Capítulo diez

El 29 de octubre de 1999, dos semanas después de ser condenado, Donté Drumm llegó al corredor de la muerte de la Unidad Ellis de la cárcel de Huntsville, una localidad de treinta y cinco mil habitantes situada a unos ciento cincuenta kilómetros al norte del centro de Houston. Lo procesaron y le entregaron el vestuario estándar, compuesto por dos juegos de camisa blanca y pantalón, dos monos blancos, cuatro calzoncillos bóxer, dos camisetas blancas, unas chanclas de goma para la ducha, una manta fina y una almohada pequeña. También le dieron un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, un peine de plástico y un rollo de papel higiénico. Se le asignó una celda de reducidas dimensiones, con cama de cemento, y váter y lavabo de acero inoxidable. A partir de ese momento quedó convertido en uno de los cuatrocientos cincuenta y dos reclusos de sexo masculino del corredor de la muerte. Otra cárcel, cerca de Gatesville, Texas, alojaba a veintidós mujeres condenadas a la pena capital.

Como no tenía antecedentes de mala conducta en la cárcel, fue clasificado como de nivel I, y como tal gozó de algunos privilegios adicionales. Podía trabajar hasta cuatro horas al día en el taller textil del corredor de la muerte. Podía pasar el tiempo destinado al ejercicio físico en un patio, con algunos reclusos más. Podía ducharse una vez al día, solo, sin vigilancia. Podía participar en ceremonias religiosas, talleres de artesanía y programas educativos. Podía recibir un máximo de setenta y cinco dólares mensuales del exterior. Podía comprarse un televisor, una radio, material de escritura y algo de comida en el economato. También tenía derecho a dos visitas semanales. A los infractores de la normativa se los degradaba al nivel II, donde se recortaban los privilegios. Los de mala conducta quedaban reducidos al nivel III, donde se les quitaban todas las golosinas.

Aunque Donté llevara casi un año en una cárcel de condado, el impacto del corredor de la muerte fue abrumador. El ruido era incesante: radios y teles a todo volumen, las bromas que se hacían constantemente los demás reclusos, los gritos de los vigilantes, los pitidos y borboteos de las viejas tuberías y el abrir y cerrarse de las puertas de las celdas. En una carta a su madre escribió: «La bulla nunca para, nunca. Yo intento ignorarla, y lo consigo más o menos durante una hora, pero luego empieza a gritar alguien, o a desafinar, se pone a berrear un vigilante, y todo el mundo se ríe. Lo mismo a todas horas. A las diez de la noche se apagan las radios y las teles, y es cuando los bocazas empiezan a decir tonterías. Por si no fuera bastante malo vivir en una jaula como un animal, el ruido me está volviendo loco».

Sin embargo, pronto se dio cuenta de que podía soportar el cautiverio y sus rituales. De lo que no estaba tan seguro era de poder vivir sin su familia y sus amigos. Echaba de menos a sus hermanos y a su padre, pero la idea de verse permanentemente separado de su madre bastaba para hacerle llorar. Lloraba durante horas, siempre boca abajo, a oscuras, y sin hacer ruido.

El corredor de la muerte es una pesadilla para los asesinos en serie y para los que han matado con un hacha. Para un inocente es una vida de tortura mental que el espíritu humano no está en condiciones de superar.

La pena de muerte de Donté adquirió un nuevo sentido el 16 de noviembre, cuando Desmond Jennings fue ejecutado por haber matado a dos personas durante una venta de droga frustrada. El día 17 fue a John Lamb a quien ejecutaron por el asesinato de un viajante al día siguiente de haber salido de la cárcel en libertad condicional. Un día más tarde, el 18 de noviembre, fue ejecutado José Gutiérrez por un robo a mano armada y un asesinato cometidos junto con su hermano. Al hermano lo habían ejecutado cinco años antes. Jennings llevaba cuatro años en el corredor de la muerte; Lamb, dieciséis y Gutiérrez, diez. Un vigilante explicó a Donté que la estancia media en el corredor de la muerte antes de la ejecución era de diez años, la más corta del país, dijo orgulloso. También en esto Texas era el número uno.

—Pero no te preocupes —añadió—. Serán los diez años más largos de tu vida, y los últimos, claro.

Ja, ja.

Tres semanas más tarde, el 8 de diciembre, David Long fue ejecutado por matar a tres mujeres con un hacha en las afueras de Dallas. Durante el juicio dijo al tribunal que si no lo condenaban a muerte volvería a matar. El jurado le hizo caso. El 9 de diciembre ejecutaron a James Beathard por otro triple homicidio. Cinco días más tarde le llegó el turno a Robert Atworth, después de solo tres años en el corredor de la muerte. Al día siguiente ejecutaron a Sammie Felder, tras veintitrés años de espera.

Después de la muerte de Felder, Donté escribió una carta a Robbie Flak donde ponía: «Oye, tío, aquí la cosa va en serio. Siete muertos en cuatro semanas. Sammie era el número ciento noventa y nueve, desde que hace unos años volvieron a dar luz verde. En lo que va de año ha sido el treinta y cinco, y tienen programados a cincuenta para el año que viene. Tienes que hacer algo, tío».

Las condiciones de vida fueron de mal en peor. Los responsables del Departamento de Justicia Criminal de Texas habían iniciado el traslado del corredor de la muerte desde Huntsville a la Unidad Polunsky, cerca de la localidad de Livingston, a unos sesenta kilómetros. Aunque no se diera ninguna razón oficial, el traslado llegó después de una tentativa malograda de fuga por parte de cinco presos condenados. A cuatro los cogieron dentro de la cárcel. El quinto apareció flotando en el río, sin que se esclareciesen las causas de su muerte. Poco después se tomó la decisión de reforzar la seguridad y de trasladar a los hombres a Polunsky. Tras cuatro meses en Huntsville, Donté fue esposado y subido con veinte presos más a un autobús.

En la nueva cárcel le asignaron una celda que medía menos de dos metros por tres. No había ventanas. La puerta era de metal macizo, con una pequeña abertura cuadrada para que los vigilantes pudiesen controlar el interior. Debajo había una ranura estrecha para una bandeja de comida. Era una celda sin salida al exterior, sin barrotes por los que mirar ni modo alguno de ver a otras personas; un búnker asfixiante de hormigón y acero.

Los gestores de la cárcel decidieron que la mejor manera de controlar a los presos y de evitar fugas y actos violentos eran veintitrés horas diarias de encierro. Se eliminaron prácticamente todas las formas de contacto entre reclusos: nada de programas de trabajo, ni de ceremonias religiosas, ni de recreo en grupo, ni de cualquier otra cosa que permitiera la interrelación humana. Se prohibieron los televisores. Durante una hora diaria Donté era llevado a una «sala de día», un pequeño espacio interior, apenas más grande que su celda, donde en principio debía disfrutar de cualquier pasatiempo que pudiera confeccionar mentalmente, a solas y con la supervisión de un vigilante. Dos veces por semana, si lo permitía el clima, lo sacaban a una zona pequeña y medio cubierta de hierba que recibía el nombre de «la caseta del perro», y podía mirar el cielo durante una hora.

Por curioso que parezca, en poco tiempo empezó a añorar el incesante ruido que tanto despreciaba en Huntsville.

Tras un mes en Polunsky, escribió en una carta a Robbie Flak: «Estoy encerrado veintitrés horas al día en este armario. La única vez que hablo con alguien es cuando los vigilantes traen la comida, o lo que aquí llaman comida; o sea que solo veo a vigilantes, no al tipo de gente que elegiría yo. Estoy rodeado de asesinos, de asesinos de verdad, pero preferiría hablar con ellos que con los vigilantes. Aquí todo está pensado para que se viva lo peor posible. Las comidas, por ejemplo. Nos dan el desayuno a las tres de la madrugada. ¿Por qué? Nadie lo sabe, ni lo pregunta. Nos despiertan para darnos de comer una bazofia que haría salir corriendo a la mayoría de los perros. La comida es a las tres de la tarde, y la cena a las diez de la noche. De desayuno, huevos fríos y pan blanco, y a veces compota de manzana y creps. Para comer, bocadillos de mantequilla de cacahuete, y a veces mortadela de la mala; para cenar, pollo de goma y puré de paquete. Un juez de no sé dónde dijo que tenemos derecho a dos mil doscientas calorías al día (seguro que lo sabes), y si les parece que se han quedado un poco cortos lo único que hacen es añadir pan blanco, que siempre está en mal estado. Ayer me dieron para comer cinco rebanadas de pan blanco, judías con tocino frías y un trozo de queso cheddar mohoso. ¿Podemos poner una demanda por la comida? Seguro que ya lo ha hecho alguien. De todos modos, la comida todavía la soporto, y que me cacheen a todas horas; creo que puedo soportarlo todo, Robbie, pero el aislamiento me resulta insoportable. Haz algo, por favor».

Dormía doce horas al día, aún más deprimido y desanimado que antes. Para luchar contra el aburrimiento, repasaba mentalmente todos los partidos de su época del instituto. Hacía ver que era un locutor de radio que describía las jugadas de manera pintoresca, siempre con el gran Donté Drumm como estrella. Desgranaba los nombres de sus compañeros de equipo, con la única excepción de Joey Gamble, y ponía nombres ficticios a sus adversarios. Doce partidos en segundo curso, y trece en tercero; y aunque en ambas ocasiones Marshall hubiera ganado a Slone en las finales, dentro de la cárcel Donté no aceptaba eso. Aquellos partidos los habían ganado los Slone Warriors, que seguían en su progresión hasta arrasar con el Odessa Permian en la gran final del estadio de los Cowboys, ante setenta y cinco mil hinchas. Donté era nombrado mejor jugador de Texas esos dos años, algo sin precedentes.

Después de los partidos, y tras poner punto final a las retransmisiones, escribía cartas; su objetivo diario era escribir al menos cinco. Leía la Biblia durante horas, y se aprendía de memoria versículos de las Escrituras. Cuando Robbie presentó otro grueso escrito ante otro tribunal, Donté leyó hasta la última coma. Lo demostraba escribiendo a su abogado largas cartas de agradecimiento.

Sin embargo, después de un año de aislamiento, empezó a tener miedo de perder la memoria. Se le escapaban los resultados de sus antiguos partidos. Los nombres de sus compañeros de equipo caían en el olvido. Ya no podía recitar de un tirón los veintisiete libros del Nuevo Testamento. Estaba somnoliento, y no conseguía superar la depresión. Se le desintegraba el cerebro. Dormía dieciséis horas al día, y solo comía la mitad de lo que le traían.

El 14 de marzo de 2001 ocurrieron dos cosas que casi pudieron con él. La primera fue una carta de su madre: tres páginas escritas con la letra que él tanto quería. Después de leer la primera página, no siguió adelante. Era incapaz de leer toda una carta. Quería hacerlo, era consciente de tener que hacerlo, pero la vista se le desenfocaba y su cerebro no asimilaba las palabras de su madre. Al cabo de dos horas recibió la noticia de que el Tribunal Penal de Apelación de Texas había confirmado su condena. Lloró durante mucho rato. Luego se estiró en la cama y se quedó mirando al techo, en una bruma medio catatónica. No se movió en varias horas. Se negó a comer.

Durante el último partido de tercer curso, en las finales contra Marshall, un defensa de ciento cuarenta kilos le había pisado la mano izquierda, aplastándolo y fracturándole tres dedos. El dolor fue inmediato, y tan intenso que casi lo hizo desmayarse. Un entrenador le juntó los dedos con cinta adhesiva, y en la siguiente serie Donté volvió a jugar. Jugó como un salvaje casi toda la segunda mitad. El dolor lo enloquecía. Entre jugada y jugada, miraba estoicamente el pelotón ofensivo sin sacudir la mano ni tocarla una sola vez, negándose a reconocer el dolor que empañaba sus ojos. De algún lugar sacó la voluntad de hierro y la increíble dureza necesarias para acabar el partido.

Aunque de aquella puntuación tampoco se acordara ya, juró buscar de nuevo en lo más hondo de sus entrañas, en los estratos subconscientes de un cerebro que le estaba fallando, y encontrar la voluntad necesaria para no caer en la demencia. Logró levantarse de la cama, y al caer al suelo hizo veinte flexiones. Después hizo abdominales hasta que le dolió la barriga. Corrió sin moverse de su sitio hasta que ya no pudo levantar los pies. Sentadillas, levantamientos de piernas y más flexiones y abdominales. Empapado de sudor, se sentó a preparar un horario. Cada mañana, a las cinco, iniciaría una serie exacta de ejercicios, y la practicaría sesenta minutos sin parar. A las seis y media escribiría dos cartas. A las siete memorizaría un nuevo versículo de las Escrituras. Y así el resto del día. Su objetivo era mil flexiones y mil abdominales diarios. Escribiría diez cartas, sin limitarse a su familia y a sus mejores amigos. Se buscaría nuevas amistades por correspondencia. Leería como mínimo un libro al día. Reduciría las horas de sueño a la mitad. Empezaría un diario.

Estos objetivos, pulcramente anotados, recibieron el título de «La Rutina», y quedaron pegados a la pared, junto al espejo de metal. Donté encontró el entusiasmo necesario para ceñirse a ese régimen que emprendía cada mañana. Al cabo de un mes hacía mil doscientas flexiones y otros tantos abdominales al día, y el endurecimiento de sus músculos le procuraba bienestar. El ejercicio hizo que la sangre volviera a circular por su cerebro. La lectura y la escritura le abrieron nuevos mundos. Una chica de Nueva Zelanda le escribió una carta, a la que él respondió inmediatamente. Se llamaba Millie; tenía quince años y sus padres le daban permiso para escribir a Donté, aunque leían su correspondencia. Cuando Millie mandó una pequeña foto, Donté se enamoró. Pronto llegó a las dos mil flexiones y abdominales, azuzado por el sueño de conocer alguna vez a Millie. Su diario estaba lleno de escenas eróticas muy gráficas de la pareja viajando por todo el mundo. Millie le escribía una vez al mes, y por cada carta que echaba al correo recibía un mínimo de tres.

Roberta Drumm tomó la decisión de no contarle a Donté que su padre se estaba muriendo de una enfermedad cardíaca. Durante una de sus muchas visitas habituales, cuando le dijo que su padre había muerto, el frágil mundo de Donté empezó a resquebrajarse de nuevo. Saber que su padre había fallecido antes de que él pudiera salir de la cárcel, libre de cualquier acusación, resultó demasiado para él. Se permitió infringir su rígida rutina. Primero se la saltó un día, y luego otro. No paraba de llorar y temblar.

Después lo dejó Millie. Sus cartas llegaban hacia el día 15, todos los meses, durante más de dos años, sin contar las postales de cumpleaños y de Navidad, hasta que se interrumpieron por razones que Donté nunca supo. Él siguió mandando cartas y más cartas, pero no recibía nada a cambio. Acusó a los celadores de esconderle el correo, y hasta convenció a Robbie de que amenazara a las autoridades de la cárcel; sin embargo, poco a poco aceptó el hecho de que Millie ya no daba señales de vida, y cayó en una oscura y larga depresión en la que perdió todo interés por la Rutina. Empezó una huelga de hambre: estuvo diez días sin comer, pero en vista del desinterés general, renunció. Estuvo semanas sin hacer ejercicio, sin leer ni escribir en su diario; sus únicas cartas eran para su madre y para Robbie. No tardó mucho en volver a olvidar los resultados de viejos partidos, y solo se acordaba de algunos versículos bíblicos, los más famosos. Se quedaba durante horas con la vista clavada en el techo, murmurando sin parar:

—Dios mío, se me va la cabeza.

La sala de visitas de Polunsky es un espacio grande, abierto, lleno de mesas, sillas y máquinas expendedoras en las paredes. En el centro hay una larga hilera de cabinas, separadas por cristales. Los reclusos se sientan a un lado, y las visitas al otro, y todas las conversaciones son por vía telefónica. Detrás de los reclusos siempre hay guardias vigilando. En un lado hay tres cabinas que se usan para las visitas de abogados; también tienen divisorias de cristal, y todas las consultas son asimismo telefónicas.

Durante los primeros años, a Donté le entusiasmaba ver a Robbie Flak sentado ante el pequeño mostrador del otro lado del cristal. Robbie era su abogado, su amigo, su entregado defensor, y el hombre que resolvería aquel inaudito error. Robbie era un luchador encarnizado y sin pelos en la lengua, que amenazaba con el fuego eterno a todo el que maltratase a su cliente. Gran parte de los condenados tenían malos abogados en el exterior, o ninguno. Sus apelaciones habían seguido su curso, y el sistema ya se los había ventilado. Fuera no había nadie que abogase por ellos. En cambio, Donté tenía a Robbie Flak, y sabía que siempre, en algún momento del día, su abogado pensaba en él y buscaba nuevas maneras de sacarlo de allí.

Tras ocho años en el corredor de la muerte, sin embargo, Donté ya había perdido la esperanza. No es que hubiera perdido la fe en Robbie, sino que se había dado cuenta de que los sistemas de Texas eran mucho más poderosos que un solo abogado. Solo un milagro podía evitar que aquella injusticia siguiera su curso. Robbie le había explicado que elevarían una petición tras otra hasta el final, pero también era realista.

Hablaron a través del teléfono, contentos de verse. Robbie le dio recuerdos de toda la familia Drumm. Había estado en su casa la noche anterior, y se lo explicó en detalle. Donté escuchaba sonriendo, pero apenas dijo nada. Sus facultades para la conversación se habían deteriorado, como todo lo demás. Físicamente era un hombre de veintisiete años flaco y encorvado. Mentalmente estaba hecho un desastre. Perdía la noción del tiempo, nunca sabía si era de noche o de día, y se saltaba a menudo las comidas, las duchas y su hora diaria de recreo. No quería decir ni una palabra a los celadores, y a menudo le costaba seguir sus órdenes más básicas. Ellos le tenían cierta compasión, sabedores de que no era peligroso. A veces dormía entre dieciocho y veinte horas al día, y cuando no dormía era incapaz de hacer otra cosa. Llevaba años sin hacer ejercicio. Nunca leía, y aunque consiguiera escribir una o dos cartas por semana, solo eran para su familia y para Robbie. Eran cartas breves, en muchos casos incoherentes, y llenas de palabras mal escritas y errores garrafales de gramática. La letra era tan torpe que daba lástima. No era agradable abrir un sobre con una carta de Donté.

La doctora Kristi Hinze había analizado centenares de cartas escritas por Donté durante sus ocho años en el corredor de la muerte, y estaba convencida de que estar incomunicado lo había alejado mucho de la realidad. Se sentía deprimido, somnoliento, con ideas delirantes, paranoico, esquizofrénico y con impulsos suicidas. Oía voces, concretamente las de su difunto padre y de su entrenador de fútbol americano en el instituto. Por decirlo en lenguaje de la calle: se le había secado el cerebro. Estaba loco.

Tras un par de minutos dedicados a resumir el estado de los recursos de última hora, y a exponer lo que estaba programado para los dos días siguientes, Robbie le presentó a la doctora Hinze. Ella se sentó, cogió el teléfono y saludó. Robbie se quedó muy cerca de ella, a sus espaldas, con una libreta y un bolígrafo. Durante más de una hora, la doctora le hizo preguntas sobre la rutina diaria de Donté, sus hábitos, sueños, pensamientos, deseos e ideas acerca de la muerte, y Donté la sorprendió al decir que mientras él estaba en el corredor de la muerte habían ejecutado a doscientos trece hombres. Robbie confirmó la exactitud del dato. Sin embargo, ya no hubo más sorpresas, ni más concreciones. Ella indagó exhaustivamente en las razones por las que estaba preso, y por las que iban a ejecutarlo. Donté no lo sabía, ni entendía que le estuvieron haciendo todo aquello. Sí, estaba seguro de que estaban a punto de ejecutarlo. Solo había que ver a los otros doscientos trece.

La doctora Hinze tuvo bastante con una hora. Devolvió el teléfono a Robbie, que se sentó y empezó a exponer los detalles para el jueves. Le dijo a Donté que su madre estaba decidida a presenciar la ejecución. Fue un disgusto para el joven, que se echó a llorar, y finalmente dejó el teléfono para limpiarse la cara. Luego ya no quiso cogerlo y, al dejar de llorar, cruzó los brazos en el pecho y fijó la vista en el suelo. Por fin se levantó y fue hacia la puerta que tenía detrás.

El resto del equipo esperaba fuera, dentro de la camioneta, ante la mirada indiferente de un celador. Cuando Robbie y la doctora Hinze regresaron al vehículo, Aaron saludó al celador con la mano y se alejó al volante. Pararon en una pizzería que había en el límite de la ciudad, donde comieron deprisa. Justo cuando se habían instalado en la camioneta y salían de Livingston, sonó el teléfono. Era Fred Pryor. Había llamado Joey Gamble, y quería que fueran a tomar algo al salir del trabajo.