Capítulo once

En una semana normal, el reverendo Schroeder se pasaba casi toda la tarde del martes encerrado en su despacho, con los teléfonos desconectados, buscando el tema de su siguiente sermón. Analizaba las últimas noticias, pensaba en las necesidades de sus feligreses, rezaba mucho y, si no se le ocurría nada, acudía a su archivo y leía sermones antiguos. Finalmente, cuando saltaba la chispa, redactaba un bosquejo, y a continuación empezaba el texto definitivo. En ese momento ya no estaba bajo presión, y podía practicar y ensayar hasta el domingo. Así y todo, había pocas cosas tan ingratas como despertarse el miércoles por la mañana sin tener la menor idea de lo que diría el domingo.

Sin embargo, teniendo a Travis Boyette en la cabeza, no podía concentrarse en nada más. El martes, después de comer, echó una larga siesta de la que se despertó con la cabeza turbia, casi atontado. Dana se había ido del despacho para ocuparse de los niños. Keith hizo algunas cosillas por la iglesia, sin poder dedicarse a nada productivo. Finalmente se fue. Se le ocurrió ir en coche al hospital, a ver cómo estaba Boyette, con la esperanza de que el tumor hubiera remitido y él se lo hubiera repensado, aunque era improbable.

Mientras Dana preparaba la cena, y los niños estaban ocupados con los deberes, Keith se fue al garaje para estar solo. Su último proyecto era ordenarlo, pintarlo y mantenerlo siempre en perfecto estado. Normalmente disfrutaba con las tareas rutinarias de limpieza, pero incluso eso logró estropearlo Boyette. Al cabo de media hora desistió, se llevó su portátil al dormitorio y cerró con llave. La web de Drumm era como un imán, un suculento novelón del que aún le quedaba mucho por leer.

EL ESCÁNDALO KOFFEE-GRALE

La acusación contra Donté Drumm estaba encabezada por Paul Koffee, fiscal de distrito de Slone y el condado de Chester. La jueza presidenta de la sala en el juicio de Donté era Vivian Grale. Ambos cargos eran electos. En el momento del juicio, Koffee llevaba trece años en el suyo, y Grale, cinco como juez. Koffee y su esposa, Sara, tenían (y siguen teniendo) tres hijos. Grale y su marido, Frank, tenían (y siguen teniendo) dos.

Actualmente los Koffee están divorciados, al igual que los Grale.

La única petición de cierta importancia que concedió la jueza Grale a la defensa fue la de que el juicio se celebrase en otro sitio. Teniendo en cuenta su impacto informativo, en Slone era imposible hacer un juicio justo. Los abogados de Donté querían trasladarlo muy lejos, y propusieron Amarillo o Lubbock, ambos a unos ochocientos kilómetros de Slone. La jueza Grale acordó la petición —según todos los expertos, en el fondo no tuvo más remedio, ya que celebrar el juicio en Slone habría provocado necesariamente errores revocables—, y decidió que Donté fuera juzgado en París, Texas. El juzgado de París dista exactamente setenta y nueve kilómetros del de Slone. Después de la condena, los abogados de Donté alegaron con vehemencia durante la apelación que celebrar el juicio en París era lo mismo que hacerlo en Slone; tanto es así, que durante el proceso de selección del jurado más de la mitad de los candidatos reconocieron haber oído algo sobre el caso.

Aparte del cambio de ubicación, la jueza Grale se mostró muy poco receptiva a la defensa. Su resolución más decisiva fue aceptar la confesión forzosa de Donté. Sin eso, la acusación no habría tenido base ni prueba alguna. Lo fiaba todo en la confesión.

Pero también hubo otras resoluciones casi igual de perjudiciales. La policía y la acusación recurrieron a una de sus tácticas favoritas al presentar a un chivato de la cárcel, un tal Ricky Stone. Estaba preso por tráfico de drogas, y había aceptado cooperar con el detective Kerber y la policía de Slone. Durante cuatro días lo pusieron en la misma celda que a Donté Drumm, y luego lo sacaron de ella. Donté no volvió a verlo hasta el día del juicio. Stone declaró que Donté hablaba abiertamente de la violación y el asesinato de Nicole, y que decía haberse vuelto loco después de su ruptura. Se veían en secreto desde hacía varios meses, y estaban enamorados, pero ella tenía miedo de que su padre rico dejara de darle dinero al enterarse de que salía con un negro. Stone declaró que el fiscal no le había prometido nada a cambio de su testimonio. Dos meses más tarde de que Donté fuera condenado, Stone se declaró culpable de un delito menor y salió de la cárcel.

Stone tenía muchos antecedentes penales, y una credibilidad nula. Era el típico preso chivato que se inventa una declaración a cambio de una sentencia más leve. La jueza Grale le permitió que testificara.

Más tarde, Stone se retractó y dijo que el detective Kerber y Paul Koffee lo habían presionado para que mintiera.

La jueza Grale también aceptó testimonios que en muchas jurisdicciones llevaban muchos años desacreditados. Durante la búsqueda de Nicole, la policía usó sabuesos para que encontraran pistas con su olfato. Primero les dejaron husmear el coche de Nicole y algunos de los objetos que contenía, y después los dejaron sueltos. El rastro no llevaba a ninguna parte, al menos hasta la detención de Donté, momento en que la policía dejó que los sabuesos olfateasen la camioneta Ford verde de la familia Drumm. Según el encargado de los perros, se pusieron nerviosos y agitados, y dieron claras muestras de reconocer el rastro de Nicole dentro de la camioneta. Este testimonio tan poco fiable se reprodujo por primera vez en una vista preliminar. Incrédulos, los abogados de Donté exigieron saber cómo debían interrogar a un sabueso. El letrado Robbie Flak se indignó tanto que a uno de los perros, un sabueso de nombre Yogi, lo trató de «estúpido hijo de perra». La jueza Grale lo acusó de desacato y le impuso una multa de cien dólares. Lo curioso es que, a pesar de todo, en el juicio se permitiera declarar al principal cuidador de los perros, quien sostuvo ante el jurado que después de treinta años de experiencia con sabuesos tenía la «seguridad absoluta» de que Yogi había reconocido el rastro de Nicole en la camioneta verde. Durante el turno de repreguntas, su testimonio fue completamente desmontado por Robbie Flak, que en un momento dado exigió que se trajese el perro a la sala, se le prestara juramento y se le pusiera en el banquillo de los testigos.

La jueza Grale se mostró hostil con los abogados de la defensa, sobre todo con Robbie Flak. Con Paul Koffee estuvo mucho más agradable.

Tenía motivos para ello. Seis años después del juicio se supo que la jueza y el fiscal estaban enzarzados en amoríos extraconyugales desde hacía mucho tiempo. La aventura salió a relucir cuando una antigua secretaria del bufete de Koffee, resentida con él, interpuso una demanda por acoso sexual y presentó correos electrónicos, registros telefónicos y hasta grabaciones de llamadas que revelaban la relación de su jefe con la jueza Grale. Ello dio pie tanto a denuncias como a divorcios.

La jueza Grale, desacreditada, renunció a la magistratura y se marchó de Slone, mientras se resolvía su divorcio. Paul Koffee fue reelegido sin oposición en 2006, pero solo después de prometer que dejaría el cargo cuando finalizara el mandato.

Los abogados de Donté solicitaron una reparación, dado el manifiesto conflicto de intereses entre la jueza y el fiscal. El Tribunal Penal de Apelación de Texas dijo que si bien su relación era «inoportuna» y que «podría dar la imagen de una incorrección», no infringía el derecho del acusado a un juicio justo. Igualmente infructuosas fueron las solicitudes de reparación ante los tribunales federales.

En 2005, Paul Koffee interpuso una demanda por difamación contra Robbie Flak, por las declaraciones de este último en una entrevista acerca de las relaciones íntimas de Koffee con la jueza. Flak contraatacó demandando a Koffee por un sinfín de infracciones. El litigio aún no se ha resuelto.

Horas después, cuando ya estaban apagadas las luces, y la casa en silencio, Keith y Dana miraron fijamente el techo y discutieron sobre si era conveniente tomar somníferos. Los dos estaban exhaustos, pero parecía imposible conciliar el sueño. Estaban cansados de leer cosas sobre el caso, analizarlo y preocuparse por un joven inquilino negro del corredor de la muerte de quien no sabían nada hasta hacía dos días. Les contrariaba especialmente la llegada a sus vidas del tal Travis Boyette. Keith estaba seguro de que Boyette decía la verdad. Dana se inclinaba a pensar lo mismo, aunque todavía era escéptica, dados los repulsivos antecedentes penales de aquel hombre. Estaban cansados de discutir al respecto.

Si Boyette decía la verdad, ¿podían ser ellos dos las únicas personas del mundo que tenían constancia de que Texas estaba a punto de ejecutar a un inocente? Y en tal caso, ¿qué podían hacer? ¿Cómo podían intervenir, si Boyette rehusaba admitir la verdad? Y si Boyette lo pensaba mejor y decidía admitir la verdad, ¿qué se suponía que debían hacer ellos? Slone quedaba a más de seiscientos kilómetros, y ellos no conocían a nadie de allí. ¿Por qué iba a ser de otra manera, si hasta el día anterior ni siquiera habían oído nombrar la ciudad?

Las preguntas no perdieron virulencia en toda la noche, mientras las respuestas no aparecían por ningún lugar. Decidieron mirar el reloj digital hasta la medianoche y, si aún estaban despiertos, tomarían finalmente los somníferos.

A las 23.04 sonó el teléfono, que los sobresaltó. Dana apretó el interruptor de la luz. La identificación de la llamada era «Hospital St. Fran.».

—Es él —dijo Dana.

Keith cogió el teléfono.

—¿Diga?

—Perdone que llame tan tarde, pastor —dijo Boyette en voz baja, con dificultad.

—No pasa nada, Travis. No dormíamos.

—¿Cómo está esa mujer tan mona que tiene?

—Muy bien. Bueno, Travis, seguro que llama por alguna razón.

—Sí, pastor, perdone; es que tengo ganas de volver a ver a la chica, ¿me entiende?

Keith orientó el teléfono para que Dana pudiera escuchar con el oído izquierdo. No quería tener que repetírselo todo luego.

—Pues creo que no, Travis —contestó.

—A la chica, Nicole, mi pequeña Nikki. No me queda mucho tiempo en este mundo, pastor. Sigo en el hospital, con el brazo entubado y la sangre llena de medicamentos, y los médicos me han dicho que no me queda mucho. Ya estoy medio muerto, pastor, y no me gusta la idea de irme al otro barrio sin hacer una última visita a Nikki.

—Pero si lleva nueve años muerta…

—¡No me diga! Le recuerdo que yo estaba allí. Fue horrible, lo que le hice fue horrible, y ya me he disculpado varias veces cara a cara, pero tengo que volver y decirle por última vez cuánto lamento lo que pasó. ¿Entiende lo que quiero decir, pastor?

—No, Travis, no tengo la menor idea de lo que quiere decir.

—Aún está en el mismo sitio, ¿de acuerdo? Sigue donde la dejé.

—Usted me dijo que probablemente ya no pudiera encontrarla.

Travis se tomó un largo respiro, como si hiciera un esfuerzo por recordar.

—Sé dónde está —dijo.

—Perfecto, Travis, pues vaya a buscarla; desentiérrela, mire sus huesos y dígale que lo siente. ¿Y luego qué? ¿Se sentirá mejor consigo mismo? Mientras tanto, van a ponerle la inyección letal a un inocente por algo que hizo usted. Se me ocurre una cosa, Travis. Cuando le haya dicho por última vez a Nicole que lo siente, ¿por qué no va a Slone, pasa por el cementerio, busca la tumba de Donté y también le dice que lo siente?

Dana se giró y lanzó una mirada desaprobadora a su marido. Travis hizo otra pausa.

—Yo no quiero que el chico muera, pastor.

—La verdad es que me cuesta creerlo, Travis. Durante nueve años, mientras a él lo acusaban y lo procesaban, usted no ha dicho nada. Ha desperdiciado el día de ayer y el de hoy, y como siga mareando la perdiz se acabará el tiempo y Drumm ya habrá muerto.

—Yo no puedo impedirlo.

—Pero puede intentarlo. Puede ir a Slone y explicarles a las autoridades dónde está enterrado el cadáver. Puede admitir la verdad, enseñarles el anillo y armar un escándalo. Seguro que las cámaras y los reporteros estarían encantados con usted. Quizá se fije un juez, o el gobernador, vaya usted a saber. Yo en estas cosas no tengo demasiada experiencia, Travis, pero tal vez les costaría ejecutar a Donté Drumm al mismo tiempo que saliera usted por la tele diciendo que mató a Nicole y que lo hizo solo.

—No tengo coche.

—Alquile uno.

—Hace diez años que no tengo carnet.

—Coja el autobús.

—No tengo dinero para un billete de autobús, pastor.

—Ya se lo presto yo. No, le doy lo que cueste el viaje de ida a Slone.

—¿Y si me da un ataque en el autobús, o me quedo inconsciente? ¡A ver si me dejan tirado en Podunk, Oklahoma!

—Está jugando conmigo, Travis.

—Tiene que llevarme usted, reverendo. Los dos solos. Si me lleva en coche, explicaré la verdad. Los llevaré a donde está el cadáver. Podemos evitar la ejecución, pero tiene que venir usted conmigo.

—¿Por qué yo?

—Ahora mismo no tengo a nadie más, pastor.

—Se me ocurre algo mejor: mañana por la mañana vamos juntos a la oficina del fiscal. Tengo un amigo. Usted se lo cuenta todo. Quizá podamos convencerlo de que llame al fiscal de Slone, y al comisario jefe, y al abogado defensor, y… no sé, hasta puede que a algún juez. A él lo escucharán mucho antes que a un pastor que no sabe nada del sistema judicial penitenciario. Podemos filmar en vídeo su declaración y mandársela inmediatamente a las autoridades texanas, y también a la prensa. ¿Qué le parece, Travis? Así no infringe la condicional, ni yo me meto en líos ayudándolo.

Dana asentía ahora con la cabeza. Pasaron cinco segundos. Diez…

—Puede que funcione —dijo finalmente Travis—. Puede que podamos evitar la ejecución, pero a ella es imposible que la encuentren. Para eso tengo que estar yo.

—Centrémonos en evitarlo.

—Mañana a las nueve de la mañana me sueltan.

—Allá estaré, Travis. La fiscalía no queda muy lejos.

Cinco segundos, diez.

—De acuerdo, pastor. Hagámoslo.

A la una de la madrugada Dana encontró el frasco de somníferos sin receta, pero al cabo de una hora los dos seguían despiertos, ocupados en el viaje a Texas. Ya lo habían hablado una vez por encima, pero les daba tanto miedo que no habían seguido discutiéndolo. La idea era absurda: Keith en Slone, con un violador en serie de dudosa credibilidad, tratando de que alguien prestase oídos a una historia estrambótica mientras la ciudad contaba las últimas horas de Donté Drumm. Formaban una pareja improbable, que sería objeto de burlas, quizá incluso de un atentado. Por si fuera poco, a su regreso a Kansas el reverendo Keith Schroeder podía verse acusado de un delito para el que no habría defensa posible. Podían peligrar su trabajo y su carrera, y todo por un canalla como Travis Boyette.