabio y veterano; una derrota que obtuvo seleccionando una serie de casos en los que el juez Henry había osado mostrarse compasivo con el acusado, y aireándolos mediante anuncios que lo presentaban como indulgente con los pedófilos.

Después de que salió a la luz pública la relación de Grale y Koffee, después del divorcio de la jueza y de su dimisión y deshonrosa salida de Slone, los votantes se arrepintieron y volvieron a confiar en el juez Henry, que fue elegido sin oposición. Ahora tenía ochenta y un años, y algunos problemas de salud. Corrían rumores de que quizá no pudiera llegar hasta el final de su mandato.

El juez Henry había sido amigo íntimo del padre de Robbie, fallecido en 2001. Esta amistad lo convertía en uno de los pocos jueces del este de Texas cuya presión sanguínea no sufría un brusco aumento cada vez que Robbie Flak entraba en la sala. A su vez, Henry era prácticamente el único juez del que se fiaba Robbie, quien aceptó su invitación de reunirse con él en su despacho el miércoles a las nueve de la mañana. Del objetivo de la reunión no se trató por teléfono.

—Este caso me preocupa mucho —dijo el juez Henry, una vez despachadas las formalidades de rigor.

Estaban solos, en un despacho viejo que apenas había cambiado en los cuarenta años que llevaba Robbie visitándolo. La sala de vistas estaba al lado, vacía.

—No me extraña.

Ambos tenían botellines de agua sin abrir delante de ellos, en una mesa de trabajo. El juez iba vestido como siempre, con traje oscuro y corbata naranja. Tenía un buen día, y sus ojos brillaban con intensidad. Las sonrisas destacaban por su ausencia.

—He leído la transcripción, Robbie —dijo—. Empecé la semana pasada, y lo he leído todo. También he leído la mayoría de los expedientes de apelación, y desde mi perspectiva de juez me parece increíble que la jueza Grale aceptase la confesión como prueba. Era una confesión forzada, y descaradamente anticonstitucional.

—Lo era y lo sigue siendo, juez. No seré yo quien defienda a la jueza, pero no tenía alternativa. No había ninguna otra prueba creíble. Si hubiera rechazado la confesión, Koffee se habría quedado sin nada: ni condena, ni acusado, ni sospechoso, ni cadáver. Donté habría salido de la cárcel y la prensa lo habría puesto en titulares. Ya sabe que la jueza Grale se debía a sus votantes, y en el este de Texas no reeligen a los jueces que ponen la ley por encima de la política.

—A mí me lo vas a decir.

—Cuando supo que la confesión sería presentada ante el tribunal, Koffee pudo fabricar otras pruebas. Con ruido y muchos aspavientos, convenció al jurado de que el asesino era Donté. Lo señaló con el dedo, y lloró nada más oír el nombre de Nicole. Toda una actuación. ¿Cómo es aquel dicho, juez? «Si no tienes datos, grita». Pues él gritó lo suyo; el jurado lo creyó encantado, y ganó Koffee.

—Tú diste mucha guerra, Robbie.

—Debería haber dado más.

—¿Y estás convencido de que es inocente? ¿Sin la menor duda?

—¿A qué viene esta conversación, juez? A estas alturas parece un poco inútil.

—A que voy a llamar por teléfono al gobernador para pedirle que suspenda la ejecución. No sé, tal vez me escuche. El juicio no lo presidí yo; entonces estaba retirado, ya se sabe, pero tengo un primo en Texarkana que dio mucho dinero al gobernador. Lo veo bastante difícil, pero ¿qué se pierde con ello? ¿Qué tiene de malo retrasarla treinta días más?

—Nada. ¿Tiene dudas sobre su culpabilidad, juez?

—Dudas de mucho peso. Yo no habría admitido la confesión; habría metido al chivato en la cárcel, por mentir, y al payaso de los perros no le habría dejado declarar. Y a aquel chico…, ¿cómo se llamaba…?

—Joey Gamble.

—Ese, el novio blanco. Su testimonio probablemente hubiera llegado hasta el tribunal, pero era demasiado incoherente para tener peso. Ya lo dijiste tú mejor que nadie en un escrito, Robbie: la condena se basa en una falsa confesión, en un perro que se llama Yogi, en un chivato mentiroso que luego se retractó y en un novio despechado que quería vengarse. No se puede condenar a nadie con esta basura. La jueza Grale era parcial, y creo saber por qué. A Paul Koffee le cegaba su estrechez de miras y el miedo a poder equivocarse. Es un caso espantoso, Robbie.

—Gracias, juez. Llevo nueve años conviviendo con él.

—Y también peligroso. Ayer estuve reunido con dos abogados negros que conoces, buena gente. Están indignados con el sistema, pero también les asustan las consecuencias. Según ellos, si ejecutan a Drumm habrá problemas.

—Eso dicen.

—¿Qué se puede hacer, Robbie? ¿Hay alguna manera de impedirlo? Yo no soy experto en la pena de muerte, ni sé en qué fase están tus recursos ahora mismo.

—Casi se ha vaciado el depósito, juez. Estamos alegando enajenación mental.

—¿Con qué posibilidades?

—Muy escasas. Hasta ahora Donté no tenía ningún historial de enfermedades psíquicas. Estamos alegando que ocho años en el corredor de la muerte lo han vuelto loco. Ya sabe que los tribunales de apelación suelen ver con malos ojos las tesis que surgen a última hora.

—¿Está loco el chico?

—Tiene problemas graves, pero sospecho que sabe lo que pasa.

—O sea que no eres optimista.

—Yo soy abogado penalista, juez. El optimismo no está en mi ADN.

Finalmente, el juez Henry desenroscó el tapón del botellín de plástico y bebió un poco de agua sin apartar la mirada de Robbie.

—De acuerdo, pues llamaré al gobernador —dijo, como si fuera la llamada salvadora.

No lo sería. En esos momentos, el gobernador recibía muchas llamadas. Robbie y su equipo las estaban generando en grandes cantidades.

—Gracias, juez, pero no espere gran cosa. Este gobernador nunca ha frenado ninguna ejecución. De hecho, quiere acelerarlas. Le tiene puesto el ojo a un escaño en el Senado, y ya cuenta los votos antes de elegir qué desayunará. Es un hipócrita sin escrúpulos ni dos dedos de frente, un mierdecilla cobarde y rastrero con mucho porvenir en la política.

—¿O sea que tú no lo votaste?

—No, pero llámelo, por favor.

—Lo llamaré. Dentro de media hora me reúno con Paul Koffee para hablar sobre el tema. No quiero que se lleve una sorpresa. También charlaré un poco con el del periódico. Quiero que conste que me opongo a la ejecución.

—Gracias, juez, pero ¿por qué ahora? Esta conversación podríamos haberla tenido hace un año, o cinco. Es muy tarde para posicionarse.

—Hace un año casi nadie pensaba en Donté Drumm. La ejecución no era inminente. Existía la posibilidad de que lo indultase un tribunal federal, o de que anulasen el juicio y volvieran a juzgarlo. No sé, Robbie; puede que haya hecho mal en no implicarme más, pero el caso no es mío. He estado ocupado en mis propios asuntos.

—Lo entiendo, juez.

Se dieron la mano y se despidieron. Robbie bajó por la escalera trasera, para no encontrarse a ningún abogado o secretario con ganas de cháchara. Al caminar deprisa por el pasillo vacío, intentó pensar en algún otro cargo electo de Slone o del condado de Chester que se hubiese pronunciado en defensa de Donté Drumm, y se le ocurrió uno solo: el único concejal negro del ayuntamiento de Slone.

Llevaba nueve años librando una batalla larga y solitaria, que ahora estaba a punto de perder. Era imposible que una llamada del primo que había dado mucho dinero al gobernador detuviera una ejecución en Texas. La maquinaria era eficiente, y estaba bien engrasada. Una vez puesta en marcha, no había manera de frenarla.

Una brigada del ayuntamiento erigía un estrado provisional en el césped de delante del juzgado. Algunos policías conversaban nerviosos, viendo vaciarse el primer autobús de una iglesia. Bajaron diez o doce negros, que tras haber cruzado el césped, y dejando atrás los monumentos a los caídos, encontraron el lugar que buscaban, desplegaron sillas y se dispusieron a esperar. La concentración, o manifestación, o como hubiera que llamarla, estaba convocada para mediodía.

A Robbie le habían pedido que hablara, pero él no había querido. No se le ocurría nada que no exaltase los ánimos, y no deseaba que lo acusaran de incitar a la multitud. Bastantes alborotadores habría.

Según Carlos, el encargado de administrar la web, los comentarios y los blogs, el tráfico se estaba incrementando de manera drástica. Se planeaban manifestaciones para el jueves en Austin, Huntsville y Slone; también en los campus de dos de las universidades negras de Texas como mínimo.

«Dadles caña», pensó Robbie al irse en coche.